“Es voluntad de mi Padre que no se pierda ni uno solo de los hijos que me ha confiado” (cf. Mt 18, 14).
En el silencio, como madres, llevamos un dolor permanente al ver a nuestros hijos alejados de Dios y de la fe que, siendo niños, les inculcamos. Sin perder la esperanza, permanecemos siempre en oración para que se despierte en ellos lo que aprendieron de pequeños y retomen el camino.
Muchas veces nos cuestionamos: ¿dónde fallamos? ¿Será que no hicimos lo suficiente para que no se alejaran de Dios? A pesar de nuestros esfuerzos y del amor con que los criamos, sentimos que tal vez faltó más ejemplo de nuestra parte.
Como madres, desde pequeños les enseñamos oraciones sencillas, como el “Ángel de la Guarda” antes de dormir; los llevamos a misa, y nos aseguramos de que aprendieran el catecismo y recibieran los sacramentos de nuestra Santa Madre Iglesia.
Seguramente todas, como madres, recordamos sus voces cuando repetían, inocentes, las palabras que les enseñamos: “Papá Dios te ama y te cuida, porque Él siempre está contigo.” O cuando nos preguntaban: “¿Dónde está Dios?” y quedaban tranquilos con nuestra respuesta: “Dios está en el cielo y en todas partes.”
Santa Mónica nos enseñó que las lágrimas y la oración de una madre hacen posible la salvación de un hijo: “No puede perderse el hijo de tantas lágrimas” (San Ambrosio).
¿Dónde quedó esa fe sencilla? ¿En qué momento se enfriaron los corazones de nuestros hijos?
Tú, Señor, que conoces cada lágrima que derramamos en el silencio de nuestra intimidad, cada oración elevada en medio de la noche, y que sabes que nunca dejamos de confiar en tu misericordia, seguimos clamando y confiando en que regresen a Ti.
“Así ha dicho el Señor: Reprime tus gemidos y tu llanto; reprime las lágrimas de tus ojos, porque tus penas serán recompensadas, y volverán del país del enemigo, oráculo del Señor.” (Jeremías 31, 16)
Hoy, una vez más, los pongo en tus manos. Aunque se alejen, Tú no los sueltas. Aunque no te busquen, Tú los sigues mirando con ternura. Enséñame a esperar con esperanza, a amar sin condiciones, a creer incluso cuando no veo señales.
Dame fuerzas para seguir sembrando fe con el ejemplo, con palabras de amor, con actos de paciencia. Y que, cuando menos lo espere, mis hijos escuchen ese suave susurro en su alma que los invite de nuevo a casa, a Ti.
Porque sé, Señor, que el amor de una madre no se compara al Tuyo… pero se parece. Y por eso, confío.
Por Luce Bustillo Schott