Permitir y proteger el nacimiento de una nueva vida, es un deber y una obligación del quinto mandamiento.
Y ya que la vida es de Dios (y no de los padres o del Estado), se han de respetar las leyes divinas sobre su transmisión. Por eso, dentro de este precepto se incluye la anticoncepción. Se entiende por ella cualquier modificación introducida en el acto sexual, con objeto de impedir la fecundación. Los procedimientos van desde la esterilización, de la que ya hablamos, hasta la utilización de productos farmacológicos, como las píldoras, pasando por la interrupción del acto sexual (onanismo), o el empleo de dispositivos mecánicos, tanto por parte del hombre (preservativos), como de la mujer (por ejemplo, el dispositivo intrauterino).
La doctrina de la Iglesia ha sido siempre muy clara en este punto. Encuentra su fundamento no sólo en la naturaleza propia de las cosas (como los ojos son para ver, el acto sexual es para procrear), sino también en la Sagrada Escritura. Veamos el caso de Onán, que nos narra el libro del Génesis. Este personaje de triste memoria que ha dado su nombre al pecado de onanismo, usaba de su mujer evitando la descendencia. Pues bien, “era malo a los ojos de Yahvé lo que hacía Onán, y lo mató también a él” (Gen. 38, 10). Dios lo mató, porque lo que hacía era un crimen a sus ojos. Ahora ya no actúa enviando castigos sobre la vida perecedera, pero la advertencia de Dios sigue resonando y mira, sobre todo, a la vida eterna.
Por pertenecer a las enseñanzas, siempre en el mismo sentido que la Iglesia ha hecho en esta materia, apoyada en las verdades de fe, esta doctrina no ha variado ni puede variar en la Iglesia. Ella enseña que es Dios, y no una autoridad humana, quien de modo expreso, rotundo y absoluto condena cualquier método anticonceptivo. Ya en el siglo XVI, el Magisterio declaró: “es gravísimo el pecado de los que unidos en matrimonio, o impiden la concepción o promueven el aborto” (Catecismo Romano). El Papa Pío XI a su vez, enseñó que “cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente quede el acto destituido de su propia natural virtud procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen se hacen culpables de un grave delito” (Enc. Casti Connubii). Y el texto clave de la Encíclica Humanae Vitae afirma que es intrínsecamente deshonesta “toda acción que, o en previsión del acto conyugal o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación” (n. 14).
Sin embargo, con su Sabiduría infinita, Dios dispuso que no de todo acto conyugal se siguiera una nueva vida. La decisión de hacer uso del matrimonio sólo en los periodos infecundos de la mujer no contraría la función propia de las cosas -no atenta al orden natural- y es, por tanto, el único medio lícito para evitar la procreación dentro del matrimonio. Es un reto para los investigadores (no para la Iglesia), descubrir el método con el que los esposos puedan saber cuándo empieza y cuándo termina un periodo infecundo. Según el testimonio de muchos matrimonios, esto ya se logra con el sistema del doctor Billings y otros métodos, también naturales, y las fallas habría que atribuirlas no al método, sino a quienes lo emplean sin el cuidado y la paciencia que requiere.
Pero es importante evitar las generalizaciones. La Iglesia enseña que “para espaciar los nacimientos” es necesario que haya “serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges o de las circunstancias externas”. “Entonces, es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inherentes a las funciones generadoras para usar el matrimonio sólo en los periodos infecundos y así regular la natalidad sin violar los principios morales” (Humanae Vitae, n. 16). En documentos análogos la Iglesia utiliza expresiones del tenor siguiente: “causas de fuerza mayor”, “motivos morales suficientes y seguros”, “inconvenientes notables”, “razones graves personales o derivadas de circunstancias externas”, etcétera.
En resumen, la decisión de recurrir al acto conyugal sólo en periodos infecundos es lícita si existen serios motivos. Pero, ¿cuál es la causa por la que la continencia periódica sea lícita sólo con razones graves? Quizá nos ayude a comprenderla al pensar que Dios, en su Providencia, tiene dispuesto desde toda la eternidad el número de hijos que cada matrimonio debe tener. Si Él es infinito, y nada escapa a sus planes, mucho menos algo de tanta importancia como el número de almas que están destinadas a un fin imperecedero, es decir, que “serán” por toda la eternidad. Es por ello que Santo Tomás de Aquino hablando del incumplimiento de este deber llega a afirmar que “después del pecado de homicidio, que destruye la naturaleza humana ya formada, tal género de pecado parece seguirle, por impedir la generación de ella” (Contra Gentiles, III, 122).
Los esposos habrán de responder ante Dios de cómo han facilitado la obra creadora y habrán de dar cuenta del empeño que han puesto u omitido para que se cumplan los designios divinos. Lo “natural” es que los matrimonios reciban con generosidad los hijos que Dios les envíe, y que si se presentan circunstancias graves que aconsejen los medios naturales de evitar un nuevo hijo, esas circunstancias se reciban como algo extraordinario y con el ánimo de poner los medios para que desaparezcan los obstáculos. De lo contrario habría falta de rectitud, de intención, es decir, el ánimo de no aceptar la Voluntad de Dios.
Y nunca habrá que olvidar lo que enseña el Concilio Vaticano II: “Entre los cónyuges que cumplen la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que, de común acuerdo bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente” (Gaudium et spes, 50). Dios asiste ciertamente, de modo muy especial, a las familias numerosas, que ven siempre compensado su esfuerzo con una alegría honda y duradera.