¿Quién no conoce a Teresa de Jesús? ¿Y quién es el que ignora que Teresa de Jesús, de Cepeda y Ahumada, nació en Ávila?
Conociendo a Santa Teresa de Jesús
Su abuelo, don Juan Sánchez de Toledo, había apostatado de la religión católica. Suerte que los Reyes Católicos, a través del Tribunal de la Inquisición, habían anunciado un edicto de gracia por el que los apóstatas podían reconciliarse con la Iglesia católica, y a esta posibilidad se acogió don Juan, que debió cumplir la penitencia que le impusieron: asistir cada viernes, durante siete semanas, a la procesión de los reconciliados de iglesia en iglesia, en Toledo, con el sambenitillo y sus cruces a sus espaldas. Con don Juan se reconciliaron también sus hijos, Pedro, Álvaro, Rodrigo, Elvira, Lorenzo, Francisco y Alonso, el padre de Teresa.
Pensando el abuelo don Juan, mercader sagaz, intuitivo, certero y afortunado, que en Toledo siempre sería mal visto, tanto por católicos, como por judíos, antes de que llegara su prevista ruina económica, emigró con su familia a Ávila, donde se estableció como mercader de tejidos, y cambió su apellido de Toledo, judío, por el de Cepeda de su esposa, por lo que vino a llamarse don Juan Sánchez de Cepeda, apellido que, naturalmente heredará Teresa junto con el dinamismo inquieto, la intuitiva sagacidad y la esplendidez hidalga y generosa del abuelo.
Don Alonso de Cepeda, segundo hijo de don Juan, casó con doña Catalina del Peso, que falleció dejando a su esposo con dos niños pequeños, María y Juan. Don Alonso, al quedar viudo a sus veintisiete años, casó en segundas nupcias, con doña Beatriz de Ahumada, y de este matrimonio, nació Teresa, que llenó de felicidad aquel hogar.
Siendo niña, se reúne con su hermano Rodrigo para leer vidas de santos y repetir muchas veces que gloria y pena son «¡para siempre, siempre, siempre!», y se escapará con él a tierra de moros a que los «descabezasen por Cristo», y cuando se frustró su plan, decidirán «ser ermitaños». Con sus amiguitas Teresa construirá pequeños monasterios «como que éramos monjas». A los trece años muere su madre, y acude a la Virgen de la Caridad a pedirle con muchas lágrimas, que sea ella ahora su madre. «Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, me ha valido».
Retrato físico y psíquico de Teresa.
Sus contemporáneos nos han dejado su retrato. Teresa era de estatura mediana, más bien grande que pequeña. Medía 1,68. Gruesa más que flaca, y en todo bien proporcionada. De color blanco y encarnado, especialmente en las mejillas. Cabello negro, limpio, reluciente y blandamente crespo. Frente ancha y muy hermosa. Cejas un poco gruesas, de color rubio oscuro. Los ojos negros, vivos y redondos, al reír mostraban alegría, y cuando mostraban gravedad eran muy graves. La nariz, más pequeña que grande. La boca, ni grande ni pequeña. Los dientes, iguales y muy blancos. La garganta ancha, blanca y no muy alta, sino un poco metida. Manos y pies, lindos y proporcionados. Y tenía tres lunares en la cara. Daba gran contento mirarla y oírla, porque era muy apacible y graciosa en todas sus palabras y ademanes. Tenía particular aire y gracia en el andar, en el hablar, en el mirar y en cualquier ademán que hiciese. Los vestidos, aunque fuesen viejos y remendados, todos le caían muy bien.
No ignoraba Teresa las cualidades que tenía. Anciana ya, manifestaba a un padre carmelita: «Sepa, padre, que me loaban de tres cosas temporales, que eran de discreta, de santa y de hermosa, y yo creía que era discreta y hermosa, que era harta vanidad, mas que era buena y santa, siempre entendía que se engañaban».
Su psicología está marcada por una gran sensibilidad, que se manifestaba en la expresión de su rostro; sus profundos sentimientos fácilmente le bañaban en lágrimas los ojos de pena, de ternura, de alegría o de compasión. Lloraba con mucha frecuencia, aunque con más parsimonia, en su madurez. Tenía una gracia natural que se llevaba a la gente de calle, y un deseo de agradar fuera de lo común. Juan Rof Carballo ha estudiado su grafismo y ha escrito: «Trazos llenos, vibrantes, contradictorios, muestran el juego activísimo de las fuerzas del inconsciente. Pero todo ello aparece, y esto es lo asombroso, como enmarcado o dominado con suavidad infinita dentro de un yo de extraordinario poder y riqueza».
La lectora.
Entre la piedad y la ilusión. Aprendió a leer de niña en el Flos sanctorum y en los Santos evangelios, pero en su adolescencia, iniciada por su madre, doña Beatriz, se emborrachó con la lectura de los libros de caballerías, en cuyas historias atractivas y fascinantes de caballeros enamorados y damas hermosas, adoradas por los hombres que se rendían a sus pies y que eran capaces de desencadenar inauditas hazañas y escenas de amor apasionado, dilató su naciente imaginación y ensanchó su horizonte vital y cultural.
Resultado de la lectura de los libros de caballerías. Avivado por las novelas su natural instinto femenino en esos años adolescentes de ilusión, aprendió a utilizar todos los resortes femeninos para acicalarse y embellecerse, aunque con un cuerpo en capullo en plenitud de primavera, necesitaba poco para estar espléndida. Nos cuenta ella misma que usaba perfumes y joyas y dicen sus biógrafos que, a la par que cultivaba extraordinariamente la limpieza, tenía muy buen gusto para elegir vestidos y para combinar y armonizar los colores. «Comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabellos y olores, y todas las vanidades que en esto podía tener, que eran hartas, por ser muy curiosa». Decididamente, femenina.
Naturalmente, comenzó a conocer el amor adolescente y romántico. Y descubrió el amor humano. Gozaba con la compañía de sus primos, un poco mayores que ella, y con sus charlas y vanidades, «nonada buenas». Llegó a enamorarse. Pero con una gran limpieza. Tenía miedo de casarse, pero pensó en ello. Este es un cabo suelto que nos ha dejado la Providencia: La que iba a ser madre de tantas mujeres, no podía quedar en una inmadurez psicológica estéril, cuya causa, en gran parte, es el desconocimiento de la vida y del amor humano. Ella consideró esta situación un extravío, pero estaba muy dentro del plan providencial sobre su misión eclesial.
Todo fue muy bonito, pero a don Alonso, su padre, no le resultó tanto y, sin que ella se diera cuenta, pues él sabía que, de haber contado con ella, habría dialécticamente perdido la batalla, la encerró en el monasterio de las Agustinas de Gracia, donde vivirá en compañía de otras muchachas de su edad, y vigilada y acompañada por doña María de Briceño, que tuvo tino para desadormecer a Teresa, quien ya desde entonces comienza a reflexionar en serio en qué estado servirá a Dios, y pide a todas «que la encomendasen a Dios, para que le diese el estado en que le había de servir; mas todavía deseaba que no fuese el de monja». «Comencé a hacer oración sin saber qué era». Comenzó a orar acompañando a Cristo, consolándole y deseando limpiarle el sudor en la Oración del Huerto. No era una oración racional, sino un diálogo vivo con Dios. Es verdad lo que dice, tras su estudio grafológico, Moretti: «Su espíritu se apoya menos en el raciocinio que en la intuición nutrida de un derroche de imaginación». Aquel corazón que había despertado al amor, después de haber experimentado ese sentimiento tan bello y tan grandioso y transformante, necesitaba depositar ese amor en otro corazón más grande, que no estuviera sujeto a la mutabilidad humana, y que durara siempre, eternamente, que será el de Cristo. Se cumple lo que diagnostica Moretti: «Sabe distinguir los sentimientos auténticos y los espurios y, por ende, pone en orden la vida psíquica y orienta el sentimiento, tanto en el trato como en sus relaciones con Dios».
Comenzó a orar acompañando a Cristo en la Oración del Huerto, porque es ahí donde le ve más solo. Tiene el Señor una especial necesidad de consuelo en la Oración del Huerto. A otra mística contemporánea, Gabrielle Bossis, ha dicho el Salvador: «¡Os necesito tanto en el Huerto de los Olivos! ¡Me hallaba tan solo en mi extremada agonía!». Teresa permanece con El todo lo que le duran los pensamientos. Su corazón femenino, cariñoso y lleno de generosidad, sólo desde el amor y la generosidad podrá dar el salto a la vida religiosa, que es cambiar el objetivo de su amor. Aquellos hombrecillos que le fascinaban van a dejar paso al Hombre Dios, de quien se va a apasionar ardientemente. Ella es así. No puede vivir a medias. Necesita entregarse por entero. Otra vez Moretti: «Se propone fines sólidos, que procura alcanzar, pese a quien pese». Y tercia la Santa: «Paréceme que andaba Su Majestad mirando y remirando por dónde me podía tornar a Él».
Una enfermedad la saca del monasterio de las Agustinas, donde se había hecho querer, como en todas partes siempre.
La visita en Hortigosa a su tío Don Pedro de Cepeda, virtuoso y amigo de buenos libros, enriquece el afán de la lectora y cambia el rumbo de sus temas. El tío quiere que le lea a él, y ella, por darle gusto, le lee, y la fuerza de la lectura y la conversación ablandan el barbecho, hacen que se vaya encontrando a sí misma y que recuerde la «verdad de cuando niña, de que todo era nada y la vanidad del mundo y cómo acababa en breve».
Las Epístolas de san Jerónimo la enardecen y decide irse al monasterio. A las Agustinas no, que eran excesivamente austeras; a la Encarnación, donde tiene una amiga: Juana Suárez, «que era mucho lo que quería».
Entra monja en el monasterio de la Encarnación.
Arrumbados sus planes de matrimonio, lo que le costó una enfermedad por el empeño y la entereza que ponía en sus decisiones, y vencida la negativa paterna con tenacidad, el día de Animas de 1535, cuando acababa de cumplir sus veinte años, salió furtivamente de su casa, y se dirigió a la Encarnación para ser, al fin, monja. En el monasterio tuvo que seguir el método racional de oración que le imponía la regla y dejar el suyo vital y afectivo, que era una conversación personal. Como ha de prevalecer el ritmo calculado y casi mecánico del método que le enseña la maestra de novicias sobre su propio modo de orar desde su vida que la conectaba con la Vida y de ella sorbía vida, acusó el desajuste. Comenzó a debilitarse. Era todo muy complicado. No acertaba. Comienza a hacer penitencias. Y el resultado fue fatal. Poco después de la profesión la invadió una gran tristeza, síntoma de una grave enfermedad psicosomática, que la forzó a dejar, temporalmente, el monasterio. Hace un año que ha profesado y tiene veintitrés y medio. Cuando pasa por Hortigosa a curarse, camino de Becedas, su tío Pedro le regala el Tercer Abecedario de Osuna, que la introduce en las quintas moradas. Todo, enfermedad, penitencias, encuentro con su tío y lectura en la soledad de Becedas, son elementos providenciales para la forja de su alma, que están en la base de su Obra y de sus libros, sobre todo en Camino, por ser el más didáctico de todos.
Curada, deviene el milagro de san José, y se convierte en la monja fina, pálida y delicada, de palabra fácil, porte gentil y personalidad seductora, que atrae las simpatías, las visitas y las limosnas al monasterio pobre.
Retroceso y recuperación.
Mal aconsejada, cede a su natural y, «de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión», pierde el fervor y casi su vocación de orante. Deja la oración porque tiene vergüenza de «tener tan particular amistad» con Dios, dada la disipación en que vive. «Ayudóme a esto que, como crecieron los pecados, comenzó a faltar el gusto y regalo en la virtud». Y tiene que intervenir Dios de nuevo con la enfermedad de su padre, a quien fue a cuidar «estando más enferma en el alma, que él en el cuerpo». Esto le da la oportunidad de encontrarse con el padre Vicente Barrón, quien le aconseja que vuelva a la oración, cosa que resultó más eficaz que la representación de Cristo «con mucho rigor» manifestándole el desagrado que le producen aquellas amistades y sus charlas en el locutorio que la desangraban, la desinteriorizaban.
Siguen diez años de mediocridad, de chalaneo entre Dios y el mundo. «Pasaba una vida trabajosísima». Sufre en la oración, porque no es fiel: «me llamaba Dios pero yo seguía el mundo». Intentaba concertar estos dos contrarios tan enemigos uno de otro». Y no es que fuera mala, era considerada por muy buena, pero Dios la quería mejor, y ella estaba imposibilitando la realización de su llamamiento.
Dios tiene infinitos resortes. Ella reconoce que «con regalos grandes castigabais, Señor, mis delitos». A pesar de la desgana sigue acudiendo al oratorio, haciendo esfuerzos sobrehumanos, más pendiente del reloj que de la oración, «cualquier penitencia acometiera de mejor gana que la oración». El Señor sostiene su perseverancia, y su fidelidad de permanecer apoyada «en la columna de la oración» pone a prueba su «determinada determinación» de orar. Ya no estaba en su mano dejar la oración, «porque me tenía en las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes».
Profesar como monja en un monasterio no es sinónimo de penetrar en el misterio de Dios, dejarse quemar en su fuego y permanecer pacientemente en su nube asomada al abismo. Lo primero se puede hacer desde una vida ramplona y vulgar, mediocre. Lo segundo exige una inmensa y dolorosa purificación, devoradora de la mujer vieja. Teresa vivió como monja mediocre casi veinte años. A punto de cumplir los cuarenta la va a tomar Dios por su cuenta, porque la tiene elegida para maestra de la Iglesia de su tiempo, sacudida por el vendaval de la polémica en torno a la oración, cuando además no se aprovecha la energía de la mujer. Corriente antioracionista y antifeminista que Teresa está llamada a corregir y a orientar, como maestra segura de oración y de vida cristiana, de su tiempo y de todos los tiempos.
Y, como el mejor médico suele ser el que padeció la enfermedad que ha de curar, la Providencia dispuso que Teresa aprendiera a orar sola, por no haber tenido maestros: «yo no hallé maestro, aunque lo busqué, en veinte años». Tropezando, abandonando, recomenzando, perseverando, saldrá maestra de oración. Veinte años de oración a secas, dura, difícil, árida y seca, ascética, «cuando sacaba una gota de agua se sentía feliz», para poder después, desde su experiencia, enseñar a sacar agua del pozo para regar «el huerto, para que crezcan las plantas y lleguen a echar flores que den de sí gran olor».
Dios seguía acosando, pero ¡alerta!, que Su Majestad le está preparando la emboscada.
En esta guerra interior de fluctuaciones y titubeos, en este caer y levantarse, a Dios ya le corre prisa, y dirige un ultimátum a Teresa: la vista de la imagen de un pequeño «Cristo muy llagado» la sobresaltó de forma tal que decide, «con grandísimo derramamiento de lágrimas, no levantarse de cabe sus plantas hasta que no hiciese lo que le suplicaba: la fortaleciese ya de una vez para no ofenderle». La lectura de las Confesiones de san Agustín hincarán más el arpón: «Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, parece que me la dio el Señor a mí. Estuve un gran rato que toda me deshacía en lágrimas, con aflicción y fatiga».
La conversión.
El capítulo nueve de la Vida, en que narra su conversión definitiva, es considerado como el punto clave en la trayectoria vital de Teresa. Ha rebasado ya el ecuador de su vida. Tiene treinta y nueve años. Le quedan veintisiete de vida y muchas cosas por hacer. Los planes de Dios sobre ella son de gran vuelo. Ya es hora de intervenir. Y va a intervenir.
Vida mística habitual.
Los atisbos de quinta morada en la soledad de Castellanos de la Cañada, de hace quince años, al rescoldo de la lectura del Tercer Abecedario, que nos ofrecen el embrión de su carisma al convertir al sacerdote de Becedas, se van a hacer habituales y la van a instalar en creciente vida mística. Veamos por qué.
Ante el alud de las mercedes, Teresa acude a sus consejeros: Francisco de Salcedo y Gaspar Daza. Escuchan sin entender; escapaba a sus esquemas aquella monja tan desenvuelta y tan enriquecida de Dios, y diagnostican los dos que su espíritu es diabólico. Terrible tortura para teresa: no hace más que llorar. «Fue grande mi aflicción y lágrimas». La incompetencia y terquedad de aquellos romos e intransigentes directores obligó a Teresa a someter su conciencia a unos y a otros y su caso pasó de mano en mano injustamente discutido; lo que le ocasionó un martirio atroz.
Desposorio místico.
Un poco y llegarán Diego de Cetina, que, aunque joven, la apacigua y comprende, y Francisco de Borja y Juan de Prádanos, gloria a Dios, que aciertan. A este último le cabe el mérito de que, bajo su dirección, alcance Teresa el desposorio místico, que ella encuadra en su sexta morada: «Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles».
La gracia que sana.
En este momento ha comenzado una nueva vida para Teresa. El Señor ha estado grande con ella. No olvidemos que la grandeza es del Señor, que socorre la debilidad de Teresa.
Se puede mirar el privilegio como mérito del privilegiado, y es todo lo contrario; se privilegia la debilidad que necesita ser ayudada, restañada, curada, para poder cumplir los designios del autor de los regalos. Dios la quería más interior. Si su sicología y sus contradicciones interiores son un obstáculo, Él la sanará y las armonizará.
Es creada la mujer nueva.
Paladinamente lo confiesa Teresa en el capítulo veintitrés: «De aquí en adelante es otro libro nuevo, quiero decir otra vida nueva. La de hasta aquí era mía, ésta es de Dios que vive en mí».
Teresa estrena vida nueva. Tras los forcejeos de ella, sus vacilaciones y mediocridad, e impotencia, Dios se enseñorea de su timón, porque la necesita transfigurada, transformada, recreada. Y en el crisol de la contemplación ha matado el gusano y ha nacido la mariposa, «la mariposita blanca». Lo que Teresa no ha podido conseguir en tantos años, lo ha logrado Dios con su gracia en un instante.
Catarata de carismas.
Siguen las gracias místicas esplendorosamente, dolorosamente, eficazmente: visiones intelectuales de Cristo, «vi cabe mí o sentí a Cristo que me hablaba»; e imaginarias como la transverberación: «veía un ángel cabe mí en forma corporal… veíale un dardo de oro con fuego que metía en el corazón y me llegaba a las entrañas…»; y los arrobamientos en público, que la llenaban de rubor y de bochorno. Estaba realmente humillada, acobardada, era tan excesivo el tormento, que hubiera preferido que la enterraran viva. Llegó a pensar irse a otro monasterio, quizá a Valencia, donde no la conocieran.
San Pedro de Alcántara.
Sólo alguien que conociera por experiencia los fenómenos tan extraños en que venían envueltas las inmensas torrenteras de amor, podía intervenir con eficacia para serenarla, garantizarla, devolverle la paz. Este santo varón fue san Pedro de Alcántara. «Enseguida vi que me entendía por experiencia, que era lo que yo necesitaba». «Quedamos muy amigos». Es admirable la Providencia que acude en ayuda de Teresa. ¿Cuántos extáticos habría en España en aquellos tiempos? ¿Uno? Pues ese llega a consolar a Teresa en el momento necesario. Más adelante volverá para convencer al obispo de Ávila de que apruebe su fundación. Su intervención fue necesaria y decisiva, porque don Álvaro de Mendoza se había cerrado en banda: no quería admitir la fundación. A pesar de haberle escrito fray Pedro, su decisión se mantuvo inexpugnable. Pero el amor de fray Pedro era más fuerte que la terquedad del Obispo y enfermo como estaba, se levantó de la cama, y quiso que le llevaran cabalgando en un borriquillo a El Tiemblo, donde estaba el Obispo. Le acompañaron Gonzalo de Aranda y Francisco de Salcedo. «Los que de veras aman a Dios todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno alaban, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden». La sangre y la vida darán por ayudar las obras de Dios». Es la piedra de toque que patentiza si se busca a Dios o el prestigio propio y la imagen que por nada del mundo se quiere arriesgar.
La visión del infierno.
Teresa ha experimentado el infierno. Nos lo relata en el capítulo treinta y dos de Vida. «Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado… Quiso el Señor que verdaderamente yo sintiese aquellos tormentos y amargura espiritual, como si los padeciera en mi carne». Es el golpe definitivo y fulminante de Dios. ¿Qué puede hacer Teresa por Dios, por los hombres, sus hermanos, por la Iglesia? «De aquí gané la grandísima pena que me da de las muchas almas que se condenan y los ímpetus grandes de ayudar a las almas, que, por librar una sola de gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana». Como mujer de su tiempo antifeminista se encuentra limitadísima. Por lo menos podrá convertirse ella, «guardar su regla con la mayor perfección»; «hacer lo poquito que puede» para que, pues «el Señor tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos sean buenos». Y tras la conversación en su celda con sus amigas, cuando salta al desgaire en la conversación la idea de «si no podrían ser monjas como las Descalzas y hacer un monasterio», con el permiso del Provincial y el del Papa, será fundadora. Se reformará ella y reformará el Carmelo, que tendrá desde ahora un apellido: Teresiano. Tiene cuarenta y cinco años. Toda su alma va a poner en el empeño, pues «Su Majestad le ha mandado que lo procure con todas sus fuerzas», aunque le esperan «grandes desasosiegos y trabajos».
Teresa de Jesús fundadora.
Se van a cruzar en su camino monjas y frailes, arrieros y alguaciles, albañiles y señoras principales, caballeros y mercaderes, obispos y curas, mesoneros y corregidores, teólogos y confesores, arrieros y duquesas, príncipes, nuncios papales y hasta el mismo rey. Está bien preparada. Fogueada por Dios, puede ya «repartir la fruta»; dará la talla, cruzará Castilla cabalgando a lomos de mula o en carreta, atravesará la nevada sierra de Guadarrama en crueles invernadas, llegará hasta Andalucía y estará a punto de perecer ahogada en el paso difícil de una torrentera burgalesa. Camina ya dentro de la morada del Rey y su actividad es la de Dios.
Teresa, mujer en plenitud, superdotada de cualidades humanas.
Teresa de Jesús ha ido desarrollando su inteligencia prócer y ha madurado en su estilo y en todas sus capacidades humanas y cristianas. Aquellas preceden a éstas, que han encontrado un buen soporte en las humanas. Largo sería el análisis de unas y de otras: Junto con la capacidad para vivir con las personas más dispares, incluso con su atrabiliario cuñado Martín Barrientos, posee veracidad y audacia y tiene un sentido profundo de la justicia, incluso en las menudencias domésticas. Una vecina prestaba a las monjas la sartén que no tenían. Cuando recibieron una limosna, cada una fue indicando en qué gastarían el dinero, y la Madre terció: «en la sartén, en la sartén», y mandó a sus monjas que la compraran, para no abusar de la generosidad de la vecina. Sabe dudar y sabe preguntar: se pregunta a sí misma y pregunta a quienes le pueden informar o dar seguridad. Dialogante por idiosincrasia, es realista y discreta para conseguir sumar voluntades y no le interesa para nada restar amistades ni desestimar o rechazar colaboraciones, conocedora de lo que hay de bueno y de positivo en cada interlocutor que tiene la suerte de cruzarse con ella en su camino.
Me ha gustado oír a una artista italiana que, Juan Pablo II la felicitó un día por determinado programa realizado por ella en la Televisión italiana. El Papa, decía la artista, tiene unos ojos tan profundos, quiso decir clarividentes, que, aún entre mis pecados, supo leer si hay algo en mí de bueno. Y he pensado, ¡Juan Pablo como santa Teresa! Conoce el corazón humano y tiene tacto para conducirlo. «Era cosa de cielo ver con qué tiento examinaba el talento de las personas. Y a las dos vueltas que daba, calaba y tanteaba los quilates de valor que tenían las mujeres que le venían a hablar para tomar el hábito», dice el médico Antonio Aguiar. Teresa siente un gran respeto por los demás, y adquirirá fama de no hablar mal de nadie: con la madre Teresa «tienen todos las espaldas bien guardadas». Es fiel cumplidora de la palabra empeñada, posee entereza y es muy agradecida, «con una sardina me sobornarán» solía decir. Pero sobre todo lo dicho, es mujer de grandes ideales, lo que le daba un aire de gran señora que compaginado con su porte de pobreza y humildad, la hará más singularmente atractiva.
Su dignidad y señorío la llevan a querer ocultar las necesidades que pasa, sin pedir a nadie. Lo mismo que a no querer viajar como una pordiosera «en unos borriquillos que las viera Dios y todo el mundo». Su capacidad creativa, que es asombrosa, tiene, en parte, su hontanar en la observación, pues desde niña ha sido como un esponja que ha asimilado todo lo que en su entorno ha visto, ha oído o ha observado, y ha hecho suyo todo lo positivo y ha conseguido irradiarlo a su alrededor. Sensibilísima e intuitiva, como un radar que es capaz de recoger incluso los imponderables que flotan en el ambiente, y que no tienen explicación racional. Como contrapartida lógica, consecuencia de la riqueza de información que capta su radar, posee un temperamento hipersensible que la hace inestable, «otras veces me parece que tengo mucho ánimo… y otro día viene que no me hallo con él para matar una hormiga». Pero ella ha podido y ha sabido equilibrar esta inestabilidad con su gran talento, dominio y sensatez.
Si es difícil conjuntar voluntades para la acción, (juntos Doria y Gracián, ¡qué proeza!) ella ha vencido esa dificultad con la gracia de saber hacerse ayudar por todos, haciendo ver que necesitaba los servicios de todos, y así sus obras se convertirán en obras de todos. Hoy diríamos que sabía trabajar en equipo. Siendo líder, arrolladora y convincente, no quiso ser, ni pasó por ser «vedette». Desde la oscuridad de sus monasterios influye y anima a media España, de palabra y con sus cartas, más de quince mil, según Efrén-Steggink, como una gran madre de familia numerosa, que es feliz haciendo felices a sus hijos, mientras aglutina a todos en el trabajo, sabiendo alentar a todos, estimular y conseguir que se sientan necesarios e importantes en la obra común. Cuando desaparezca de la escena del mundo lo que más se echará de menos será su poder aglutinante que ya no podía sortear las borrascas que amenazaban cuartear su Obra. Quiere que todos estén alegres, como ella es alegre y efusiva, excelente conversadora, y huye de santos encapotados, («cuanto más santas más conversables»). Junto al lecho de los enfermos es una excelente y cariñosa enfermera, (cuidó a su confesor el padre Prádanos en Aldea del Palo con doña Guiomar, y a su padre, en la enfermedad de que murió). Le gusta el trabajo bien hecho. Siempre amiga de la limpieza y de la gentileza, hacendosa ama de casa, y primorosa en sus labores, de las que aún se conservan reliquias. Y todo esto con una vida interior de gran calado y sublime.
Así pudo ser, y lo es aún, una excelente formadora.
Fruto de nuestra cultura occidental, se ha dado una formación humana, religiosa y clerical, en la que ha predominado el cerebro y se ha dejado atrofiar el corazón, la sensibilidad, los sentimientos. Para no caer en el sentimentalismo, se ha pecado de racionalismo. Entre hombres, sobre todo, se ha huido de la manifestación de los sentimientos, como propia de mujeres, y se ha quedado la persona, mutilada, deformada, desequilibrada. Es como escribir a máquina con dos dedos, o escribir en ordenador con los diez a toda velocidad. Es como tocar el órgano con un solo registro, o sacar todos los registros, haciéndole rendir al instrumento todas sus posibilidades y todo su relieve, perspectiva, contraste y colorido, y toda su grandiosidad. En nuestras celebraciones eucarísticas, por ejemplo, con oraciones excesivamente racionales, sobran palabras y faltan sentimientos. Porque el hombre es algo más de lo que expresan las palabras de un discurso lógico. ¡Cuán enriquecedor nos resultaría un trasplante de la liturgia oriental con su color, perfume, luz, gestos y ornamentos! Es necesaria una integración de los sentimientos con las ideas, para que el ser humano pueda ser ofrecido a Dios «con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5). Desde que Teresa de Jesús consiguió su armonía, forma así, y rectifica aquella dirección equivocada. Y lo logra porque es una mujer integrada y completa, toda corazón y toda cabeza. Al padre Gracián que le pide que cuando vaya su madre, doña Juana Dantisco, a visitarla, se descubra el rostro cubierto por el velo, le contesta: «Parece que no me conoce: quisiérales yo abrir las entrañas». En contraste, quiere que sus monjas tengan valor más que de hombres. Fray Juan de Salinas, Provincial de los Dominicos, preguntaba al padre Báñez: «¿Quién es una Teresa de Jesús, que me dicen es mucho vuestra? ¡No hay que confiar de virtud de mujeres! Herido Báñez, respondió: «Vuestra paternidad va a Toledo a predicar y la verá, y experimentará que es razón de tenerla en mucho». El padre Salinas la trató y la examinó en Toledo casi cada día.
Más tarde se encontró con el padre Báñez, y éste inquirió: «¿Qué le parece a vuestra paternidad de Teresa de Jesús?». Y el padre Salinas respondió con donaire: «¡Oh, habíadesme engañado, que decíades que era mujer; y a fe que no es sino varón, y de los muy barbados». Esta armonía de los valores humanos, que ni son masculinos ni femeninos, porque pertenecen a la persona humana, se da en Teresa y la capacita para formar personas integrales, armónicas, completas, que desarrollan a tope todas sus capacidades, sin temor de caer en sentimentalismos ni en cerebralismos, y sin timideces ni complejos de ridículo. ¿Cómo consigue Teresa esta maravilla? En su tiempo con la gente con la que trató, por su ascendiente, no impositivo, sino endógeno, actuaba como por ósmosis. Después y hoy, con sus lectores, por ósmosis también. Y por contagio. Gracias a Dios. Y ha podido ser así porque la habitó esplendorosamente la Santa Trinidad que hizo crecer armónicamente y abrillantó toda la riqueza de sus cualidades y las solidificó desde la entraña. Y esto de tal manera que, mientras no fue poseída por Dios en plenitud, sus grandes valores permanecieron bloqueados y sin vida, ni propia ni comunicativa.
Teresa, la reformadora.
Escribirá en Camino: «Miradle con tanto padecimiento… perseguido… escupido, negado por sus amigos y desamparado, sin nadie que le defienda, helado de frío, tan solo… cargado con la cruz, sin que le dejaran respirar… y Él os mirará con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores por consolar los vuestros…» Así enseña a orar en Camino, que es como ella en su oración trata a Cristo Hombre. Aunque pocas veces le apea el tratamiento de «Su Majestad», Cristo es «tratable», es humano, es su hermano, su esposo, su padre, su amigo «verdadero», «unas veces de una manera, otras de otra».
Pero este Hombre Dios tiene una esposa, que es su prolongación sacramental. Teresa ha visto, ese es su carisma, que entregarse a Cristo, es darse también a la Iglesia, trabajar para engrandecer el cuerpo místico, como María hizo crecer el cuerpo físico de Jesús. La misma compasión que siente por Cristo, la siente por la Iglesia, humillada, perseguida, «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (He 9,5), destruidos los templos, profanados los sagrarios, pero también agonizantes las almas, sobre todo, las de sus sacerdotes. Conoció las flaquezas de la Iglesia, pero no le tiró piedras. La compadeció. Cuando «Noé se emborrachó y medio desnudo se quedó dormido, su hijo Cam vio la desnudez de su padre y corrió a decírselo a sus hermanos» (Gén 9,20). No se mofará Teresa de la desnudez del cuerpo de Cristo. Llorará. Y como «Sem y Jafet que tomaron un manto, se lo echaron a la espalda y caminando hacia atrás, cubrieron, sin verla, la desnudez de su padre» (Ib 23), Teresa cubrirá la desnudez de ese cuerpo. Comprenderá todas las debilidades de los hombres que lo componen y que, aún así, lo construyen (Ef 4,12), y lo integran (1Cor 3,9), y se consagrará a su reconstrucción, se dedicará a restaurar y a hermosear a la esposa de su Esposo, que es también su esposa (Prov 14,1).
En su tiempo, otros la escarnecieron, y la rompieron, ella le entregó su vida. Eso es el amor. Venían sonando desde el siglo XV voces de reforma «in capite et in membris». Teresa las escuchará pero comenzando por reformarse ella, que es también miembro, célula del cuerpo místico, sabedora de que la riqueza de salud de una célula, repercute en todo el torrente vital del cuerpo. Y al revés. La verdad real es que la esposa de Cristo siempre está necesitada de reforma pues, «al recibir en su propio seno a los pecadores, es santa y al mismo tiempo necesitada de purificación constante y por eso busca sin cesar la penitencia y la renovación» (LG 8). Por eso Teresa se «determinó a hacer eso poquito que podía hacer, que es seguir con toda la perfección que pudiera y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo».
La comunidad cristiana, esposa del Cordero inmaculado, Cristo (LG 6).
La Iglesia no es una entelequia, una abstracción. La Iglesia son, somos, los cristianos, aquellos santos y estos pecadores; aquel cura de Becedas y el padre García de Toledo, «buen sujeto para nuestro amigo», los arrieros y los regidores, el obispo de Ávila, don Álvaro de Mendoza, y el gobernador eclesiástico de Toledo, don Gómez Tello. Y sus carmelitas, y sus frailes, sus hijos. Y su «Senequita». Y fray Pedro de Alcántara, y el padre Gracián. Sobre todo el padre Gracián. Aunque al final la defraudará. No estuvo a la altura. Aciertos y errores. Antes, ahora y después. Así va peregrinando la esposa entre «las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (Ib). Somos hijos y tributarios del pasado, que ha acarreado a nuestra vida y cultura el aire que respiramos y del que vivimos, el terreno de reporte de todos los factores humanos que constituyen el humus sobre el que es el ser que somos, la civilización que ha llegado hasta nosotros, y hasta el pecado que se enraíza en nuestros genes y cromosomas biológicos, llega también hasta las fibras de nuestro espíritu.
En la genealogía de Jesucristo hay nombres santos e ilustres: Abrahán, Isaac, Jacob, David, José, María… Pero causa sorpresa encontrar también mujeres tan poco ejemplares como Tamar, tramposa e incestuosa; Rahab, prostituta; Ruth, pagana; Betsabé, adúltera con el rey David y madre de Salomón. Si queremos conocer la realidad de la historia, hemos de conocer con madurez la verdad del devenir de la humanidad, aceptando el bien y el mal que han hecho, que hemos hecho los hombres, y admirar la generosidad y el amor de Dios, que quiso que Jesús descendiera a nuestro nivel y participara totalmente de la condición humana, con sus límites y sus debilidades y pecados, y que su Hijo entrara en el torbellino de las conductas de los hombres y que se viera sacudido por el huracán de las humanas pasiones, siendo «uno de tantos» para salvar a la humanidad desde dentro. Así también el nuevo Israel, la Iglesia. Y así, Teresa. 18 de noviembre de 1572. «Díjome Su Majestad: "No tengas miedo, hija, de que nadie pueda apartarte de Mí". Entonces se me representó por visión imaginaria, como otras veces, muy en lo interior, y me dio su mano derecha, y me dijo: "Mira este clavo, que es señal de que desde hoy serás mi esposa; de ahora en adelante, no sólo mirarás por mi honra como Creador y como Rey y tu Dios, sino como verdadera esposa mía: mi honra es ya tuya y la tuya mía"» (Relaciones 35). Como verdadera esposa de Cristo Teresa ha sido introducida en el misterio de la Redención, y, con el Redentor, y como Él, abarca la entera historia de la salvación. A nosotros nos cumple conocer a qué pueblo teológico pertenece Teresa, igual que conocemos la ciudad de Toledo donde su abuelo judaizó, y la ciudad de Ávila donde ella nació. Nos enriquece y nos gusta saber qué generaciones espirituales han precedido a Teresa; qué cultura y qué vida religiosa y cristiana ha llegado hasta su cuna espiritual, y en qué ambiente se va a desenvolver su misión de compadecer, restaurar, embellecer y hacer crecer a la esposa de su Esposo. Es evidente que no puede escapar de la ley común de todas las comunidades humanas la historia del pueblo de Dios. Como toda la historia de todos los pueblos ha tenido sus luces y sus sombras. Cuando llega Teresa a la palestra han transcurrido quince siglos y medio de cristianismo, algunos de llameante evangelio, otros con vibración menor, y algunos, desgraciadamente, lejos del camino de las bienaventuranzas.
Hasta llegar al siglo XVI, el suyo, y el más fecundo para el evangelio, la Iglesia, y la evolución de su doctrina y espiritualidad, han pasado por muy diversas vicisitudes y alternancias. Tras los Hechos de los Apóstoles, con el recuerdo del Esposo vivo todavía, la comunidad paleocristiana vivió con intensidad enamorada la fe, y se valoró la oración por encima de todas las actividades y de todos los ministerios. Quedaba aún la Tradición de los Apóstoles, que habían decidido abandonar la administración temporal, para dedicarse en plenitud «a la oración y al ministerio de la palabra» (He 6,4); y la oración de la palabra, y la palabra orada, y el testimonio de los Padres Apostólicos, mantenía fiel a la esposa de Cristo y la fecundaba para prepararla a enfrentarse a la lucha y al martirio. De los primeros cristianos decían los paganos que eran «hombres que oran». Y así vivió la Iglesia durante los tres primeros siglos, que quedaron, casi todos ellos, señalados con la sangre de los mártires. Primero Esteban, en Jerusalén. Después, Lorenzo, en Roma. Finalmente, Vicente en Valencia. Y con ellos ¡cuántos obispos y sacerdotes! Las hogueras vivas y las cruces sembraron el suelo del Imperio. A aquellos verdaderos soldados cristianos, incluso hombres laicos y mujeres, vírgenes adolescentes y, hasta niños, no les aterrorizaron ni los tormentos, ni los suplicios, porque estaban arraigados en la raíz inconmovible de los mandamientos divinos y fortificados con las enseñanzas y con la vida del evangelio. «La sangre de los mártires, semilla de cristianos» (Tertuliano).
Al fin, la paz, y con la paz constantiniana, se inician cuatro siglos maravillosos que se extienden hasta el final del período carolingio y de nuestra cultura isidoriana, en los que la Iglesia, respaldada por el Imperio, intentó salvar la cultura, especialmente el Derecho Romano, como medio de civilización de los pueblos bárbaros, a fin de convertirlos en factores nuevos de progreso humano y poder sembrar el evangelio en aquellos surcos nuevos de aquellos hombres nuevos.
Comenzó entonces a extenderse el estudio de la Palabra, y la reflexión teológica de los santos Padres invadió las inmensas bibliotecas con su sabia producción. Fueron tiempos desbordados de estudio, oración y predicación. Las obras de los Padres fueron una prolongada reflexión sobre la Palabra, y una escuela evangélica de oración, de kerigma y de estudio. «La fe proviene de la predicación; y la predicación por la palabra de Cristo» (Rom 10,17). Consiguientemente, cuando después de los Padres, falló la predicación, se sucedieron unos siglos de decadencia, que prepararon la invasión musulmana en Hispania. Pero la lucha contra el invasor ejercitó a los cristianos, y a los mozárabes, para enfrentarse al Islam. Brotó de nuevo el estudio y la plegaria, en los pequeños reductos, y en la clandestinidad, hasta que en el siglo XII, se retornó al cultivo de las ciencias sagradas y a la oración, que determinará el apogeo del siglo XIII, que otra vez llena bibliotecas, engendra santos, edifica templos, escribe poemas y hace teología y oración en piedra con las catedrales e imágenes; en colores, con las pinturas y los códices miniados; en verso, con Gonzalo de Berceo, las Cantigas y la Divina Comedia.
Y otra vez la noche.
Tras este insigne esplendor, sobreviene de nuevo la decadencia de los siglos XIV y XV en los que se produce un eclipse largo del evangelio de Jesús, de teología, de oración, de verdad y, por tanto, de vida evangélica. Occidente es invadido por la corrupción y desolado por las guerras. Los hombres no han podido vivir nunca largos tiempos en paz.
El siglo de oro.
Y después de esta larga noche y oscura, comienza, ¡oh dichosa ventura! a despuntar de nuevo la aurora en el glorioso siglo XVI, justamente llamado «Siglo de Oro», en el que florecen las artes y renace la cultura. En Castilla se crean veinte universidades y hay veintitrés facultades de teología, en las que se explica la palabra de Dios y se escriben libros de piedad, de ascética y de mística. El renacimiento espiritual alcanza todos los niveles, mientras en Europa se desarrolla el Humanismo. Ha germinado un semillero y ha brotado un deseo generalizado de volver a las fuentes y a la interiorización del evangelio, porque la tentación constante siempre, y lo sabían ya bien los profetas del Antiguo Testamento, es la de convertir la religión en fenómeno externo, en ritualizado «rabinismo» no comprometedor de la vida.
Algunas órdenes Religiosas, como la Franciscana y la del Carmen, habían recogido el clamor de la Reforma. En España, los Reyes Católicos, apoyados por los obispos Hernando de Talavera y Cisneros, tratan de implantar la Gran Reforma entre el clero y los religiosos. Fruto de esta inquietud brotan numerosos escritores de oración y de virtudes cristianas, como García Jiménez de Cisneros, primo del Cardenal, y Abad de Montserrat, con su Exercitatorio de la vida espiritual, en el que Ignacio de Loyola incubó sus Ejercicios. Escriben también Francisco de Osuna, Bernardino de Laredo, Alonso de Orozco, Francisco de Evia, fray Luis de Granada, san Pedro de Alcántara, Bartolomé Carranza, arzobispo de Toledo, y muchos más. Todos ellos serán censurados por causa del erasmismo y alumbradismo y por el peligro de la herejía protestante. La herejía protestante, «Los luteranos de Francia». Teresa oyó hablar de sus desmanes cuando andaba en trance de fundación, y la van a espolear en su afán de mayor austeridad y santidad, que buscará para ella y para sus hijas, como medio de ayudar con mayor eficacia a la Iglesia, evitar que se extienda su rompimiento, extender el ejercicio de las virtudes cristianas y de la oración, según el modelo inflamado de aquellos hombres de Dios del Carmelo.
Ella ha leído en la Institución de los primeros monjes, que su oración fue tan valiosa cual la de Elías, que en su lucha con los profetas de Baal, atrajo durante dos años la sequía, «Vive Yavé, Dios de Israel, que en estos dos años no habrá lluvia ni rocío, mientras yo no lo diga» y resucitó con su oración, al hijo de la viuda de Sarepta, y «postrado en tierra en la cima del Carmelo, hizo caer una lluvia abundante» (1Re 17). La Institución de los primeros monjes era considerada por los carmelitas del siglo XVI como la regla antigua, resultando así históricamente la fuente primitiva, aunque jurídicamente lo era y lo es la Regla albertina, como escribe Efrén en Tiempo y Vida. «Lo que leía santa Teresa era, sin embargo, una doctrina espiritual con estructuras de historia legendaria. Aquellas afirmaciones no resisten hoy a la crítica documental. Pero tienen valor de medio para inocular la vinculación a la Madre de Dios y al profeta Elías» (Ib). En la historia de la Iglesia era necesaria esta mujer. Si ella no hubiera sido fiel a su Dios, en la Iglesia habría un vacío enorme cuyas consecuencias y frutos, aunque en su mayor parte son y serán desconocidos, porque están en el misterio escondido con Cristo en Dios (Col 3,3), serían trascendentales. Pero fue fiel y está ahí, sirviendo a su Esposo y a la esposa de Cristo, enamorada de los dos hasta morir de amor por ambos: «Al fin, Señor, soy hija de la Iglesia».
La escritora.
La formación de Teresa como escritora viene de lejos. Nadie podía pensar que cuando devoraba libro tras libro de caballerías gastando «muchas horas del día y de la noche, y se apasionaba y se embebía tanto, que si no tenía libro nuevo no estaba contenta», en aquellas lecturas estaba comenzando a germinar el rosal de la escritora, que se inició en el arte de escribir esbozando junto con su hermano Rodrigo, su confidente, su propio libro de aventuras. No cabe duda que estas lecturas le proporcionaban cultura y lenguaje, pero también la iban introduciendo en el conocimiento de las diversas reacciones del corazón humano, lo que contribuyó a dotarla de buenas dosis de psicología. Su enorme capacidad asimilativa depositó en el subconsciente el arte de escribir que, madurado por las lecturas de adulta, espirituales, densas y cerebrales, ha sabido después utilizar genialmente, sin seguir demasiadas reglas gramaticales, que desconocía, pero que han poblado sus escritos de narraciones ágiles y vivas, llenas de imágenes expresadas con brillantez y saturadas de profunda introspección. Del estilo novelesco de sus lecturas le ha quedado la técnica del relato, y de los diferentes caracteres y reacciones femeninas y masculinas en el tema del amor, su psicologismo. Esto en la forma, y en el fondo igualmente ha sabido coordinar la densidad del concepto de sus lecturas serias y trascendentes, con la agilidad y la frescura de las imaginativas y líricas que devoró, creando un estilo propio en el que se engarza la solidez del concepto con la galanura de la narrativa, como afirma Menéndez Pidal: «Aunque Teresa fue toda su vida voraz lectora de los doctos libros religiosos, no sigue el estilo de ninguno de ellos. La austera espontaneidad de la santa es hondamente artística. Aunque quiso evitar toda gala en el escribir, es una brillante escritora de imágenes».
Mujer escogida y trabajada exquisitamente por Dios, Quien quedó tan satisfecho de su obra que le dijo un día: «Si no hubiera criado el cielo, por ti sola lo criara». Afortunadamente hoy podemos conocer los caminos por donde anduvo su alma privilegiada, porque en los libros que escribió, nos la dejó esculpida. Donosa y clásica escritora. Teresa es un clásico. Puede mirarse la obra de santa Teresa como obra literaria, que lo es. Otro clásico, fray Luis de León escribió: «En la alteza de las cosas que trata y en la delicadeza y claridad con que las trata, excede a muchos ingenios; y en la forma del decir y en la pureza y facilidad del estilo y en la gracia y buena compostura de las palabras y en una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con sus libros se iguale» (Carta prólogo en la edición príncipe, 1588). Pero lo principal de la obra de santa Teresa no es su calidad literaria, que la tiene, sino su contenido doctrinal. A la verdad ella no hubiera escrito una sola página por hacer literatura. Escribió para darse interiormente a conocer a sus confesores, para complacer a sus hijas que solicitaban su magisterio, y para obedecer a quienes se lo mandaban. Hubo siempre alguien que le mandó escribir: El padre García de Toledo, Francisco Soto y Salazar, Domingo Báñez, Ripalda, el «Vidriero», el padre Gracián y el doctor Velázquez.
Patrona de los escritores españoles y doctora de la Iglesia universal. Fue declarada en 1965 por Pablo VI Patrona de los escritores españoles. Ellos han reconocido su calidad y su mérito.
Azorín ha dejado escrito un testimonio sobresaliente de la Vida: del que dice que es el libro más hondo, más denso, más penetrante que existe en ninguna literatura europea. A su lado, los más agudos analistas del yo, son niños inexpertos. Y eso que no ha puesto en este libro sino un poquito de su espíritu. Pero todo en esas páginas, sin formas del mundo exterior, sin color, sin exterioridades, todo puro, todo denso, escueto, es de un dramatismo, de un interés, de una ansiedad trágicos.
Ha escrito Gerardo Diego que Teresa escribe como es; es ella escribiendo, y como la habita Dios es Él quien escribe por ella y es Él el que pone el brillo a todas las calidades humanas con que la había enriquecido.
También Marañón la ensalza: «Toda su vida está escrita en cada línea que escribió. Por extraño que le sea el tema tratado, deja girones de personalidad, como deja copos de lana el corderón entre las zarzas. Este arte inconsciente de transparentar la vida del autor en todo lo que escribe, es una de las notas más auténticas de la superioridad de un escritor».
«No se ha podido escribir mejor, porque tampoco se ha podido vivir existencia mejor, toda entendimiento y voluntad abierta» dice Emilia Pardo Bazán.
Gestación de su primer libro: su «Vida».
Cuando empezó a ser invadida por las mercedes de Dios en la oración, se apresuró a pedir consejo y a desvelar su alma a sus consejeros —algunos ya citados—, y se encontró bloqueada al intentar manifestar lo que ocurría en su alma, el misterio. ¿Cómo podrá decir su vida, su alma henchida de Dios? Una cosa es vivir, experimentar; otra decir lo inefable. Y aún no se le ha dado este carisma. Forcejea. Ha leído la Subida del Monte Sión de Bernardino de Laredo y se ha visto reflejada allí, al pie de la letra. Subrayó los pasajes con que él describe lo que a ella le ocurre y entregó el libro a sus consejeros. Esta narración tan original de su vida, la relación escrita dirigida al padre Pedro Ibáñez y las diversas Cuentas de conciencia, constituyen el embrión del libro de la Vida, que, por mandato del padre García de Toledo, terminó de escribir en junio de 1562, cuando ya gozaba del carisma de efabilidad. Teresa escribe «como quien tiene un dechado delante, del que está sacando aquella labor». Le dictan. «Es así que, cuando comencé esta última agua a escribir, me parecía más imposible saber tratar estas cosas que hablar en griego, así de difícil es. Así pues, lo dejé y me fui a comulgar. Bendito sea el Señor que así favorece a los ignorantes. ¡Oh virtud de obedecer, que todo lo puedes! Iluminó Dios mi entendimiento, unas veces con palabras y otras inspirándome cómo lo había de decir, que parece que Su Majestad quiere decir lo que yo no puedo ni sé. Esto que digo es entera verdad, y así lo bueno que diga es doctrina suya, lo malo, del piélago de los males que soy yo». Por eso fray Luis de León no duda que «hablaba el Espíritu Santo en ella en muchos lugares y que le regía la pluma y la mano».
Instrumento racional al servicio de Dios.
A veces le inspiraban, pero ordinariamente ella ponía el instrumento adiestrado y afinado por sus copiosas lecturas, entre las que se incluyen las Confesiones de san Agustín, cuyo estilo de diálogo con Dios adopta muchas veces. Hemos visto antes que había leído mucho. Y lo había poderosamente asimilado. Había leído de todo, pero fundamentalmente libros buenos. «Diome la vida haber quedado amiga de buenos libros». Cuando termina de escribir el libro de su Vida tiene cuarenta años. Su personalidad está granada, en plenitud de madurez vital, biológica, humana con la riqueza de sus variadísimas vivencias, y siempre en búsqueda de que le garanticen sus experiencias, todavía reescribe su libro, su "alma", obedeciendo a Francisco de Soto y Salazar, que será después obispo de Salamanca, para enviarlo al padre Juan de Ávila, el más prestigiado criterio de Andalucía, quien «si aceptó leerlo fue, no por pensar que él fuera suficiente para juzgarlo, sino por aprovecharse de su doctrina con la que se ha consolado y podría edificarse con ella». Teresa, a su vez, descansó y se consoló con el dictamen de Ávila, seis años después de la primera redacción, y en vísperas de inaugurar la reforma de los frailes en Duruelo con san Juan de la Cruz y el padre Antonio de Jesús, el de Requena.
«Camino de perfección» su segundo libro.
Creado ya el primer monasterio en Ávila vencidas enormes dificultades, escrito el Libro de la Vida, pero embargado por su confesor, el padre García de Toledo, habiendo recibido el consejo del padre Báñez de que escribiera otro libro, e importunada por sus hijas, que necesitaban tener a mano y por escrito su entrañable magisterio oral, y conocedora del deseo de Báñez, toma de nuevo la pluma y, de una manera sencilla y familiar, escribe unos avisos, que con el tiempo llegarán a ser titulados Camino de perfección. Murió con el deseo de verlo editado. Un año tardó en editarlo don Teutonio de Braganza, obispo de Évora, pues lo consiguió en 1583, muerta ya la Santa. El padre Gracián lo editó en Salamanca en 1585, y san Juan de Ribera en Valencia en 1587. En 1588, fray Luis de León, después de desenmarañar la madeja del castigado códice de Toledo, lo editará en Salamanca. Aparte de su excelente doctrina, su trazado didáctico es una maravilla de construcción y de amenidad, de sabiduría y de inaudita pedagogía femenina, programático y práctico para enseñar deleitando cómo llegar a la perfección. Y por añadidura encontramos en él una fuente valiosa de información sobre la situación del cristianismo, y de la vida religiosa y de determinadas actitudes sociales de su tiempo.
Queriendo con todas sus fuerzas ayudar a sus dos apasionados amores, a la esposa de Cristo, y «a este Señor mío que tan apretado le traen», por la limitación de los condicionamientos eclesiales y sociológicos de la época, que margina y subestima a la mujer, cuyos derechos Teresa subliminalmente reivindica, se entregará ella y dedicará a sus monjas a la oración, con lo que, sin ruido, alcanzaba la entraña del problema. Y ese es el tema nuclear de Camino de perfección: la oración como causa transformadora de los orantes, y el ejercicio de las virtudes evangélicas que los hagan capaces de poder llegar a la «fuente del agua viva», que, para ella, es la oración perfecta, la contemplación, para ser eficaces con sus plegarias. Pues, aunque Dios escucha toda oración, de oración a oración va mucho. Camino, además, a la vez que es un tratado de oración, es también una práctica de oración teresiana, pues en casi todos los puntos doctrinales intercala conversaciones con el Señor, efusiones afectuosas, peticiones ardientes, alabanzas, acciones de gracias, en comunión con el lector.
También podría llamarse el libro Camino de santidad, con mayor acento actual de iniciativa divina. Su experiencia propia de orante y de cristiana, las confidencias de sus hijas, la observación de sus años en la Encarnación, la asimilación de la lectio divina durante sus veintisiete años de monja y, sobre todo, la inspiración de Dios, que otorga sus luces a quienes Él confía una misión eclesial, son las fuentes de este libro, fundamental para vivir el hecho cristiano, y clásico en la literatura universal. Que se haya escrito a ratos, con muchas, y a veces largas interrupciones, y sin echar mano a libros de consulta, no le resta mérito, al contrario, lo hace más vivo y dinámico.
La palabra de Dios en sus obras.
Como todas sus obras, también Camino está muy enraizado y respaldado en la palabra de Dios, pues aunque su lectura no fue directa, sino a través del Breviario, de devocionarios al uso y de las perícopas de epístolas y evangelios dominicales que pudo leer en la biblioteca de la Encarnación en la traducción de fray Ambrosio Montesino, está muy presente la Sagrada Escritura en la obra escrita de la autora. Pocas veces cita explícitamente, pero existe un río subterráneo en su espíritu que alimenta abundosamente sus imágenes y sus frases; lo que coincide con su experiencia mística que también es Palabra, aunque privada, que no desmiente la Palabra pública, y que es una manera fruitiva profunda de conocer en vivo la Palabra. Ofrecen también un influjo notable de divina Escritura los Morales o Comentarios del Libro de Job, de san Gregorio Magno, que ella había leído y asimilado. Hasta su modo de concebir la oración y de dirigirse a Dios en el diálogo, trae remembranzas de los diálogos de Job con Dios.
En la laboriosa elaboración de este Camino, he procurado localizar todos los datos revelados, explícitos unas veces, implícitos las más, y esto con intencionalidad doble, la de dejar más asegurada, aunque no lo necesita, la doctrina de la mística Doctora poniendo de relieve sus raíces, y la de hacerla más actual, porque destacando lo mucho que ella amó la Palabra, se aprecia cómo se anticipa a las orientaciones del concilio Vaticano II enaltecedoras y estimulantes de la lectura de la Sagrada Escritura: Así dice la Dei verbum: «Es necesario que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura y se rija por ella. Porque en los sagrados libros, el Padre que está en los cielos, se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe de sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual. Pues la palabra de Dios es tan viva y eficaz (Heb 4,12), que puede edificar y dar la herencia a todos los que han sido santificados» (He 20,32) (21).
Al fin, muero hija de la Iglesia. «Ya es tiempo de caminar. ¡Vamos muy enhorabuena!» Maltrecha y agotada, obediente a sus superiores, que eran sus hijos, hasta la muerte. Así tenía que ser. En Alba de Tormes a donde la conduce, medio muerta, la obediencia al padre Antonio de Jesús, provincial de Castilla, se paró aquel corazón consumido de amor a Cristo y a la Iglesia, los dos, el único amor de esta mujer excepcional. «Al fin, muero hija de la Iglesia». Fueron sus últimas palabras, y en ellas va encerrado todo el secreto de su vida: el deseo de servir a la Iglesia, «ayudar lo que pudiera a este Señor mío, que tan apretado le traen», y el temor de que la Iglesia no permitiera que ella la ayudara e impidiera el desarrollo de su carisma; que no la quisiera mantener en sus entrañas maternales, que pudo haber ocurrido, y no fue fácil que no ocurriera, pues los «tiempos eran recios».
Cuando Teresa moría, al pie de la ventana de su celda, las ramas secas de un arbolito, que nunca llevó fruto, se cubrieron de flores blancas ¡en octubre, y en la meseta castellana! Era un prodigio más entre los muchos que acaecieron: remolinos de luces, olores deliciosos, presencias misteriosas, blancas palomas, claridades… Pero el arbolito florecido tiene una connotación de doble signo: de la voz del Esposo de los Cantares: «Levántate, amada mía, ven a mí, porque ha pasado el invierno, y brotan las flores en la vega y la viña en flor difunde perfume», y de la primavera de gracia que, a su muerte, dejaba la Madre en la Iglesia, con sus hijas e hijos y sus libros: «Yo no conocí ni vi a la madre Teresa de Jesús mientras estuvo en la tierra; mas ahora que vive en el Cielo, la conozco y veo casi siempre en dos imágenes vivas que nos dejó de sí, que son sus hijas y sus libros» (fray Luis de León).
Influencia de sus obras.
Por sus escritos ha podido Teresa extender su magisterio, incluso extramuros de la Iglesia Católica. Con sus páginas ha llegado hasta la judía, hoy, gracias a ella, Beata Edith Stein que, en 1921 leyó de un tirón su Vida y encontró la verdad. Ha alcanzado también al patriarca ortodoxo Atenágoras, al primado anglicano Ramsey, y a los también anglicanos Allison Peers, y Trueman Dicken, autor éste de Crisol del amor, un estudio profundo sobre los libros de Teresa y de su compañero san Juan de la Cruz. Y la que en Camino se lamentó del crecimiento de la desventurada secta de los «luteranos», con sus libros ha inspirado en algunos temas, al filósofo protestante Leibniz, y ha conseguido que el también luterano Ernst Schering haya escrito la obra Mística y realidad, basada en las experiencias místicas de ella. Otro luterano, Roger Schutz, ferviente admirador, ha escrito de ella: «Santa Teresa de Jesús compraba, discutía de negocios, escribía, y vivía al mismo tiempo, en su vida profunda, en la intimidad con Dios. Por algo esta mujer ha sido siempre un ejemplo clásico de contemplativo». Lo dice él, que ha fundado Taizé, según el ideal contemplativo.
Dispuestos a leer Camino de perfección de santa Teresa leído hoy, nos van a situar y ayudar mucho las «Prospecciones actuales» ante cada capítulo junto con los «comentarios» para penetrar en la sustancia del libro, que nos descubre la entraña de una extraordinaria mujer, y de una madre universal, sublimemente divina y tiernamente humana. Leeremos con la garantía de leer doctrina de la Iglesia que por boca de Pablo VI ha proclamado a santa Teresa «doctora» el 27 de septiembre de 1970. La primera doctora de la Iglesia.
cunatos cuentos se han inventado alrededor de esta gran mujer, deberian leer su monumental obra"te perdomo" que desenmascara tanta infamia que la la religion catolica ha vertido por tan digna mujer luz de España y sabia maestra para la humanidad
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