María en el camino

Por camino suele entenderse una pista de tierra, y más en general, un espacio que se va recorriendo durante un cierto tiempo, del modo que convenga razonablemente a las condiciones (distancia, temperatura, alimentación, etc.) y a los medios disponibles, y con el impulso necesario; con una dirección concreta y dentro de unos linderos que facilitan la llegada a la meta final, mientras evitan que el caminante se pierda.

Todo camino se sitúa en diálogo con el que camina y, por tanto, en el contexto espacio-temporal de su mundo y de su historia, pues el camino se va “metiendo” dentro del caminante y se va conociendo a medida que se recorre.

Como bien saben los peregrinos, el camino es un símbolo de esa peregrinación que es la vida humana y, con más profundidad, la vida cristiana. En este sentido ningún camino está hecho de antemano: “Se hace camino al andar” (A. Machado). Y con frecuencia, siempre para los cristianos, en compañía. “No es un salto mortal en el heroísmo lo que hace santo al hombre –escribió Joseph Ratzinger en su libro Mirar a Cristo, 1989–, sino el humilde y paciente camino con Jesús, paso a paso”, y ahí, “amar junto a Él” descubriendo al divino Caminante en sus miembros más pobres y necesitados.

En septiembre de 2006 Benedicto XVI revivía en la catedral de Freising su ordenación presbiteral: “Cuando estaba yo postrado en tierra y en cierto modo envuelto por las letanías de todos los santos, por la intercesión de todos los santos, caí en la cuenta de que en este camino no estamos solos, sino que el gran ejército de los santos camina con nosotros, y los santos aún vivos, los fieles de hoy y de mañana, nos sostienen y nos acompañan”.

Caminando con Jesús, vamos también junto con los demás miembros de su Cuerpo; es decir, con todos los cristianos, y nos sentimos compañeros de camino de todas las personas del mundo, llamadas a formar parte de la familia de Dios.

“Quien emprende el camino sin Dios –ha observado el Papa en una ocasión– al final se encuentra en la oscuridad, aunque pueda haber momentos en los que parezca que se ha hallado la vida”. Por eso, “sólo caminando con el Señor, abandonándonos en la comunión de Iglesia a su apertura, no viviendo para mí –ya sea para una vida terrenal gozosa, ya sea sólo por una felicidad personal–, sino haciéndome instrumento de su paz, vivo bien y aprendo este valor ante los desafíos de cada día, siempre nuevos y graves, frecuentemente casi irrealizables. Me abandono porque tú lo quieres, y estoy seguro de que así avanzo bien. Podemos sólo rogar que el Señor nos ayude a hacer este camino cada día, para ayudar, iluminar de esta manera a los demás, motivarles para que puedan ser así liberados y redimidos”.

En ese camino nos precede y acompaña especialmente María. Ella es la tierra inmaculada que ha dado como fruto a Cristo, la figura eminente de la mujer cristiana en la que se aúnan el sentimiento y la fe, la “memoria del corazón” (comprensión e identificación, participación y fidelidad creativa) vivificada por el Espíritu Santo, en el camino de la Iglesia.

Por eso el pueblo cristiano ha querido ponerla en los caminos e invocarla como Madre que es, protectora y compañera principal, patrona de algún camino particular y en concreto del Camino de Santiago de Compostela.

Camino de Santiago está precisamente el santuario de la Virgen del Camino, patrona, desde 1914, de la religión leonesa, en España. Esta devoción se remonta a una tradición de los siglos XV-XVI. La imagen que se venera allí es una “Piedad”, dolorosa sedente que sostiene sobre sus rodillas a su Hijo muerto, desclavado de la cruz. El rostro de María, adusto y sereno, está inclinado hacia Jesús. Se dice que refleja la percepción de nuestra gente: madre dolorida, casi anciana, mostrando, a los fieles que se acercan, al que lo ha dado todo por ellos y ahora yace, inclinada la cabeza y caídos los brazos. En la peana de la imagen se leen las palabras de la Escritura: “Vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor” (Lm 1, 12).

“El auténtico gran ‘sí’ –ha dicho Benedicto XVI– es precisamente la Cruz,… el auténtico árbol de la vida. No alcanzamos la vida apoderándonos de ella, sino dándola. El amor es la entrega de nosotros mismos y, por este motivo, es el camino de la vida auténtica simbolizada por la Cruz”.

Por eso María es camino de redención, gracia y resurrección, porque conduce al que se autodefinió como “camino, verdad y vida”. Señala el Concilio Vaticano II que María “brilla como signo de esperanza segura y de consuelo para el pueblo de Dios en camino”. “¿Quién mejor que María –se pregunta la encíclica sobre la esperanza– podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su ‘sí’ abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo?”

En efecto, sus hijos la saludan desde hace más de mil años como estrella del mar y puerta del Cielo, y le invocan apelando a su corazón: muestra que eres madre, prepáranos un camino seguro. Y la canción popular le reza: “Oh Virgen del Camino, Reina y Madre del pueblo leonés, muéstranos a Jesús vivo y glorioso, que herencia nuestra es”.

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Un comentario

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