Blanca Mijares.
La persona humana participa del mundo material, somos producto de la evolución, poseemos un ADN, nacemos, nos reproducimos y morimos; es decir, que estamos limitados por el tiempo y por el espacio, como cualquier otro ser vivo. Pero, también participamos del mundo espiritual, que es lo que nos especifica como Homo sapiens sapiens, es decir, como una especie superior a las demás especies: que piensa; que posee un mundo interior donde se vive; que es capaz de crear; de dirigir su vida; de transformar el medio ambiente y adaptarse a él; que siente; que decide y responde a lo que le sucede con responsabilidad o no; que es capaz de amar y de comprometerse; que puede actuar con inteligencia y voluntad, es decir, con libertad; que puede impregnar de intencionalidad esos actos; que posee ilusiones, sueños, proyectos; que posee una identidad relacional, ya que siempre se presenta, por ejemplo, como hijo, hermano, esposo, padre, amigo, alumno, maestro, súbdito, colega, compañero, jefe, de alguien; que se perfecciona y enriquece con esas relaciones que le identifican; que es capaz de poseer bienes; que es capaz de forjarse en una persona valiosa, como en una deplorable; que posee derechos inherentes a su condición humana, que se han de respetar y promover; que vive una intensa vida emocional; etc. Realidades, todas ellas, que aunque son más difíciles de entender y de medir por las ciencias exactas, son igualmente verdaderas sobre la naturaleza humana.
Dentro de este maravilloso mundo de la espiritualidad humana lo que más especifica al ser humano es su capacidad de amar. El hombre al ser imagen y semejanza de Dios, que es amor, se realiza, perfecciona y plenifica amando en la unidad que es espíritu-corporal. Cada persona es capaz de amar con todo su ser y con toda su alma a otro ser personal. Y si somos consientes de que entre los seres amables hay unos más valiosos que otros y que entre más valioso es un bien mayor será la riqueza que se nos ofrece, veremos como el empeño por conseguirlo pone orden, sentido y proporción a nuestra vida. En este sentido, Dios es el máximo bien al que el hombre puede adherirse y el que mayor sentido, orden y proporción le puede dar a nuestra vida. Y tras este gran amor nos encontramos que para el hombre solo es digno de ese amor total, integro, comprometido, generoso, biográfico, otro hombre. Son los únicos dos tipos de amor capaces de proporcionarle los mayores niveles de compañía íntima y de realización personal, y por lo tanto, de proporcionarle niveles profundos de tranquilidad espiritual y de cierto grado de felicidad por la labor realizada por hacer vida ese amor sentido en el corazón.
Dentro de ese amor a los hermanos en Cristo, donde la Madre Teresa de Calcuta ha sido un gran ejemplo, que invita a algunos a consagrar su vida a Dios y sus hermanos por el Reino de los Cielos; encontramos también, el amor conyugal como un modo bien específico de amar a imagen y semejanza de Dios, capaz de perfeccionarnos y de llenarnos de vida. Esta capacidad de amar conyugalmente la encontramos impresa en nuestra naturaleza humana sexuada y se nos ofrece como posibilidad de perfeccionamiento personal a nuestra libertad. Todo joven tras la pubertad toma conciencia de su capacidad de amar de este modo: se da cuenta que es capaz de entregarse y de acoger a otro, igual en dignidad pero complementario en lo sexual, para formar una unidad indivisible y biográfica, para tener hijos propios y educarlos, y ser un bien reciproco, uno para el otro. No es gran ciencia saber esto, pero son muchos los que llegan a la ceremonia nupcial no queriendo esto y por lo tanto, hiriendo de muerte a su propio matrimonio desde su nacimiento.
Aunque es una tendencia impresa en nuestra naturaleza humana-sexuada, y se ha vivido en todas las épocas, el hombre como ser creativo y libre puede desvirtuar la naturaleza del amor conyugal y vivirlo de forma antinatural y por lo tanto, inhumana. Son muchos los casos de fracasos matrimoniales donde encontramos el fracaso no en la institución del matrimonio en sí misma, sino en las personas que lo fundan ya sea porque llegan al matrimonio sin saber en que consiste casarse, o ya sea porque desconocer su capacidad o la del otro para amar conyugalmente, o porque no han decido el matrimonio con esta persona en particular de forma libre, es decir reflexionada y voluntariamente. Creo yo que esta es la razón de fondo de muchos fracasos matrimoniales.
Por eso, por un lado, es labor de todos defender la identidad del matrimonio real, para proteger a nuestros jóvenes de futuros fracasos matrimoniales que tanto dolor traen consigo para la pareja, sus hijos y familiares. Y por otro, tenemos que ayudarlos a forjarse en buenos amantes, es decir en personas valiosos gracias a la práctica de hábitos operativos buenos , como la generosidad, el compromiso, la paciencia, la prudencia, el orden, el respeto, el buen modo, la educación, la discreción de juicio, la fortaleza, el control de los impulsos, etc. Que tengan aspiraciones altas, que sean capaces de apostarse y comprometerse por sus anhelos de trascendencia espiritual; que no sean ciegos ante los demás, que sean capaces de ver lo único, valioso e irrepetible de todos y cada unos de los demás seres humanos y deseen hacerles el bien; pues solo educando a hijos buenos segun el amor inteligente, voluntario, comprometido y generoso de Dios, es que los capacitamos para que alcancen sus mayores posibilidades de realización personal. En este sentido, la fe cristiana es el mayor bien que les podemos ofrecer como padres, no lo descuidemos o menospreciemos, pues su felicidad dependerá de ello.