El complejo mundo de las sectas

sectas4) ¿POR QUÉ SON?

¿Qué mueve a las sectas? Las respuestas a esta pregunta han sido tan dispares, y en ocasiones tan apasionadas, que es difícil no concluir que con frecuencia interviene el prejuicio y la simplificación, con el consiguiente perjuicio para la verdad.

El que probablemente constituye el prejuicio más extendido puede resumirse de la siguiente manera: “eso no se lo puede creer nadie, luego tiene que haber algo detrás”. Desde, luego, la conjunción de las doctrinas singulares de muchas sectas con una mentalidad racionalista inclinada a un cierto escepticismo, invita a pensar así. Pero este juicio acaba por negar lo evidente.

De entrada, hay que aclarar que los prejuicios suelen encerrar ambigüedades. ¿Qué significa “haber algo detrás”? Puede significar que hay algo más de lo que se enseña al profano o al que se acerca por primera vez, y eso es bastante cierto. Ya hemos visto el carácter esotérico, en mayor o menor grado, de una buena proporción de sectas, de forma que sus creencias no son presentadas en su totalidad desde el principio, sino paulatinamente conforme se adentra el seguidor en el grupo. Y, en las sectas que no son esotéricas, como suelen ser las de origen cristiano –lo más frecuente es que sean apocalípticas, y no esotéricas-, suele haber una cierta táctica de aproximación, de modo que tienden a presentarse como un grupo que vive la verdadera autenticidad cristiana, haciendo hincapié en lo que se conoce o se supone como creencia común, insistiendo en lo que une y dejando lo que separa para más adelante, cuando se ha estrechado más la vinculación del neófito con la secta. En este sentido, sí que suele haber “algo más”, pero, para sorpresa de quien parte del “eso no se lo puede creer nadie”, lo que queda por descubrir suele resultar todavía más difícil de creer o de aceptar. Es más, por eso precisamente se suele dejar para más adelante.

Pero una cosa es un “algo más” suplementario, y otra cosa muy distinta es que sea sustitutorio. O sea, que lo que dicen creer sea únicamente una pantalla, una máscara bajo la cual se oculta la verdadera y diferente realidad. Los miembros de una secta creen en sus doctrinas. Puede parecer increíble para los extraños, pero es así. Pueden tener, como cualquiera, estados subjetivos de duda o de crisis, pero eso precisamente avala lo que aquí se afirma: si todo se conoce como una pura fachada, no hay dudas posibles. Como señala Robert Vaughn Young, otrora portavoz de la cienciología –un típico ejemplo de algo que suena muy poco razonable- en Estados Unidos, a la hora de entrevistar a un cienciólogo “un periodista debe saber que estará hablando con un fanático: una persona que trata de salvar el mundo. Eso es exactamente lo que los cienciólogos creen que están haciendo”. Los mismos relatos de exmiembros pueden ser más o menos objetivos, más o menos fiables, pero en un aspecto son unánimes: cuando pertenecían a la secta, creían en ella.

Otro prejuicio con bastante aceptación es el de quien ve las sectas como un grupo en el que una persona o una pequeña élite mantiene deliberadamente engañados a sus adeptos, unos pobres ingenuos fanatizados que no son conscientes de que son explotados y manipulados en provecho de la cerrada cúpula de la secta, que persigue fines muy distintos a los religiosas. Esta visión tiene numerosos apoyos en la prensa sensacionalista, ávida de conseguir material hasta donde no lo hay para elaborar reportajes en los que se “abre los ojos” al lector para mostrarle que en el gran teatro del mundo la auténtica realidad está entre bastidores, donde se tejen conspiraciones y se hacen repartos del poder a espaldas del inocente ciudadano. Si todo fuera como algunas publicaciones de este tipo relatan, resulta verdaderamente milagroso que el mundo, y el lector mismo, sigan su curso diario ocupados en problemas tan “tontos” como cuadrar las cuentas familiares, educar a sus hijos o buscar trabajo, sin que se les hagan notorias las consecuencias de tan poderosas urdimbres. El rigor de muchos de estos artículos es simplemente inexistente*, y no hay otro remedio que concluir que la manipulación que resalta con más evidencia es la del lector. Por otro lado, resulta curioso comprobar que, de las sectas anteriormente examinadas, la que más podría aproximarse a este esquema es Meditación Trascendental, pero resulta que el engaño es en sentido contrario al que sostiene el prejuicio: lo que se disimula es el carácter religioso, y lo que en el fondo se busca es propagar una religión.

De todas formas, conviene mostrar qué hay de verdad y qué de mentira en las diversas motivaciones que se achacan a las sectas, y a eso se dedicará este capítulo.

a) ¿Son un negocio?

Decir que las sectas –o buena parte de ellas- son un negocio, o, más aún, sostener que no son nada más que un negocio, es una idea que muchos comparten. Hay algunos datos que inducen a pensar así. En varias encontramos en la militancia de base una mano de obra barata –gratuita muchas veces- con una dedicación igual o mayor que la de la empresa más exigente, lanzada a la venta del material producido por la secta; en este aspecto, los Testigos de Jehová son el paradigma. Otras veces se trata de que la secta vende a sus adeptos, en mayor o menor grado, material o enseñanza a precios netamente superiores a los que les correspondería en el mercado; aquí, los ejemplos más característicos son Meditación Trascendental y, sobre todo, la Cienciología. En algún caso el creador de la secta se ha enriquecido y vive rodeado de un descarado lujo, siendo el más claro ejemplo el gurú Maharaj-Ji. Hay incluso algún caso en el que la secta ha servido de trampolín para la adquisición de negocios de otro tipo, como ha sucedido con el “reverendo” Moon. Y todavía se podría añadir el hecho de que alguna cuenta con mucho dinero, como se evidencia por lo que gasta, sin que se sepa bien de dónde sale (lo que no quiere decir que no se pueda saber), como es el caso de los mormones. En sectas de menor tamaño, no es raro que los adeptos, o parte de ellos, entreguen al grupo sus posesiones, lo que sucede especialmente en sectas de sesgo apocalíptico -¿para qué conservar lo que no va a durar?- o que preconizan una forma de vida comunitaria. Todo esto ha conducido a que se concluya que lo que persiguen las sectas es el dinero, el dinero y el dinero; un puro negocio, vamos.

Pero en este punto conviene hacer una distinción, que puede parecer una sutileza a primera vista, pero que es esencial para situar correctamente la cuestión: que es necesario distinguir entre hacer negocio y ser un negocio. Es indudable que cualquier organización necesita una financiación, por modesta que sea, y, naturalmente, las sectas no constituyen una excepción. Y para ello se puede recurrir a varias posibilidades, entre ellas a vender algo –bienes o servicios-, lo que comporta la existencia de un negocio, aunque no sea profesional. Y, en este sentido, hay que desechar como irreal la idea de que no se deben mezclar la religión y el negocio. Una cosa es que, como tiene a gala la Iglesia Católica, lo sagrado en sí mismo no se vende sino que se da, y otra cosa es que alrededor de la vida religiosa –en su más amplio sentido- no pueda haber negocios, ya que sin la existencia de éstos frecuentemente no se puede vivir. Nadie con sentido común objeta a que un monasterio se gane el sustento vendiendo dulces, o música gregoriana, o tenga una hospedería, y ponemos este ejemplo a propósito por tratarse de los fieles que se han apartado del mundo. Apartarse de este mundo no significa dejar de vivir en este planeta, en el que resulta necesario el intercambio regido por la justicia: o sea, el negocio. Este mismo libro, que trata de un tema religioso, se pone a la venta y se compra, esperemos que a satisfacción de ambas partes.

En el caso de varias sectas de considerable tamaño, la necesidad de financiación es acuciante. La envergadura y extensión de lo que pretenden montar –sobre todo, si es en poco tiempo-, el propósito de una rápida expansión universal y el fuerte control interno son aspectos que tienen una vertiente económica, y suponen mucho dinero. Pensemos, por ejemplo, en la sede de los Testigos de Jehová con más de dos mil personas trabajando allí, o en la serie de “universidades védicas” de Maharishi. También lo supone muchas veces el cuidar y defender su imagen pública: piénsese, por ejemplo, en las nuevas catedrales mormónicas o en los innumerables pleitos de los cienciólogos. Se crean así en ciertos casos estructuras complejas con un fuerte dinamismo, que gastan de por sí grandes cantidades. En más de una ocasión esta situación atrapa en cierto sentido a la secta, que no ve otra salida para cubrirlos que expandirse aún más, con lo que quizás solucione el problema de hoy pero quizás lo agrande en el mañana, o al menos supone una apuesta con riesgo: en otras palabras, es un ejemplo más de buscar la solución a un problema en la llamada “huida hacia delante”.

Cuando se llega a esa situación, máxime si no han salido bien los cálculos o los planes de expansión, la dirección de la secta busca dinero donde sea, exprimiendo a sus propios adeptos –es significativo que dentro de los Testigos de Jehová hayan surgido voces de protesta sobre las colectas, e insólito que hayan trascendido- y convirtiendo al grupo en una máquina de ventas. Con facilidad tiene el efecto de dar la impresión de que lo único que se busca es el dinero. Pero aquí surge la diferencia entre el hacer y el ser un negocio. En lo que es un negocio, el fin está en la cuenta de resultados, y lo demás es instrumental (aunque no por ello se dejen de respetar valores éticos absolutos cuando es el caso). Cuando no lo es, es el negocio mismo lo instrumental. Y lo que vemos en las sectas es que el negocio está al servicio de la secta, no la secta al servicio del negocio. Sin perjuicio de la posibilidad de que haya personas singulares bien situadas que puedan aprovecharse de los esfuerzos de la secta, lo cierto es que todo el negocio tiene como fin primordial alimentar la maquinaria burocrática de la secta y su propagación, no al revés.

Puede llegarse a una situación en la que una secta llegue por esta dinámica a asemejarse a una empresa comercial, con sofisticadas técnicas de marketing, así como también puede darse la situación inversa: que una empresa comercial llegue a asemejarse a una secta, por la relación que tiene con quienes trabajan en ella. ¿Es posible esto? Es posible y real. Se está abriendo paso una cultura empresarial, cuyo origen está en los Estados Unidos, en la que se tiende a exigir –la mayoría de las veces indirectamente, pero eficazmente- que la persona viva para la empresa, o, lo que es lo mismo, que la empresa pase a ocupar el fin de la existencia del individuo. Esto es, ni más ni menos, ocupar el lugar de la religión. Y, en este contexto, siempre aparecerá alguien que, si le dejan, lleve este planteamiento hasta el extremo. Así, en las relaciones de sectas que circulan en Norteamérica es frecuente ver incluido un nombre: Amway.

En 1959, dos vendedores a domicilio de productos de droguería y cosmética crearon su propia empresa, a la que quisieron llamar por una abreviatura de American Way, “Amway”. Poco a poco fueron prosperando y creando un sofisticado estilo y modo de funcionamiento. ¿Y en qué consiste este “modo americano”? De entrada consiste en una red de vendedores a comisión, en el que cada vendedor es animado no sólo a vender directamente, sino a crear su propia red de vendedores –de la que pasa a ser el jefe-, de modo que cobra una comisión sobre las ventas propias y sobre las que hacen quienes dependen de él. Y así, se anuncia que se puede llegar a ser millonario en poco tiempo –si se sabe crear una red con personas selectas, que a su vez sean capaces y estén estimuladas para reclutar otro grupo de personas que se dediquen a ello-. Todo ello envuelto con una “filosofía” del éxito voluntarista: “si de verdad se lo propone, lo puede conseguir; si no, será usted un fracasado”. Hasta aquí, no hay nada de particular: otra empresa que opta por la distribución a través de vendedores a comisión, con una política de ventas agresiva –que ya suscita algunos interrogantes éticos-, y un ingenioso sistema que permite dar distinciones y cargos sin subir un solo escalón en la empresa, ya que se “asciende” con lo que uno crea por debajo –y aquí los interrogantes se hacen mayores-. Este rasgo levanta alguna sospecha, y más cuando se sabe que Amway ha separado la venta en sí misma –Amway Corporation- de lo que en cualquier otra empresa es el departamento de recursos humanos en lo que respecta a los vendedores (que en este caso viene a coincidir con la red de distribución), que formalmente constituye no ya otra empresa, sino varias otras empresas –por supuesto, íntimamente ligadas a la matriz-. ¿Por qué este deslinde de responsabilidades?

Y es que aquí hay gato encerrado. Como primer aliciente, se ofrece –a bombo y platillo- al que ficha por la empresa un descuento medio del 30% de todos los productos que comercializa Amway; o sea, el precio correspondiente a la venta al por mayor, ya que no hay detallista. Pero es engañoso, ya que, en primer lugar, hay unos trucos contables que hacen que ese porcentaje sea menor*. Y después, resulta que el catálogo de precios mismo es arbitrario: lo que fabrica no sale a la venta en comercios (se le puede poner el precio que se desee, porque nadie lo va a comprar en una tienda), y en lo demás, de hecho, puede coincidir o no con el precio real del mercado. El resultado es que los productos que fabrican –droguería y cosméticos sobre todo- salen a un precio que suele coincidir con el de mercado –sólo que en este caso la empresa lo vende a precio superior a la competencia, pues se vende a precio de minorista, no de fábrica-, y los que no fabrican –pueden vender de todo, hasta coches- salen por un precio superior al del mercado –muchas veces Amway es un intermediario más-, a veces sensiblemente superior. Y se bombardea a quienes entran en el juego que es una grave deslealtad con la empresa no comprar… ¡de todo!, a través de ella. Se entra ya decididamente en el terreno del engaño: aunque la empresa cumpla lo pactado, lo que se anuncia no coincide con la “letra pequeña”, y en algunos productos el precio es abusivo.

Hay más. El que entra empieza comprando por unas veinticinco mil pesetas el “lote de entrada”, consistente en “lo que se necesita para empezar”: algunos productos (en teoría de muestra) y elementos “motivacionales”: cassettes y otro material gráfico en el que se proporciona la “filosofía” de la entidad y técnicas… más de reclutamiento que de venta. De hecho, el porcentaje por ventas directas es escaso, y sólo se puede ganar dinero de verdad a través de las ventas de la red que uno consiga formar. Es algo calculado. Y, de hecho, la verdad es que no compensa en absoluto intentar gastar el relativamente poco tiempo disponible en vender, sino en reclutar vendedores. Éstos no se buscan entre personas sin trabajo –no tienen poder adquisitivo, ni suelen tener buenas relaciones-, sino entre conocidos y amigos que tienen un trabajo: se ofrece como un sistema en el tiempo libre, con el que se llegará a no necesitar el trabajo que tienen. Y es que, además, buena parte de ese tiempo libre se gasta en una continua “motivación” en la que se sigue comprando material –no se agota: sólo en cassettes hay unas mil distintas, pero a la vez abrumadoramente repetitivas- y se asiste a unas reuniones… pagando. Y a ello hay que sumar el tiempo dedicado a la “línea descendente” –así se llama- que se haya formado o se esté intentando formar, lo cual, de paso, también comporta algunos gastos. El resultado de todo esto es que una proporción que podría cifrarse en uno de cada cincuenta consigue, en su cuenta global particular de resultados, ganar algo de dinero, y muy pocos ganan mucho. Y así llegamos a la conclusión de que lo que en realidad se ha creado no es una red de vendedores, sino una red de compradores. Examinado el asunto atentamente, nos encontramos con una sofisticada y bien estudiada estructura piramidal –revestida del moderno nombre “marketing multi-nivel”-, cuya posibilidad de ganancia, para quien entra en el juego, estriba únicamente en hacer crecer la pirámide por abajo, para recibir de… los de abajo, que a su vez tienen la esperanza de poder continuar el juego. (De la empresa, y es significativo, lo que se recibe son unas insignias que reconocen como vendedor “zafiro”, “esmeralda”, “diamante”, etc., según… no el volumen de ventas, sino el número de vendedores de la línea descendente que han presentado determinada cifra de volumen). Hay algún país donde este tipo de proceder es considerado como práctica fraudulenta (aunque aquí está todo pensado para disuadir de litigar, empezando por la partición de responsabilidades entre diversas empresas), y, en todo caso, es éticamente lamentable. Pero, ¿qué puede tener que ver esto con una secta? ¿Dónde están las posibles semejanzas?

Las semejanzas estriban en que la adherencia a la red de Amway está revestida de tintes fuertemente cuasi-religiosos. De entrada, en todo lo que emana de la empresa dirigido a esta red –sobre todo, las reuniones y la revista Amagram- se insiste en que ofrecen la felicidad, consistente en un paraíso mundano de vida lujosa, a quien tenga una fe incondicional y una entrega sin reservas a la causa. Incluso se le da un revestimiento misional al reclutamiento, afirmando que se ayuda a otras personas a entrar en ese club de elegidos. Curioso altruismo, dirigido a aquellos a costa de los que se va a vivir, que entran pensando que van a vivir a costa de otros. No falta ni siquiera un barniz de religiosidad, con citas evangélicas y de autores religiosos. Se crea después una cultura empresarial consistente en una rígida estructura, en la que la dependencia con el inmediato superior y siguientes en la línea –“patrocinadores”- va mucho más allá de una relación profesional: a él se debe ir no sólo con los problemas del trabajo, sino también con los personales. ¿Por qué? Pues porque si, supongamos, el problema consiste en que la frenética dedicación a Amway comienza a deteriorar la relación matrimonial –algo no muy difícil de imaginar-, y se acude a un sacerdote o un consejero matrimonial, a poco sentido común que éste tenga lo que aconsejará es que salga de esa red, y esto no se lo puede permitir este sistema. A la vez, la respuesta que dará el “patrocinador” es invariablemente la que figura en un repertorio proporcionado por la empresa: está todo previsto. Se une a todo ello un código de conducta detallado –hasta cómo hay que vestir- que de hecho supone vivir para esta causa, y una machacona “motivación” que insiste una y otra vez en sus principios. Convierte a las personas en verdaderos apóstoles de la empresa (también aquí hay instrucciones muy detalladas), y así tienden a “quemar” las relaciones de amistad, que tarde o temprano, dentro o fuera, acaban dándose cuenta de que han sido manejados, con el resultado de que se acaba uno relacionando sólo con los integrantes de la red. Todo esto crea una devoción por el “negocio” sólo comparable a la religiosa –cuesta creer hasta qué extremo, hasta que se ve-, y un ambiente que verdaderamente es muy parecido al de algunas sectas.

Lógicamente, la verdad sobre este tipo de montajes se acaba difundiendo, y Amway está retrocediendo posiciones en Estados Unidos, a pesar del fuerte esfuerzo de parar las críticas en los tribunales. La reacción ha sido lanzarse al extranjero, con cierto éxito, aunque depende de cada país. En España se lanzó en 1986 y entró en fase de expansión, con unos resultados hasta ahora más bien discretos, a pesar de que han querido entrar con buena imagen patrocinando un equipo de baloncesto. Al parecer, el mayor éxito se ha cosechado en el país en donde más arraigada está la fuerte vinculación del trabajador con la empresa: Japón.

La existencia de este tipo de empresas hace que en algunas clasificaciones se incluya un apartado titulado “sectas comerciales”. ¿Pero estamos aquí ante una secta? No. La diferencia estriba en que en una secta el negocio –cuando lo hay- está al servicio de la causa, mientras que aquí es la causa la que está al servicio del negocio. Aunque se pueda decir que hay aquí un verdadero culto al dinero, no es algo propiamente religioso. No hay ceremonias religiosas, y el grupo ha sido creado no por un visionario religioso, sino por un calculador hombre de negocios. A sensu contrario, este ejemplo nos sirve para situar en una correcta perspectiva el aspecto de negocio de las auténticas sectas. A la vez, sirve para darse cuenta de a dónde puede conducir la mentalidad de un excesivo enganche al trabajo junto con la exigencia de una desmedida dedicación a la empresa. Se den cuenta o no de ello sus protagonistas, la empresa y el beneficio van así tendiendo a ocupar el lugar de Dios, y la relación trabajador-empresa empieza a adquirir elementos y tonos cuasi-religiosos. De esta manera, una empresa comercial puede acabar convirtiéndose en una especie de pseudo-secta. Ejemplos como el analizado aquí deberían hacer reflexionar a más de uno.

Hay otra aproximación al tema, que contribuye a dar luces sobre la cuestión planteada. Y es comprobar lo que ocurre con una secta auténtica cuando se desnaturaliza y sólo busca hacer negocio: se viene abajo. Lo que ha sucedido con la Misión de la Luz Divina y el gurú Maharaj-Ji es muy significativo. También sirve de ejemplo lo que ocurrió con la Iglesia de Satán: cuando se vio claramente que LaVey estaba utilizando el satanismo en su provecho, comenzaron los abandonos y las escisiones, comenzando por el Templo de Set de Michael Aquino y la First Church of Satan (“Primera Iglesia de Satán) de “Lord Egan” (su auténtico nombre es John Dewey; es de suponer que al auténtico Lord Egan, británico, no le debe hacer mucha gracia). Si no se vino abajo del todo, como en el caso anterior, fue porque explotó más bien el satanismo, no tanto a sus adeptos.

b) ¿Buscan el poder?

 

Este es el segundo tópico en circulación más en boga que corre sobre las sectas: que su objetivo último –al menos, el de sus dirigentes- es el poder. También aquí hay indicios que parecen avalarlo. En primer lugar, suelen abogar por regímenes teocráticos, lo cual quiere decir que sueñan con un mundo regido por los principios de la secta, lo que implícitamente –o explícitamente a veces- significa que la secta misma gobernará el mundo. Es frecuente un tinte apocalíptico al respecto: salvarán al mundo, que de otra manera camina hacia la destrucción. Así ocurre con los Testigos de Jehová, con la Cienciología y con Meditación Trascendental, y en menor medida –y disipándose- con los mormones. Otras, como las demás de origen hindú y el Movimiento Humanista, sin llegar al catastrofismo aseguran tener la llave del futuro mundo feliz. Incluso un personaje como LaVey se ha permitido el lujo de declarar que el satanismo será la religión del siglo XXI.

Las actitudes ante el poder constituido son variadas. Unos han constituido partidos políticos por todo Occidente, como el Movimiento Humanista (Partido Humanista) y Meditación Trascendental (Partido de la Ley Natural). Otros, al parecer, han hecho tanteos en este sentido, como Ánanda Marga o los mormones (se constituyó en España hace años el llamado Partido Proverista –de “pro-veritas”-, vinculado a los mormones, que pronto desapareció), dejándolo ante la evidencia de que no les compensa. A veces no se va más allá de los sueños de grandeza, como ocurre con Nueva Acrópolis. En algún caso reniegan de él, siendo aquí el ejemplo típico los Testigos de Jehová, que sólo reconocen el gobierno teocrático de Jehová (tienen prohibido el voto en elecciones políticas, aunque últimamente parece que se les permite acudir a las mesas electorales como interventores si el sorteo les designa para ello). En otros casos parecen indiferentes, siendo su objetivo implantarse en la sociedad y no apuntar directamente al poder: se trata de crecer, y ya llegará el momento de pensar en el gobierno.

Así, pues, ¿es cierto que buscan el poder? Lo cierto es que de nuevo encontramos una cierta ambigüedad en la pregunta misma, que suele llevar algunas connotaciones implícitas. Porque una cosa es seguir una doctrina que conduce en último extremo a conseguir el poder, y otra que todo sea una pantalla que enmascara la consecución del poder como único objetivo real. Lo primero suele ser cierto bastantes veces –con matices para cada caso-, mientras que lo segundo suele proceder de un prejuicio según el cual la búsqueda de poder es el motivante último de la conducta humana, o sencillamente por parte de quien sí tiene esa mentalidad para con su vida.

Puede hacerse una comparación con una entidad que llegó a conseguir el poder: el Partido Nacionalsocialista alemán. Tuvo analogías con las sectas. Tenía una ideología cuasi-religiosa (Bormann, a cargo del aparato del Partido, se encargó de dejar claro que la militancia era incompatible con el ejercicio de cualquier religión) de tintes neopaganos. Tenía un líder “carismático”, Adolf Hitler, y una publicación –Mein Kampf, “Mi lucha”- que difundían sus adeptos como si de un nuevo Evangelio se tratase. Organizó un grupo paramilitar como las SS con conciencia de ser la “orden” del movimiento nazi. Prometía un futuro paradisiaco para la Alemania del “Reich de los mil años” –por fortuna, sólo duró doce-.

¿Es por tanto una secta? No, no lo es. En realidad, la ideología era, en cierto sentido, lo de menos. Hitler, ya en el poder, manifestó a sus íntimos en más de una ocasión que ya no le interesaba Mein Kampf, y que no volvería a escribir una cosa así. No se preocuparon de crear un sistema congruente de ideas. El teórico “ideólogo” del Partido, Rosemberg, era un cretino de pocas luces, que pronto fue marginado, y al final se le dio un cargo inoperante para quitárselo de en medio (lo que le costó la condena a muerte en Nüremberg); la única ideología era la que procedía de Nietzsche y de unos cuantos apologistas del racismo y la eugenesia (anglosajones, no alemanes: es algo que se suele soslayar). Los objetivos eran únicamente políticos: la creación de un imperio alemán racista que se extendería hacia el Este –el llamado lebensraum, “espacio vital”-. Lo demás era puramente instrumental. Al fin y al cabo, ¿qué importancia puede conceder a las ideas quien comenta, como Hitler, que era una lástima que Carlos Martel frenara a los musulmanes el Poitiers en el siglo VIII, pues de no ser así habrían llevado el Islam a Alemania, dándole así unas creencias mucho más aptas que el cristianismo para construir un imperio alemán que dominaría el mundo?

Esa instrumentalidad de las ideas es algo que no ocurre en las auténticas sectas. Análogamente a lo examinado en el apartado anterior, lo que sucede es que cuando un aspecto de la vida –en este caso, la política- se sobredimensiona y se hace omniabarcante, ocupa el lugar de la religión, y tiende a tener manifestaciones cuasi-religiosas. Por supuesto, los nazis no son el único ejemplo: basta ver el carácter de genuino “santuario marxista” en que se había convertido el mausoleo de Lenin. Varias sectas no ocultan que quieren –al menos, les gustaría- intervenir en la política, y, pese a los disfraces que puedan adoptar, tienden al totalitarismo. Pero no buscan el poder por sí mismo: lo que buscan es la implantación universal de sus creencias, para lo cual necesitan el poder. El matiz diferencial puede parecer sutil, pero es importante.

Ahora bien, así como el significado de “dinero” es unívoco, el de “poder” es más impreciso. Puede entenderse como poder sobre las personas y los acontecimientos que rodean a la persona. Y esto sí que tiene mucho que ver con unas cuantas sectas. De entrada, las satánicas lo buscan expresamente, pues la magia negra no tiene otra intención que conseguir el poder por malas artes. Muchas neopaganas tembién incluyen magia en su repertorio (los druidas son un buen ejemplo). En otros casos, el poder que se pretende conseguir es no a través de recursos externos, sino de capacidades propias: ofrecen convertirse en superhombres. La Cienciología, Meditación Trascendental y el Movimiento Humanista son claros exponentes. Sólo las sectas de origen cristiano parecen alejadas de este planteamiento. Pero esta característica, por lo general, no permanece en lo oculto, sino todo lo contrario: suele ser más bien un reclamo. Y, en cierto modo, no deja de ser algo religioso en el fondo: es indudable que en toda religión el hombre aspira a encontrar algo que le haga “ser más”. Lleva en su naturaleza la conciencia de su limitación, y en su espíritu el anhelo de trascenderla. La cuestión es aquí si se busca adecuadamente, o si se siguen pistas falsas; si ese “poder” se busca junto al auténtico Dios, o se espera de falsos dioses.

Un último aspecto de esta cuestión es si el “poder” significa control sobre otras personas dentro de la secta. En este sentido, no hay que engañarse: el poder gusta. Todo empleado –o casi todos- quiere llegar a jefe, y no sólo por la nómina.Así las cosas, no hay razón por la que las sectas constituyan una excepción. Sin embargo, si lo que uno se pregunta es si el fundador de una secta busca ese poder –ese sentirse importante, incluso venerado- como motivo de fondo para iniciarla, la respuesta no es fácil. Haría falta meterse en el interior de la persona para saberlo con exactitud, y es imposible. Es verdad que puede haber indicios que proporcionen una certeza razonable, pero en el caso de las sectas esto se complica mucho, precisamente porque sus creadores suelen ser personalidades complejas, por no decir complicadas, y de lo que hay indicios en más de un caso es de se trata de personas no exentas de trastornos mentales.

c) ¿Lavado de cerebro?

En marzo de 1997, treinta y nueve personas aparecieron muertas en un edificio de California. La autopsia reveló que habían fallecido por envenenamiento, tras ingerir un cóctel mortal de fenobarbitol con vodka. La mayoría eran jóvenes, con estudios superiores y buena posición. Dejaron escrita la razón de su muerte. Pertenecían a la secta Heaven’s Gate (“Puerta del Cielo”), un grupo de los llamados “ufológicos”* por sostener una creencia en la que tienen un papel los extraterrestres. Eran los días en los que un cometa muy visible, el Hale-Bopp, estaba más cerca de la tierra, y aseguraban haberse suicidado para ser recogidos por una nave espacial que se ocultaba tras el cometa, y que les salvaría del inminente “reciclado” de este planeta. No tardó en descubrirse que estaba anunciado. En la página web de la secta en Internet, el fundador y líder del grupo, el “Rey Do” (Marshall Applewhite, de setenta y dos años), había dejado escrito lo siguiente: “El que Hale-Bopp tenga un “compañero” es intrascendente desde nuestra perspectiva. Sin embargo, su llegada es gozosa y altamente significativa para nosotros en la “Puerta del Cielo”. La alegría viene de que nuestro Miembro Mayor en el Nivel Evolutivo Sobrehumano (el “Reino de los Cielos”) nos ha dejado claro que la aproximación del Hale-Bopp es la “señal” que estábamos esperando; el tiempo de la llegada de la nave espacial desde en Nivel Sobrehumano para llevarnos a casa en “Su Mundo”, en los Cielos literalmente. Nuestro aprendizaje de 22 años aquí en la tierra está llegando a su conclusión: la “graduación” del Nivel Evolutivo Humano. Estamos felizmente preparados para dejar “este mundo” e ir con la tripulación de Ti. Si usted estudia el material de esta página web podrá presumiblemente comprender nuestra alegría y cuál ha sido nuestra finalidad aquí en la tierra. Podrá incluso encontrar su “tarjeta de embarque” para irse con nosotros mientras dura esta pequeña “ventana”. Estamos muy agradecidos de haber sido receptores de esta oportunidad de prepararnos para ser miembros de Su Reino, y de haber experimentado Su ilimitado Cuidado y Atención”.

La primera reacción generalizada descartó con incredulidad la posibilidad del suicidio. Parecía que lo único razonable era pensar que el viejo chiflado los había envenenado. Pero los datos policiales eran contundentes a favor del suicidio. Habían acabado con sus vidas pulcramente, en tres turnos de quince, quince y nueve personas, con un día se separación entre cada uno, y los dos últimos del tercer turno retrasándolo un poco para asegurarse que dejaban todo en orden. No había signo alguno de violencia. Tampoco había sorpresa: estaba claro que ese desenlace estaba previsto desde el principio. Se buscaron, sobre todo por parte de la prensa, razones ocultas que pudieran explicar el hecho. Se descubrió que la hermana de uno de los fallecidos era una de las actrices de la serie Star Trek, y quizás ella pudiera… pero no, lo único que pudo decir es que desconectó de la familia cuando ingresó en la secta. Al final, se acabó imponiendo la evidencia: se habían suicidado porque creían en el mensaje del “Rey Do”.

Este caso sirvió como estandarte de quienes sostenían que lo que hay detrás de las sectas son unas técnicas de manipulación mental, con cuya aplicación se consigue un sometimiento total del individuo. Se habla así de “lavado de cerebro”, de “programación mental”, de “técnicas de manipulación”. ¿Qué hay de ello?

Aunque volveremos sobre el tema más adelante con más detalle, se puede adelantar que, como razón de ser misma de las sectas, esta teoría no puede aceptarse. La primera razón es muy sencilla: en caso de ser cierta, no explica el fin perseguido: se trata en todo caso de un instrumento con el que se pretende conseguir algo, remitiendo por tanto a un fin diferente.

Pero, además, resulta que el mismo ejemplo, con parecer tan propicio para sostener la existencia de ese tipo de técnicas, contiene elementos suficientes para su rechazo. En primer lugar, el “viejo chiflado” estaba solo, y por lo tanto era imposible que pudiera aplicar métodos manipulativos a quien no se prestase a ello. O sea, que sus adeptos tuvieron que acercarse a él libremente, y escucharle con ganas, antes de que pudiera tener la oportunidad de alterar su voluntad con cualesquiera técnicas. Y no hay que olvidarse de que, cuando después del suicidio se examinó su mensaje, se comprobó que hasta el nombre del grupo aludía a ese final. Y es que, hasta en la literatura o las películas de intriga o ciencia ficción que tratan de la manipulación mental, se pone de manifiesto que sólo se pueden aplicar a quien es apresado y retenido contra su voluntad, pues antes de “perderla” es indudable que la tiene y la ejerce.

Por otra parte, si bien se puede conseguir que alguien se decida a suicidarse, no se consigue de la noche a la mañana, y, sobre todo, sin que aparezcan otros efectos. El “lavado de cerebro” es un término que se puso de moda en los años 50 y 60 para aludir a ciertas técnicas, utilizadas sobre todo por policías de regímenes totalitarios, y tenían como objeto no ya modificar la personalidad, sino más bien anularla. Por diversos medios, se conseguían trastornos de memoria y sensoriales, y se lograba abatir la capacidad de resistencia de la voluntad. Con esto se destruía al individuo, que quedaba como un autómata, dócil para seguir cualquier instrucción, pero incapaz de ejecutar nada que fuera mucho más allá de una labor mecánica y, por supuesto, incapaz de una concentración mental continuada y de desarrollar un verdadero trabajo intelectual. Resulta por tanto una categoría inaplicable a unas personas que hasta la víspera de su suicidio acudían regularmente a su trabajo, que por lo general tenía bastante componente intelectual, sin despertar sospecha alguna sobre el propósito que tenían.

Aquí, como en la ecología, no puede olvidarse que la naturaleza es, literalmente, insustituible. No se puede fabricar una naturaleza “alternativa”; lo único que se puede es intentarlo y comprobar cómo lo que sucede es que se deteriora y se destruye la real. Estamos es un momento en el que se habla de “inteligencia artificial” con respecto a las computadoras. Puede ser válido el concepto siempre que se utilice como una analogía, por lo demás impropia (propiamente, un ordenador no tiene inteligencia), pero se exagera demasiado su significado. Es falso considerar el cerebro humano como un hardware al que se pueden cambiar los programas a voluntad con sólo hallar la técnica para ello. Quien lo intente, obtendrá como resultado que el cerebro deje, del todo o en parte, de servir como vehículo idóneo para el ejercicio de la inteligencia y la voluntad. Al menos en su sentido más estricto, hablar de “programación”, u otro término semejante, para referirlo a una conducta humana en la que intervienen inteligencia y voluntad –y por tanto libertad; todo lo condicionada que se quiera, pero libertad al fin y al cabo-, es impropio. Responde a una mentalidad conductista, de raíz materialista, que ve en el hombre una especie de “robot” biológico, con una libertad aparente pero no real. Y, cuando se confronta con la realidad, aun siendo la realidad de un caso tan inexplicable como el de la “Puerta del Cielo”, no encaja.

“Manipulación” es otra cosa: es un concepto más amplio, que tiene como objeto la modificación de una conducta, pero no es necesariamente determinista. O sea, que se puede considerar como una técnica para condicionar la conducta, pero no para determinarla mecánicamente. Puede existir, y de ello se hablará más adelante, pero en cualquier caso se trataría de algo propio de un segundo momento, no del primero: se podría considerar como un abuso cometido sobre quien ha puesto su confianza en las personas equivocadas, pero sigue sin explicar por qué alguien ha puesto su confianza en ellas. Puede explicar quizás los manejos de algunas sectas con sus adeptos. Pero no sirve como explicación del interés que puede suscitar una secta, ni por tanto del hecho de que surjan y se desarrollen.

¿Pero no podría darse el caso de un líder dotado de una especie de “magnetismo”, de unos poderes de sugestión –quizás, hasta de hipnosis- capaces de hacer que la gente les siga? Es indudable que hay personas con una capacidad de persuasión fuera de lo normal, que tienen verdadera capacidad de arrastre. Eso no quiere decir que su efecto sobre un determinado oyente sea automático, pero esto no constituye un problema en nuestro caso: es evidente que no todo el que se encuentra con una secta la sigue. Al revés: los rechazos suelen ser mucho más numerosos que las adhesiones.

Ahora bien, es claro que esta explicación tiene serias limitaciones. La primera y más evidente es que sólo es operativa cuando hay contacto personal; las cintas y el material audiovisual restan mucha eficacia a estas características. Por tanto, resulta prácticamente imposible recurrir a este expediente como explicación última cuando se trata de sectas numerosas, y no digamos ya cuando el “magnético” visionario que ha fundado la secta ha fallecido. No es muy razonable pensar que todos los que han estado al frente de los testigos de Jehová o los mormones han tenido un particular “don de gentes”; en más de un caso está comprobado lo contrario.

Estas dotes personales sí que explican algo. Explican por qué, dentro de un mismo género de sectas, hay fundadores que han prosperado, mientras que otros no. Visionarios de todos los tipos nunca han faltado, y quien más quien menos se ha encontrado con alguno a lo largo de su vida. Las condiciones personales aquí aludidas explican por qué a unos les sigue alguien y a otros no les sigue nadie. Esto, claro está, no es una característica exclusiva de las sectas. El “carisma” personal de Hitler, por ejemplo, explica en buena parte por qué, entre tantos líderes y tantos partidos de la extrema derecha en la Alemania de Weimar, prosperase precisamente el nacionalsocialista, mientras que parece claro que Drexler –el fundador del partido- no hubiera llegado muy lejos por sí mismo. Pero, a la vez, ningún historiador serio sostiene que la explicación del ascenso al poder de Hitler radicó esencialmente en su capacidad de sugestión, y que el resto de factores eran a la postre secundarios. Un razonamiento parecido se puede hacer también con Lenin, y con tantos otros. En realidad, puede decirse que ocurre algo semejante con muchos tipos de organizaciones humanas, incluidas las sectas. En resumidas cuentas, podemos concluir que este factor puede influir, incluso decisivamente, en explicar por qué ha prosperado esa secta y no otra, pero no por qué han surgido y –si es el caso- prosperado las sectas.

d) Entonces, ¿por qué?

Hay dos afirmaciones fundamentales a la hora de entender el porqué de las sectas. La primera es la necesidad de aceptar el hecho de que el hombre es, por naturaleza, homo religiosus. El ser humano, de una forma u otra, necesita de la religión. Sin ella, quedan sin respuesta las preguntas que más le interesa saber, y, por ello, las que en un momento u otro necesariamente se pregunta: su destino final, y, en dependencia de la respuesta que se dé, el sentido de la vida. La ciencia, o cualquier tipo de sabiduría intramundana, no puede contestar estas interrogantes. Sin respuesta, la vida, con su inevitable caducidad inherente, se convertiría en un sinsentido, un absurdo. Es cierto que algunos filósofos, y otras personas, han admitido que efectivamente es un absurdo –es el nihilismo-, pero en todo caso es una respuesta insatisfactoria, en sentido estricto: no puede dejar satisfecho a nadie.

Puede objetarse que hay ateos, y es verdad. Pero incluso en esos casos se pone de manifiesto en cierto modo el carácter religioso del ser humano, ya que esas personas tienden a convertir en una religión aquello en lo que han puesto su esperanza. Ya hemos visto que, tanto en la esfera económica como en la política, cuando “algo” ocupa el centro de la vida humana, adquiere tonos religiosos, y va incorporando su dogmática, su moral y su liturgia. En el siglo XX, la más clara manifestación de este fenómeno ha sido el comunismo, con ese dogmatismo ideológico que obligaba a aceptar como “científicas” cosas contra toda evidencia, con la inflexible “moral revolucionaria”, con la esperanza en el “paraíso comunista”, y con esas paraliturgias del partido; pero indudablemente no es la única manifestación de este tipo. Los marxistas encontraron su santuario en el mausoleo de Lenin, los nazis en esa especie de gran templo pagano de Nüremberg. Los ejemplos se podrían multiplicar. Lo cierto es que el ser humano necesita creer en algo, situar en algo su esperanza, poner en ello su corazón, y, de un modo u otro, manifestarlo.

Y aquí entra en juego la segunda afirmación, que viene a coincidir con el célebre lamento de Jeremías en el antiguo Israel: “Un doble mal ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que no pueden retener el agua” (Jer 2, 13). Cuando, por el motivo que sea, se rechaza la religión aprendida, se crea un vacío, y se buscan otras creencias para llenarlo. Cuando no se encuentran, o no se cree o quiere encontrar, respuestas a las preguntas fundamentales en la religión propia, queda una predisposición a aceptar las ideas de quien las sostiene, o así lo parece, con firme convicción, por extravagantes que sean. No se pretende aquí estudiar la veracidad de las distintas religiones, pero es fácil constatar que, desde el punto de vista de lo que es razonable, lo que ofrecen las sectas es un subproducto, un sucedáneo. A poco que se reflexione, resulta descabellado resucitar cultos de la antigüedad, seguir a quien ha fallado repetidamente con el anuncio del fin del mundo, fiarse de versiones sofisticadas del elixir de la inmortalidad, y no digamos rendir culto al principio del mal, por simbólico que se le considere. O, sencillamente, seguir e idealizar a personajes en quien no es difícil ver individuos poco normales o poco ejemplares, o ambas cosas.

Dicho con otras palabras, las sectas florecen en tiempos de crisis. Históricamente es un hecho comprobable, desde el Bajo Imperio Romano hasta nuestros días. Pero ¿crisis religiosa o social? La respuesta es que ambas cosas, pues de hecho suelen ir juntas, o, mejor dicho, la primera produce, en mayor o menor grado, la segunda. Algo ha fallado, por tanto, en la vida religiosa, y en la vida social.

Del análisis de las sectas que hemos hecho resulta una cierta coincidencia de fechas, que indica que el boom de las sectas tuvo lugar a finales de los años 60 y, sobre todo, en los 70. Es un momento crítico. Son los años de la contracultura, de la subversión de valores, de la revolución sexual, del ataque al orden establecido, de la protesta –a menudo, de la protesta sin propuesta-, del rechazo de los valores heredados. En el ámbito religioso, y más específicamente católico, son también años difíciles. La Iglesia sufre el embate de una ola secularizadora: se contesta a la doctrina, se ensayan liturgias a veces extravagantes, hay un buen número de abandonos en las filas del clero y los religiosos. Se propagan, desde instancias eclesiásticas, ideologías ajenas al Evangelio, y muchos predican una nueva moral, desde luego mucho más laxa que la “antigua”. Con frecuencia, donde se espera encontrar fe se hallan dudas. Lógicamente, todo esto provoca bastante desconcierto, que crea un caldo de cultivo propicio para quien se presente con una creencia firme.

Si se hiciera un mapa de la incidencia sectaria en el mundo católico, la mayor proporción corresponde a áreas de latinoamérica donde ha arraigado la llamada “teología de la liberación”. En los casos más extremos lo que predicaba era el marxismo (o la “relectura” de las fuentes de la doctrina cristiana en clave marxista), pero, incluso sin llegar a tanto, creaba una actitud de circunscribir el mensaje cristiano a su aplicación a los problemas sociales. Y las cuestiones fundamentales, conscientemente o no, eran dejadas de lado. Se ha cargado la responsabilidad de la expansión de las sectas al poderío financiero norteamericano. Incluso se ha hablado de que se intentaba establecer una especie de colonialismo religioso, con un plan centralizado en alguna oscura oficina estadounidense. Cuando se ven las cosas de cerca, esto último se descarta rápidamente: con frecuencia los distintos grupos norteamericanos no se llevan bien entre sí, y, en concreto, las relaciones entre el evangelismo fundamentalista norteamericano y las sectas son bastante hostiles. Pero tampoco el dinero americano, aunque contribuye, es la causa principal de su expansión. La causa primordial es que hablan de la vida eterna. Es un discurso que puede desfigurar el Evangelio, u ofrecer “formas alternativas” de más allá rebajadas o incluso absurdas; pero, en todo caso, insisten con convicción en la salvación que ofrecen, y quizás el cura del pueblo no lo hace, o lo hace de una forma tan difusa y esporádica que transmite, posiblemente sin quererlo, la impresión de que su convicción no es tan firme, o quizás de que duda, o incluso, en casos más extremos, que no tiene fe.

En Occidente, aun teniendo en cuenta que la sociedad es más compleja, puede decirse en buena parte lo mismo. Quizás un pastor de almas no cae en la cuenta de las implicaciones de lo que dice cuando afirma que en su circunscripción -donde menos de un tercio de los fieles cumple el precepto dominical, escasean las vocaciones al sacerdocio, y se dan otras graves carencias espirituales- el principal problema es el paro laboral, pero lo cierto es que está contribuyendo a una mentalidad muy extendida que ve a la Iglesia sobre todo como una sociedad asistencial. Es un fin muy noble, pero en sí mismo puramente intramundano, que deja en el aire la aspiración más fundamental del ser humano: la vida eterna. Esta dejación abre hueco a que quien hable del más allá, sea al menos escuchado con facilidad, y con más facilidad aún si se presenta como la auténtica versión del cristianismo. Su insistencia en la salvación puede hacer parecer a la secta como algo genuino, por encima de muchas otras carencias. Por otra parte, esto no quiere decir que el mundo católico sea más vulnerable que el protestante. Los católicos, por fortuna, están centrando su predicación –el reciente Catecismo de la Iglesia Católica ayuda mucho-, y hay signos esperanzadores de la salida de la crisis. No ocurre lo mismo en la esfera protestante –incluyendo aquí, con mayor o menor propiedad, al anglicanismo-, que también ha sufrido su crisis, con mayor virulencia aún en varios aspectos que la católica, pero donde no se aprecian apenas signos de recuperación. Por eso, cabe predecir que en el futuro más o menos inmediato las zonas protestantes serán más vulnerables ante las sectas, y que su dispersión en materia de fe permitirá asimismo que en buena proporción se trate de sectas más alejadas de la raíz cristiana, como de hecho sucede ya hoy en día.

La crisis religiosa tiene otros efectos indirectos en el tema que nos ocupa, a través de sus consecuencias en la vida social. En primer lugar, incide a través de la crisis de la familia. No podemos detenernos aquí en examinar detalladamente cómo la mengua en la fe y la práctica religiosas afecta a la institución familiar, pero no es difícil entender cómo produce un deterioro en la apreciación y la práctica de los valores familiares, y deja vía libre a una vida sexual sin barreras que necesariamente erosiona y llega a destruir a las familias. Esto tiene un precio: hombres y mujeres solos, niños con carencias afectivas, a causa de la rotura de sus familias. Esto hace a las personas vulnerables con respecto a quien ofrece una acogida y se presenta más o menos como una familia. Puede tratarse de un grupo cristiano dentro de la Iglesia, pero también puede tratarse de una secta. Son frecuentes los estudios que concluyen, tras un detenido análisis, en la vulnerabilidad de las personas que sufren este tipo de situaciones a la captación por las sectas. Y es así. Pero, curiosamente, son pocas las voces que ante esta situación proponen como solución el refuerzo de los vínculos familiares y la potenciación de la institución familiar. En parte, parece deberse a que la cuestión se plantea como un problema técnico y no como un problema humano; y, también, a que se quiere una solución, pero no el compromiso moral necesario para llevarla a la práctica.

Menos estudiada ha sido otra consecuencia de la crisis religiosa, que, no obstante, influye también poderosamente en la proliferación de las sectas. Se trata del desplazamiento, inherente a la falta de práctica religiosa, de las esperanzas humanas a logros terrenales, como son el éxito profesional o la posición social. Y, dejando aparte el hecho de que la consecución de esas metas nunca deja totalmente satisfecho al hombre, también es un hecho que muchas veces no se consiguen. La fuerte competitividad de muchos sectores de la sociedad actual aviva unas esperanzas que en un buen porcentaje de casos no pueden cumplirse. Necesariamente surge de aquí una buena cantidad de vidas con una fuerte frustración, y en más de un caso también resentimiento. De una manera u otra, estas situaciones invitan a buscar refugio en otras partes, donde uno pueda ser “alguien”, con una cierta tendencia en buscar ese lugar en “algo nuevo”, apartado de los elementos tradicionales de una sociedad que se rechaza por considerar que ella le ha rechazado a uno. Es evidente que ese “algo” no tiene que ser necesariamente una secta, pero lo es asimismo que muchas veces una secta encaja perfectamente en este cuadro.

Todo esto no es más que un desarrollo esquemático de lo que se señalaba al principio: que una secta es un sucedáneo de religión. Y sucede lo que sucede con los sucedáneos: se difunde su consumo cuando hay carencia del producto genuino. Pero supone también una invitación a reflexionar, especialmente para quien ha sufrido el que una persona cercana se haya incorporado a una secta. Es fácil echar la culpa a unas depuradas técnicas de captación, o al dinero yanqui, o a lo que sea fuera de uno mismo. Más difícil es examinar si hay algo de responsabilidad personal a la luz de las causas expuestas, especialmente por negligencia o mal ejemplo. De todas formas, tampoco podemos olvidar que, en última instancia, el ser humano es un ser libre, y su conducta no es el producto automático de una serie de condicionamientos sociales.

5) ¿SON PELIGROSAS?

a) Las tragedias

Cuando empezaron a desarrollarse las sectas contemporáneas, por los años 70, nadie les dio excesiva importancia. En cuanto a su posible peligrosidad, quedaban, para la opinión pública, muy por debajo de otros grupos como los partidos de extrema izquierda –algunos de los cuales desembocaban en grupos terroristas-, o incluso el movimiento hippy, con su anarquía y su apología de las drogas. En los años 80, con la progresiva decadencia de muchos de estos grupos y la aparición de noticias catastróficas relativas a algunas sectas, esto empezó a cambiar.

La primera gran voz de alarma surgió repentinamente a finales de 1978. La historia precedente habla de un predicador protestante que era a la vez un radical de izquierdas, llamado Jim Jones. Sus ideas y conducta le ganaron problemas con las congregaciones por las que pasó, y decidió, alrededor de 1960, fundar su propia “iglesia”: People’s Temple, “El Templo del Pueblo”. Cada vez era más radical de ideas marxistas y menos cristiano, mientras iba reuniendo un grupo bastante numeroso de seguidores: algunos jóvenes de clase media insatisfechos, y muchos extraídos de los guetos negros, desde jóvenes sacados de la alcantarilla social hasta personas mayores solitarias; su actividad era la atención social de marginados, la integración racial y la propuesta de un comunitarismo utópico. Más decisivo que esto era el hecho de que Jones era un desequilibrado que sufría de esquizofrenia y paranoia. Llegó a afirmar que era la reencarnación de Cristo y Marx a la vez. Por una parte, sabía moverse como un gangster hábil, ganando influencias –incluso de políticos-, combinando halagos y amenazas, y frenando críticas. Por otra parte, su trastorno se iba evidenciando cada vez más. Veía por todas partes amenazas y conspiraciones, y reaccionaba con una creciente violencia. Dirigía la secta con un despotismo cada vez mayor, desconfiando de todos y haciendo que todos desconfiaran de todos, y no dudaba en emplear malas artes para evitar los abandonos. En 1977, un artículo en una revista de San Francisco, donde tenía su sede tras haberla cambiado de sitio dos veces, que ponía al descubierto sus manejos, le hizo pensar que había llegado el momento de trasladar el montaje a la comuna que llevaba preparando desde 1974, y se trasladaron unas mil personas a la selva de Guyana –la antigua Guayana británica, entonces con un régimen filomarxista- para fundar lo que se llamó “Jonestown”. El pretendido paraíso se convirtió en algo más parecido a un infierno, donde el maníaco Jones imponía su dictado a voluntad, empleando si lo veía necesario amenazas de muerte y castigos físicos, y aprovechando el soborno de autoridades locales para que negaran visados a quienes intentaban escapar y para que no inspeccionaran en aduanas lo que le llegaba, que incluía un cargamento de armas. A pesar de todo, alguno consiguió escapar, gracias al consulado norteamericano, y llegaron algunas denuncias a Washington (que, a su vez, llegaban a Jones). Al final, un congresista estadounidense, Leo Ryan, se decidió a ir al lugar en noviembre de 1978, acompañado de un pequeño séquito y un grupo de periodistas, con la idea de ver qué pasaba y facilitar el retorno a quienes lo desearan. Para Jones, la noticia disparó su manía persecutoria. Envió a un grupo a que preparara una emboscada al congresista y su grupo –que incluía 16 hasta ese momento seguidores de Jones- en el camino de vuelta, a la vez que preparaba una nueva mudanza, la definitiva. La emboscada le costó la vida a Ryan y otros cuatro acompañantes. Y, en Jonestown, el “reverendo” Jones distribuía cianuro para un completo suicidio colectivo, que sólo parcialmente fue tal. Envenenaron primero a los niños, que no sabían lo que tomaban, y siguieron los adultos. Unos cuantos se resistieron a suicidarse, y fueron liquidados a tiros. Se salvó un pequeño número de habitantes, pero el balance fue aterrador: 923 muertos.

El suceso llegó a las primeras páginas de todos los periódicos del mundo, y la opinión pública se empezó a alertar sobre los peligros que podían esconderse en el mundo de las recientes sectas. De algo extravagante, se las pasó a considerar como algo potencialmente peligroso. Lo sucedido en Guyana también puso en guardia a las policías de muchos países, que empezaron a investigar las actividades de las sectas, y a tomarse más en serio las denuncias que contra estos grupos les llegaban.

A consecuencia de la expansión de las sectas y de la nueva sensibilidad, en los 80 comenzaron las acusaciones contra las sectas, y se definieron y lanzaron a la prensa los considerados factores de peligrosidad. Pero, a la vez, no surgió ninguna otra masacre en la que estuviera envuelta una secta, por lo que, en este aspecto, el ambiente se apaciguó. En los 90 la situación cambió. Entre 1993 y 1997 se sucedieron episodios que volvieron a las primeras páginas de los periódicos, y conmocionaron a una opinión pública que se esforzaba –con frecuencia, mal orientada- para entender las razones de lo sucedido.

La racha mortal comenzó a principios de 1993 con el episodio de Waco (Texas). El principal protagonista se llamaba David Koresh, y su grupo los “davidianos”. El nombre no se adoptó por Koresh –fue al revés: Koresh se llamaba en realidad Vernon Howell-, ni éste era el fundador de la secta. La historia se remonta a 1942, cuando un tal Victor Houteff, de origen búlgaro, protagonizó una escisión de los Adventistas del Séptimo Día, en la creencia de que era un hombre enviado por Dios para guiar la purificación de un grupo selecto de cristianos, paso previo a la segunda venida de Jesucristo a Jerusalén para establecer el Reino de David. De ahí que tomaran el nombre de Adventistas Davidianos del Séptimo Día. Ya antes de separarse del tronco original, en 1935 había fundado una comunidad en Waco, con once seguidores. Tras fallecer en 1955, su esposa, Florence, ocupó su puesto. Trasladó la comunidad a otro lugar, y profetizó que el Reino de David llegaría el 22 de abril de 1959. No se cumplió, claro está, y la mayoría de los seguidores abandonaron a Florence; en 1962, ella misma lo dejó. Parecía que ahí acababa todo, pero no fue así. Tomó el mando de lo que quedaba un adepto llamado Benjamin Roden, y con él comenzó un itinerario desquiciado. Roden se proclamó sucesor del rey David. A su muerte en 1978, su mujer Lois ocupó su lugar, y empezó a proclamar “visiones” del tipo de que en su segunda venida, Cristo asumiría forma de mujer. En 1981, se incorporó al grupo Howell, un joven de 22 años expulsado de la Iglesia Adventista, hijo de una madre soltera sólo quince años mayor que él; su vida era la conjunción de un niño inadaptado y sueños frustrados. A la muerte de Lois Roden, su hijo George y Howell se disputaron el liderazgo. Los dos tenían personalidades psicopáticas, y la disputa acabó a tiros. George fue herido, pero fue el único de los dos que acabó en la cárcel –por amenazar a los jueces-, donde tiempo después asesinó a su compañero de habitación con un hacha. Howell, que había salido airoso por falta de pruebas, no era mejor. Ya con el poder indisputado, Howell –que cambió su nombre por el de David Koresh-, empezó a cometer desatinos: acopió armas en el “Monte Carmelo” –al que rebautizó como “Rancho Apocalipsis”, porque ahí empezaría la “batalla de Armagedón”-, instaló un laboratorio de drogas, nombraba “esposas espirituales” a quienes quería (la relación no era sólo espiritual) –ya antes se había casado con una chica de 14 años, y había comenzado a adquirir influencia en parte por haber tenido relaciones con la sexagenaria Lois Roden-, y se presentaba como el profeta que abriría los siete sellos citados en el Apocalipsis que daría paso al advenimiento de Cristo. Hizo además una campaña entre los adventistas de todo el mundo, y acudieron a él un puñado de personas de distintos países anglosajones.

Una comuna como había llegado a ser la de Waco empezaba a ser peligrosa, por el carácter del líder más que por ninguna otra cosa, y cualquier intervención necesitaba una buena dosis de tacto. No hubo ninguno. A causa de alguna información llegada, una de las agencias policiales norteamericanas, el Bureau of Alcohol, Tobacco and Firearms, decidió irrumpir en el complejo davidiano el último día de febrero de 1993. Sonó un tiro, y enseguida se montó una batalla campal, con el saldo de cuatro agentes muertos y veinticuatro heridos por un lado, y seis muertos y un número indeterminado de heridos por el lado davidiano. Lo que siguió fue un asedio en toda regla, en el que participaron hasta blindados “Bradley”. Koresh fue soltando algunos de los que se querían ir –mujeres y niños, sobre todo-, pero no estaba dispuesto a rendirse, y amenazó con inmolar a toda la comunidad si se intentaba un asalto. No obstante, el 19 de abril se intentó…, y estallaron las cargas repartidas por todo el edificio. Hubo unos pocos supervivientes porque alguna falló, pero el balance final fue de 88 davidianos muertos, entre ellos Koresh. Fue el trágico final de un loco, pero también la muestra de la ineptitud de una policía que parece incapaz de superar una infantil actitud de cowboy. Bien llevado, probablemente el sitio habría acabado pacíficamente. Más tarde se demostró que el FBI había cometido errores, había mentido sobre ellos, y había forzado la autorización del asalto por parte de la Fiscal General Janet Reno con noticias distorsionadas. Y todo ello, para demostrar lo que el nuevo grupo de intervención del FBI era capaz de hacer. Sin duda alguna, lo demostró.

El siguiente episodio de la serie sucedió el siguiente año, y esta vez el centro de gravedad de la tragedia se desplazó a Europa. En dos fincas suizas, una de ellas lindante con Francia, fueron hallados en octubre de 1994 los cadáveres de 48 personas. La mayor parte estaba en una especie de capilla subterránea llena de espejos formando un círculo, con los pies juntos y vestidos rituales. Enseguida se supo que eran miembros –los adultos, porque entre los fallecidos había algún niño- de una secta llamada “Orden del Templo Solar”, y que no eran las únicas muertes: simultáneamente habían muerto cuatro personas en Quebec (Canadá); en total, sumaban 53 muertos, aunque en los dos años siguientes la cifra se amplió a 74. La identificación de los cadáveres reveló que algunos eran personas bien situadas en el mundo de las finanzas, sin que en su entorno se supiera que pertenecían a secta alguna, lo que produjo un general asombro. ¿Qué se sabía del Templo Solar? Casi nada. Las informaciones que llegaban eran confusas, en parte por tratarse de un grupo esotérico que se desenvolvía con una gran discreción, y también porque se le confundió con la “Orden Soberana del Templo Solar”, una organización distinta. Lo que sí resultaba más claro es que, conforme se ahondaba en la investigación, lo que aparecía no tenía nada que ver con sectas como el Templo del Pueblo o los davidianos, y sí tenía mucho más parecido con una logia masónica, aunque esto casi nadie lo dijo para no herir susceptibilidades.

Por los símbolos y los mensajes que dejaron, se dijo que era una mezcla de catolicismo y “new-age”. No era ni lo uno ni lo otro. El “Templo” al que se refería el nombre era en realidad la antigua orden de los templarios. La secta era una de las varias que habían surgido a raíz del “renacimiento templario” en Francia a mitad de siglo, y el Temple, con su aureola de misterio y su final trágico, constituía uno de los filones preferidos del gnosticismo en Francia y su esfera de influencia desde hacía siglos. Pero eso no es precisamente catolicismo, aunque emplee algunos de sus signos. La Orden del Templo Solar era una secta gnóstica, del tipo de la “Fraternidad Rosa-Cruz”*, que se había desquiciado. Se dieron más noticias inexactas. Al no figurar en el primer lote de cuerpos el cadáver del líder de la secta, Luc Jouret, se especuló con que había engañado a las víctimas y huido con la fortuna que le habían dejado. No era cierto. En realidad, la cúpula de la secta era bicéfala, compuesta por Luc Jouret, un médico homeópata de 46 años, y Joseph Di Mambro, un francés afincado en Canadá de 70 años; y en la segunda finca estaban los cadáveres de ambos: al parecer, habían supervisado la operación en la primera finca, para ir después a la segunda a morir.

También se fue aclarando el interrogante sobre si era un suicidio o un asesinato colectivo, pues había trazas de ambas cosas. Y se trataba de ambas cosas. Al parecer, el suceso se desarrolló en tres etapas. Primero, ejecutaron a ocho “traidores” a tiros. En segundo lugar, mataron también, pero esta vez posiblemente –nunca se sabrá con certeza- con su consentimiento, a treinta “inmortales”. Y por último, el resto, que formaban el grupo selecto de “despiertos”, se suicidaron mediante el “fuego purificador”, conectando unos ingeniosos artefactos incendiarios. Por lo que se sabe, es probable que Jouret y Di Mambro, o al menos uno de los dos, estuvieran afectados de un trastorno piromaníaco, con lo que también se explica la dedicación del “Templo” al sol. Dejaron una carta de despedida general (aparte de varias particulares), donde se traslucían varias de sus ideas básicas. Primero, como no podía faltar, el próximo fin del mundo: “El caos de este mundo conduce sin posible escape a la humanidad hacia el fracaso de su destino”; ha degenerado tanto, que “no puede escapar de la súbita autodestrucción”. Después, el porqué: “La Gran Logia Blanca de Sirio ha decretado la llamada de los últimos que portan la Sabiduría Ancestral; una Justa Sentencia será ejecutada conforme a las directrices de una Orden Superior Universal con todo el rigor de la Ley”. Esto se aclaró un poco más tarde: creían que lo suyo era una “transición”, no un “suicidio”, y que su destino era un planeta que giraba alrededor de la estrella Sirio. Más tarde aparecieron otros datos. Los dirigentes estaban teniendo dificultades dentro de la secta, pues se estaban descubriendo algunos engaños –como el que los “Grandes Maestros” de Zürich, de parte quienes hablaba Di Mambro, en realidad no existían- y había disensiones; y también fuera, con la policía investigando algunos de sus manejos monetarios –la secta era rica-. Pero, a la vez, aparecieron pruebas de que buena parte de los suicidios eran voluntarios, y que lo proclamado correspondía a sus creencias; las dificultades y disensiones sólo precipitaron una decisión que llevaba por lo demás bastante tiempo gestándose.

Toda esta historia sonaba, en los oídos de la mayoría, absurda y misteriosa a la vez, lo cual dejaba servida la polémica y daba pie a historias fantásticas. Pero pronto surgió una nueva que, aunque provocó menos muertes, resultaba más alarmante que estas tres precedentes. Esta vez tenía lugar en Japón.

El día 20 de marzo de 1995, alguien pinchó diez bolsas de las que emanaba gas sarin en cinco trenes del metro de Tokio en hora punta. Murieron once personas, pero pudo haber sido mucho peor, ya que los afectados por el gas pasaron de cinco mil. Lógicamente, hubo alarma y la policía puso todo el empeño posible en esclarecer el hecho. No tardaron en descubrir dos cosas: la autoría partía de una secta, y el atentado no iba dirigido contra nadie en particular, aunque la peor parte del ataque se la llevó la estación Kasumigaseki, situada bajo varios edificios del Gobierno y el cuartel general de la policía. La secta se llamaba Aum Shinri-Kyo (“Doctrina de la Suprema Verdad”), y era, como suele ocurrir, la hechura de su creador, Shoko Asahara (originalmente, se llamaba Chizuo Matsumoto). A primera vista, la secta, considerada a la luz de sus doctrinas, es un producto típico japonés, sin que llame particularmente la atención. Profesa un sincretismo que reúne elementos de varias religiones orientales –con algún elemento tomado del cristianismo-, con predominio de la hindú. Las líneas centrales de su pensamiento no difieren mucho de lo que ofrece Maharishi: reencarnación, liberación del karma mediante progresivas técnicas centradas en la meditación, desarrollo de poderes sobrehumanos –incluidos la clarividencia, la levitación y la “salida” del cuerpo-, consecución de una placentera felicidad (llamada aquí satori), y proyección social de todo esto generando un nuevo orden social que se extiende por el mundo. Si bien es cierto que junto al yoga se coloca una “práctica ascética” que incluye castigos corporales, este rasgo que resulta tan extraño para los occidentales no lo es tanto en Japón. Hay también un elemento apocalíptico –ellos salvan al mundo de la inminente catástrofe-, pero tampoco es desconocido en los hindúes, como menos todavía lo es el esoterismo que estructura la secta en círculos concéntricos. Un poco más sospechoso, si se examinan atentamente sus creencias, es que el culto se centra en la veneración del dios hindú Shiva, del que dice Asahara que se le apareció durante un viaje al Himalaya. Shiva es el dios de la destrucción.

Hasta aquí, de todas formas, no parece haber elementos suficientes para dar razón de lo que ocurrió. La explicación de lo sucedido hay que buscarla en otra parte: en la personalidad de Asahara-Matsumoto. Nació medio ciego en 1955. Desde niño ya mostró un carácter patológico: reaccionaba con violencia y odio cuando no conseguía lo que quería, y sólo era capaz de relacionarse con los demás como dominante. El resultado era previsible: se quedó solo, y los intentos de hacerse elegir representante de sus compañeros fracasaron uno tras otro. Intentó ingresar en la universidad, y volvió a fracasar. Se dedicó a vender productos homeopáticos, pero debió sobrepasarse ejerciendo como curandero, pues recibió una sentencia por ejercicio ilegal de la medicina. En resumen: reunía todos los ingredientes del perfecto resentido inadaptado y asocial. Tras viajar al Himalaya, fundó la secta en 1986. Sus métodos al frente de ella eran los de un gangster en todos los sentidos, incluidos el montaje de negocios y la compra de influencias. Reaccionaba contra todo y todos los que se ponían por delante recurriendo a cualquier medio: daba igual si era legal o ilegal con tal de que surtiera efecto. En 1989 varios padres de familia presentaron una querella contra la secta y contrataron para ello a un abogado de Yokohama llamado Sakamoto. Seis meses después, Sakamoto y su familia desaparecieron; habían sido asesinados. Recurrió más veces al asesinato y la extorsión, y las voces disonantes dentro del grupo eran drogadas y torturadas. El episodio del metro no fue el primero en el que se utilizó gas sarin. Anteriormente lo había hecho esparcir desde un camión en la zona en la que vivían tres jueces, que resultaron afectados. En otra ocasión, hubo un escape, y se vio salir de su complejo a varias personas con máscaras antigás (más tarde, esto causó un serio revuelo al salir a la luz pública: ¿por qué no se había hecho nada entonces?). Incluso después del atentado del metro ordenó utilizarlo una vez más. ¿Y por qué el intento de masacre? En parte, porque sabía que la policía estaba investigando. Y en parte porque en 1990 había inscrito a la secta como partido político (Shinrito: “Partido de la Verdad Suprema”), y presentaba candidaturas a diputados en veinticinco circunscripciones. Perdió estrepitosamente en todas ellas. Y eso era algo que no podía sufrir.

Todavía siguen en curso los juicios por este caso. Ya se ha dictado una sentencia de muerte y varias de cadena perpetua. Aún no se ha dictado sentencia sobre Asahara porque gravan sobre él más cargos que sobre ningún otro, pero se espera su próxima sentencia capital. En el juicio, ha hecho de todo: callarse, balbucear, hacerse el loco, declararse a ratos inocente y a ratos asumir responsabilidades…; menos una cosa: mostrar el más mínimo arrepentimiento.

El asunto ha sido verdaderamente alarmante. El sarin es un neurotóxico muy potente, y, a diferencia de productos más rudimentarios como el “gas mostaza”, requiere una tecnología sofisticada para su fabricación. Ha sido la primera vez en la historia en que alguien que no es un estado utiliza un arma de destrucción masiva, y no ha sido por parte de un grupo terrorista, sino de una secta. Y, por si fuera poco, en los registros policiales se descubrió que Asahara estaba preparando material para fabricar armas bacteriológicas. No está mal para quien se anunciaba con estas palabras: “Las pasiones y deseos de nuestro mundo contemporáneo nos rodean incesantemente y nos enganchan en su circulación. Tenemos que sufrir cada vez que empezamos a satisfacer nuestros deseos. La verdad, por el contrario, nos proporciona la calma mental, que aligera nuestra alma conforme progresamos en su práctica”.

Resulta sorprendente, por lo demás, que la secta siga aún en pie, aunque ahora se llame Aleph y manifieste públicamente su pesar por lo sucedido. Ya no pasa de los mil adeptos como en el pasado, pero sigue teniendo alguna incorporación, lo que manifiesta la desorientación religiosa de una sociedad como la japonesa. Aunque también es verdad que no se ha suprimido porque quizás le interese al Estado mantenerla bajo libertad vigilada: tiene bastante patrimonio para indemnizar a miles de víctimas, que de otra manera posiblemente exigieran un resarcimiento al poder público.

En 1996 no hubo ningún episodio parangonable a los que se mencionan en este apartado. En 1997 sí: el que implicaba a la “Puerta del Cielo”, del que se ha tratado anteriormente. Le ha sucedido una pausa de dos años. Pero, conforme se aproximaba el año 2000 creció la aprensión, ya que no era nada descabellado pensar que habría grupos milenaristas, aunciando el fin del mundo con el cambio de milenio, que podían causar una matanza. Al final, ha llegado el 2000, y sólo se ha producido un episodio de esta especie. Pero ha sido el más mortífero de todos. Y llegó de donde menos se esperaba.

El 17 de marzo de 2000 ardió un templo de madera en un remoto lugar de Uganda llamado Kanungu, cerca de la frontera con la actual República del Congo. Estaba abarrotado de gente. Cuando la policía acudió, comenzó a descubrir una tragedia que se iría desvelando poco a poco. No se podía saber con exactitud cuántas personas estaban calcinadas, pero una primera estimación situaba la cifra por encima de 300. No era un accidente: se había utilizado gasolina. Tampoco era exactamente un suicidio: se habían tapiado las ventanas con tablas y clavos; de todas formas, parecía que entre los muertos había por lo menos varios suicidas, pues el fuego se había iniciado desde dentro. El lugar formaba parte de un complejo donde vivían miembros de una secta llamada “Restauración de los Diez Mandamientos”. Se buscaron pistas en otras fincas de la secta y sus líderes, y aparecieron así varias fosas comunes, donde yacían los restos de personas asesinadas –con machetes o estranguladas- con anterioridad al incendio. Al final, la cifra de muertos era indeterminada, pero superaba la fatídica cifra del millar.

El origen de la secta es católico; la secta surgió, como otros grupos, en la confluencia de ambientes ultraconservadores –los llamados “integristas”, parte de los cuales eran “sedevacantistas” (consideran ilegítimo al Papa)-, y de ambientes caldeados por supuestas apariciones de Jesucristo o la Virgen María, la mayor parte de las cuales anunciando una próxima catarsis mundial con tonos apocalípticos. Nació casi por casualidad hacia 1991, al encontrarse Credonia Mwerinde, una mujer de dudosa reputación que alegaba haber tenido una aparición (de Jesús, la Virgen y San José), con Joseph Kibwetere, un antiguo político del católico Partido Democrático, que, tras perder unas elecciones, había dejado la política temiendo por su vida y se había refugiado en la religión apocalíptica. Kibwetere tenía experiencia en organización y asumió el liderazgo del incipiente grupo, que adquirió unos terrenos en Kanungu en 1994. Aseguró haber tenido apariciones él también –incluso presentó una cinta magnetofónica de una-, y se arrogó el título de obispo, por lo que fue excomulgado de la Iglesia Católica. Se les fue uniendo gente, entre ellos algunos sacerdotes, de los cuales permanecieron sólo dos –Dominic Kataribabo y Joseph Kasapurari-, que fueron suspendidos por sus obispos. También se adhirieron dos monjas, que, con los anteriormente mencionados, constituyeron el grupo dirigente de la secta.

El grupo se fue radicalizando. El mensaje central consistía en que los diez mandamientos habían sido abandonados y necesitaban ser rehabilitados. Pero lo entendían con un rígido rigorismo. Unido al mensaje apocalíptico, dio lugar a unas reglas draconianas: los adeptos entregaban todas sus posesiones, se abstenían hasta del sexo dentro del matrimonio, y apenas hablaban para no incurrir en alguna mentira. También se fue expandiendo, y surgieron otras fincas-convento además de la central, la Ishayuriro rya Maria (“Lugar de Rescate de (la Virgen) María”) de Kanungu. El rigorismo fanático les había costado la revocación de alguna autorización para la enseñanza, pero la policía les dejaba tranquilos porque, comparados con otras sectas de la región, eran y eran considerados como pacíficos.

Conforme se acercaba el año 2000, comenzaron las declaraciones del milenarismo apocalíptico. En un manifiesto escrito por Kataribabo –el único con un doctorado en teología en la secta- se leía: “Todos los vivientes del planeta, escuchad lo que voy a decir: cuando acabe el año 2000, el que seguirá no será el año 2001. El año que seguirá será llamado Año Uno (…) El Señor me ha dicho que lloverán del cielo huracanes de fuego sobre todos aquellos que no se hayan arrepentido”. Al final, se fijó una fecha concreta: 31 de diciembre de 1999.

Al fallar la predicción, comenzó a haber problemas serios. Una buena parte de los integrantes de la secta se sintieron decepcionados, perdieron la fe en sus dirigentes y reclamaron en dinero que les habían entregado, para irse. Se creó un ambiente que amenazaba con desintegrar el grupo, y aquí es donde los líderes perdieron la cabeza definitivamente, y decidieron el fin de todo. Anunciaron la llegada de la Virgen María en la iglesia de Kanungu para el día 17 de marzo. Mientras tanto, los disidentes eran llevados a otras instalaciones de la secta, donde fueron asesinados. Cuando llegó el día señalado, los presentes congregados eran los que esperaban verdaderamente la aparición, y sólo unos pocos sabían lo que se había planeado en realidad.

La mayoría de los cadáveres de Kanungu no han podido ser identificados. Y ha quedado una pregunta en el aire: ¿figuraban los de los líderes entre ellos? Se han barajado dos hipótesis: la primera, que se inmolaron allí; la segunda, que ha sido todo un montaje para huir quedándose con el dinero de los adeptos. Como cabía esperar, esta última es la preferida por los medios informativos, y también piensa lo mismo el gobierno de Uganda. Pero ese dinero estaba invertido sobre todo en inmuebles, y es imposible para ellos intentar venderlos. Es posible que hayan huido, sin más, buscando refugio donde pudieran, quizás en los vecinos Congo o Ruanda, con algo de dinero, pero parece claro que sin la fortuna que algunos creen. Si es así, el paso de los días sin que aparezca una pista clara sobre su supervivencia inclina la balanza hacia la probabilidad de que figuren entre los cuerpos calcinados.

b) “Destructivas” – “no destructivas”

 

Las tragedias enumeradas en el anterior apartado son las principales; evidentemente, no son las únicas. Pero, a la vez, son una muestra significativa. Si se colocan en un mapa, se descubre que vienen de todos los puntos cardinales: América, Europa, Asia y África. Si en cambio nos atenemos al tipo de secta involucrado en cada caso, encontramos que las hay varias de origen cristiano –tanto protestante como católico-, otra oriental, otra entroncada con el gnosticismo de raíces antiguas, y una última encuadrable en el paganismo de última generación. Si se quiere completar el cuadro, se podrían añadir varios crímenes múltiples recientes protagonizados por satanistas siberianos.

Se puede extraer una primera conclusión, ciertamente poco tranquilizadora: el peligro puede venir de cualquier lado. Personas insospechadas, incluso gente considerada como respetable, pueden convertirse en peligrosos líderes de una secta que revelan su auténtica personalidad sólo cuando se están contando los cadáveres que ha producido su locura. Ciertamente, no todas las sectas acaban así, ni siquiera la mayoría, pero, como señalaba un columnista norteamericano, “hay en Estados Unidos unos veinte mil grupos calificados de secta; con que sólo una de cada mil acabe así, ¡que Dios nos proteja!”.

En verdad que estas catástrofes no suceden con los grupos de mayor tamaño, aunque tampoco son exclusivos de los más pequeños, ya que varios sobrepasaban los mil adeptos, lo que ya constituye una cifra de cierta relevancia. Pero eso no supone que las grandes sectas sean inmunes a este peligro. Hay ejemplos claros de líderes trastornados y peligrosos. Hubbard, por ejemplo, era un paranoico que actuaba sin reparos morales. Otros, a pesar de su notoriedad, son unos perfectos desconocidos: ¿quién conoce realmente lo que pasa por la cabeza de un Maharishi? ¿Y si terminase como Asahara, que sostenía unas doctrinas no muy diferentes? En cualquier caso, ¿quién sabe cómo pueden reaccionar unos fanáticos ante la amenaza de que desaparezca aquello que significa todo para ellos? Los Testigos de Jehová sobrevivieron al fiasco de la predicción del fin del mundo en 1975, y consiguieron rehacerse, pero si se hubiera empezado a desmantelar irremisiblemente la organización, ¿quién puede garantizar que la reacción no fuera parecida a la Restauración de los Diez Mandamientos? Sí, es poco previsible una cosa así, pero… ¿quién pudo prever lo que iba a suceder antes de desencadenarse la tragedia?

Se ha creado así un clima de opinión pública de recelo ante todo lo que suene a secta. Se admite que no todas tienen peligros fatales, pero muchas son opacas, y es fácil recelar ante lo desconocido. Quién sabe cuáles son las más peligrosas; si no se sabe, entonces cualquiera es catalogada de potencialmente peligrosa. Un gran sector de la prensa, siempre ávido de noticias sensacionalistas que venden, se encarga de mantener viva esta mentalidad.

A la vez, ante sucesos de este tipo, o de menor gravedad pero también negativos, se ha producido una reacción bastante comprensible: se ha intentado entender, comprender lo incomprensible. El problema aquí no son los líderes. Un visionario loco puede aparecer en cualquier esquina, y casi todo el que haya recorrido calles de una gran ciudad se ha encontrado con alguno, mensaje apocalíptico incluido. La verdadera cuestión es el hecho de que les sigan incondicionalmente, incluso hasta la muerte, personas catalogadas de normales.

Y así llegamos al núcleo de la cuestión. Ante la imposibilidad de entender, se ha hecho generalizado partir del siguiente razonamiento: como esto no lo puede creer y seguir ninguna persona normal, el hecho de que haya efectivamente creyentes y seguidores sólo puede obedecer a la aplicación de técnicas psicosociales que de un modo u otro violentan la libertad del sujeto. Sobre las técnicas psicológicas ya se ha dicho anteriormente alguna cosa; se suele hablar de “programación”, “coacción”, “manipulación”. Las técnicas sociales consistirían en apartar al adepto o al candidato de todas las relaciones sociales que tiene, conforme a un estudiado patrón, para que sólo se relacione con los miembros de la secta, de forma que se cree una dependencia afectiva y efectiva que impide al adepto tomar la decisión de irse.

Y así se establece el criterio: cuando se utilizan estas técnicas, la secta es calificada de “destructiva”. E, implícitamente, se tiene por cierto que se emplean cuando resulta incomprensible para quien la juzga. Como resulta que quien lo juzga, en más de un caso, es un agnóstico o un relativista, para quien resulta incomprensible toda creencia religiosa firme, resulta que acaban siendo destructivas todas, y se incorporan a la lista otras organizaciones religiosas, que por este motivo son tildadas de sectas. En teoría se puede reconocer la posibilidad de que existan sectas “no destructivas”, pero no se pone ningún ejemplo de ello; si existen, no se sabe cuáles pueden ser. En este contexto se ofrece con demasiada frecuencia la información sobre las sectas. En un reportaje reciente, se podía leer este titular: “Un informe del Ministerio del Interior señala que en España funcionan alrededor de doscientas sectas destructivas a las que siguen 150.000 adeptos”. Pero ese es el número total de sectas, y, aunque el informe existe, en él se da esa cifra sin el adjetivo “destructivas”. Puede haber y hay manipulaciones en el mundo de las sectas, pero para completar el cuadro no hay que olvidar que no son las únicas en practicarla.

En apoyo de este criterio de valoración, se traen a colación algunos profesionales, a quienes se presenta como expertos en la materia. Lo que es menos conocido es el hecho de que esta “especialidad” se ha convertido, en buena parte, en refugio para psicólogos fuertemente ideologizados que por ello han perdido credibilidad en otras áreas más profesionalizadas del ramo, y así hay bastantes posibilidades de que el análisis del “especialista” esté viciado por planteamientos freudianos, conductistas o incluso marxistas. Uno de ellos, “experto internacional” según la presentación, declaraba recientemente lo siguiente: “Estos días se están diciendo muchas tonterías como que existen adeptos a las sectas, afirmación que es una auténtica barbaridad. Un individuo no entra voluntariamente en una secta, sino que es la secta quien le capta a través de un efectivo y lento lavado de cerebro o, lo que es lo mismo, modificación del pensamiento. Cuando un adepto sale de la secta es incapaz de justificar por qué entró, lo que demuestra que no lo hizo de forma consciente. Otra segunda estupidez que se pregona es que la mayoría de las masacres realizadas por grupos destructivos han sido asesinatos y no suicidios, también una falsedad”. Con los hechos en la mano estas afirmaciones se vienen abajo. Pero, aun suponiendo que no tuviéramos dato alguno, no corresponden al rigor que cabe esperar en un experto internacional. No hay adeptos, pero resulta que salen. Y, si tan involuntario es entrar, ¿cómo es que consiguen salir? Además, no es difícil encontrar alguien que no es capaz de explicar muy bien los motivos por los que escogió una carrera universitaria en vez de otra; y eso, ¿quiere decir que no la eligió de modo consciente? Hay, de todas formas, algo en lo que sí se puede estar de acuerdo fácilmente con el psicólogo: efectivamente, estos días se están diciendo muchas tonterías.

Hay otros dos grupos de personas cuyo testimonio se suele solicitar para corroborar estas teorías. El primero es el formado por exadeptos. Son muchas veces testimonios inapreciables para conocer el funcionamiento interno de una secta, especialmente si se trata de personas que han ocupado cargos de responsabilidad. Pero, a la vez, deben aceptarse con cierta prevención, por la animadversión que con frecuencia tienen, como por otra parte suele ocurrir con todo tipo de “ex” cuando la relación ha tenido algo de afectiva, que comprometen su objetividad. A esto hay que unir el hecho de que las creencias raras suelen atraer a personas raras. Esto no quiere decir que sus declaraciones no sirvan, sino que hay que tomar algunas precauciones si se quiere destilar la verdad: ver quién es la persona, su postura hacia la religión en general tras salir de la secta, confrontar sus datos con los de otras fuentes y lo que se conoce del grupo, etc. En general, suelen ser además mucho más fiables los testimonios que relatan fríamente datos, que aquellos apasionados que continuamente hacen juicios de valor. Pero, claro está, hace falta una mente libre de prejuicios y un esfuerzo por trabajar con rigor para actuar así, y no siempre es el caso. Tomemos, por ejemplo, una de estas declaraciones: “Ellos te lanzan sus disparos a los sentimientos, la parte inconsciente del hombre, y te manejan como Pavlov lo hacía con un perro: te dan un suculento filete o lo que es lo mismo hacen que te sientas en la gloria con ellos cada vez que escuchas la doctrina (la campana que hacía sonar el científico); poco a poco, el buen ambiente va desapareciendo y sólo queda el adoctrinamiento, entonces llegas a babear sólo con sus teorías”. Aparte de que cabe preguntarse si tan inconscientes son los sentimientos, lo que, dicho sea de paso, haría de la vida algo muy desagradable (habría que escoger entre la racionalidad sin sentimientos, o los sentimientos irracionales), hay aquí dos cosas que no suenan bien. La primera es que habría que preguntarse si el exadepto en cuestión ha hecho estudios de psicología o similares, pues resulta un poco sorprendente la familiaridad con los experimentos con animales de Pavlov para demostrar el funcionamiento del binomio estímulo-respuesta en la vida animal; desde luego, emplea una terminología tan propia de los psicólogos “especialistas”, que resulta de una originalidad por lo menos sospechosa, y ya por eso poco fiable. La segunda es que parece que los sentimientos que expresa –“estar en la gloria”, y la desaparición del “buen ambiente”- parecen reflejar simple y llanamente su estado interior y nada más. ¿Cambió de ambiente la secta? ¿No hubo adeptos más recientes cuando el buen ambiente se perdía? ¿Y qué hacían para tenerles en la gloria, mientras que a él no? ¿Por qué dejaron de darle ese elixir de la felicidad incluso cuando ya se veía venir que les abandonaba? Todas estas interrogantes inclinan a pensar que el interesado está centrifugando su propia responsabilidad; al fin y al cabo, a nadie le gusta admitir que ha hecho el tonto o simplemente se ha equivocado, y es tentador en esas circunstancias echar toda la culpa al prójimo y quedar de pobre víctima. La misma doctrina es la que primero le hace “estar en la gloria”, y luego “babear”.

El segundo grupo al que se recurre en apoyo de esas teorías es el de los familiares, particularmente los padres de gente joven. Aquí se pone el acento en el aislamiento a que la secta presuntamente somete a los adeptos. Pero lo más común es que esos testimonios sean poco fiables, por dos motivos: porque suelen hablar de lo que desconocen, y porque sus sentimientos fácilmente desfiguran la realidad. Con frecuencia parten de una premisa que tienen como incontestable: “mi hijo/a no ha podido hacer eso; se lo han tenido que llevar”. Y piensan que no tiene réplica posible, porque “si lo conoceremos nosotros, que somos sus padres”. Pero la verdad, por sorprendente que pueda parecer a primera vista, es que no lo suelen conocer; o, que, al menos, no lo conocen bien. Donde hay diálogo fluido padres-hijos es raro que el hijo acabe en una secta (salvo, claro está, si sus padres forman parte de ella). Por desgracia, es frecuente que los padres se despreocupen mientras el chico/a no da problemas, y cuando surgen ya es tarde, a veces demasiado tarde. Y, entonces, no es raro que se resistan a aceptar la realidad, y que echen la culpa a cualquiera con tal de no asumir lo que se presenta como un fracaso en su papel de padres; en algunos casos, esa actitud es tan inamovible que puede decirse lo de aquél general, que era tan valiente, tan valiente, que no se rendía ni ante la evidencia. Esto, claro está, no sucede sólo con las sectas. Los comisarios de policía son unánimes en manifestar que, cuando han detenido a un joven por primera vez por el motivo que sea –gamberrismo, drogas, altercados, pertenencia a grupos políticos extremistas, etc.-, la reacción de los padres es de incredulidad. Y, sin llegar a tanto, ante la sorpresa de cualquier mala conducta, se echa la culpa a “los amigos que se ha echado”, o lo que sea, sin que se les pase por la cabeza que eso es exactamente lo mismo que estarán pensando los padres de esos amigos.

Hay algún aspecto más que resulta interesante. Uno es el argumento consistente en pensar que no se puede pensar que el hijo/a haya buscado nada en una secta cuando ellos –los padres- “le han dado todo”. Bien, pero ese “todo” ¿incluye también unos ideales y un sentido espiritual de la vida, o se refiere tan sólo a la abundancia material? La juventud es un periodo donde se despiertan ideales, y el puro consumismo no es un ideal, sino más bien lo que queda cuando se abdica de un ideal. Muchos padres harían bien en hacerse la pregunta al revés: ¿qué no le hemos dado para que haya ido a buscarlo ahí? Todos los jóvenes procedentes de acomodadas familias norteamericanas de clase media que siguieron a Jones y su Templo del Pueblo a quienes se pudo entrevistar, fueron unánimes al decir que habían seguido a la secta porque en su casa encontraban un vacío espiritual y nada con que llenarlo. No son el único caso.

Otra faceta interesante de este problema es que se utiliza a la desconexión familiar del adepto como paradigma del argumento referido a la creación de un entorno social exclusivo que engloba al seguidor de la secta, impidiéndole así comunicarse con el exterior y asegurando así su permanencia en el grupo. Se ofrecen historias de padres que aseguran que la secta tenía prohibido a sus hijos visitarles e incluso comunicarse con ellos; algunos llegan a decir que les tenían encerrados. ¿Es así de verdad? La respuesta es que hay de todo. A veces es objetivamente verídico lo que dicen. Otras veces es una verdad exagerada. En otras ocasiones, en cierto modo han forzado la situación para dar esa resultado: cuando el sectario ve a su familia, recibe tal bombardeo verbal insistente para que deje la secta –a veces, con poca educación- que se le van progresivamente quitando las ganas de visitar a los suyos, consiguiéndose así el resultado inverso del pretendido. Y no faltan tampoco casos en los que son los padres quienes tratan de encerrar a su hijo. Son aquéllos que entienden que el hecho de ser “su” hijo les da derecho a decidir sobre sus destinos; ellos saben qué es lo mejor para su “niño” o su “niña”, cuando resulta que ya no son niños, y en cualquier caso sus padres, por bien intencionados que sean, no son dueños de la vida de un hijo. Son los mismos que no admiten que el hijo frustre sus planes –que tienen una fuerte dosis de egoísmo escondido en ese “hacerlo todo por su bien”-, y que dedique su vida a quien no les guste, y menos a Dios, no ya en una secta, sino en cualquier institución respetable. De todo esto se pueden extraer la conclusión de que, como fuente fidedigna para conocer una secta, la denuncia de los padres no es fiable sin una seria depuración y verificación; hay padres ejemplares, objetivos y serenos, pero, con demasiada frecuencia, el cariño ciega, y más todavía si se trata de un cariño mal entendido o mal enfocado.

Con esto no se quiere insinuar que las sectas carezcan de efectos perjudiciales para quien las sigue (sobre los perjuicios causados a la sociedad en general se tratará más adelante). Lo que se afirma es que el elemento esencial del perjuicio no se puede situar en la existencia de técnicas de anulación de la voluntad. No encaja con la realidad, y es una explicación que no puede evitar caer en contradicciones. En primer lugar, resulta obvio que la mayoría de las sectas no tienen capacidad para desarrollar esas supuestas técnicas, por falta de tamaño o de medios. La principal contradicción es que, de existir esas técnicas, sería imposible salir de una secta, y la realidad es que hay más personas que han estado envueltas en una secta, en mayor o menor grado, que las que permanecen en ellas, dato poco conocido porque la mayoría de ellos prefieren olvidar esa etapa de su vida y no declarar sobre ello. Además, una voluntad anulada da como resultado un autómata, figura difícilmente compatible con otras características que esos mismos detractores achacan al sectario, empezando por la de emplear astutamente esas mismas técnicas, una vez dentro, con otros que se incorporan después de ellos.

Menos aceptable aún es sostener que esas técnicas consiguen su objetivo de modo automático, de forma que quien las padece cae inevitablemente en las redes del grupo sectario. Esto significa, ni más ni menos, que negar la libertad humana: no ya la del sectario, sino la de todos. Parte de la premisa de que la conducta del ser humano responde al mecanismo de estímulo-respuesta: el hombre queda así reducido a la condición de un animal, que sólo se diferencia del resto en que sus mecanismos son más complejos. Por supuesto, esta teoría no resiste el contraste con los hechos. Pero, además, de ser cierta anularía también toda legitimidad de protestar acerca de la actividad sectaria. En primer lugar, no podría decirse que anulan la voluntad: ¿cómo se va a poder anular algo que en fondo no existe? Y, en segundo lugar, supondría pretender hacer lo mismo de lo que se protesta: sería dar al interesado otros estímulos, sólo que de signo contrario, para que haga, no ya lo que “ellos” quieren, sino lo que “yo” quiero.

Queda un último aspecto que desautoriza el tipo de clasificación que aquí se analiza. Si, atendiendo a estas supuestas técnicas, dividimos las sectas en destructivas y no destructivas, ¿quiere ello decir que las catalogadas de “no destructivas” son completamente inocuas para quien entra en ellas? No parece que sea así. Lo que no quiere decir, por supuesto, que las haya más perjudiciales o menos. Pero, de un modo u otro, la pertenencia a una secta no reporta precisamente bienes al sujeto. Hay que buscar, por lo tanto, otro criterio que permita medir mejor, en lo posible, los efectos negativos de las sectas.

c) La falsedad de las sectas

Los perjuicios que puede causar una secta a sus adeptos son muchos y variados, pudiendo llegar –como hemos visto- a la destrucción más radical: la muerte. Como impera el sentido común mismo, para atribuir peligros concretos hay que examinar a cada secta en particular, una por una. Ninguna es exactamente igual a otra. Ahora bien, si lo que se quiere es señalar una posible raíz común a la cual se remite de una manera u otra la negatividad de una secta, ésa existe y se llama falsedad. Podría también llamarse “mentira”, pero, en todo caso, estos dos términos están tomados en sentido objetivo; no significan necesariamente que exista un engaño intencionado –que existe en varias sectas-, sino sencillamente que la raíz básica del daño que hace una secta es que lo que predica es falso. Una secta pretende siempre dar las respuestas fundamentales sobre el ser del hombre y su sentido, como corresponde a su carácter religioso. De ellas depende la orientación de la vida entera. Y no se puede construir una vida sobre una mentira sin sufrir daño por ello.

Esto, a primera vista al menos, parece bastante obvio. ¿Por qué recurrir entonces al expediente de las misteriosas técnicas de control? Pues porque éste se lanza por parte de personas para quienes las categorías de verdad y mentira significan poco en cuestiones de fe, filosofía, y en general en todo lo que no es directa y sensiblemente comprobable. Se trata del agnosticismo, no sólo teológico –no se puede conocer realmente a Dios, ni siquiera si existe o no-, sino filosófico –no se puede conocer la verdad-. Desde este punto de partida, no se puede situar el mal que causa una secta en el entendimiento, ya que si éste es incapaz de alcanzar la verdad, admitir una mentira carece de relevancia. Y lo sitúan en la voluntad, hablando de manejos ocultos cuando lo que se ve son creencias equivocadas. Desde su visión agnóstica no pueden explicarse que alguien tenga una fe en la que cree como cosa cierta, y pasa a verlo, por definición, como producto de una especie de intoxicación mental por la que se introduce a presión la creencia en el cerebro. Se explica así que a la enseñanza de un grupo religioso la califiquen negativamente de “adoctrinamiento” o “indoctrinación”. Hay que fijarse en que no se rechaza porque se enseñan falsedades: lo rechazado es la enseñanza misma, el hecho de enseñar. La enseñanza de artículos de fe como dogmas es también tachada de “dogmatismo”, cosa inaceptable propia de fanáticos. Pero no parecen darse cuenta de que han convertido su relativismo en un dogma inapelable. Y a todo lo que no encaja con él le conceden la categoría de opinión. Pero no se puede opinar, sin más fuente de conocimiento que lo que se ve, de lo que nos trasciende. Por eso, no se puede sostener una religión como opinión: o hay fe, o no hay religión. Se descubre así que no hay sólo un ataque a las sectas: atacan a la religión. Las sectas son sencillamente su eslabón más débil.

Una de las principales diferencias entre estos dos modos de ver la religión radica en la implicación práctica de las creencias. Una opinión no da origen a una moral que compromete la vida; una fe, sí. El error no puede ser fuente de daños específicos para quien la verdad es inalcanzable. Pero lo cierto es que las personas tienden a obrar conforme a sus convicciones, y esto vale también para los agnósticos. Y una convicción de tipo religioso no es una opinión sobre el más allá –o sobre su ausencia, en ocasiones- que se mantiene simplemente para dar respuesta a un interrogante teórico, sin repercusiones en la vida, sino la aceptación de un mensaje sobre el destino final del hombre que mueve a poner los medios necesarios para poder alcanzarlo; o, en caso de que se niegue, lleva al hombre a desentenderse y poner su fin en el disfrute de lo que le puede dar este mundo. En uno u otro sentido, tiene trascendencia práctica. En una secta, como en toda organización religiosa o cuasirreligiosa, lo que se cree fundamenta lo que se debe obrar. Más aún, el carácter reciente de casi todas ellas motiva que su vida tenga la pujanza de la juventud, de lo reciente que se abre paso con dificultades, donde se mantiene una disciplina fuerte que empuja a cumplir la moral del grupo. Cuando se extienden en el espacio y el tiempo, aparecen los problemas, familiares a las iglesias constituidas, derivados de la necesidad de mantener el fervor y el cumplimiento de la moral. Los mormones conocen este tipo de problemas: por una parte, mantienen con fuerza los dos años de vida misionera; por otra, está bajando el índice de práctica entre sus miembros, y ya tienen que sufrir, como les sucede a otras instituciones, lacras como la existencia de una “asociación de mormones gays y lesbianas” presionando para que se ceda en los preceptos morales que les afectan.

¿En qué consisten entonces los daños causados por una secta al adepto? En primer lugar, en el hecho mismo de apartarle de la verdad, y proporcionar a cambio una expresión deteriorada de religiosidad, que, además, suele ser incompatible –una prueba más de que son poco razonables- con el desarrollo de una vida normal, por lo que cercena así muchas posibilidades de llevar una existencia alegre y equilibrada. En sí mismo no es poco, pero es que, además, trae otras consecuencias. Es frecuente que, tarde o temprano, el seguidor de una secta empiece a ver piezas que no encajan, y se dé cuenta progresivamente –es raro que sea de la noche a la mañana- que aquello no puede ser verdad, comenzando así un proceso que acaba en la ruptura. Lo malo es que, cuando hay apasionamiento, la conducta del hombre suele ser pendular. Y, así, el desengaño inclina frecuentemente al escepticismo; a veces, se vuelve al seno de la religión antigua, pero muchas otras veces la reacción es la que expresaba el que había sido la mano derecha del gurú Maharaj-Ji, Bob Misher: “creo que ya he tenido bastante religión para una buena temporada”; pero en su caso ni siquiera pudo disponer de una temporada para repensar las cosas: unos pocos meses después de estas declaraciones murió en accidente de aviación. En algunos casos, la desconfianza no abarca tan sólo la religión, sino a todo y a todos. El daño es serio. Otras veces, sobre todo cuando se ocupan cargos de cierta responsabilidad, es posible que el sectario permanezca en la secta, pero ya con una incredulidad que puede degenerar en cinismo hipócrita. No tiene por qué existir ese cinismo al principio: basta con pensar que fuera de la secta ya no se sabe cómo situarse en la vida.

A esto hay que añadir que, como las sectas suelen ser muy absorbentes, en todos los sentidos –tiempo, dinero, relaciones, etc.-, quien las abandona puede encontrarse en la triste situación de tener que rehacer su vida en todos los aspectos sin apenas medios ni recursos personales para ello. Si ya de entrada es doloroso hacerse consciente de haber dedicado lo mejor de la vida a un camelo, salir a un mundo al que se ha acostumbrado a ver como hostil sin recursos suele ser angustioso, con las consecuencias que ello trae, incluidas las psíquicas. La experiencia puede ser más o menos traumática, pero rara vez está ausente ese carácter traumático en quien ha gastado un buen número de años en una secta.

A partir de aquí, para evaluar los daños concretos hay que acudir al análisis específico de cada grupo. De todas formas, pueden establecerse algunos factores negativos genéricos. Sin pretender ser exhaustivos, podemos hacer un breve repaso.

Las sectas de origen cristiano tienen en su mayoría un carácter apocalíptico, que pregona un inminente fin del mundo o al menos una serie inminente de catástrofes universales, de los que sólo sus integrantes se salvan. Como consecuencia, suelen poner en práctica un aislacionismo -¿para qué esforzarse en nada terreno?: pronto se acaba todo- que, en mayor o menor medida, segrega y hace cortar relaciones con lo exterior, eliminando en todo caso proyectos e ilusiones humanas y lazos afectivos con los extraños al grupo. Generan asimismo una vida en permanente tensión –hay prisa, queda poco tiempo- que los no sectarios advierten en su estilo de hacer proselitismo (palabra hoy día desprestigiada, pero que significa sencillamente ganar adeptos); el deseo de marcar las diferencias se añade a ello –son los únicos “puros”, dignos de la recompensa-, y se traduce en un rígido puritanismo. Se crea un estilo de vida que puede ser mantenido durante una temporada, pero que empieza a resultar insostenible conforme avanza el tiempo y no aparecen los ángeles del Apocalipsis. Se pide un esfuerzo final, pero el final no llega y eso cansa, también psíquicamente. Se apuesta la vida a un pronto final, y la apuesta en cierto modo es de “todo o nada”. Esa vida frenética pasa factura, de un modo u otro y según la capacidad de las personas singulares. No es muy equilibrada –en sus expresiones más radicales, es claramente desequilibrada-, y eso constituye indudablemente una fuente de daños. Hay que añadir que, conforme se va diluyendo el carácter apocalíptico, también se van diluyendo estos efectos; se aprecia con claridad en los mormones –comparando sus principios con su situación actual-, y empieza a verse también con los testigos de Jehová. Pero, a la vez, si pierden este carácter, pierden también su identidad específica, amenazando así su continuidad.

Un punto favorable en este tipo de sectas es que, al mantener la vigencia –exclusiva o no- de la Biblia como texto sagrado, se establece un límite a los posibles excesos de la moral que proponen, aunque sus contornos concretos no estén muy bien señalados. Por mucho que se fuerce la interpretación o la traducción de la Biblia, es insostenible tratar de hacerla compatible con la justificación del robo o del adulterio. Y si el líder o el creador de la secta no es precisamente un ejemplo moral, la tendencia más común es a ocultar sus vicios, en vez de convertirlos en paradigma de conducta. Y si no se hace así, queda una contradicción flagrante, como sucede con Joseph Smith y la poligamia, donde sólo el hecho de que hubiera una tolerancia divina con el antiguo Israel permite encontrar una excusa que explica el caso como una excepción; aún así, deja un flanco al descubierto que ha sido aprovechado, pues constituye, con diferencia, el punto donde más ataques ha recibido el mormonismo.

Los grupos de corte oriental tienen, como rasgo perjudicial común, su carácter negativo con respecto a la persona y la personalidad. La felicidad que prometen se consigue fundiendo al individuo en un principio absoluto, y con ello desdibujando como método y anulando en último extremo la individualidad. Así, la meditación que proponen tiene como propósito más o menos declarado el vaciarse de lo propio desvinculándose de los rasgos individuales para intentar concentrarse en un oceano “trascendental” donde la personalidad se diluye. Quien conozca de cerca la fuerte personalidad de una Santa Teresa o un San Juan de la Cruz, podrá advertir el contraste con unos maestros hindúes que sólo presentan una imagen de paz ausente, empezando así a intuir la radical diferencia entre la meditación cristiana y la oriental, a veces poco advertida por tener una idea de la ascética cristiana demasiado negativa –focalizada sólo en lo que se deja y no en lo que se gana-, y por ello poco certera. No tiene nada de sorprendente por tanto que estas sectas produzcan, cuando se practica asiduamente lo que proponen, una especie de vacío existencial, que da signos de desconexión con la realidad –pérdidas de concentración, de memoria, de capacidad de diálogo, de afectividad, etc.- e incluso trastornos psíquicos, bien conocidos actualmente, derivados de la falta continuada de percepción sensorial. No es el único factor que provoca pasividad, pues hay que añadir la actitud fatalista que sigue a la profesión de la doctrina del karma, que puede llegar a producir cierta angustia por la razón de culpabilidad, sin que se sepa la causa, atribuida a cualquier suceso desfavorable de un pasado desconocido. Puede asimismo contribuir a la abulia un régimen alimenticio vegetariano, que para ser válido tiene que estar muy bien estudiado y aplicado y que con frecuencia no lo está. Hay, por ejemplo, un contraste radical entre lo que figura en los libros publicados por los seguidores de Prabhupada y el aspecto que presentan los miembros del Hari Krishna que viven en el ashram de Brihuega. Por último, en cuanto a la moral no puede hacerse una valoración generalizada. Hay fuertes contrastes, que a la vez indican algo: que, si no consiguen mantener un ideal exigente, caen estrepitosamente en excesos en los que no falta la droga y la promiscuidad. No parece haber términos medios.

Con las sectas de raíz pagana es más difícil hacer generalizaciones, debido a su gran variedad. Pero se puede aclarar un poco más el panorama si se hacen subdivisiones. Tenemos así un primer grupo, más fácil de calibrar, formado por las sectas que resucitan antiguos cultos paganos. Son las sectas con menos cohesión, y en la mayoría de los casos son una especie de “sectas de fin de semana”. Pero, en cierto modo, en la ligereza están sus perjuicios. Derivan éstos sobre todo del naturalismo profesado, que incita a sus miembros a cometer precisamente los mismos excesos que cometían los antiguos, con algunos avances –el carácter ecológico, y, sobre todo, el carácter pacífico de la inmensa mayoría-, pero también con alguna sofisticación en los vicios. No es difícil deslizarse, en este contexto, hacia unas celebraciones que pueden acabar con el tiempo degenerando en auténticas orgías, en las que no falta alcohol, droga y sexo, y a las que se puede dar incluso un carácter “sagrado”. No quiere esto decir que sea siempre así, pero hay una dinámica, consistente por un lado en el derribo de las barreras morales que la religión normalmente pone y por el otro en la tendencia a imitar a los antiguos, que conduce a ello o lo facilita sobremanera. El deseo de marcar distancias con las religiones más comunes puede asimismo contribuir a ello.

El segundo grupo lo constituyen las sectas de tipo gnóstico que pregonan un método para convertirse en una especie de superhombre. Lo más negativo en estos casos es que ese método se convierte en el único punto de referencia para la conducta, con lo que todo resulta válido con tal de conseguir el objetivo. O sea, el fin justifica cualquier medio. Por eso este grupo, junto con el satánico, es aquel en donde se suelen ver más transgresiones a la ley. Por lo mismo, también se transgrede con gran facilidad cualquier tipo de barrera moral. Por táctica, se miente, se engaña, se amenaza o se cometen fraudes. La medida concreta de estos males dependerá del carácter del fundador del grupo, o de su continuador, que suele ser hechura del primero. En cuanto al método en sí mismo, varía en cada caso, pero se ha llegado al extremo del suicidio colectivo como en el caso de la Puerta del Cielo, que es, significativamente, el único suicidio colectivo químicamente puro –nadie fue asesinado, nadie vaciló- de entre todas las tragedias examinadas. No se suele llegar a tanto, pero algunos de los métodos empleados son poco saludables tanto espiritual como físicamente.

Capítulo aparte merecen las sectas satánicas. Son seriamente dañinas para sus propios integrantes, y eso sin traer a colación los daños a terceros, en cualquier caso, aunque consideren al Satán a quien veneran una figura meramente simbólica. La religión que profesan es un compendio de los siete pecados capitales, y sus ritos reflejan esa realidad: una verdadera degeneración, que no deja de tener consecuencias en el entorno en el que viven. En varios casos es, además, un cauce para la “sacralización” de trastornos aberrantes, como el sadomasoquismo o incluso, en alguna ocasión, la pedofilia. El único aspecto positivo de todo ello es que generan un carácter tan antisocial que no se puede construir un grupo numeroso y coherente de este tipo sin que surjan enseguida disensiones y escisiones, a menudo con una feroz aversión entre los grupos resultantes. Hay contactos entre sectas satánicas afines, pero la existencia de una especie de “internacional satánica” que trabaja coordinadamente no es más que un mito.

En otro orden de cosas, son también dañinas para el integrante las sectas que propician un régimen de vida de “comuna”. No es un rasgo particular de un tipo de secta concreto –aunque en las satánicas nunca se da, y en las gnósticas y neopaganas es raro-, ni tampoco algo exclusivo de las sectas, ya que se encuentra en organizaciones tan diversas como grupos de extrema izquierda –comunistas y anarquistas- y agrupaciones de hippies, o incluso en idealistas que se agrupan sin una ideología muy bien definida. De todas formas, ya dentro de las sectas, hay que distinguir si se trata de un régimen de vida propuesto a una élite –una especie de monaquismo sectario- o a todos; no es lo mismo a estos efectos, por ejemplo, Hare Krishna que Ánanda Marga. Como modo de vida general tiene poco de natural, y por ello conlleva efectos negativos, no sólo en el aspecto patrimonial, sino sobe todo en dos aspectos: la libertad y la familia. Respecto al primero, convierte al individuo en una mera pieza de un mecanismo social, suprimiendo proyectos personales y cercenando considerablemente la capacidad de iniciativa y la libertad de movimiento. En lo tocante a la familia, suprime en buena parte esa propiedad personal que resulta indispensable para proteger la identidad y la intimidad familiar. Los lazos familiares tienden así a diluirse, con los riesgos inherentes de desarraigo e incluso promiscuidad. Además, la autoridad es omniabarcante, dando así lugar a un absolutismo radical que casi siempre se convierte enseguida en un despotismo total. La historia es rica en ejemplos del carácter utópico y equivocado de los intentos idealistas de una vida colectivista que sobre el papel puede parecer el ideal de igualdad y justicia.

No son éstos los únicos perjuicios originados por las sectas. Pero, si se desea concretar más, hay que acudir al examen de cada grupo concreto. Con cierta frecuencia se emiten juicios peyorativos contra las sectas, así en general, por el comportamiento de una o varias de ellas. Esto es injusto. Como también es necesario discernir, ante unos perjuicios concretos, si corresponden a un comportamiento individual o a la actividad propia de la secta. Muchas veces se generaliza con poco rigor, y una historia particular se traslada a todo un grupo, lo que tampoco hace justicia.

Haciendo un balance, hay que afirmar que, efectivamente, las sectas causan daños a quienes ingresan. Hay daños patrimoniales, daños psíquicos y daños que podríamos calificar de existenciales. Pero debe advertirse que el fundamento de todos ellos son los daños morales. La moral no consiste en un código de preceptos impuestos desde el exterior de la persona y sin repercusiones en ella. La moral señala unos preceptos encaminados a la vida en plenitud como persona, que suscitan así la armonía tanto personal como social. Cuando es equivocada, no sólo hay una mera transgresión, sino un daño a la persona y a su desarrollo, que repercutirá en la falta de armonía tanto personal como social, con perjuicios a todos los niveles, de una forma u otra. A la vez, la moral es la vertiente práctica de una visión del hombre, su sentido y su destino. La moral depende de una doctrina. Y llegamos así al necesario reconocimiento de que, para poder juzgar adecuadamente los daños de las sectas, es imprescindible hacerlo desde la verdad del hombre: su ser, su sentido, su destino eterno; o sea, desde la verdad de Dios mismo.

6) LOS GRUPOS ANTI-SECTA

 

La sociología no es una ciencia exacta como la física, pero puede constatar que, cuando irrumpe en la sociedad una dinámica social nueva o renovada, suele producirse en esa sociedad una reacción en sentido contrario; de ahí procede el término “reaccionario”, que tiene tan mal cartel en política, pero que en sí mismo no tiene una connotación negativa. Con las sectas se ha cumplido esta ley. Cuando se ha producido un auge expansionista del fenómeno sectario, han surgido paralelamente entidades expresamente dedicadas a combatirlas. Se ha generado así el llamado “movimiento anti-secta”. Guardando una simetría con el auge de las sectas, esta reacción ha tenido su origen en esa efervescente caldera religiosa que son los Estados Unidos.

Al tratar de la oposición a las sectas, es necesario empezar haciendo una distinción que es fundamental. Tanto, que en Estados Unidos se considera que no hay un movimiento anti-secta, sino dos, designados con los términos counter-cult movement y anti-cult movement. En Europa, la traducción literal de ambas designaciones (“contra-secta” y “anti-secta”) no significa gran cosa, pero sí es necesario distinguir las realidades que designa. El criterio básico que permite diferenciar los dos movimientos es el origen: en el primer caso, son entidades que surgen en el seno de organizaciones religiosas, principalmente iglesias cristianas; en el segundo caso, se trata de organizaciones nacidas al margen de toda entidad religiosa. Por ello, en este sentido y a falta de una mejor terminología, en los respectivos títulos las primeras serán denominadas “religiosas” y las segundas “seculares”.

Por lo demás, conviene aclarar que en cada grupo se incluyen organizaciones muy dispares y de distintos tamaños. Se trata de un mosaico de grupos, bastantes de los cuales no pasan de ser una única oficina atendida por media docena de personas que dedican a ella su tiempo libre, o incluso, últimamente, una website de Internet alimentada por uno o dos individuos. Pero esta misma precariedad de muchas de estas entidades actúa como un efecto multiplicador de la influencia de las más importantes, que tienen una repercusión desproporcionada a su tamaño. La razón es que, al carecer de medios las pequeñas, acuden a las mayores como punto de referencia: de ellas sacan las ideas, difunden sus artículos y demás publicaciones, llaman a sus dirigentes para pronunciar conferencias, y solicitan de ellas ayuda de diverso tipo –incluso, en ocasiones, asistencia legal-. Un segundo motivo es el frecuentemente privilegiado acceso que tienen a la prensa, o al menos a una parte de ella.

La dinámica de estos grupos suele seguir un patrón común. Van de abajo arriba, no al revés. Nacen pequeños, fruto de iniciativas particulares, normalmente por parte de una o dos personas como reacción ante un problema concreto. Algunas ven creciendo, a la vez que se extienden también en los temas que abarcan. Las mejor organizadas llegan a tener relevancia nacional. Y el último paso suele ser constituir federaciones de grupos afines para que sirvan de altavoz a sus actividades y sean un instrumento más apto para una influencia general, ante el poder público y el público en general.

a) Los “religiosos”

 

Son los primeros en aparecer. De hecho, ya funcionaba el “movimiento contrasectario” en Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX. Se generó en un caldo de cultivo que venía de más atrás. En la segunda mitad del siglo XIX fue tomando cuerpo un ambiente de hostilidad por parte de una buena parte de las confesiones protestantes, contra los que veían como intrusos en su terreno religioso: masones, católicos (son los años de la gran inmigración irlandesa), adventistas, y, sobre todo, mormones. Con el cambio de siglo va cambiando el punto de mira, y los ataques se seguían dirigiendo a los mormones –ya con menos intensidad-, pero los demás blancos eran ahora sobre todo los testigos de Jehová, los grupos pentecostalistas y las organizaciones “ilustradas” o gnósticas como la “Ciencia Cristiana” o la Sociedad Teosófica.

El núcleo de este movimiento estaba formado por fundamentalistas evangélicos. El llamado “fundamentalismo” fue una corriente que, frente al protestantismo liberal, buscaba una renovación que volviera a los fundamentos de la Reforma –de ahí el nombre, que en un principio no tenía nada de peyorativo-. Consiguió suscitar una ola de fervor en el campo protestante, pero su insistencia en los fundamentos, que situaban en los dos principios de la sola fe y la sola Escritura, lo convirtió en una versión muy simplificada del protestantismo. Necesitaba así unas señas de identidad claras que lo diferenciase de los nuevos grupos que se presentaban como cristianos. Se trataba de combatirlos desde una posición religiosa. Aquí hay que entender el problema desde una óptica protestante, distinta de la católica. Dividido el protestantismo en una pluralidad de denominaciones, desarrolló una visión de la Iglesia –de la única de que habla el Evangelio- como una especie de “todo virtual” que englobaba a todas las confesiones; ninguna de éstas podía considerarse como un reflejo perfecto de la Iglesia fundada por Jesucristo –a diferencia de la doctrina católica-, sino que ésta se reflejaba precisamente en la diversidad enriquedora: cada iglesia aportaba así algo al conjunto. Esto significa que, si se quiere atacar a algún grupo que se hace llamar cristiano, no basta un apoyo en la diversidad; si hay que combatirla, no puede serlo sólo por ser distinta: tiene que ser falsa. Pero uno de los principios básicos del protestantismo es la libre interpretación de la Escritura. ¿Por qué, entonces, tiene que ser un falso cristianismo el de los testigos de Jehová, y no simplemente un modo distinto de interpretar la misma Escritura? Más difícil todavía es la respuesta cuando lo que se cuestiona es algo más cercano todavía a las iglesias reformadas, como puede ser el adventismo. Era necesario así encontrar una base teológica bien delimitada para poder fundamentar su propia actividad contraria a lo que se calificaba de secta, y alguien que la formulara.

Tuvo que ser un europeo quien se encargara de esta tarea: el teólogo calvinista holandés afincado en Norteamérica Jan Karel van Baalen (1890-1968). No era un pensador de primera fila, pero en todo caso el objetivo propuesto equivalía a buscar la cuadratura del círculo. Un primer criterio era considerar las Escrituras como la única fuente de conocimiento salvador. Puede servir con los mormones –añaden otros textos-, pero no con otros grupos como los testigos de Jehová, y además deja a instituciones como la Iglesia Católica o las iglesias ortodoxas como no verdaderamente cristianas (no basta un cristianismo equivocado: tiene que ser falso). Y añade otro: la doctrina verdadera está “en los grandes credos históricos de la Iglesia universal”, ya que “sería una ingratitud de entrada, por no decir un desprecio detestable, e ingratitud no sólo hacia los hombres sino hacia Dios, ignorar los resultados de los trabajos arduos y sinceros de los hombres de Dios y llenos de espíritu de las pasadas generaciones”. Parece que no se acordaba de lo que hizo Calvino. Pero más importante aún es que no parecía darse mucha cuenta de que estaba introduciendo la noción de tradición eclesial como fuente de conocimiento de la doctrina verdadera, o al menos como aval de la recta interpretación de la Escritura, y esa idea es católica, no protestante. De este modo llegaba a una definición de secta carente de precisión y rigor alguno: “cualquier religión contemplada como no ortodoxa o incluso espuria”. ¿Pero contemplada por quién? Y así se llega a una noción muy poco académica pero que coincidía con lo que esos activistas querían, dándole un ropaje pseudocientífico: secta es lo que nosotros señalemos como secta.

Van Baalen se convirtió en el “ideólogo” del movimiento evangélico antisecta, y sus obras, especialmente The Chaos of Cults (“El caos de las sectas”), publicado por primera vez en 1938 y revisado varias veces posteriormente, en libros de texto obligados para sus miembros. Él era un hombre comedido, que supo ver el verdadero origen del auge de las sectas cuando señaló que eran “la factura impagada de la Iglesia”, y que no negó en ningún momento el carácter religioso y muchas veces bienintencionado de las sectas. Pero esas afirmaciones cayeron en el olvido por parte de buena parte de los que se basaban en su enseñanza, por lo general bastante exaltados, que sólo buscaban razones para mantener una beligerancia.

Esta beligerancia era más acusada en los grupos que, por su cristianismo simplificado, más cerca podían estar de los nuevos grupos y más vulnerables se creían, con razón, como los baptistas. Y de ellos saldrá la figura que, siguiendo las líneas trazadas por van Baalen, más ha contribuido a la actual configuración de los grupos “contrasectarios”: Walter R. Martin (1928-1989). Martin también escribió algunas obras, entre las que destaca The Kingdom of Cults (“El reino de las sectas”), de 1965, pero lo más importante es que en 1960 creó la que ha sido y es principal organización de este sector, el Christian Research Institute (“Instituto de Investigación Cristiana”). Era un hombre de acción, que dedicó su vida a combatir lo que entendía por sectas, desde su organización, sus boletines Christian Research Journal y Christian Research Newsletter, su programa de radio “el contestador bíblico”, y cualesquiera medios que estaban a su alcance.

Pero en ese dinamismo radicaba un problema. En un ambiente exaltado, suelen aparecer líderes con auténtico empuje, pero a la vez con falta de equilibrio, y ése era el caso de Martin. Era un ser egocéntrico que acabó tachando de sectario a cualquier grupo que no profesara su evangelismo, y llegó a escribir en 1981 una obra con el significativo título de Walter Martin’s Cult’s Reference Bible (“La Biblia de referencia de las sectas de Walter Martin”). Además, el tono de sus diatribas empezó a molestar a los afectados, que a su vez investigaron su vida. No resultó muy ejemplar: esgrimía títulos que no tenía; algunos bastante curiosos: afirmaba haber sido ordenado tanto en la Convención Basptista del Norte como en la del Sur. Lo que sí se comprobó es que había sido ordenado por la Asociación General de Baptistas Regulares, y que más tarde se había revocado la ordenación por bigamia. A su muerte, la mujer con la que fundó el CRI en California (aunque él era neoyorkino), Gretchen Passantino, tuvo que retocar sus escritos y reeditarlos.

El histrionismo exhibido por personas como Martin ha empañado el intento de organizaciones como el CRI, Watchman Fellowship (algo así como “La Compañía del Observador”), Spiritual Counterfeits Project (“Proyecto sobre las Falsificaciones Espirituales”) –las tres más importantes- y tantas otras, de presentarse como entidades de alto nivel académico y gran respetabilidad. Esto ha mermado su eficacia; han obtenido algunos resultados, pero en términos generales son convincentes sólo para quienes están de antemano convencidos. Lo que sí han obtenido es bastante dinero en donativos de la comunidad evangélica, estimulada por su tono de mesianismo belicista. Pero incluso estos ingresos han generado dificultades. CRI anuncia que sus autores “pueden no recibir derechos de autor sobre libros, cintas, o materiales vendidos a través de su ministerio”; noble empeño, aunque no estaría de más informar del porcentaje de veces en que esto se cumple. Afirma asimismo que “CRI está comprometido con la integridad doctrinal, no importa a qué costo”. Sin embargo, el sucesor de Martin al frente de CRI, Hank Hanegraaff, fue demandado por un colaborador por apropiación de fondos de la organización, lo que ha acabado en una conciliación que deja al menos la sombra de la duda (el demandante afirmó que no tenía recursos para litigar y por eso lo dejaba; además, la salida de CRI de un organismo evangélico que avala el aspecto financiero de sus miembros no dice tampoco mucho en su favor). Si se añade a ello la falta de preparación teológica de Hanegraaff (su principal obra es una “demostración” de la “falacia de la evolución”), y el que treinta y cinco personas que habían trabajado en CRI, incluidos algunos familiares de Martin, han pedido públicamente su dimisión, el futuro de la organización es incierto. Watchman Fellowship parece una entidad más saneada, pero en todo caso la evolución de CRI muestra el talón de Aquiles de este tipo de organizaciones.

El último escalón del movimiento cobró forma en 1982, cuando se fundó Evangelical Ministries to New Religions (“Ministerios Evangélicos hacia las Nuevas Religiones”), una federación que en la actualidad agrupa a treinta y dos organizaciones del movimiento, con IRC y WF a la cabeza. Prudentemente, se centra en las “nuevas religiones” (el resto es lo de siempre: “distinguir el cristianismo auténtico del inauténtico”), pero no se sabe bien qué abarca lo “nuevo”. Entre sus miembros figura, por ejemplo, el Mormonism Research Ministry (“Ministerio de Investigación sobre el Mormonismo”), y poco le falta al mormonismo para tener dos siglos de existencia: demasiado para ser “nuevo”. Y demasiado ambiguo todo para buscar, como buscan, un criterio común de actuación.

Y es que de ese criterio depende en buena parte el futuro del movimiento. No es raro encontrarse, en algunas organizaciones de este tipo, con que, desde una visión protestante de la Iglesia, establezcan como criterio para calificar a una organización de secta el que fije con precisión la doctrina y tenga una autoridad central, con lo que se incluye en el elenco, implícita o explícitamente, nada menos que a la Iglesia Católica. Esto no sienta mal sólo a los católicos, sino también a buena parte de las confesiones protestantes y a la opinión pública en general, que tienden así a marginar a este sector tachándolo de extremismo fanático.

Podemos preguntarnos ahora si existe alguna organización dedicada a las sectas en el campo católico. Hasta hace poco el fenómeno de las sectas no tenía mucha influencia en el mundo católico, por lo que, salvo estudios aislados, no se le prestaba mucha atención. Recientemente el panorama ha cambiado en este sentido, especialmente en Latinoamérica, y se observa lo que parece que son los inicios de una cierta reacción. Quizás el país más activo es México, lo que resulta muy lógico dada su proximidad a los Estados Unidos. Allí ha surgido recientemente la primera congregación religiosa dedicada a la apologética frente a la corriente sectaria: los Misioneros Apóstoles de La Palabra, fundada por Flaviano Amatulli. De todas formas, hay que constatar que existe una tendencia, todavía necesitada de una cierta maduración, de utilizar como criterio de catalogación de sectas de origen cristiano el método parasitario que suelen emplear no sólo las sectas sino también otros grupos protestantes, particularmente los evangélicos. Así, se colocan en el mismo saco realidades distintas, y convendría profundizar sobre el significado de reconocer un bautismo válido a un grupo no católico. Por esta razón, cuando se habla del “peligro de las sectas” en América latina, se está frecuentemente camuflando el hecho de que la verdadera amenaza, en la medida en que la haya, para la fe católica en esa parte del mundo no proviene tanto de las sectas –aunque contribuyen a ello-, sino más bien del evangelismo protestante.

La Jerarquía católica, desde una comprensible postura de prudencia, ha dado pasos en algunos lugares sobre el problema de las sectas, en la forma de creación de servicios informativos especializados. Más que a los fieles directamente, se dirigen más que nada a los sacerdotes y otros responsables pastorales, para que dispongan de la información necesaria; a partir de ahí, deberá ser el sentido pastoral de cada uno el que le aconseje sobre lo más conveniente en cada caso. Nuevamente México destaca en este sentido, aunque no es el único país que cuenta con estos servicios a nivel nacional. En España, país con bastante menos incidencia de este fenómeno, el único servicio de este tipo que existe se ha creado en la diócesis de Valencia (el principal responsable fue recientemente apuñalado por un satanista, al parecer porque intentaba facilitar la salida del grupo satánico a uno de sus componentes), pero se está dando algún paso en la Conferencia Episcopal Española que puede desembocar en la creación de un servicio análogo de ámbito nacional.

b) Las “seculares”

 

A comienzos de los años 70, un californiano llamado William Rambur se encontró un día con que su hija de veintidós años había dejado su empleo de enfermera y su novio para irse con un grupo del que nunca había oído hablar hasta entonces: los Niños de Dios. La buscó por todas partes, y al final la encontró en una finca de Texas donde malvivía con otros jóvenes, pero a pesar de sus esfuerzos no quiso salir de allí. Enfurecido, denunció el caso a la prensa e inició una campaña para alertar a otros padres en las mismas circunstancias. La respuesta fue inmediata, uniéndosele otros padres cuyos hijos se habían ido con los Niños de Dios. Se fundó así una asociación llamada Parents’ Commitee to Free Our Children from the Children of God, “Comité de Padres para Liberar Nuestros Hijos de los Niños de Dios”, que más tarde quedó en Free the Children of God (“Liberad a los Niños de Dios”) o, más abreviadamente, FREECOG. Había nacido así el embrión de lo que después se conocería como el movimiento antisecta.

Con el transcurrir del tiempo, llegaron peticiones de adhesión de padres cuyos hijos se habían marchado con otros grupos, a la vez que llegaban asimismo adhesiones de otros estados, y, al aceptarse, se cambió de nombre a la asociación, que pasó a llamarse Volunteer Parents of America (“Padres Voluntarios de América”), y poco más tarde Citizens Freedom Foundation (“Fundación de la Libertad de los Ciudadanos”). En 1975 ya sumaban 1500 componentes, y editaban un boletín. Diez años más tarde se volvió a cambiar el nombre, esta vez definitivamente, por el de Cult Awareness Network (“Red de Alerta sobre las Sectas”). CAN se convirtió en la principal organización antisecta, que marcó el camino para la constitución de muchas otras. Junto con otra organización, la American Family Foundation (“Fundación de la Familia Americana”), ha sido líder indiscutible y punto de referencia indispensable para todo el movimiento.

Desde el principio, estos grupos, cuya puesta en marcha realizaban siempre padres de hijos que habían entrado en una secta, quisieron ser aconfesionales, entre otros motivos porque sus integrantes provenían de muy distintas confesiones religiosas. Pronto acuñaron un lema: juzgaban deeds, not creeds, “hechos y no credos”. Parecía razonable, pero se pasó por alto, o no se quiso aceptar, que los hechos provenían de los credos mismos. También desde el principio pensaron que sus hijos estaban “manipulados” y su libertad anulada de alguna manera. La verdad es que, si hay una secta que invite a adherirse a las teorías manipulativas, ésa era los Niños de Dios. En España misma se tenía por aquel entonces la común experiencia, en las grandes ciudades, de encontrarse por la calle unos jóvenes con una especie de sonrisa postiza saludando con un “te amo”, y dando –más bien, intentando vender- unos panfletos firmados por un tal “Moisés David” (o “Mo” a secas) y anunciados como “un mensaje de amor”; a veces se les veía en grupo, bailando de un modo que hacía bastante honor al nombre, pues resultaba bastante infantil. Conforme se supo algo más del grupo, parecían confirmarse esas teorías. “Mo” era David Brandt Berg, y bajo su doctrina de un sencillo cristianismo primitivo, estaba un visionario con aires mesiánicos que se había declarado el “Profeta de los últimos tiempos”, que no era más que un enfermo de obsesiones de diversas clases, incluidas las sexuales, lo que le llevaba a lo que suele conocerse como corrupción de menores, e incluso al proxenetismo con chantajes posteriores. En lo que siempre fue hábil era en adelantarse a la policía, huyendo a Europa en 1972, y tras recorrer varios países, refugiarse en la Libia de Gadafi en 1978, donde murió en 1994. Hoy en día la secta apenas es más que un mal recuerdo.

Las teorías manipulativas, por otra parte, no eran nuevas ni mucho menos. Se habían difundido ante lo que parecía asombrosa fascinación que había producido el fundador de los mormones, Joseph Smith. No se le encontraba una explicación, y se empezó a correr la voz de que existía brujería. A finales del siglo XIX, en plena cúspide del cientifismo, la explicación parecía poco científica, y se cambió la brujería por el magnetismo. Poco después apareció Freud, y se recurrió a la hipnosis. En los años 70 del siglo XX tampoco servía este expediente, y se acudió a un término acuñado por el periodista británico Edward Hunter para referirse a los sistemas empleados por los chinos con los prisioneros de la guerra de Corea: “lavado de cerebro”. Más adelante el término empezó a perder crédito, por las razones explicadas anteriormente –son técnicas que sirven en todo caso para anular la voluntad y convertir la persona en autómata, no para modificarla y convertir a la persona en activo partidario-, y porque se vio con más claridad que no se podía trasladar sin más el concepto cuando en un caso eran prisioneros encerrados contra su voluntad y en otro gente que se adhiere voluntariamente. Nacía la era de las computadoras, y se empezó a difundir la noción de “programación” para referirse a estos supuestos procedimientos. Lo más reciente, conforme se comprueba que una persona no es un ordenador, es hablar de “técnicas de control mental”, un concepto más amplio que no requiere tantas revisiones.

Pero el caso es que, se le dé el nombre que se le dé, ésta es la noción básica alrededor de la que gira toda la actividad y la propaganda de esta corriente antisecta. Con este trasfondo comenzaron añadiendo campañas de propaganda alertando contra las sectas a la primigenia actividad de información y asistencia a padres con hijos en sectas, y, si el caso lo permitía, asesorando a miembros o ex-miembros de sectas para facilitar su salida y ayudar a recomponer su vida ya fuera del grupo sectario. Se añadió pronto un nuevo frente: el legal, proporcionando asesoramiento e incluso asistencia letrada para poder dar batalla a las sectas exigiendo fuertes indemnizaciones por daños causados a sus miembros.

El desastre de Jonestown trajo los años dorados para estas organizaciones. De repente, todo el mundo quería saber sobre las sectas y sus peligros, y ellos eran quienes estaban ahí para responder, los expertos a quienes todo el mundo –y especialmente los medios de comunicación- consultaba y entrevistaba. Se les eximió de impuestos, se les abrieron las puertas de los colegios para realizar campañas de prevención, se dispararon los donativos. Empezaron a creer que podían formar grupo de presión para introducir leyes que acotasen el poder y desarrollo de las sectas, y a contactar con políticos a tal efecto. La opinión pública aceptó sus explicaciones, y en los pleitos con jurado casi siempre se les daba la razón, aunque -y éste fue un signo cuyo alcance, en su euforia, no supieron calibrar-, los perdían también casi siempre en segunda instancia, cuando quienes juzgaban la culpabilidad eran los profesionales del Derecho.

Crecidos por el éxito inicial, se aventuraron a extender otra actividad: la “desprogramación”. Fijados los parámetros de lo que consideraban técnicas psicológicas de las sectas, la desprogramación consistía básicamente en revertir el proceso utilizando métodos similares. La desarrolló a principios de los 70 un psicólogo llamado Ted Patrick, y se adoptó rápidamente por el colectivo antisecta. Si los rasgos principales –no los únicos- que señalan a una secta “destructiva” son, según estas teorías, la persuasión coercitiva, el aislamiento de otras relaciones distintas a la intragrupal, la presión de grupo, la pérdida de privacidad y el adoctrinamiento repetitivo, con este procedimiento se trata de hacer lo mismo: es un método coactivo, llevado por un psicólogo o psiquiatra contratado por el grupo, que incluye el aislamiento de la secta –llegando si es necesario a la detención forzosa-; la presión grupal por parte de familia, amigos y miembros de la organización; la pérdida de privacidad, con continua introspección en sus pensamientos y creencias; y el insistente bombardeo de ideas y siembra de dudas en contra de las creencias de la secta.

En resumidas cuentas, podía discutirse si las sectas, todas o al menos algunas, utilizaban técnicas abusivas tendentes a manejar la voluntad del individuo, pero lo que era indiscutible es que la desprogramación utilizaba esas mismas técnicas. En honor a la verdad, hay que decir que, cuando se dieron cuenta de lo que suponían esas técnicas, hubo bastantes vacilaciones en muchos grupos antisecta. En general, los responsables empezaban a ser conscientes de los riesgos que acarreaban y tendían en numerosos casos a desmarcarse de esas prácticas o a mitigarlas. Pero no ocurría lo mismo con muchos padres, que estaban dispuestos a revertir la situación de su hijo a cualquier precio, y que contaban con la complicidad de los psicólogos contratados por los grupos, escépticos en su mayoría y deseosos de probar la eficacia de sus métodos, que llegaba al 50% y tenía éxito sobre todo cuando el adepto a la secta llevaba en ella menos de dos años. En todo caso, fuera sincera o no la prevención de los dirigentes –de todo había-, lo cierto es que la desprogramación se practicó en bastantes casos, sobre todo en los años 80.

Cuando llegó la racha de tragedias de los años 90, parecía que iba a redundar de nuevo en un auge de los grupos antisecta. No fue así. Los tiempos estaban cambiando, y la desprogramación tenía un papel de capital importancia en ello.

En primer lugar, habían surgido voces de protesta. No se trataba sólo de quejas de los grupos sectarios. Ya en 1974, el Consejo Nacional de Iglesias se había manifestado contrario a la desprogramación. Se habían dado cuenta de que era un arma que podía emplearse contra cualquier grupo religioso, secta o no. También se desligaron los grupos contrasectarios evangélicos. El mismo Walter Martin realizó en 1980 unas declaraciones en las que manifestaba que no podía compartir esos métodos –“no podemos inclinarnos ante tácticas no cristianas para cumplir la voluntad de Dios”-, sellando así la ruptura entre los dos movimientos antisecta, que hasta entonces habían mantenido unas relaciones amistosas y cooperativas. También se manifestó un rechazo por parte de los activistas de derechos civiles y sus organizaciones, y empezaron a aparecer denuncias de víctimas de esas técnicas; no sólo por parte de personas que continuaban en la secta, sino también por quienes la habían abandonado, que se sentían humillados y manejados por unos procedimientos que estimaban degradantes. Este coro de voces, a su vez, tuvo impacto en la prensa, que empezó a dudar seriamente de la objetividad de los grupos antisecta y dejó de considerarlos como única o incluso principal fuente de información al tratar de las sectas. En los 80, además, ya había otras fuentes de información aparte de la secta y la antisecta: ex-adeptos con ganas de contar su experiencia, sentencias de tribunales, servicios de información de las iglesias, etc., cuyo tono y contenido de sus declaraciones parecía bastante más variado, específico, ponderado y objetivo que el de unas organizaciones que contestaban con un prefabricado ideológico. Los políticos, por su parte, comenzaron a esquivar a unas organizaciones que se iban convirtiendo por lo menos en polémicas.

Una segunda serie de golpes provino de donde quizás menos lo esperaban los grupos antisecta: de la comunidad académica. En la década de los 80, el tema atrajo la atención de algunos profesores universitarios. En 1983, se interesó la Asociación Psicológica Americana (APA) –más o menos equivalente al colegio profesional del ramo-, y se acordó formar un grupo de trabajo. El estudio resultante se llamaría “Métodos de persuasión y control engañosos e indirectos” (DIMPAC, con las siglas en inglés), y en 1984 se encargó a la Dra. Margaret Singer, la principal teórica de las teorías de control mental, la formación de un equipo. Tras una serie de borradores, se elaboró un informe definitivo, sobre el que por fin dictaminó la APA en mayo de 1987. No pudo ser más vergonzoso para la ponencia: no se enmendaba, sino que se rechazaba en su totalidad, porque “carece del rigor científico y la inclusión de un enfoque crítico necesarios para el imprimatur de la APA”; concluía solicitando “que los miembros del equipo de estudio no distribuyan ni publiquen el informe sin indicar que éste es inaceptable para el Consejo” (el Consejo de Responsabilidad Social y Ética de la APA). El dictamen se difundió rápidamente –había gente interesada en hacerlo-, y supuso un duro revés para el movimiento.

Lo prudente para Singer y sus correligionarios hubiera sido callar y esperar a que pasara la tormenta, pero no fue capaz de hacerlo. Estalló en críticas y acusaciones –entre las que no podía faltar la de simpatizar con las sectas- contra los que habían juzgado su informe, y llegó incluso a llevar el asunto a los tribunales. Consiguió que sus oponentes fueran más explícitos. Escribieron sobre el DIMPAC los dos profesores universitarios que habían sido invitados a participar como expertos, aparte del equipo habitual de la APA. Uno de ellos, el prof. Fisher, escribió que el informe era “de tono acientífico, defectuoso en su naturaleza, y a veces (…) caracterizado por la utilización de técnicas de persuasión y control indirectas engañosas, precisamente lo mismo que investiga”. El otro, prof. Beit-Hallahmi, escribía por su parte que, “carente de teoría psicológica, el informe recurre al sensacionalismo del estilo de algunos tabloides”; y añadió juicios que iban más allá del informe: “tal como se practica la psicoterapia en la mayoría de las ocasiones, es bastante propensa a conducir a una conducta inmoral (…) No tengo simpatía alguna por el rev. Moon, Rajneesh o la cienciología, pero creo que los psicólogos harían un mejor servicio público barriendo su propia casa que metiéndose con varias religiones extrañas”. En el juicio, que Singer perdió, salieron a la luz pública varios informes internos del APA sobre el caso, hasta entonces reservados. Se divulgaron así cosas como las afirmaciones de la Dra. Catherine Grady que, refiriéndose al alegado daño de las sectas con estos métodos, señalaba que era algo “muy confuso”, “consistente todo ello en informes de prensa sueltos y sin probar, y casos judiciales sin resolver. Eso no prueba nada”.

No se hicieron esperar los efectos. Los favores de la opinión pública y de los tribunales de justicia empezaron a disiparse. Además, la provocación de Singer se volvió contra ella y su movimiento. Las universidades empezaron a interesarse más por el tema, descalificando todas las teorías que sustentaban el movimiento antisecta, y negando el concepto mismo de secta, que consideraban poco científico, y sustituían por el de “nuevos movimientos religiosos”, aunque el nuevo concepto tampoco sea el más idóneo, debido a su excesiva amplitud y a que el criterio básico de distinción sea únicamente el de la novedad. Pero hicieron algo más: investigaron los efectos de las únicas técnicas comprobadas que se practicaban de intento de control mental: las de los grupos antisecta. Lo que descubrieron, esta vez con métodos más científicos, es una alta proporción de casos de stress traumático en quienes han dejado una secta pasando por la desprogramación, que no se dan entre los demás ex-sectarios.

En este clima poco favorable para el movimiento, llegó una tercera serie de reveses, esta vez de los tribunales. Los grupos antisecta empezaron a descubrir que la vía judicial se podía recorrer en los dos sentidos, y de demandantes pasaron a ser demandados. Los principales enemigos no eran ya los Niños de Dios o los Hare Krishna, entidades poco acostumbradas y poco preparadas para litigar, sino sectas combativas y con recursos como la Iglesia de la Unificación de Moon y, sobre todo, la cienciología, con su afición a acudir a los tribunales. Cuando la cienciología obtuvo a finales de 1993 el ansiado reconocimiento legal como entidad religiosa, liberó gran cantidad de recursos –en dinero y personas- que quedaban libres para poder entablar nuevas batallas jurídicas, y se colocó en el punto de mira a los grupos antisecta. No debe perderse de vista que estos grupos ejercían una influencia que no correspondía a su tamaño, y que una sentencia adversa incidía –con el daño que podía provocar- sobre el tamaño, no sobre la influencia. Fueron principalmente a por la entidad más importante, el Cult Awareness Network, que en un corto plazo de tiempo tuvo que hacer frente a más de cincuenta demandas. A los cienciólogos no les importaba demasiado perderlas: era una batalla de desgaste, que en cualquier caso agotaba al contrario, mientras esperaban una buena oportunidad para asestar un golpe verdaderamente incisivo. No tardó mucho en llegar.

En 1989, una mujer llamada Katherine Tonkin ingresó, junto con sus hijos, en la llamada “Iglesia del Tabernáculo de la Vida”, un pequeño grupo pentecostalista. Era una mujer inestable, que se había casado tres veces, y enseguida dejó el grupo, pero tres de sus siete hijos no quisieron abandonarlo, y quedó claro que no tenían ganas de vivir en el hogar materno, con su madre conviviendo con un hombre que no era su padre: se fueron, el pequeño con sus abuelos, y los dos mayores con familias pertenecientes al grupo pentecostalista. Katherine no sabía qué hacer para recuperar a sus hijos, y alguien le dio el teléfono de una voluntaria de Cult Awareness Network. Ésta le puso en contacto con una de las más prominentes figuras del movimiento antisecta, Rick Ross. Ross acudió al lugar en diciembre de 1990, y comenzó un curso de desprogramación con los hijos de Katherine. El mayor, Jason Scott, fue el más problemático, pues se resistió a aceptarlo, y al final el equipo de Ross lo esposó, lo metió en una furgoneta y se lo llevaron a una casa amabandonada cerca de la playa (era el estado de Washington), donde fue sometido a un curso intensivo de desprogramación que duró cinco días. Al final, consiguieron que declarara que abandonaba el grupo pentecostalista, pero, cuando pensaban celebrarlo, Jason llamó a la policía. El problema venía de que Jason, que tenía 18 años, era ya, a diferencia de sus hermanos, mayor de edad, y lo que había hecho con él el equipo de Ross se suele calificar en los códigos penales como secuestro.

Se celebró un juicio criminal contra Ross, del que sorprendentemente salió sin cargos, gracias sobre todo a que el abogado de Jason no era bueno o no se lo tomó en serio. Hubiera acabado todo sin pena ni gloria si no fuera porque, mientras tenía lugar el juicio, Jason recibió una llamada de un abogado que trabajaba para la firma Bowles & Moxon, de Los Angeles, solicitando una entrevista. Se vieron, y convenció a Jason para entablar un juicio de responsabilidad civil, del que podía sacar una suculenta indemnización*. Jason se dejó convencer, y firmó el contrato. La firma se tomó en serio el caso, pues acudió para llevarlo personalmente Kendrick Moxon, uno de los dos que daban nombre al bufete. Y es que había algo que no le habían dicho a Jason: Moxon era un cienciólogo, que había pertenecido a la “Oficina del Guardián”, y el bufete era parte del entramado cienciológico.

La demanda finalmente se lanzó en enero de 1994. Los principales demandados eran Ross… y Cult Awareness Network, por el papel de la voluntaria. Ross era un experto en desprogramación, con más de doscientas practicadas, pero no pertenecía a esa organización, sino que había montado una propia, más pequeña. Cult Awareness Network trató de quitarse de en medio, alegando que había rechazado oficialmente esa práctica, y que en la sede desconocían la actuación de su voluntaria de Seattle. Era verdad, pero no toda la verdad: cada vez se fue evidenciando más que lo que había hecho la voluntaria era un procedimiento rutinario, según el cual se remitían estos casos a desprogramadores que no pertenecían al grupo. O sea, que se encargaba fuera el trabajo sucio que oficialmente se rechazaba. El grupo anticulto estaba agotado por otros pleitos, y no podía oponer a Moxon el despliegue de medios que puso. En cualquier caso, en septiembre de 1995 los nueve miembros del jurado fueron unánimes en fallar a favor de Jason Scott y otorgarle casi cinco millones de dólares (cerca de mil millones de pesetas), de los que casi dos correspondían a Cult Awareness Network.

Siguió una larga historia infructuosa por parte del grupo antisecta para conseguir parar la ejecución de la sentencia o incluso anularla. Mientras tanto, Jason Scott empezó a sentirse manejado y a darse cuenta –con bastante acierto, pues Moxon daba muestras de poca lealtad y poca sinceridad- de que no iba a ver mucho de ese dinero, ya que lo que pudieran dar de sí los demandados, mucho menos del total, iba a ir a los abogados. Cambió de abogados y firmó un acuerdo con Ross por el que se conformaba con cinco mil dólares (casi un millón de pesetas) y algún servicio, librándose así Ross de la hecatombe.

Pero Cult Awareness Network no se libró. En junio de 1996 se declaró en quiebra. Jason ya no estaba en liza, pues había vendido la parte que le correspondía por parte del grupo por veinticinco mil dólares, a un tipo que resultó ser otro cienciólogo (aunque ha acabado en conflicto con Moxon). Se subastaron los activos del grupo antisecta, que compró por sólo veinte mil dólares –valían bastante más, pero faltaban postores- un tal Steven L. Hayes: otro cienciólogo. Hayes la integró en la creada a tal efecto “Fundación para la Libertad Religiosa”, un nuevo brazo de la hidra cienciológica, y se eligió un consejo directivo formado por dos cienciólogos, un miembro de un grupo llamado Greater Grace (arruinado por un pleito), un budista y un neopagano. Así, la principal organización antisecta del mundo, con sus archivos intactos, cayó en manos de su principal enemigo.

Han decidido que siga funcionando, conservando el nombre y los demás signos distintivos. Pero, indudablemente, ha cambiado de orientación. Basta ver las diatribas contra los psiquiatras que aparecen en sus actuales boletines para darse cuenta de quiénes son sus nuevos dueños. Decidieron además enviar copia a todos los grupos calificados como secta por Cult Awareness Network de todo lo que aparecía en los archivos que les afectaba. La desprogramación había pasado así su factura final en los Estados Unidos.

El golpe fue duro para todos los grupos antisecta. No sólo había desaparecido el principal, también se estaba resquebrajando la confianza de los grupos en sí mismos y en su filosofía. Aparentemente, la única novedad es que American Family Foundation ha recogido el relevo como buque insignia en solitario del movimiento, y sigue todo igual salvo la práctica desaparición de la desprogramación con métodos coactivos: siguen con las mismas ideas, sigue siendo Margaret Singer su principal conferenciante, sigue todo lo demás. Pero en la trastienda algo está cambiando. Las adversidades despiertan la conciencia crítica al poner de manifiesto los perjuicios a los que conduce el exceso de confianza. Ya no se trata sólo de la vulnerabilidad a una demanda legal, o que la desprogramación supone llevar las cosas demasiado lejos. Se trata de hacer balance, comprobando que, dando una imagen de “antisecta” en su sentido más literal, o sea de “secta de signo contrario”, acaban siendo poco más que unos avivadores de polémicas que, por el revuelo que suscitan, terminan por dar a conocer y hacer propaganda de aquéllos a quienes se quiere combatir. O sea, que yendo por ese camino el remedio puede ser peor que la enfermedad. Entre bastidores va poco a poco tomando cuerpo la idea de que, si quieren tener futuro estos grupos, deben sobre todo renovar el equipo de psicólogos, deshaciéndose de los actuales, que van perdiendo poco a poco el crédito que les queda, no demasiado en verdad. Así, por una parte están fijando más la atención en algunas organizaciones que consisten en una especie de club de ex-miembros de una secta, donde plasman por escrito y difunden sus experiencias. La más importante es Trancenet, fundada por John Knapp, un antiguo seguidor de Meditación Trascendental, que agrupa personas en sus mismas circunstancias e intenta demostrar con las experiencias que lo que la secta propaga es una falacia. Con miras más limitadas, pero más libres de prejuicios, tienen cierta eficacia y, lo que es mejor, sin reveses importantes ni “efectos boomerang”. Por otro lado, American Family Foundation acaba de dar un paso realmente sorprendente, al organizar, en la primavera de 2000, un congreso en un antiguo convento católico de las afueras de Seattle, bajo el título de “Sectas y el milenio”, al que se ha invitado a una representación de todas las partes implicadas: miembros de sectas, antiguos miembros, profesores universitarios expertos en religión, y grupos antisecta. Cada uno ha expuesto sus pareceres, y ha quedado claro que los antagonismos son demasiado fuertes como para resolverlos en un fin de semana. Pero, por parte de American Family Foundation, lo que de verdad se buscaba no era tanto convencer como entender: tener un contacto más directo que permitiera comprender mejor cómo piensan unas personas a las que -están empezando a darse cuenta- no conocen muy bien. No seja de ser un paso significativo.

En Europa, las cosas son un poco distintas. En primer lugar, porque en este terreno, al ser una secuela del desarrollo de las sectas y venir éstas normalmente de Estados Unidos a Europa y no al revés, el viejo continente lleva unos años de retraso con respecto al nuevo. En segundo lugar, porque, en términos generales, el desarrollo de las sectas es menor en Europa; esto puede querer decir que se les presta menos atención, pero significa sobre todo que tienen por lo general menos medios para defenderse. En tercer lugar, hay en Europa una menor tradición de libertad religiosa –aunque la hay, y se nota-, con lo que resulta más fácil mirar a las sectas con peores ojos y difundir estereotipos. Y, en cuarto lugar, hay una menor religiosidad general que en los Estados Unidos, con lo que, por la mayor densidad de relativismo, hay una mayor propensión a aceptar los argumentos de los antisecta, que por su parte tienen menos obstáculos para atacar, tachándolas de sectas, a grupos religiosos que no lo son, por lo general caracterizados por no conformarse con una visión de la religión que se margina encerrándola en el ámbito de la decisión de la conciencia individual. El panorama se complica si se tiene en cuenta que se trata de países distintos, con distintas tradiciones religiosas y distinto sistema legal.

En líneas generales, puede decirse que, en Europa Occidental, el movimiento antisecta –aquí no hay un countercult movement comparable al americano- ha arraigado en los países latinos, y apenas lo ha hecho en los nórdicos y las islas británicas. Dentro de los latinos, por su extensión e influencia destacan los de habla francesa: Francia y Bélgica. Un caso bastante especial es el de Alemania, por el régimen de ayudas oficiales a las iglesias –y no a una sola, como en otros países-. Hay una fuerte reacción en contra de que se beneficien algunos grupos sectarios, y en particular la cienciología –por su doble cara religiosa y civil-, que tiene entablada una guerra judicial contra las autoridades federales y de algunos länder, en particular Baviera, que ha prohibido a los cienciólogos ocupar cargos públicos.

La pauta la han marcado los franceses, que cuentan principalmente con dos organizaciones: Union Nationale des Associations de Défense de la Famille (“Unión Nacional de Asociaciones de Defensa de la Familia”, UNADFI) –el mayor grupo europeo, fundado en 1974-, y Centre Contre les Manipulations Mentales (“Centro Contra las Manipulaciones Mentales”, CCMM). Son particularmente activos, y también particularmente radicales. Aprovechando el impacto de lo ocurrido con el Templo Solar, que les ha dado alas, tienen una intensa batalla planteada en cuatro frentes: contra los grupos que consideran sectarios; en la opinión pública –bastante a su favor en la actualidad-, presionando a los poderes públicos para que persigan a esos grupos, e intentando arrastrar a otros países a su militancia. Lo más peculiar son los dos últimos. Del tercero nos ocuparemos más adelante. Nos detenemos, por tanto, en el último.

Para dar a su movimiento un ámbito europeo han creado la Fédération Européenne des Centres de Recherche et d’Information sur le Sectarisme (“Federación Europea de Centros de Investigación y de Información sobre el Sectarismo”, FECRIS). Conviene notar que en ninguno de estos nombres aparece el término “secta” o “sectas”, y no es casualidad: la tesis que sostienen es que el “sectarismo” es algo que se puede encontrar en cualquier religión. O sea, que se trata de “depurar” la religión de “sectarismo”. De cara a la galería el tono se modera un poco. FECRIS convocó una conferencia internacional en abril de 1999 sobre los “problemas acarreados por las sectas”. No deja de ser llamativo que, después de la cienciología –el enemigo número uno- y antes que los testigos de Jehová –la secta más numerosa en Europa con diferencia-, quien recibió más invectivas fue… CESNUR (Centro di Studi su Nuovi Religioni), una organización académica internacional con base en Italia, que dirige Massimo Introvigne, probablemente el mayor experto mundial sobre el tema, y que, evidentemente, no comparte su visión. El tono del comunicado final se acerca al tono apocalíptico empleado por numerosas sectas: ellos salvan al mundo… del peligro sectario que se cierne sobre nuestra civilización. De hecho, la participación fue limitada, así como también lo habría sido la cobertura de la prensa si no fuera porque un grupo de cienciólogos repartía panfletos en la puerta. No obstante, se permitieron en sus conclusiones exigir el reconocimiento oficial de FECRIS “a fin de que sea consultada por el Parlamento europeo, el Consejo de Europa, la Organización para la Seguridad y la Cooperación de Europa (OSCE), así como por las Naciones Unidas y los organismos y comisiones que de ella dependen”. A la vez, se permitían el lujo de criticar fuertemente a la Secretaría de Estado norteamericana (el Ministerio de Asuntos Exteriores), como entidad protectora de las sectas (¡!). Aquí se pone de manifiesto el rechazo francés por lo que consideran invasión cultural americana. Pero no parecen darse cuenta de que mayor aún es el recelo de muchos europeos por lo que ven como altivo intento de preponderancia francesa en el seno de Europa. Significativamente, la American Family Foundation declinó la invitación a asistir, y la presencia norteamericana fue prácticamente inexistente.

En España, país en el que la incidencia de las sectas es menor que en otros europeos, se creó una entidad inspirada en las francesas, que constituye el único grupo antisecta domiciliado en territorio español. Se trata de AIS, Asesoramiento e Información sobre las Sectas (se creó con el nombre de “Pro Juventud”), presidida por María Rosa Boladeras, que a su vez ocupa una de las vicepresidencias de FECRIS. Su ámbito de actuación se reduce sobre todo a Cataluña, pero, al no haber otra entidad semejante en el resto de España, se le solicita información desde todo el país, especialmente por parte de la prensa, cuando alguna secta es noticia y se quiere hacer un reportaje. El lenguaje de AIS no aporta mucho en relación con los demás grupos del movimiento antisecta: se repite la misma cantinela, con los mismos autores citados.

La particularidad más destacable, que comparte con sus homólogos de lengua francesa, es su posición hacia la Iglesia Católica. Aparentemente, es de respeto; oficialmente hay una distinción clara entre secta y religión, y en la lista de sectas que publican actualmente no hay ninguna institución católica. Pero, a la vez, no dejan de difundir textos escritos a título personal que atacan a alguna –el Opus Dei es el primer blanco (enviaron incluso un memorandum a los obispos, que no se molestaron en contestar)-, o incluso siembran dudas sobre la actividad ordinaria misma de las parroquias. Así, se lee en uno de ellos –sin firma- que “de entrada sería muy torpe decir que un grupo no es peligroso porque pertenece a la Iglesia Católica y está reconocido como bueno (¿por quién?, ¿por los obispos?) (…) Un catequista puede dañar psicológicamente a unos niños si hace uso de métodos de manipulación mental, psicológica o coercitiva. Todo lo demás da igual, aunque la doctrina católica, a la cual pertenezco personalmente, sea tan buena como santa”. Al parecer, un simple catequista tiene a mano unas sofisticadas técnicas de control psicológico, que, según el autor, “se basan en las técnicas de Pavlov, que (…) demostró así que la conducta es manipulable”; sí, pero era la conducta de los perros. Queda en el aire especificar qué rasgos debe tener la conducta de semejante malévolo catequista para incurrir en esa manipulación. Las técnicas de captación sectaria que enumera AIS deben dar la respuesta: “atracción personal del captador”, “refuerzo positivo”, “seguimiento del neófito”, “presión del grupo” y “falsa exaltación de los valores individuales”. Curioso esquema, que asombraría aplicarlo a un profesor ante un alumno de bajo rendimiento: si quiere mejorarlo, lo más sensato parece hacer atractivas sus clases, estimular positivamente al alumno para que rinda más, seguir de cerca su evolución, incitar a sus compañeros a que le ayuden, e inducir el crecimiento de la autoestima. Es de manual, pero al parecer es un comportamiento sectario. O lo sectario, para los grupos como AIS, sólo se produce cuando se trata de religión.

Asimismo, cuando se enumeran las técnicas de “adoctrinamiento” –hay que fijarse bien: son “técnicas”, no “enseñanzas”-, también sorprenden algunas cosas. Hay algunas que sí son calificables de técnicas, como la hipnosis (“técnicas de inducción hipnótica”), pero, ¿qué secta en concreto la utiliza? Otras, como las mencionadas en términos de “martilleo del subconsciente”, “rechazo de los propios valores”, “sustitución de las relaciones personales” e “inhibición de la responsabilidad”, pueden encontrarse en alguna secta, pero son mucho más propias de las pandillas urbanas y los grupos “ultra” de fútbol que de aquéllos a los que se les aplica. Alguna se puede efectivamente encontrar en una catequesis, como “cánticos y plegarias” o “juegos, actividades”, pero aquí ¿dónde está la manipulación? La mencionada como “compromiso económico” es propia de cualquier entidad social seria. La de “doctrina confusa” es confusa en sí misma: casi ninguna secta tiene una doctrina confusa. Las hay ambiguas: “disciplina autoritaria” y “jerarquía omnipotente”; ¿qué quieren decir exactamente? Todo esto es poco riguroso. La última se enuncia como “prohibición de la duda”. Pero si se predica una fe, y no una mera opinión, la fe excluye la duda, que supondría desconfianza y por tanto tiene un juicio moral negativo. Y esto ya, rigor aparte, no tiene nada de católico, aunque se diga que su doctrina es buena y santa.

En las declaraciones de AIS se rechaza la desprogramación, pero lo cierto es que esta práctica no es ajena a su historia. A principios de los 80 ya se interesaron por ella. Cult Awareness Network ya empezaba a tener problemas legales con este asunto, así que recurrieron a American Family Foundation, y enviaron a algún integrante a Estados Unidos para seguir cursillos en la técnica. No tardaron en ponerla en práctica, pero tampoco tardó en aparecer un caso que trajo consigo problemas.

En 1983, se recibió en un organismo de la Generalitat catalana una denuncia, en la que varios familiares de acusaban a una secta llamada “Centro Esotérico de Investigaciones” (CEIS) de haber captado a sus allegados, desarraigándoles de sus familias y utilizándoles para prostituirse y recabar dinero para la organización. Las supuestas víctimas eran cinco mujeres y un hombre, de edades comprendidas entre los 27 y los 34 años de edad; no eran precisamente menores. En la Dirección General de Seguridad Civil decidieron infiltrar un agente en la secta. Lo que encontró no era estrictamente delictivo, pero tampoco muy edificante: no había prostitución, pero sí promiscuidad, unida a historias fantásticas, como suele ser habitual en las pequeñas sectas de tipo gnóstico. Les debió parecer a las autoridades razón suficiente para intervenir, e hicieron una redada de miembros de CEIS, incluidos los seis afectados por la denuncia. El juez los puso en libertad y los remitió a los familiares, pero recomendó un periodo voluntario en un centro psiquiátrico para su rehebilitación. Ya suponía un modo de enjuiciar la situación bastante peculiar, pero en todo caso señaló el carácter voluntario. Lo que siguió no fue tan voluntario. Instigados por AIS –en ese momento “Pro Juventud”-, que había estado desde el principio detrás de todo, y con el consentimiento de los familiares, la policía llevó a los seis a un hotel situado en las afueras de Barcelona. Allí fueron separados, encerrados en sus respectivas habitaciones, y sometidos a un proceso de desprogramación por parte de dos especialistas, que duró diez días.

Cuando pudieron salir, fueron al juzgado, donde se querellaron por detención ilegal y otros delitos. La judicatura española estaba por esos años bastante a favor de las teorías antisecta y, sorprendentemente, la pretensión de los denunciantes fue pasando por todas las escalas, incluida el Tribunal Constitucional, sin prosperar; más sorprendente fue la argumentación, que reconocía los hechos pero los exculpaba alegando una buena voluntad, algo que no se admite para ninguna otra conducta delictiva.

Y ése fue precisamente el criterio que esgrimió el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, al que acabaron recurriendo los demandantes: consideró, de acuerdo con la lógica jurídica más elemental, que las buenas intenciones no cambiaban en modo alguno la naturaleza jurídica de unos hechos calificables de detención ilegal y violación de la libertad religiosa. El fallo final tardó en llegar, pero fue unánime por parte de los siete magistrados, incluido el español. El Estado español no fue muy noble: viendo lo que iba a suceder, intentó desmarcarse del asunto ante la Corte europea, achacando la responsabilidad a los particulares que intervinieron. Pero fue condenado a indemnizar a cada uno de los perjudicados con 250.000 pts., más otras 300.000 a añadir al total para compensar gastos. No es mucho dinero; el principal castigo ha sido moral, poniendo en evidencia una conducta bastante vergonzosa, de la que apenas se ha querido hablar.

La sentencia europea ha tardado en llegar, pues se pronunció en 1999. En el intervalo, la desprogramación se ha seguido practicando, aunque la experiencia norteamericana ha vuelto más cautos a sus protagonistas, de forma que no ha sido muy frecuente. Sin embargo, puede decirse esta sentencia señala su fin; no sólo porque se puede seguir yendo a Estrasburgo, sino porque su argumentación pone en evidencia su ilegalidad con una claridad que no puede pasar inadvertida para las autoridades, incluidas las judiciales. Por su parte, AIS no ha tardado en desmarcarse oficialmente de ese tipo de prácticas, aunque vistos los antecedentes está todavía por demostrar la sinceridad de sus declaraciones al respecto.

8) ¿QUÉ HACER?

Tratamos ahora de ver qué puede y debe hacerse frente a los efectos nocivos que pueden originar las sectas. Es necesario distinguir, en este punto, entre las medidas que puede tomar la sociedad como tal –los poderes públicos-, y lo que pueden hacer los particulares afectados. Por esta razón, se examinan por separado.

 

a) Sectas y delitos; ¿una normativa sobre sectas?

Sería injusto afirmar que las sectas, en general, son organizaciones delictivas, o que todas ellas son origen de delitos de algún tipo. Por otra parte, sería una insensatez afirmar justo lo contrario: que no hay delito alguno alrededor de las sectas. A lo largo de este libro han ido desfilando varias conductas calificables de delictivas, y se encuentran delitos sin necesidad de ir al extremo del gas sarin o los asesinatos masivos. Lógicamente, el carácter religioso –reconocido o no- de las sectas no las puede librar de la necesidad de hacer frente a las responsabilidades penales y administrativas cuando las hubiere.

De todas maneras, hay que hacer distinciones a la hora de estudiar los delitos en relación con las sectas. En primer lugar, es preciso delimitar responsabilidades, y no confundir los delitos originados por una secta y los que puedan cometer sus afiliados individualmente, bien sea por exceso de celo o bien porque sencillamente se trata de delincuentes. Conviene precisar bien la cuestión: los delitos siempre son atribuibles a personas concretas, no a estidades colectivas (otra cosa son las sanciones administrativas). Pero, en este contexto, se trata de ver si esas conductas delictivas son praxis común del grupo, o son comportamientos instigados de alguna manera por el grupo –que se convierte así, de algún modo, en asociación con fines delictivos-, o bien son realizados al margen de la doctrina y praxis del grupo, aunque el delincuente se haya amparado en la cobertura que puede proporcionar la secta, o tenga una posición relevante dentro de ella. Si éste es el caso, aquí no puede juzgarse el grupo como tal, sino sólo las personas singulares. No podemos olvidar que hasta las mejores familias tienen sus ovejas negras. Habitualmente, para unos ojos verdaderamente imparciales es fácil ver cuándo se está ante una situación u otra. De todas formas, en algún caso puede no ser tan fácil la distinción; basta recordar lo sucedido en ISKCON (“Hare Krishna”) con tipos como Bhaktipada y alguno más, que no estuvieron lejos de convertir a la secta en un nido de gangsters, y pudo ser expulsado por un escaso margen de votos, salvándose así el grupo y su carácter genuino.

En segundo lugar, al hablar aquí de delitos hay que ver de qué delitos se trata. Podría darse el caso en el que la injusticia no estuviera del lado de la secta, sino del lado de la ley. Es una posibilidad que raras veces ocurre, pero ha sucedido alguna vez. Hace pocos años, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo revocó una condena a un testigo de Jehová griego que había sido inculpado por el curioso delito de “proselitismo ilícito”, tras una conversación de un cuarto de hora con la esposa de un chantre ortodoxo. Y es que Grecia, a pesar de sus continuadas declaraciones de que tiene un régimen de libertad religiosa, tiene de hecho una fuerte discriminación religiosa –en favor de los ortodoxos-, que se refleja en la legislación, e incluso en su constitución, que incluye, en el artículo 13 –dedicado a este tema- la prohibición del proselitismo y la de prestar juramento alguno al margen de la ley, “que fija igualmente los tipos de juramento”. No hace falta ser un experto jurista para darse cuenta de que la sentencia del tribunal europeo es justa, y la ley del país –en este caso, la griega- no lo es. Y tampoco es ésta la única sentencia de la Corte de Estrasburgo contra este país en asuntos de religión.

Un segundo grupo de delitos, que merece una consideración especial, es el que deriva directamente de las convicciones estrictamente religiosas de una secta. Los dos casos más típicos tienen como protagonistas a los testigos de Jehová: la negativa a cumplir el servicio militar, y sobre todo la negativa a las transfusiones de sangre a menores cuando está su vida en peligro. El primer caso incide en la que quizás es la objeción de conciencia más generalizada. En España dejó de ser problema desde que la legislación admitió la objeción de conciencia, y por su parte los testigos admitieron la prestación civil sustitutoria, ya que no iba en contra de sus creencias. De todas formas, en algunos países sigue siendo una cuestión problemática, pues no está reconocida esta posibilidad. Con todo, parece que, al menos en tiempo de paz, la solución más razonable es admitir esa objeción. Desde luego, no puede dudarse de la sinceridad de los testigos de Jehová en este punto, ya que han llegado incluso a ser internados en campos de concentración y asesinados por los nazis alemanes en razón de esta negativa a alistarse. En el otro caso –negativa de transfusiones a niños por parte de sus padres o tutores-, la solución más razonable, y la que se adopta más frecuentemente, parece ser la intervención judicial para salvar la vida al niño autorizando la transfusión –aunque sea en contra de la voluntad de los padres-, a la vez que no se procede contra los padres por su negativa, aunque a tenor de la letra de la ley podría hacerse (por denegación de auxilio, u otro delito semejante). La solución es satisfactoria de este modo para la sociedad, y no parece necesario ni conveniente enviar a la cárcel a personas que, atendiendo a este motivo, pueden tener convicciones erróneas pero no resultan un peligro para la sociedad; de hecho, bastante suelen sufrir ellos mismos al afrontar esta situación. Estas soluciones pueden servir de guía para resolver otros casos más o menos análogos que pueden presentar sectas de menor importancia.

Sin embargo, hay otros comportamientos derivados de la práctica de algunas sectas que merecen un tratamiento distinto. Aquí destacan dos posibles delitos: el intrusismo profesional, sobre todo de la medicina; y el abandono de familia. El primero es un tema delicado. Hay que tener en cuenta que sólo se debe penalizar el curanderismo en sí mismo cuando pretende suplir y no complementar la medicina normal, y que se trata de penalizar solamente los casos graves; en los demás, aunque de derecho sea ilegal ese tipo de prácticas, de hecho hay una cierta tolerancia en la sociedad, y no hay razón para no dar al hecho el mismo tratamiento cuando procede de una secta. Lo mismo cabe decir si los remedios o prácticas de una secta no sólo no curan, sino que dañan. En este sentido, conviene examinar bien cada situación, y llegado el caso es prudente estudiar la cuestión a fondo, como hicieron las autoridades suecas encargando a una comisión médica un estudio sobre la “dianética” de Hubbard (la conclusión fue que ordinariamente no era particularmente perjudicial, pero tampoco servía para nada). Pero, por lo demás, dentro de estos parámetros no hay un motivo razonable por el que no se deban castigar los casos de intrusismo, de modo especial si se demuestra que media un fraude o sse aplican como curativos remedios que dañan gravemente la salud o impiden recibir el remedio oportuno. Además, si por el motivo que sea no es eficaz o procedente la vía penal, siempre debe quedar abierta la vía civil del proceso por reparación de daños, con las consiguientes indemnizaciones.

El abandono de familia es un caso bastante particular. La mayor parte de abandonos de hogar debidos al ingreso en una secta tienen como protagonistas a personas sin responsabilidades familiares y mayores de edad, o sea, jóvenes que dejan la casa paterna para dedicarse por entero al grupo. Esto, guste o no a los padres, en ningún caso puede considerarse delictivo si la marcha ha sido voluntaria, como suele ocurrir. Pero en algún caso se trata también de personas casadas, con esposo/a e incluso hijos menores. ¿Se debe perseguir este abandono cuando se ha debido a convicciones de naturaleza religiosa? La respuesta debe ser afirmativa: se trata de unas obligaciones naturales indeclinables, ni siquiera por motivos religiosos. Pero, a la vez, hay que tener un especial cuidado a la hora de imponer un castigo, ya que con éste se puede causar un serio perjuicio precisamente a quien se trata de proteger: la familia del interesado. De todas formas, por desgracia, estamos ante un delito al que se está prestando poca atención en general, aunque figura en los códigos penales. La mentalidad divorcista tiene mucho que ver en ello; de hecho, la tendencia legislativa conduce a legalizar verdaderos abandonos de familia a través de un divorcio que se está convirtiendo en un trámite realizado a voluntad de una parte. Tenemos así la paradoja de que hay quien pone el grito en el cielo por los abandonos de familia cuando media un motivo religioso –al fin y al cabo noble, aunque equivocado-, mientras que no protesta –o lo considera un avance de la sociedad progresista- si el abandono se debe sencillamente a que ha encontrado una pareja más a su gusto, un motivo evidentemente menos noble. Lo que está claro es que, a pesar de algunos episodios cuanto menos irresponsables alrededor de ciertas sectas, el principal ataque a la familia no proviene hoy en día de grupos religiosos, sino, por el contrario, de sectores más bien irreligiosos y agnósticos. Por el contrario, hay algunas sectas, como los mormones, que se cuentan entre los más firmes defensores de la institución familiar, y en este sentido su contribución a la sociedad es positiva.

Merecen también alguna atención los casos en los que no hay abandono, pero sí incumplimiento de graves deberes hacia los hijos a causa de las creencias de una secta. El problema aparece sobre todo respecto a la omisión de escolarización obligatoria que se presenta en algunos casos. Es una obligación que no debe dejarse de exigir, pero, a la vez, conviene examinar si puede tener arreglo sin necesidad de recurrir al castigo. Se trata de un caso particular de respeto a las minorías. En España, por ejemplo, la presión de las autoridades, obsesiva a veces, para que la educación secundaria sea mixta, ha provocado que casi todas las familias gitanas retiren a sus hijas de los colegios públicos cuando cumplen los catorce años. No sólo se incumplen así las nuevas disposiciones que elevan la escolarización obligatoria hasta los dieciséis años, sino, sobre todo, supone un serio retroceso en los esfuerzos para la integración social de los miembros de esta raza. Lo razonable aquí es acceder a una demanda de los padres que en sí misma no tiene nada de perjudicial, sino que probablemente tenga ciertas ventajas, pero hoy por hoy no se quiere hablar de ello. Por lo que se ve, no sólo se encuentran prejuicios en el seno de las sectas. Si, en cambio, lo que se produce por la pertenencia a una secta es que hay menores de edad que son confiados por los padres a la custodia de la organización, quizás en una institución en el extranjero, el remedio legal para ello, cuando fallan otros, es retirar la patria potestad a los padres, aunque este recurso debe reservarse para casos verdaderamente graves.

Quedan los delitos que no derivan de las creencias mismas de las sectas, sino de su comportamiento en la práctica. Aquí figuran conductas de todo tipo, y entre ellas los delitos más graves. Es indudable que existen: en estas mismas páginas se ha aludido a unos cuantos, algunos de ellos de particular gravedad. La combinación entre un resurgir de las sectas en los años 70 y 80, el revuelo familiar que algunas trajeron consigo, y el conocimiento público de las masacres debidas a alguna secta y de algún otro caso lamentable –sobre todo de corrupción de menores-, ha generado cierta preocupación, que de la prensa ha pasado en varias ocasiones a los parlamentos. Se han oído allí voces abogando por una ley especial sobre el asunto, que permita vigilar y controlar el fenómeno sectario. Se ha promulgado una ley de este tipo en Japón. Obedece a la “ley del péndulo”: anteriormente, el carácter religioso de un grupo lo hacía prácticamente impermeable a cualquier investigación, y cuando cundió la alarma tras el episodio del metro de Tokio, se pasó al extremo opuesto.

En Europa no se ha llegado a ese paso, pero se han creado comisiones parlamentarias en varios países, sobre todo dos: Francia y Bélgica. Es significativo el que sean precisamente los países en los que el movimiento antisecta tiene más fuerza. En los dos casos se hicieron informes conforme a las teorías manipulativas y los expertos proporcionados sobre todo por el grupo antisecta francés ADFI. Pero en Bélgica, cuyo trabajo comenzó en 1993, varios parlamentarios valones empezaron a ver técnicas manipulativas por todas partes, y en especial en grupos religiosos que se mostraban activos. La lista que elaboraron incluía varios grupos católicos –se había hablado del Opus Dei, pero al final no figuraba; sí lo hacía el movimiento de Renovación Carismática, e incluso un grupo de teatro francés promocionado por eclesiásticos católicos-, protestantes –sobre todo grupos pentecostalistas- y hasta judíos ortodoxos –Baha’i y Satmar Hasidic-. De este modo consiguieron algo difícil de lograr: que protestaran con indignación a la vez la jerarquía católica, las federaciones protestantes y las entidades judías. Así, se puso de manifiesto pronto que lo que se pretendía era inviable, y el ruido que levantó todo el asunto cesó pronto, para quedar prácticamente en nada..

El informe francés, fechado en 1995, ha tenido más trascendencia, precisamente porque en su redacción final resultaba bastante moderado. En primer lugar, los datos son bastante más fidedignos, y tanto la relación de sectas como su catalogación y número de afiliados contienen pocos errores. Pero lo principal es que, a pesar del asesoramiento de los grupos antisecta y de recoger sus consabidos conceptos de manipulación, rechaza sus recomendaciones de crear una legislación particular sobre el tema. Señala, en primer lugar, un “problema de definición”: “secta” es un concepto poco precisado, y por ello poco adecuado para ser convertido en categoría jurídica. Y es que, en efecto, una normativa sobre sectas crearía un serio problema de inseguridad jurídica, al quedar a un juicio personal –de un juez, por ejemplo- que a la postre puede ser fácilmente arbitrario los grupos que deben ser considerados como secta y los que no.

Pero existe una razón más importante. Las leyes sancionadoras señalan conductas, no tipos de personas, con la excepción de algunos casos particulares para determinadas profesiones –policías, funcionarios, médicos, militares, etc.- en sus ámbitos específicos. En los códigos penales las sanciones son para “quien cometa…”, sea quien sea. Ni siquiera el terrorismo, siendo un fenómeno tan peculiar, suele tener un tratamiento diferenciado: se penaliza la pertenencia a un grupo terrorista como “pertenencia a banda armada” o a “asociación de malhechores”. Da igual que sean de un extremo o de otro, que sean separatistas o busquen un “nuevo orden” internacional, que tengan fines políticos o que simplemente busquen su provecho. Se señalan conductas, no personas. En el fondo, en eso consiste la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. El caso de los terroristas es ilustrativo. Ahí sí que hay una especial peligrosidad, y a la vez hay una resistencia por parte de los gobiernos de hacer leyes especiales para atajar el mal. La razón es que, de haberlas, se les daría argumentos a los condenados y sus organizaciones para hablar de presos políticos, cuando lo que se quiere es castigarlos simplemente como delincuentes, que es lo que son. Por eso, se oye hablar en ocasiones de endurecer las penas para determinados delitos, pero no de aplicar una categoría delictiva a un tipo determinado de personas o de organizaciones. Es fácil trasladar el ejemplo a las sectas. Aparte de que la mayoría no presenta hechos delictivos, aplicar una normativa particular llevaría a una situación en la que sería difícil defender que no hay “presos religiosos” o que en el fondo no se castiga a nadie por sus ideas en materia religiosa. O sea, supondría una vulneración del principio de libertad religiosa, y una discriminación injusta. En el caso francés, estas consideraciones, que el texto califica a veces de “principios republicanos”, han prevalecido sobre cualquier otro tipo de consideraciones y de presiones. En la tradición anglosajona ni siquiera se plantea el problema. Sencillamente, se sostiene que quien cometa un delito sea sometido a la correspondiente sanción, sea quien sea, indivudual o colectivamente. Como debe ser.

La única victoria lograda por los grupos antisecta franceses en el terreno legislativo es la tendencia a dar entrada a las teorías manipulativas en los artículos del nuevo código penal dedicados al “abuso de debilidad o vulnerabilidad”. Victoria a medias, ya que el informe señala expresamente que “resulta difícil ir más allá en la represión de los métodos de persuasión sin atacar el principio de libertad de expresión”. Nótese que se emplea el término “persuasión”, y no “manipulación” u otro semejante.

La verdadera victoria de grupos como ADFI en Francia ha consistido en crear un clima de opinión a su favor, que incluye a las autoridades. Eso es lo que ha convertido a Francia en un país –posiblemente el único de régimen democrático- antisecta. Se multiplican las inspecciones de varios tipos de entidades –incluidas las de enseñanza- en busca de lo que suene a sectario. Y así, con la actual mayoría socialista los grupos antisecta han conseguido, al menos en parte, lo que no pudieron conseguir cinco años antes, al aprobarse, en la primavera de 2000, una ley que introduce el delito de “manipulación mental”. Todavía está por ver cómo se aplicará. Se puede pronosticar sin arriesgar demasiado que no se aplicará mucho; de lo contrario, podrían aparecer en el banquillo no sólo las sectas, sino todo el que aplique técnicas comunicativas con el fin de convencer, incluidos la prensa y las agencias publicitarias. Y, además, ya han empezado a aparecer otras secuelas, como algunos artículos en los que el autor se pregunta por qué se ha de aplicar sólo a las sectas y no a las religiones establecidas. Se podría responder que, siguiendo el hilo del razonamiento, ¿por qué no se tendría que aplicar también al periódico en el que aparecen los artículos? Por otra parte, una aplicación demasiado entusiasta acabaría pronto en el Tribunal de Estrasburgo, con las previsibles consecuencias humillantes para los franceses

Las protestas surgieron enseguida, y no procedían no sólo de cienciólogos o testigos de Jehová –que, por cierto, organizaron una manifestación en contra, siendo la primera vez que sucedía una cosa así-, sino de las principales religiones establecidas en suelo francés. El portavoz de la Conferencia Episcopal francesa expresaba la preocupación de que “la legítima legislación antisecta pueda convertirse un día en la mecha que encienda la lucha antirreligiosa”. Era una declaración comedida; quizás demasiado, porque lo legítimo no es tanto la legislación, sino la actuación cuando un grupo es delictivo. Pero incidía en el punto central de la cuestión. Más directo y sin rodeos se mostraba el Presidente del Consejo Nacional de Musulmanes: “se puede incluir en una ley antisectas lo que venga en gana”. Toda la propaganda que acompañó al lanzamiento de la ley, aduladora para con las grandes religiones, a la vez que insinuaba que con ella se restringía a quienes podían hacerles sombra, no engañó a aquéllos a quienes se dirigía.

En España se ha notado la influencia francesa. Ya se había creado, a finales de los setenta, una comisión parlamentaria, ante la novedad de la irrupción de las sectas y cierta alarma por adolescentes que dejaban el hogar siguiendo al gurú Maharaj-Ji o a los “Niños de Dios”. Entonces todavía no habían llegado las teorías manipulativas, y se recurrió a la solución más sencilla, justa y eficaz: pedir a la policía que investigara los grupos que fueran sospechosos de cometer actividades delictivas. De ahí surgió el desmantelamiento de sectas como los “Niños de Dios” y “Edelweiss”, el proceso a los cienciólogos y algunas actuaciones más, con verdadero fundamento. Es en los 90 cuando se empiezan a difundir las ideas sobre las técnicas de control mental, y han dejado sentir su influencia sobre todo en el nuevo código penal, de clara ideología secularizante, que considera delictivas las asociaciones que recurren a la violencia para ejercer un control sobre la personalidad. El reflejo, de todos modos, es menor que en la legislación francesa, y, al igual que en el país vecino, todavía está por verse cómo se aplicará, porque, tal como está redactado el artículo, es mucho más aplicable, en términos generales, a grupos como las pandillas callejeras que a las sectas. El problema radica, principalmente, en la ambigüedad del término “control sobre la personalidad”. ¿Qué significa exactamente? ¿Simplemente pretender que se obedezca al líder, o algo más?

En nuestros tribunales hay asimismo algún caso interesante. Ya nos hemos referido al caso de la desprogramación de los adeptos a la secta CIES. Hay algún caso más, que muestra las disparidades de criterio que puede haber sobre este tema. En 1995, una mujer presentó una demanda de separación alegando “dejación de las obligaciones familiares” por haber ingresado el marido en el llamado Movimiento Gnóstico Cristiano Universal. Se trata de una secta de no muy grande implantación –quizás haya podido llegar al millar de adeptos en España, pero sus disensiones internas lo han debilitado mucho-, que defiende la “Gran Religión Cósmica Universal”*. Pretende enlazar con el gnosticismo de la época apostólica, y mezcla en un sincretismo elementos cristianos bastante desfigurados con otros procedentes de una multitud de religiones, especialmente antiguas. Es una secta esotérica, que busca la “autosalvación” por medio de la gnosis, y sus ceremonias incluyen una “misa gnóstica”. Su único peligro proviene de una exaltación del sexo –con una “magia sexual”, que llaman “maithuna”, no exenta de sibaritismos-, pero eso no apareció por ninguna parte en los párrafos de las sentencias, aunque se trataba de un elemento central, ya que declaran que “los Cuatro Evangelios son gnósticos y no se pueden entender sin el Maithuna”. En primera instancia, el juez confió los hijos a la madre y estableció un régimen de visitas del padre –como suele ser habitual-, aunque añadió, quizás sabiendo el tipo de “magia” que empleaba, que el padre no podía hacer partícipes a sus hijos de sus creencias ni de sus ritos. Cuando subió a la Audiencia de Valencia, apareció el “equipo psicosocial”, que enseguida calificó la secta de “destructiva” con toda la parafernalia ideológica del movimiento antisecta. El tribunal, basándose en su informe, recortó considerablemente el régimen de visitas. El asunto acabó en el Tribunal Constitucional, que falló en junio de 2000. En su sentencia, anuló las restricciones de la Audiencia, pues “constriñen indebidamente la libertad de creencias”. Más interesante aún es que señalaba que el movimiento se había considerado peligroso sin que se acreditara suficientemente esta calificación. Al final, resulta que el único peligro real para la edicación de los hijos quedaba soslayado, y se le sustituía por los tópicos habituales de la “psicología” antisecta, que no resistían un análisis serio. A más pequeña escala, parece que se está repitiendo la historia estadounidense.

Pero, ¿son numerosos los delitos graves por parte de las sectas? En conjunto, no parecen un colectivo excesivamente peligroso en este aspecto. Los archivos judiciales muestran que el delito más frecuente es el fiscal; en algún caso, quizás se cometa incluso de buena fe, en la creencia de que el carácter religioso del grupo exime de tributación a sus negocios. En cualquier caso, este tipo de delitos parece que se resuelve fácilmente con una buena inspección fiscal, y tiene poco que ver con posibles efectos negativos para los miembros del grupo. Por lo demás, algunas sectas –pocas- sí pueden ser fuente de conductas más graves, y, por este motivo, resulta razonable contar en la policía con algún experto en la materia, que, en primer lugar, sepa distinguir dónde puede haber un grupo o un chiflado verdaderamente peligroso, o dónde puede esconderse un grupo de delincuentes bajo una tapadera religiosa o pseudorreligiosa, y sepa cómo actuar en esos casos. Resulta significativo que las policías, que en materia de delitos suelen ser muy realistas, señalan siempre o casi siempre como las sectas más peligrosas a las satánicas, mientras que el movimiento antisecta parecen prestar poca atención a este tipo de grupos. Como también lo es que insistan únicamente en las supuestas técnicas de control mental, sin que aludan para nada a aspectos como el consumo de drogas o la promiscuidad, que se encuentran en algunas sectas y son verdaderamente aspectos perjudiciales.

La experiencia española muestra que resulta eficaz lo verdaderamente procedente: no crear leyes especiales o crear una alarma que a la postre beneficia a las mismas sectas, sino sencillamente que la policía investigue a las entidades sobre las que hay fundadas sospechas de comisión de delitos. Cuando así se hizo, se procedió contra las que verdaderamente incurrían en delitos, y la cuestión de las sectas se apaciguó en la sociedad, así como el desarrollo mismo de los grupos sectarios. Al fin y al cabo, se procedió con el arma que verdaderamente funciona: la verdad. Se pusieron en conocimiento público, y de los fiscales, hechos, no teorías. Y, cuando alguno de los procesos a que este tipo de investigación da origen suscita el interés de la prensa y la opinión pública, se pone de manifiesto que el mejor antídoto contra los delirios de algún líder sectario es informar con veracidad, relatando qué sucede en la realidad, en vez de dejar la cuestión en manos de unos “expertos” que enseguida se muestran –y se nota- al menos tan ideologizados como aquéllos a quienes pretenden combatir.

En el Parlamento europeo, franceses y belgas han intentado que la Unión Europea siga sus pasos. Los belgas, más virulentos, incluso han insinuado con sonrisas irónicas a sus colegas de otros países –Alemania, en particular- que “quizás” estén ellos mismos “infiltrados por las sectas”, lo que sólo ha servido para confirmar el rechazo de los representantes de los demás países a sus propuestas. Y fue precisamente un francés, Pradier, quien puso el dedo en la llaga con la cuestión de las sectas, al señalar que “nadie ha pensado en mencionar que nuestras sociedades no proporcionan ninguna respuesta a las necesidades irreprimibles de trascendencia o a la angustia metafísica que es parte constitutiva de la condición humana. El destino que se nos propone no responde a ninguna de estas exigencias: como mucho se nos propone comprar otro vehículo o ser más eficaz en el mercado de trabajo. (…) Milito en una organización que durante siglos se ha visto perseguida como secta particularmente peligrosa y que sin embargo ha conformado el carácter de Occidente (…) y se llama Cristianismo. (…) Esto representa una caza de brujas que comienza a adoptar dimensiones preocupantes. (…) Si existen sectas que asesinan a niños pequeños en sus ceremonias religiosas, existen también leyes, reglamentos, administraciones para todos aquéllos cualquiera que sea su pertenencia, secta o no, que incurran en actos ilegales, criminales, inmorales. Es necesario perseguirles judicialmente, juzgarles y condenarles. Entretanto, temo que lo «políticamente correcto» dé lugar a persecuciones que confundan a todos en un mismo montón”. Chapeau!

b) Encuentro con las sectas

Es una idea generalizada el que las sectas realizan un proselitismo especialmente activo. La verdad es que esto es cierto en algunos casos, y en otros no. Lógicamente, las que han experimentado un fuerte crecimiento en pocos años deben tener algo que explique esa expansión. En el caso de las de origen cristiano sí suele ocurrir que sus miembros sean activos propagadores. Así sucede con los dos grupos más numerosos, tanto en el mundo como en España: los testigos de Jehová y los mormones. Con estilos diferentes, coinciden en utilizar lo que podríamos denominar “abordaje callejero”, aunque también, en el caso de los testigos sobre todo, se utilizan las visitas domiciliarias. En cualquier caso, suele tratarse de un encuentro imprevisto. ¿Cómo reaccionar?

De entrada, siempre es inconveniente la respuesta grosera. En primer lugar, porque no honra a quien la emplea. Y, además, porque reafirma al sectario en sus convicciones, y quién sabe si en su hostilidad hacia la Iglesia. Lo más natural es una amable respuesta de rechazo; quizás con humor, como la de aquél que, ante la presentación de la pareja de mormones como la “Iglesia de los Santos de los Últimos Días”, les dio su tarjeta pidiéndoles por favor que no dejasen de llamarle cuando llegaran los últimos días. Pero también hay quien quiere dialogar. A veces, por la convicción de que hay que oír a todos antes de formarse un juicio; otras, por el simple gusto de discutir; y no falta quien se toma la cuestión como una especie de deporte intelectual, intentando “pescarles en un renuncio” que les pudiera dejar confundidos.

Las argumentaciones con que se encuentran no son, evidentemente, siempre exactamente iguales, pero suele haber unos patrones marcados. Los testigos de Jehová se basan siempre en citas bíblicas –de “su” Biblia, con algunas deformaciones en la traducción-; su libro preferido, a tenor con su carácter, es el Apocalipsis (al que aluden con la traducción del término griego, “Revelación”). Los pasajes favoritos son el capítulo 7, en donde se encuentra una distinción entre los ciento cuarenta y cuatro mil “sellados” y otra “gran multitud” de salvados; el 20 –lugar común de muchas sectas-, en el que se alude al milenio del reinado de Cristo y los suyos; y el 21, en el que se habla del “cielo nuevo y la tierra nueva”. En realidad, el capítulo 7 hace una distinción simbólica, dentro de los salvados, entre judíos y gentiles, como se pone de manifiesto en el texto mismo, y resulta forzada una interpretación que trate de deducir destinos distintos para cada grupo; igualmente forzado es sostener esa tesis con el capítulo 21, ya que el texto es bastante claro en señalar que cielos y tierra nuevos son conjuntamente para todos los hombres que salgan favorecidos del juicio divino; El capítulo 20 es de los de significado más oscuro en lo que toca al milenio, y se han dado varias interpretaciones, siendo la más probable la de que trata de la expansión del cristianismo. En todo caso, no hay que olvidar que se trata probablemente del libro bíblico de más difícil interpretación, por su gran carga de simbolismos.

Los mormones, por su parte, acuden con el libro de Mormón, en el que tienen prefijados algunos pasajes a este efecto. Se trata de algunos versículos que tratan de la fe, como este de Alma 32, 27: “Mas he aquí, si despertáis y aviváis vuestras facultades hasta experimentar con mis palabras y ejercitáis un poco de fe, sí, aunque no sea más que un deseo de creer, dejad que este deseo obre en vosotros, sí, hasta creer de tal modo que deis cabida a una porción de mis palabras”; o este otro de Moroni 10, 4: “Y cuando recibáis estas cosas, quisiera exhortaros a que preguntéis a Dios el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón sincero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad de ellas por el poder del Espíritu Santo”. O sea, el argumento viene a ser algo así como: “si puede avivar la fe en Jesucristo que tiene usted algo dormida, crea en nosotros; ¿por qué no?” El caso es que hay bastantes razones para no hacerlo, pero el interpelado no suele conocer ninguna de ellas.

De todo esto se puede deducir que el truco –si se le puede llamar así- consiste en entablar un diálogo sobre algo que la otra parte desconoce prácticamente por completo. De hecho, cuando se muestra que no es así y sí que se conoce, se suelen retirar de la conversación. Aunque esto ocurre pocas veces: casi nadie conoce las claves de la exégesis del Apocalipsis –al fin y al cabo una cuestión muy marginal para un católico-, y menos todavía las escrituras mormónicas. Por eso, habitualmente no se encuentran razones para contradecir sus argumentos. Puede concluirse así que es poco sensato entablar este tipo de conversaciones si no se conoce previamente la doctrina que la secta proclama, al menos a grandes rasgos. O es un diálogo de sordos, o uno es llevado al terreno deseado por la otra parte, del que desconoce casi todo. Y aquí, aun en el caso de que el riesgo sea mínimo, se arriesga algo valioso, como es la fe, a cambio de nada. Una vez más, se pone de manifiesto cuál es el auténtico antídoto contra las sectas: la información veraz, la verdad.

La formación, en especial el conocimiento de la doctrina, es especialmente importante ante grupos cuya táctica es parasitar del catolicismo, presentándose como “el cristianismo auténtico”. En honor a la verdad, hay que afirmar que en este terreno las sectas, al menos las dos que hemos traído aquí a colación, de una u otra manera marcan diferencias desde el principio. Este tipo de táctica corresponde sobre todo a grupos del protestantismo evangélico, que envían todo tipo de propaganda, en forma de revistas de distribución gratuita (por buzones, normalmente), programas de radio y hasta de televisión (en España, no se les autoriza a poner anuncios televisivos en cadenas públicas), con una predicación bien calculada para que la pueda suscribir un católico. Sólo conforme se integra en el grupo se va poco a poco desvelando que no es lo mismo, y, en bastantes ocasiones, que hay también una marcada hostilidad hacia la Iglesia Católica. Son precisamente estos grupos los que constituyen el principal sector, dentro del protestantismo, que no quiere saber nada de ecumenismo ni de diálogo ecuménico. Y son estos procedimientos –éticamente cuestionables- los causantes de que en numerosas ocasiones no se distinga bien a estos grupos de las sectas.

Hay otras sectas que se promocionan con una propaganda que, en principio, no es de tipo religioso, sino de técnicas para conseguir el bienestar físico y, sobre todo, mental. La cienciología y Meditación Trascendental son aquí el paradigma. La mayor parte de la gente que se inscribe en alguna actividad de este tipo lo hace “por probar”, quizás cuando otras fórmulas no han dado resultado. Parece que, en un principio, se arriesga poco –la modesta cantidad que suele valer el primer curso-, a cambio de la posibilidad de ganar mucho, por lo que vale la pena intentarlo. Y, como los primeros resultados tienen algo de satisfactorio, dejan la impresión de que compensa seguir con el método. Se entra así en un mecanismo parecido al del póker: cuanto más se ha apostado más cuesta dejar la partida, a pesar de que se ve que cada vez la jugada tiene peor pronóstico. Independientemente de que bajo la máscara técnica se oculte una religión (en los dos grupos citados es así; en otros, quizás no), el planteamiento está viciado desde el principio. Se arriesga algo más que unos pocos billetes. Con la salud física puede haber placebos, productos inocuos que parecen curar y en realidad dejan al sujeto igual, pero con la salud y el bienestar mental no suele haber cosas indiferentes: o sirven para mejorar, o para empeorar, aunque por desgracia esto último no suele ponerse de manifiesto inicialmente. Es algo con lo que no se puede jugar, y es un error que puede causar funestas consecuencias pensar que con una pura mecánica o una pura química se pueden curar los males del espíritu y conseguir una felicidad placentera estable. Quienes se introducen en el mundo de las drogas tienen experiencia de ello. Por ello, es una seria imprudencia, aunque se pretenda únicamente experimentar una técnicas de relajación, hacer pruebas de este tipo sin saber bien dónde se mete uno. Y así, llegamos a lo mismo: es necesario informarse, y conocer la verdad sobre esas instituciones, incluido, si es el caso, qué hay detrás de lo que parece una aséptica terapia, y no es más que un curanderismo, quizás sofisticado y revestido de modernidad. También debieron parecer muy modernos en su tiempo los vendedores ambulantes de elixires milagrosos. Sean del tipo que sea, la mejor arma contra las sectas es la información, la verdad.

Hasta aquí, la casuística más frecuente. Hay, por supuesto, otras motivaciones, y no todas las sectas hacen propaganda. Varias, por el contrario, son elitistas, al menos pretendidamente, que exigen condiciones y avales para el ingreso. No podemos detenernos en todas. Pero sí insistir en la necesidad de saber a dónde vamos o a dónde nos han invitado a ir. Es una medida de elemental prudencia, pero a veces se olvida con facilidad.

c) “Se lo han llevado…”

Esta última sección está dedicada a lo que se puede hacer cuando un hijo, un familiar, un amigo, ha ingresado en una secta, quizás con un distanciamiento de quienes hasta ese momento constituían su entorno familiar y social. Nos centraremos en el caso de los padres. ¿Qué se puede hacer?

En primer lugar, un buen consejo es olvidarse del título del apartado. Es mucho más realista partir del hecho de que se ha ido. Descargar la responsabilidad de todo sobre “ellos” es casi siempre un expediente demasiado simplista, y, sobre todo, incomprometido. Los grupos antisecta se han estructurado –y siguen contando como su principal clientela- sobre padres que han partido de que “se lo han llevado” como una premisa incontestable, y de ahí han salido todas esas teorías de la manipulación mental, que tienen la sospechosa característica de exonerar de toda responsabilidad a esos allegados al sectario.

Es un mal comienzo, aunque por desgracia esté muy extendido. En efecto, resulta sorprendente hasta qué punto se buscan, ante la conducta negativa del hijo o la hija, explicaciones que no implican para nada a los padres y la educación que han impartido. Se culpa a “esos amigos que se ha echado” (como hacen los respectivos padres), o se buscan soluciones técnicas a problemas de educación y humanos, como el bajo rendimiento académico, cuando la vagancia explica muchos más fracasos escolares que la dislexia –pongamos por ejemplo-, y es un problema humano que tiene que ver más con la formación de la voluntad que con la aplicación de cualesquiera técnicas, aunque éstas pueden echar una mano. “Pero él/ella no ha podido hacer eso, ¡si lo conoceremos bien, que somos sus padres!”. Coincide, como ya se señalaba anteriormente, con lo que declaran los comisarios de policía cuando tienen que llamar a unos padres porque el hijo se ha visto implicado en un incidente serio: “la reacción de los padres es siempre de incredulidad”. Hace pocos meses saltó a la prensa el caso de un chico implicado en actividades terroristas; en este caso los padres eran policías, pero incluso siendo así la madre declaraba que “es un chico idealista, no un independentista radical” y que “es un hijo buenísimo, trabaja y además estudia”, pero pronto se puso en evidencia que lo estudiado eran los movimientos de los colegas de su padre y los manuales de la policía. Incluso, sin llegar tan lejos, es la reacción más común cuando llaman de unos grandes almacenes a unos padres para decirles que han sorprendido a su hijo/a adolescente hurtando. No, no les conocen tan bien. A veces, la experiencia muestra que les conocen menos que otras personas, con quienes en realidad comparten en mayor grado su intimidad. Y, en todo caso, nadie acaba de conocer del todo lo que hay en el interior de una persona, ni puede pronosticar con absoluta seguridad las decisiones que vaya a tomar.

Se oyen decir, cuando suceden estos casos, cosas como ésta: “no ha podido ser él/ella: ¡pero si le hemos dado todo!”. Esta última frase merece que nos detengamos en ella. ¿Qué significa aquí “todo”? ¿Hay que entender “todo lo que se puede comprar con dinero”? Lo que es imperiosamente necesario entender es que eso no es “todo”. Ni siquiera es lo principal. La juventud es el momento de la vida en el que se comienza a ser un ser adulto, capaz de tomar decisiones propias y, por primera vez, de orientar la existencia. Por eso, a pesar de que a veces no lo parece, es necesariamente una edad en la que más tarde o más temprano aparecen las cuestiones sobre el sentido mismo de la vida. Así como también, en el lado afectivo, aparece también un corazón deseoso de encontrar alguien o algo que pueda llenarlo. Es pues la época del despertar de los ideales, porque el espíritu humano adquiere en este época todas sus dimensiones. A la vez, es una época de inexperiencia, y por tanto de inseguridad, más o menos disimulada según los casos, pero real. Por tanto, se necesitan apoyos en otras personas para buscar el ideal en el que se sitúa el sentido último de la vida: hacen falta modelos. Si no los encuentra en casa, los buscará fuera. Y esta carencia hace al hijo o la hija muy vulnerables a las influencias exteriores, que pueden ser de todo tipo. Incluidas, por supuesto, las de una secta.

Resulta así necesario hacer un examen de conciencia, viendo si efectivamente se ha ofrecido una educación bien centrada en el sentido de la vida. Esto quiere decir una formación religiosa: sólo la religión presenta la respuesta sobre el fin último y la trascendencia. Con frecuencia, la razón fundamental del ingreso de un joven en una secta es que sólo en ella se ha encontrado una religiosidad que va más allá del cumplimiento superficial de la asistencia a unos ritos sin repercusión en la vida diaria. La desgracia que puede suponer la marcha de un hijo a una secta tendría que hacer recapacitar sobre el sentido que se da a la propia vida y el que se transmite; de un modo u otro, nunca deja de transmitirse de padres a hijos. También, y en relación con esto, conviene ver si se ha empleado la dedicación necesaria en la educación de los hijos, lo que siempre es sacrificado, o si ha habido descuidos, limitando las intervenciones a la aparición de situaciones problemáticas y poco más. Lo malo es que, conforme crece el hijo o la hija, la entrada en escena de un problema significa cada vez más que se ha llegado tarde.

De todas formas, no se puede caer en el extremo contrario, creándose un agobiantre sentido de culpabilidad, que a la postre resulta estéril. No se puede olvidar que las personas son libres, y los responsables de sus propias decisiones. Y, además, aquí es absolutamente necesaria la serenidad. Una madre que reaccione con una postura de sollozante tragedia cada vez que la llama el hijo o la hija miembro de una secta, de forma que éste/a sólo escuche un disco rayado compuesto de llorosos “¿cómo nos has podido hacer esto?” seguidos de insultos a la secta (“¡han sido esos sinvergüenzas que…!”), sólo conseguirá que se le quiten las ganas de volver a llamar, para luego echar la culpa a la secta de ello (“es que no lo/la dejan…”). El mismo resultado se consigue con un padre que se pone furioso, o que pretende ejercer una autoridad, cuando el hijo es mayor de edad desde hace tiempo, que no quiso o no supo ejercer correctamente en su momento. Si lo que hacen es acudir a una organización antisecta e intentan por todos los medios –incluido quizás el engaño- que se entreviste con un “desprogramador”, posiblemente están jugándose la relación con el hijo o la hija a una sola carta. Y, aun en el caso de que se salgan con la suya, lo más probable es que el hijo o la hija, si salen de la secta, sea para convertirse en escépticos sin ideales: se resuelve así un problema sentando las bases para problemas futuros de otro tipo, y posiblemente no de menor gravedad.

Esto no significa, ni mucho menos, que no se pueda ni se deba hacer nada. Una vez serenados, los padres deben intentar comprender a su hijo, qué ha hecho y por qué. Esto implica, como ya se ha mencionado, analizar las posibles carencias en su educación y en su entorno familiar, y cómo se le ha tratado (por ejemplo, es frecuente que un hijo sobreprotegido y tratado como menor acumule ganas de romper con esa situación de manera radical). Pero también supone un esfuerzo por conocer el grupo sectario, sus ideas, su modo de vida y de pensar; conviene informarse bien, con la mayor objetividad posible, de forma que, cuando se hable con el hijo o la hija, pueda haber un espacio común de diálogo, porque entienda que sus padres comprenden, aunque no compartan, el paso que ha dado. En caso contrario, es de temer que el diálogo, en caso de que llegue a existir, sea de sordos. A la vez, la información debe incluir la crítica: cuáles son los puntos menos razonables, más desatinados, más fácilmente criticables.

Es muy conveniente hacer ver al hijo o la hija que por su parte no van a romper relaciones por el ingreso en la secta, e incluso que se respeta su decisión, aunque, lógicamente, no se esté de acuerdo con ella, y, por supuesto, que los padres siguen queriendo al hijo o la hija. Hay que intentar evitar la pura discusión, que normalmente no conduce sino a que cada parte se reafirme en su postura. Junto con ello, un aspecto importante a tener en cuenta es que, así como el proceso que le ha llevado a la secta no ha sido instantáneo –cosa distinta es que para los padres haya sido una noticia repentina e inesperada-, tampoco lo será el dejarla. La precipitación y los impulsos anímicos hay que dejarlos a un lado. También la actitud de hablar mucho y escuchar poco; lo mejor es precisamente lo contrario. En cambio, preguntar es un buen camino, si se piensa bien qué preguntar. Incidiendo así con cuestiones en aspectos más débiles de la secta, y quizás con un breve comentario en el que implícitamente se invita a reflexionar sobre un punto u otro, se consigue mucho más que intentando hacer demostraciones exhaustivas, aunque se requiera una buena dosis de paciencia. Poco a poco se irá creando un clima de confianza, como quizás no lo había habido antes, que permita una conversación más pausada.

A la vez, de la mejor manera posible, es también muy interesante reconocer que lo que ha hecho el hijo ha hecho recapacitar también a los padres, de forma que se dan cuenta de cosas que no han hecho bien, o que han omitido. No se trata de un “meaculpismo” dramatizado, sino de algunas serenas observaciones en una conversación que hay que procurar que sea distendida. Pero tampoco debe ser un fingimiento. La marcha de un hijo a una secta debe provocar en los padres, si quieren reaccionar con autenticidad, una reflexión sobre su comportamiento; sobre todo, sobre el papel que ha jugado la fe en su vida.

Es asimismo importante procurar no herir orgullos. A nadie le agrada reconocer que ha sucumbido con armas y bagajes a lo que no es más que un camelo. Por eso, está de más la pretensión de que reconozca explícitamente que ha hecho una idiotez. Ya lo reconocerá él o ella por su cuenta cuando llegue el momento. Mientras tanto, sobra insistir en “argumentos” del estilo de que ha hecho el tonto, de que se ha dejado engañar ingenuamente, de que ha demostrado tener poco talento, de que está siendo manejado o tratado como un chiquillo. No existe mejor fórmula para provocar la exasperación, y cerrar así en falso todo posible diálogo. Complementaria de esta actitud es la de tragar el orgullo propio. Muchas indignaciones provienen, más que de un amor sincero por el hijo, de la idea de que ha hecho caso a unos extraños impresentables en vez de hacérselo a ellos, que son sus padres. Es comprensible esta postura, pero no deseable: es orgullo, orgullo herido si se quiere, que no es bueno y es fuente de choques y conflictos.

El hijo tiene que acabar viendo así en sus padres la autenticidad que ha buscado equivocadamente en otro lugar. No la encontrará, en cambio, si ve que el motivo del desasosiego familiar no es tanto el error que ha cometido, como el hecho de haberse frustrado los planes paternos para con el hijo o la hija. Esa falta de desprendimiento del descendiente tiene bastante de egoísmo, aunque se disfrace de cariño y de la machacona idea de que todo es por su bien. Su bien es algo que tiene que lograr por sí mismo a través de decisiones acertadas. En este sentido, tiene que estar claro que el disgusto es por haber ido al lugar equivocado, no por haberse ido; si hubiera ido a un sitio acertado, siguiendo una legítima vocación, podría no gustar, pero tomarlo como una desgracia estaría fuera de lugar.

Se trata, de esta manera, de hacer reflexionar, de forma que se vaya dando cuenta de que el paso dado ha sido equivocado, si bien ha obedecido a una legítima ilusión. No se trata, en cambio, de pedir cuentas de lo que vaya pensando. Queda en la intimidad de las personas, y, en este sentido, la confianza no se impone: hay que ganarla. Y hay que contar con el tiempo, poco o mucho. Aunque no se consiguiera nada, no habría que pensar que todo está perdido, pues no es así: siempre se puede volver, y quizás el día menos pensado, ante acontecimientos imprevisibles, se abran paso unos consejos que parecían haberse olvidado pero que siempre estaban ahí esperando su momento. Y, a la espera de que eso ocurra –lo que es probable si se hacen bien las cosas-, el hijo o la hija deben saber que tienen unos seres queridos que le esperan con ilusión y ganas de ayudar.

Con las necesarias adaptaciones, puede decirse algo análogo cuando quien ha seguido a una secta es un hermano o un amigo. Es entonces cuando más necesita una ayuda que quizás no quiera de momento aceptar. Pero, pacientemente, se puede lograr que reconsidere sus decisiones cuando se ponen unos medios que se pueden resumir en dos: amor a las personas, y amor a la verdad.

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2 comentarios

  1. SOMOS UN GRUPO DE DESERTORES DE UN GRUPO QUE PROPAGA INICIALMENTE TECNICAS DE RESPIRACION PARA EL MANEJO DEL STRESS LLAMADO «EL ARTE DE VIVIR». CUANDO LOS CURSANTES SON ALECCIONADOS A INVOLUCRARSE EN RANGOS MAYORES DENTRO DE LA ORGANIZACION (INSTRUCTORES), RECIBEN ADOCTRINAMIENTOS CONSISTENTES EN RENUNCIA A SISTEMA EXISTENTE DE CREENCIA RELIGIOSA Y ABRAZO AL CULTO AL LIDER DE LA ORG., DEPRIVACION DE SUEÑO Y DIETA POBRE, SESIONES DE ALECCIONAMIENTO, PROCESOS DE HUMILLACION Y CRISIS DE VALORES DE IDENTIDAD PARA REEMPLAZARLOS X NUEVOS VALORES. EN ALGUNOS CASOS LA ADOCRTINACION SE REALIZA EN LUGARES CONFINADOS Q IMPIDEN LA HUIDA DE LOS ESTUDIANTES. FINALMENTE, LA FORMA EN LA QUE ESTAN ADQUIRIENDO MAS Y MAS POPULARIDAD CONSISTE EN HACER PARTICIPAR DE LA PARTE «INICIAL» DE LAS TECNICAS, LAS CUALES SON AGRADABLES Y GENERAN GRAN REPERCUSION, ESPECIALMENTE ENTRE LAS FIGURAS PUBLICAS Y DE INFLUENCIA EN LA OPINION PUBLICA, QUIENES INOCENTEMENTE PROMOCIONAN LAS BONDADES DE LA «CASCARA» DE ESTA ORGANIZACION, SIN SABER QUE TODO AQUEL QUE NO GOCE DE POPULARIDAD MEDIATICA Y DESEE ADENTRARSE ALGO MAS, HABRA DE QUEDAR EXPUESTO A UN PROCESO TRAUMATICO DEL QUE POCA GENTE SALE. QUEDO A LA ESPERA DE SU AMABLE RESPUESTA Y NUESTROS ATENTOS SALUDOS.

  2. hay una secta y la del tal sr mun es una secta muy basura q ase q asus seguidores a trabajar para favorecerce ellos mismos tenga cuidado mi enmorada esta ayi y le han lavado el cerebro

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