Moreno vuelve una y otra vez a la bonita escena de 1531 -la Señora resplandeciente sobre el monte seco y pedregoso-, tratando de explicar la enormidad de la transformación que provocó. La situación en Nueva España era calamitosa, en lo que a la transmisión de la fe se refiere.

Los conquistadores encontraron una cultura bañada en sangre de inocentes, adoradora de dioses paganos que exigían sacrificios y cuya sed nunca se saciaba. Hasta 20.000 bebés, niños y adultos al día, torturados y desgarrados en las grandes pirámides, para asegurar la salida del sol y la regularidad de las lluvias.

Cuando los frailes franciscanos introducen la extraña idea de que la misericordia de Dios cae inmerecidamente sobre la tierra y sus habitantes, por un concepto llamado «amor divino», les parece incomprensible.

Pero las escenas de la película sobre los encuentros de Juan Diego con la Virgen revelan las claves de su éxito. (Tras su aparición, muchos millones se convirtieron, y se nos habla de sacerdotes acosados y hostigados por multitudes de hombres y mujeres que pedían el bautismo). Es su serena confianza y su cálida ternura, la de la madre perfecta, cuya sola mirada basta para calmar el corazón más atribulado. Sus palabras a Juan Diego han sido inmortalizadas:

«Escúchame y comprende bien, hijito mío, que nada debe asustarte ni afligirte. Que no se turbe tu corazón. No temas ninguna enfermedad ni angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi protección? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás feliz entre el pliegue de mi manto, entre la cruz de mis brazos?».

La Virgen (interpretada por Angelica Chong) habla a Juan Diego con infinita dulzura y serena fuerza, encomendándole una difícil tarea:

«Dile al obispo que me construya una casita en este llano… para que en ella exhiba y dé todo mi amor, compasión, ayuda y protección, porque soy tu madre misericordiosa».

En ese templo, dice, «escuchará allí sus lamentos y remediará todas sus miserias, aflicciones y penas.»

El espectador de cine que se entera por primera vez de la transformación radical de América lograda por la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe en el Tepeyac empieza a comprender. A un pueblo cuya concepción de lo divino era inseparable de la crueldad y el terror se le presentó en cambio un Dios de compasión, mediado por la ternura de la madre ideal, una ternura que pueden comprender como todos los humanos.

Ella les ofrece una visión trascendente en la que cada uno de ellos, desde el humilde Juan Diego hasta el más afligido, es atrapado por unos brazos suaves pero poderosos, unos brazos que acunan pero también alejan el terrible sadismo de los dioses paganos que tanto les arrebataron. En la imagen, ella está de pie sobre la luna y bloquea el sol, símbolos de los tiranos desechados.

Esta película es muy actual. Nuestra cultura moderna no es tan diferente de la que Nuestra Señora de Guadalupe transformó hace más de 500 años. También nosotros sufrimos bajo dioses extraños y sanguinarios, de individualismo radical y hedonismo. Nos afanamos por aplacar al dios de la riqueza y el honor, y nuestras familias implosionan. ¿El altar más común de nuestro sacrificio? El aborto, donde nuestros hijos no nacidos mueren por cientos de miles porque creemos que nos hace libres.

Puede que la Virgen vuelva a visitarnos y nos transforme de nuevo. Pero hasta que lo haga, esta película puede ser una señal para muchos de que el único Dios es el Dios del amor, y su madre es el camino seguro hacia Su Corazón.