El Espíritu Santo es persona real.
Segunda Parte: Estudio del Espíritu Santo.
TEMA 8: EL ESPÍRITU SANTO Y SU ACCIÓN SANTIFICADORA
8.1 El Espíritu Santo es una Persona divina
8.2 El Espíritu Santo y su acción santificadora en la Iglesia
8.3 ¿Cómo se realiza en el interior del hombre el proceso de santificación?
8.4 Virtudes infusas y dones del Espíritu Santo
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“Creemos en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria”
(Credo Niceno-constantinopolitano)
El efecto principal del sacramento de la Confirmación es transformarnos en perfectos cristianos, es decir, en imágenes vivas de Jesús, en otros Cristos. Viene a consolidar nuestras energías espirituales y nos eleva a un estado tal que nos da derecho a todas las gracias necesarias para realizar, en toda ocasión, los actos de un perfecto cristiano.
El signo sensible de este sacramento también refleja lo anterior. Se trata de una unción. En el Antiguo Testamento se ungía a los reyes, a los profetas, a los sacerdotes. Pensemos en alguna de esas unciones, la del rey David, por ejemplo. Llega hasta él el hombre de Dios y, al reconocerlo como elegido del Señor, lo unge. Dice así el libro de Samuel, capítulo 16:
10 Hizo pasar Jesé a sus siete hijos ante Samuel, pero Samuel dijo: "A ninguno de éstos ha elegido Yahvé."
11 Preguntó, pues, Samuel a Jesé: "¿No quedan ya más muchachos?" El respondió: "Todavía falta el más pequeño, que está guardando el rebaño." Dijo entonces Samuel a Jesé: "Manda que lo traigan, porque no comeremos hasta que haya venido."
12 Mandó, pues, que lo trajeran; era rubio, de bellos ojos y hermosa presencia. Dijo Yahvé: "Levántate y úngelo, porque éste es."
13 Tomó Samuel el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. Y a partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahvé. Samuel se levantó y se fue a Ramá.
El muchacho ha quedado lleno de aceite, empapado de él. El aceite le ha comunicado suavidad y fortalecimiento, pero sobre todo luz. Su rostro y sus miembros brillan con el resplandor del óleo que ha recibido en abundancia sobre su cabeza. David resplandece. Esa realidad visible es imagen de lo que ocurre en el alma del joven, y es también imagen de lo que ocurre en la del confirmado cuando es ungido por las manos episcopales. Su alma, desde ese momento, está hecha para brillar. Abierto al don de Dios, si se manifiesta fiel al proyecto divino, comenzará el resplandor de su alma, brillará con luz propia y podrá alumbrar a los demás. Ha sido capacitado para convertirse en perfecto cristiano, en santo. Nada le impide llegar a la cumbre de la vida espiritual, a la transformación en Cristo que le otorgará la Eucaristía.
La gracia de la Confirmación es, pues, disposición para la plenitud de vida interior y santificación personal, cuya realidad consumará la Eucaristía, y cuyos efectos derivarán en acciones sociales y frutos apostólicos.
En otras palabras, esta gracia sacramental hace posible que la acción santificadora del Espíritu divino pueda hacerse más y más intensa en nuestra alma, y nos capacita para realizar nuestras acciones como si se tratara de las mismas acciones de Cristo. Por ello, buscaremos en este capítulo, presentar nociones básicas sobre el Espíritu Santo y su acción santificadora.
Del Espíritu Santo nos habla Jesucristo: antes de Él nada sabíamos de la Tercera Persona divina. Los textos de la Sagrada Escritura en que aparece esta revelación los expusimos ya al tratar de la Santísima Trinidad (ver 3.1). Pero hemos de reconocer, sin embargo, que a pesar de la claridad de esa revelación, se suele hablar poco del Espíritu Santo, a pesar del movimiento carismático de renovación que se da en la Iglesia católica y en las Iglesias protestantes. Para muchos se trata de una cuestión ajena e incomprensible. ¿Qué, o quién es el Espíritu Santo?
Puestos a considerar razones por las que el Espíritu Santo es la Persona divina menos conocida, podríamos señalar:
1. Porque su acción propia (santificación) es una acción invisible.
2. Porque a nosotros nos resultan más familiares las nociones de padre y de hijo.
3. Porque el Espíritu Santo es quien revela a las otras dos Personas divinas: Él no se revela a Sí mismo.
4. Porque su nombre propio es el de Amor, que siempre es silencioso.
8.1 El Espíritu Santo es una Persona divina
La primera afirmación sobre el Espíritu Santo es designarlo como persona real. No es sólo una fuerza que nos permite actuar, sino también es un Ser activo. No es algo, sino alguien: es persona.
Que el Espíritu Santo sea persona se prueba con los siguientes datos de la Revelación:
-la fórmula trinitaria del Bautismo ,
-el nombre que le da Jesucristo (Paráclito = consolador, abogado), (Juan 14, 16 y 26; 15, 26; 16, 7)
-el hecho de que al Espíritu Santo se le aplican atributos personales, como ser maestro de la verdad (cf. Juan 14, 26), dar testimonio de Cristo (cf. Juan 15, 26); distribuir sus dones según quiere (cf. I Cor 12, 11); hablar y pedir (cf. Rom 8, 26-27); e incluso es posible entristecerlo (cf. Ef. 4, 30).
En efecto, el Espíritu Santo posee la plenitud del saber: es maestro de toda verdad, predice las cosas futuras (Juan 16, 13), escudriña los más profundos arcanos de la divinidad (I Cor 2, 10), inspira a los profetas del Antiguo Testamento (II Pedro 1, 21); su poder divino se manifiesta en el prodigio de la encarnación del Verbo (Lucas 1, 35; Mateo 1, 20) y en el milagro de Pentecostés (Lucas 24, 49; Hechos 2, 2-4); es el dispensador de la gracia: concede los dones extraordinarios de la gracia (I Cor 12, 11) y la gracia de la justificación en el Bautismo (Juan 3, 5) y en el sacramento de la Penitencia (Juan 20, 22); cf. también Romanos 5, 5; Gálatas 4, 6; 5, 22; etc.
Además de ser persona, el Espíritu Santo es Persona distinta del Padre y del Hijo, como se prueba por la fórmula trinitaria del sacramento del Bautismo, por la aparición del Espíritu Santo en el bautismo de Jesús bajo un símbolo especial y, sobre todo, por el discurso de despedida de Jesús, donde el Espíritu Santo se distingue del Padre y del Hijo, puesto que éstos son los que lo envían, y Él es el enviado:
“Si me aman, conservarán mis mandamientos, y Yo rogaré al Padre, y Él les dará otro Intercesor, que quede siempre con ustedes, el Espíritu de verdad” (Juan 14 15-17)
“El intercesor, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, Él les enseñará todo, recordándoles todo cuanto Yo les he dicho” (Juan 14, 26)
“Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mateo 28, 19)
8.2 El Espíritu Santo y su tarea santificadora
“Mirad qué difícil cosa hubiera sido a cada uno de nosotros salir de nuestra niñez natural sólo por nosotros mismos; pues esto mismo, tan difícil de lograr en lo que toca a nosotros, nos ha sido cosa fácil salir de ella a la sombra y amparo de una madre que Dios nos dio, que nos cuidó y nunca nos dejó de amparar, hasta que con sus cuidados y desvelos hemos logrado llegar a nuestro completo desarrollo…
Bien sabía el Divino Verbo, sabiduría infinita, que sin el Espíritu Santo de poco nos valiera que el Padre nos criara y que Él, habiéndose hecho hombre, nos redimiera; sin el Espíritu Santo no podríamos llegar a conseguir el fin para el que habíamos sido criados y redimidos, porque sin el Espíritu Santo no podemos conocer a Jesucristo, y menos amarlo” (F. J. DEL VALLE, Decenario al Espíritu Santo, MINOS, México 1983, p. 87, p. 90).
Como Amor personal entre el Padre y el Hijo, como suma expresión de la entrega y comunión entre ambos, la acción del Espíritu Santo en el mundo se ordena a la formación de una gran comunidad en la humanidad regenerada. De Cristo nace esta nueva comunidad cuya alma, principio de vida y corazón, es el Espíritu Santo. El Espíritu Santo vive primariamente en esta comunidad porque los individuos que la integran están llamados a llenarse de Él y participar de sus dones. Esta comunidad es la Iglesia.
“La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo” (Catecismo, 737).
En ella realiza el Espíritu Santo su tarea santificadora, transformando en Cristo a los que creen en Él. Y es que en el Espíritu Santo está Cristo próximo a los suyos, porque no ha sido su redención distante cuestión histórica y geográfica, ajena a la realidad personal e íntima de los que habríamos de creer. Mientras Jesús estuvo en la tierra, su cuerpo, su voz, sus acciones eran para nosotros la fuente de la gracia. Pero desde que su cuerpo fue glorificado por el Espíritu Santo, Jesús está al margen de las leyes del tiempo y del espacio; y arde del amor que es el Espíritu Santo que lo llena. Jesús puede así aproximarse a nosotros, estar entre nosotros con una nueva intimidad y nosotros podemos estar en Él:
“El que tiene el Espíritu no sólo se llamará cristiano, sino que tendrá al mismo Cristo. No es posible que estando en el Espíritu no esté también en Cristo” (SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. 13, s. Ep. Ad Rom, sec. 8).
San Pablo dijo a los Gálatas: “Todos ustedes son uno en Cristo Jesús”(3, 28). Tal identidad la expresó el mismo Jesús diciendo: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos” (Juan 15, 5). Esta afirmación es contundente; la unión de los cristianos con su Señor no es meramente de cariño y obediencia: es una unidad viva y orgánica. Los sarmientos no son simplemente una semilla que se saca de la vid para llevarla lejos de ella. La vid vive en los sarmientos y los sarmientos en la vid, por la misma vida de ésta. Así, nuestra unión con Cristo es tal, que Él vive en nosotros y nosotros en Él, por su misma vida.
Sería una pena ser católico y no percatarse de lo que eso significa, por lo mucho que nos estaríamos perdiendo: somos uno en Cristo, y nuestras acciones adquieren así un particular valor y una particular belleza. A partir de nuestro bautismo, ningún pensamiento, ningún afecto, ningún acto tienen ya el derecho de ser desgajados de ese nuevo yo que nació en cada uno. Nuestro obrar es propio, sí, pero mejor aún y en un sentido más pleno, es del Espíritu de Cristo, es de Dios. Así venimos a resultar nosotros -porque todo lo de Él es nuestro- poseedores del Universo entero, incluido este mundo terreno, el celestial y todos los posibles: “Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios”(I Cor 3, 23).
“Míos son los cielos y mía es la tierra;
mías son las gentes,
los justos son míos y míos los pecadores;
los ángeles son míos,
y la Madre de Dios y todas las cosas son mías,
y el mismo Dios es mío y para mí,
porque Cristo es mío y todo para mí”
(S. JUAN DE LA CRUZ, Dichos de luz y amor, n. 26)
Esta profunda realidad hace que el Magisterio enseñe, fundándose en la revelación, que la Iglesia, más allá de su realidad visible, jerárquica e institucional (así determinada también por Cristo)[1] sea un misterio que trasciende la razón: la Iglesia es el mismo Cristo que permanece en el mundo; el Cuerpo de Cristo, un cuerpo tan especial, que debe tener un nombre especial: el Cuerpo Místico de Cristo. Cristo es la Cabeza del Cuerpo; cada miembro bautizado es una parte viva, un miembro de ese Cuerpo, cuya alma es el Espíritu Santo.
“Felicitémonos y demos gracias por lo que hemos llegado a ser, no solamente cristianos sino el propio Cristo… Llénense de admiración y regocijo: hemos sido hechos Cristo” (S. AGUSTÍN , ev. Jo., 21, 8).
8.3 ¿Cómo se realiza en el interior del hombre el proceso de santificación?
El Espíritu Santo, santificador de los hombres, no se conforma como los artistas de la tierra con esculpir su ideal sobre la materia que transforma. Él mismo se introduce en aquel que quiere santificar, y habita y permanece en él, y lo mueve y compenetra. La historia sobrenatural de cada alma comienza con la llegada de ese Huésped al alma, pues su primer don no es otro que Él mismo, como lo asegura san Pablo: El Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Romanos 5, 5).
Dios en cierto modo se ha visto obligado a venir Él mismo para llevar a efecto en nosotros su obra santificadora, involucrándose personalmente en ella. No es un artífice extraño y ajeno que guía desde lejos, sino Alguien que se compromete en una misteriosa solidaridad por la que actúa con nosotros, por nosotros y en nosotros. Vino a unirse a nuestras frágiles potencias para hacernos capaces de “realizar obras de vida eterna”. El resultado de esa presencia suya en el alma es la deificación que en ella produce, siendo la gracia el efecto creado de la realidad increada que nos habita.
¿Cómo actúa en el psiquismo humano esa realidad del Espíritu y, por tanto, de la gracia que recibimos como efecto de su presencia? Quizá lo primero sea señalar que la gracia infundida en el alma no resulta algo ajeno al modo propio del ser del hombre.
No es como una prótesis o un cuerpo extraño, algo así como un diamante colocado en el centro de una nuez. No. La gracia es donada para animar una naturaleza viva, poseedora de una vida sensitiva y de una vida intelectual, y ella, la gracia, viene a injertarse respetando plenamente la realidad concreta del organismo vivo en el que inhiere. Luego de asimilarse a él, lo sublima. Pero antes la gracia se ha asimilado a él, porque la gracia es también vida, vida que se hace presente, vivificando todos los ámbitos del psiquismo que la recibe.
La gracia arraiga en la esencia del alma, que es principio vital y que actúa a través de sus miembros, de sus potencias operativas. Al injertarse en el psiquismo humano, la gracia (que es también, como dijimos, vida y movimiento), tiene también sus miembros propios, sus potencias para la acción. Ella cubre cada facultad y cada sentido natural con sus propias facultades y sentidos. Entonces la persona avanza hacia la meta, que es la unión en la Trinidad, precisamente mediante esa nueva actividad de sus facultades naturales actuadas por otras que pertenecen a ese orden recién inaugurado.
Esos miembros y facultades nuevas son las virtudes infusas y los dones: la gracia viene siempre acompañada de ellos y se llama, precisamente por eso, gracia de las virtudes y de los dones [2]. El proceso es claro: Dios llega al alma y su efecto creado es la gracia que, injertada en una concreta realidad natural, vivifica con una nueva vida todo el psiquismo a través de sus facultades, que son las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo [3].
8.4 Virtudes infusas y dones del Espíritu Santo
Dijimos que la gracia santificante es el efecto creado de la presencia de Dios en el alma. A ella la acompañan las virtudes infusas, tanto las teologales como las morales. Con las primeras, fe, esperanza y caridad, accedemos a Dios, que es su objeto propio; con las segundas, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, logramos la armonía necesaria para dirigirnos hacia Él. Pero Dios quiso en su bondad enriquecernos por encima de las virtudes, y nos proporciona otros carismas que disponen nuestras facultades para ser dóciles instrumentos del Artista divino. Es entonces cuando decimos que operan los dones, como regalos suyos. Si con las virtudes morales nos adecentamos para estar con Dios, y con las teologales llegamos a su presencia, con los dones es Él quien nos inunda. En el primer caso nos es posible ejercitarnos en actos de fe, esperanza o amor y de cualquier virtud moral; en el segundo no nos ejercitamos nosotros, son los dones los que operan. Como si luego de nuestros intentos por tocar un techo electrificado al fin lo logramos, y comenzamos entonces a recibir el fluido eléctrico.
Así, pues, la actividad santificadora del Espíritu Santo en nuestro interior se desarrolla a través de las virtudes infusas y de los dones. La diferencia fundamental entre unas y otros no procede del objeto al que se dirigen, o de su campo de acción, que en realidad es el mismo (por ejemplo, tanto la fortaleza como virtud como la fortaleza como don hacen relación a las empresas arduas), sino del diferente modo en que obran en nuestra alma. Santo Tomás lo explica diciendo que Dios puede intervenir en nosotros de dos maneras. En la primera, Él actúa a través de las virtudes infusas, acomodándose al modo humano de obrar de nuestras potencias. Con nuestras capacidades naturales buscamos los medios mejores para alcanzar nuestro fin, y para tal efecto tomamos decisiones en ese sentido. Dios sobrenaturaliza esas operaciones dándonos gracias actuales, pero deja en nuestras manos la iniciativa que procede de las reglas de la prudencia o de la razón humana. Si bien es cierto que en las virtudes infusas nos mueve la gracia, también lo es que estamos actuando al modo humano, según la forma de ser propia de nuestras potencias. Entonces -siempre, repetimos, con la ayuda de la gracia- investigamos, discurrimos, resolvemos, nos decidimos por los medios mejores que nos llevan a Dios.
Sin embargo, para la unión con Dios necesitamos ir más allá de lo humano. Es entonces cuando intervienen los dones del Espíritu Santo [“Dona a virtutibus distinguuntur in hoc quod virtutes perficiunt ad actus modo humano, sed dona ultra humanum modum” (III Sent., d. 34, q. 1, a. 1)]. Los dones resultan necesarios para la unión con Dios porque las facultades humanas sobre las que descansan las virtudes infusas no disponen sino de medios de obrar inferiores a su objeto divino. Con las virtudes no trascendemos el estilo humano, y procedemos por razonamiento, reflexión, consideración de oportunidades, conveniencias, licitud, según las medidas humanas en torno a las cuales emitimos un juicio o llegamos a una convicción interior, siempre a través de búsquedas y valoraciones y, por tanto, con cierta lentitud y cautela. Dios obra en nosotros también de otro modo, el modo de los dones, modo que resulta superior al humano [4]. Podemos identificar tal acción por su carácter repentino, por una percepción apoyada en razones superiores, captadas casi sin discurso previo. Podemos descubrirla también en la facilidad de la intuición que se revela en la decisión y fortaleza del obrar, así como también en una sublimidad de la piedad que aparece eventualmente en la dulzura, la suavidad y el transporte en la oración.
Las virtudes se quedan, por decirlo así, en la superficie, en la corteza; la acción de los dones es íntima, penetrante, transformadora. Si hasta el más encumbrado de los serafines es indigno de la intimidad divina, ¿qué decir de nuestra naturaleza herida, manchada, enferma y pecadora? Si los grandes maestros, como san Juan de la Cruz, describen con mano precisa y visión de místico hasta los menores defectos que impiden llegar a Dios, ¿no será necesaria la acción del Espíritu Santo para descubrirlos, extirparlos y arrancarlos? De nuestra alma ha de surgir una perfectísima obra de arte, y el fin de los dones no es sino hacer posible en nosotros la acción del Artista divino.
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[1] “Cristo, el único Mediador, estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como un organismo visible… La Iglesia es a la vez:
-sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo;
-el grupo visible y la comunidad espiritual;
-la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo” (Catecismo, 771).
[2] Ver S. Th., III, q. 62, a. 2: ‘Utrum gratia sacramentalis aliquid addat super gratiam virtutum et donorum’, donde enseña el santo que la gracia santificante perfecciona la esencia del alma y con ella descienden a las potencias las virtudes infusas y los siete dones del Espíritu Santo.
[3] Esas virtudes se llaman infusas precisamente porque se infunden juntamente con la gracia santificante.
[4]Martín Descalzo los llama suplemento de alma: “Sólo el Espíritu Santo daría a los creyentes aquel suplemento de alma que sería necesario para entenderle (a Jesús)” (Vida y misterio de Jesús de Nazaret, Sígueme, Salamanca 1998, p. 283).
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