Una sociedad que no permite envejecer

Por Mario Calabresi
Editorial del director de “La Stampa
13 febrero 2013

 La renuncia de Benedicto XVI, a un día de distancia y después del estupor inicial que causó el gesto, también narra una historia emblemática sobre la época en la que vivimos: las dificultades de la vejez en la sociedad de la tecnología y de la información. Una sociedad que exige como presupuestos fundamentales la velocidad, la capacidad para adaptarse y para reaccionar en tiempo real. Un escenario que domina y ante el cual el Papa admite su debilidad con una consciencia desarmante y con palabras clarísimas:

«En el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado…».

Un gesto que parece casi una rendición frente a un mundo que cambia a un ritmo tal que un hombre de 1927 nunca habría imaginado. No solo cambian las formas y los tiempos de la comunicación, sino que exige comentar todo e inmediatamente. Sin embargo, este hombre de casi 86 años, mientras ya estaba considerando la posibilidad de dejar el Pontificado, trató de seguir esa contemporaneidad llegando incluso a abrir una cuenta de Twitter, plegándose a la necesidad de comunicar con mensajes breves y con una medida de 140 caracteres. Trató de seguir, con fatigas y después de dolorosas y lacerantes incomprensiones, la agenda global con los tiempos que dictan los medios de comunicación que transmiten 24 horas al día. Una agenda que cada día roza las fronteras de la ética y de las convenciones sociales. Una carrera espasmódica y artificial para un hombre que basó su vida en el estudio, en la reflexión, en la meditación silenciosa. En sus palabras y en su decisión se adivina un cortocircuito entre sus estudios eruditos sobre la vida de Jesús y la casi ineludible necesidad de responder a cada golpe. La sucesión de escándalos, polémicas y fugas de noticias a nivel planetario solo puede afrontarlas un joven, parecería indicar: «he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio…».

Pero no ha sido siempre así. Sin la necesidad de volver un siglo y medio, cuando Pío IX (era 1854) hizo un viaje a Emilia Romana en el que no pronunció ni un solo discurso y se limitó a impartir bendiciones, sería suficiente recordar el ritmo del Vaticano de Pablo VI. Para encontrar una respuesta del Papa era necesario esperar el Ángelus del domingo o la Audiencia del miércoles. Después, con el Papa Wojtyla, hubo una explosión de viajes y el ritmo decuplicó las apariciones en público y los discursos.

Pero, ¿este tren puede solo acelerar; es la única opción? Se percibe que la Iglesia vive en el mundo y que no puede más que adaptarse al mundo si pretende influir y ser escuchada. Sin embargo, al saber retirarse, celarse, al negarse a cantar siempre al ritmo del coro e incluso en la ausencia se esconde una fuerza enorme. Imaginemos a los políticos de hoy, obligados a hacer declaraciones treinta veces al día, califiquemos su credibilidad y su alcance comparándolos con Alcide De Gasperi, Aldo Moro o Enrico Berlinguer, cuyas entrevistas, en un año, se podían contar con los dedos de la mano.

Se podría decir que los tiempos de la Iglesia milenaria (y de la política lenta) eran posibles cuando la información no se filtraba a través de los muros, cuando los teléfonos celulares no eran una extensión de nuestros cuerpos, cuando los mayordomos no hacían fotocopias, faxes o correos electrónicos y cuando los Muros vaticanos resguardaban discursos y secretos. Justamente esos tiempos y esa capacidad de visión le garantizaron una cardinalidad durante veinte siglos.

Pero, entonces, al rendirse ante la edad, reconociendo una cierta supremacía determinante de la juventud, de las energías y de la velocidad, ¿qué espacio y qué valor siguen teniendo el saber meditado, la sabiduría y la experiencia? Benedicto XVI, que eligió volver a ser Joseph Ratzinger nos ha dado su respuesta, pero esta pregunta sigue siendo fundamental, porque la respuesta plasmará nuestra sociedad, decidirá si se puede aceptar la vida fragmentaria, sin el supuesto peso de la memoria y de los proyectos de largo alcance.

Naturalmente, la difícil decisión del Papa no se resuelve solo en esta pregunta y en su respuesta, porque es hija de la complejidad de muchos problemas sobre los que se escribirán una infinidad de libros. Pero está claro que la edad es el pasaje central de la declaración que pronunció la lengua más antigua, como para subrayar la voluntad de escapar de la dictadura de la contemporaneidad.

Ratzinger, que ha sido comparado con el Wojtyla del calvario valiente, de la cruz hasta el final, también tiene absoluta consciencia de los daños que podría sembrar la falta de energías. Benedicto XVI sabe que el precio del calvario de su predecesor también fue una ausencia de gobierno de la Iglesia; lo sabe porque heredó todos los problemas pendientes y las luchas intestinas. Los ha afrontado con valentía, a partir de la pederastia, pero tal vez esta consciencia lo ha llevado a recordarnos que se necesita fuerza para gobernar; lo indujo a retroceder ahora para que su sucesor no encuentre todo cuesta arriba. Y tal vez este es el gesto más revolucionario que haya hecho

 

Tomado de:

vaticaninsider

 

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