Un aplauso a los trabajos del hogar

Unaplausoalosuquehaceresdelhogar.encuentr.com.intBeata Ángela Salawa Eligió el trabajo de empleada doméstica pudiendo dedicarse a otra profesión…Y se hizo santa.

¿Me dice cuál es su nombre completo, por favor?: —Fulana de Tal y tal.

¿Edad?: —como unos 23 ó 25 años….

¿Lugar de nacimiento?: —Pijijiapan de Juárez, el chico.

¿En qué Estado se encuentra eso? —En el estado (lamentable) de Chiapas.

¿Su profesión? —Ninguna…. Es que soy sirvienta.

Mejor ya no sigamos con el cuestionario. Duele mucho oír este tipo de respuestas. Hay miles de personas así, que se sienten nada y piensan que su trabajo es de segunda o tercera categoría…, o ni trabajo es. ¿Por qué ha pasado esto? ¿Quién ha metido en la sociedad la idea de que, en una escala descendente y rápida, hay profesiones (y, por tanto, se llama profesionistas sólo a algunos elegidos), y debajo están los empleos, luego los oficios, los trabajos y…. las chambas? ¿Y que, entre en una de éstas últimas categorías, están los trabajos domésticos? Estamos muy habituados a ese extraño modo de razonar. Por eso andamos como andamos: calificamos de menos importante para la sociedad la labor de un bombero, un taxista, una ama de casa o de un policía, que la de un empresario, banquero, embajador, político o rector de universidad. Y, en realidad, todos los trabajos nobles debieran ser considerados auténticas profesiones, de vital importancia para la sociedad.

El valor del trabajo no se mide sólo por el sueldo

Hay muchas razones para explicar este complejo problema social. Pero hay una que es más sencilla de comprender. Lo dice —por cierto muy mal dicho— un refrán: tanto ganas, tanto vales. Tu trabajo se valora socialmente por los billetes o monedas que recibes como sueldo en la quincena. ¿Te parece bien que éste sea el más importante criterio para distinguir un trabajo de otro? ¿Es que no es valiosísimo el trabajo de los que no reciben nunca un peso, o muy pocos pesos por lo que laboran? Pregúntale a tu mamá cuánto le ha pagado de sueldo su esposo por ocuparse de la casa, de los niños, de todo, durante decenas de años…. No le paga nada, pero ella hace, feliz, un auténtico trabajo doméstico que es esencial y absolutamente imprescindible en la vida de los seres humanos, porque no se puede suplir con nada.

Lo mismo podríamos decir de otros trabajos de gran contenido humano, pero que este mundo tan materializado casi no valora, ni reconoce o incluso desprecia y paga mal. El de la enfermera cariñosa que es capaz de no dormir por cuidar a un paciente en un hospital o asilo, que quizá nunca sabrá quién era esa mujer que le hizo tan maternales servicios. El de la sencilla y olvidada maestra de pueblo que, por su abnegación de años, ha abierto la puerta del futuro a centenares de niños, enseñándoles a leer, a hacer sumas y restas y tantas cosas, sobre todo forjando en ellos las virtudes.

No quiere decir esto que las mujeres sólo puedan o deban dedicarse a unos trabajos y no a otros. El inmenso campo profesional del mundo moderno está abierto por completo a ellas y ellos, pero no por eso hay que dejar de lado algunos trabajos en los que sólo las mujeres son auténticas profesionales por sus exclusivas cualidades femeninas. Las mujeres pueden contribuir a algo de inmensa trascendencia en la sociedad: vale más criar y educar bien a un niño o cuidar y salvar a un enfermo, que producir millones de radios o televisiones en una industria…. Pero si todo, o casi todo se quiere medir con pesos y según sirva para producir más pesos, y no para hacer mejores a los seres humanos, es que algo anda muy mal en la sociedad.

Te presento a una de esas mujeres, como hay y ha habido millones en la historia, que ha trabajado ocultamente, pero dejando una profunda huella. No es “una sirvienta”. Es Ángela Salawa. Una polaca del siglo XX, que ha amado su profesión, gastando su vida entera en los traba­jos domésticos. Por ahora es casi desconocida fuera de su patria.

Con los zapatos al hombro

Quizá Ángela no pensaba ni de lejos que iba camino de los alta­res cuando después de cada jornada —siempre más o menos la misma— acababa cansada. Sus manos se agrietaban y se hacían callosas con los años, pero eso le preocupaba muy poco. Todo lo hacía procurando poner amor en sus faenas. Cada día por la mañana, casi de madrugada, quizá tendría que salir de com­pras por las frías callejuelas de Cracovia y toparse luego con la misma estufa que le ahumaba techos y paredes, o unas fatigosas limpiezas caseras. Pero, sin darse casi cuenta, iba creciendo dentro de ella algo difícil de explicar, que la hacía feliz. Ya lo había dicho Santa Teresa de Jesús, hace cuatro siglos: a Dios también se le puede encontrar entre las ollas y cazuelas de una cocina.

Ángela Salawa nace a fines del siglo XIX. Fue la undécima de doce hermanos, hija de una familia campe­sina de Siepraw, un pueblo cercano a Cracovia. Al cumplir los dieciséis años salió de allí para trabajar en la vecina y gran ciudad. Poco podía llevar de equipaje y llegó descalza para no maltratar su único par de za­patos. Encontrar trabajo no era nada fácil; había entonces miseria, hambre, desempleo y más para una empleada doméstica Su hermana Teresa —que ya era empleada desde hace tiempo en otra casa— le sirvió de apoyo, hasta que, dos años después, una muerte repentina quitó a Ángela esta compañía. Era duro estar lejos de casa, siendo aún muy joven, y sen­tir tan de pronto la soledad. Fue su primer encuentro con el dolor… A partir de este suceso, tomó un día la resolución firme de dedicar su vida entera a ser empleada del hogar. Pero no sólo eso. Comenzó a ejercer un apostolado activo entre las sirvientas de la ciudad, de quienes se convirtió, sin proponérselo, en un modelo discreto pero luminoso.

Hacer agradable un hogar de familia

Su biografía, en sí, tiene poca originalidad. Es similar a la de muchas mujeres que hay en tantos hogares, donde vive ….una Marcelina, una Josefina, una Sofía, María ó Teódula… No es que trabajen allí y ya…. No. Son parte fundamental de esa familia. Son dos ojos de más y un corazón extra al de mamá para estar al tanto de todo. Hablan poco, pero su presencia da paz, confianza, cuando son sinceras y fieles. Comparten las alegrías y penas de padres e hijos, y les acompañan por una, dos o hasta tres generaciones. No se sienten menos ni están acomplejadas por lo que hacen. Están orgullosas de su vocación profesional y se saben tan importantes o más que muchas otras mujeres, porque la casa donde laboran es también suya, la cuidan a veces mejor que nadie. El trabajo doméstico es de esas pocas profesiones que tienen la gracia de dar calor y luz a la vida de los seres humanos, a diferencia de otras ocupaciones que, con tanta frecuencia, la gente llama «brillantes» sólo porque sus protago­nistas están demasiado a la vista; o creen que por lucirse en público ya contribuyen al bien de la sociedad, pero quizá hasta la corrompen con sucios negocios, a los que llaman mi oficina, mis grandes asuntos o mis importantes clientes…

El trabajo del hogar no debe ser, como ningún otro, de segunda o tercera categoría. Es tan valioso y digno como todos. Porque lo que da más valor a ésta o a cualquier profesión, no es lo que se hace como tal, ni el dinero que se gana con él, sino cómo se hace: si se realiza con empeño, con calidad, con ilusión, con afán de aprender a hacerlo mejor y para quién se hace: especialmente si se considera un servicio a los demás. Ángela Salawa nos dice esto con su vida sencilla.

El trabajo de una ama de casa o de una empleada del hogar es escondido, pero ne­cesario e indispensable: el trabajo sacrificado y no aparente, que no se ve aplaudido y que quizá no encuentra siquiera gratitud y reconocimiento. El trabajo humilde, repetido, monótono, y por consiguiente heroico, de una innumerable multitud de madres y de jóvenes mujeres, que con su fatiga co­tidiana contribuyen al equilibrio económico de tantas familias y que re­suelve tantas situaciones difíciles y precarias, ayudando a padres lejanos o a hermanos necesitados.[1]

El orgullo de ser empleada del hogar

Ángela fue contratada en casa de un matrimonio joven, en un barrio bien conocido de Cracovia, donde fue muy estimada por su laboriosidad. No la trataban como si fuera una criada, una recamarera, afanadora de hotel o fregadora de pisos. Amo mi trabajo —decía— porque en él encuentro una excelente ocasión de trabajar mucho y de orar mucho; y fuera de esto, no deseo nada más en el mundo . Ángela trabajó incansable muchos años hasta que un día, no se sabe por qué, la despidieron injustamente. Quizá causaba «problemas». A lo mejor la veían feo sus com­pañeras o sus patrones, porque hacía las cosas bien y se corrían chismes. Es que, con frecuencia, cuando alguien se empeña en trabajar bien suele despertar envidias. Y es que, servir bien, con gusto, no es cómodo para otros que comparten a regañadientes el mismo oficio: engendra malos humores, descontento por el trabajo que realizan los otros. Es posible que Ángela no se conformara con salir del paso y cumplir con lo mínimo. Ni tenía la mentalidad de ganar el mejor sueldo con muy poco trabajo en espera de encontrar un empleo mejor.

No cabe duda que Ángela es un ejemplo «incómodo», su perfil puede irritar a muchos que piensan que cuando una mujer se dedica al trabajo del hogar es sólo porque no sirve para otra cosa, o se trata de una implacable imposición de las circunstancias. A veces lo es, y es muy doloroso. Pero, si no se le considera una profesión, no es por culpa de las que la ejercen, sino de los demás, que no le dan su valor o la desprecian. Una profesión mal pagada, poco reconocida, humilla a cualquiera, sea el trabajo que sea. Las cosas deberían cambiar. Todo trabajo que suponga prestar un servicio de profundo contenido humano, merece un lugar altísimo en la sociedad.

De Ángela, dicen los que la conocieron, que era alegre, guapa, diná­mica e inteligente. Estaba llena de amabilidad, de buen trato y le gus­taba vestirse bien, con buen gusto, dentro de sus escasos recursos. Escogió gustosamente dedicarse a los trabajos domésticos, pudiendo dedicarse quizá a otra profesión. He ele­gido libremente el trabajo de empleada doméstica en la confianza de que perseverando en esa condición estoy correspondiendo al deseo de Dios . Des­cubrió el sentido más profundo del trabajo: servir. Dejó escrito en su Diario una rica herencia, reflejo de la profundidad de su alma. Tenía pocos estudios y cultura, y por eso no pudo conocer el gran valor sobrenatural de su vida, que mil seiscientos años antes elogió uno de los oradores más grandes de la historia: Es posible, incluso en el mercado o en un paseo solitario, hacer una frecuente y fervorosa oración. Sentados en vuestra tienda, comprando o vendiendo, o incluso haciendo la cocina[2].

En 1911 Ángela sufrió muchísimo. A una dolorosa y larga enfermedad del estómago se unieron la muerte de su madre y también de la se­ñora para quien trabajaba, las dos personas que más quería en el mundo. Se agu­dizó el dolor al recibir la noticia de que su madre no le había dejado nada en el testamento, porque pensaba que no tendría necesidad. Además, se vio abandonada por sus compañeras a las que ya no podría reunir en su casa. Comenzada la Primera Guerra Mundial, en 1914, en los ratos libres que le dejaba su trabajo doméstico, asistía a los heridos en los hospitales de Cracovia. Muchos de ellos —sin que Ángela lo supiera— le llamaban «la señorita santa».

Dos años después hubo que dejar el trabajo que tenía, pues el patrón volvió a casarse y su nueva mujer le hizo la vida muy difícil. Un día la acusó falsamente de haber robado algo y Ángela, enferma, hubo de buscar otro empleo. Había que comenzar de nuevo (¡qué difícil!), llevar con cier­ta elegancia sus dolores, sin hacerlo notar, y trabajar con nuevo empeño, que es lo mismo que decir con amor a lo que se hace y por quienes se hace.

Como lo haría Ángela, las empleadas domésticas son las que pueden contribuir, tantas veces, calladamente y sin aparecer demasiado, en la buena marcha de la casa, de convertir en hogar acogedor y amable una casa de familia, ayudando en la educación de los hijos, la atención de las personas ancia­nas o enfermas que viven allí. Por eso es tan necesario darles una buena preparación profesional, y ayudarles a adquirir una madurez notable —entereza de ánimo— para compartir la suerte y dificultades de la familia. Y sobre todo mantenerles un deseo sincero, en cuerpo y alma, de convertir sus jornadas en servir y servir bien, porque su trabajo consiste en extralimitarse alegremente. Darse todo, en serio, y con todo lo que uno tiene por amor a otros. Por eso, la sociedad está obligada a reconocer mucho más su trabajo. Debieran ganar mejores sueldos y tener acceso a la cultura, capacitarse y vestirse como mujeres que ejercen una profesión, asegurarse su futuro y atención médica. Y, con el tiempo, que el trabajo doméstico sea una carrera profesional que se pueda estudiar, como todas… Y tener una habitación digna y no ser tratadas como personas de segunda, porque no lo son. No va de acuerdo a su dignidad que se les mande todo, ni se les de más trabajo sólo por los cómodos caprichos y clasismos de la patrona, que le deja lo más duro o desagradable. Ni tampoco que el señorito comodón de la casa le pida ahorita, fuera de hora, algo de comer porque se le antoja.

Servir hasta la muerte

El 30 de mayo de 1921 Ángela escribió en su diario: Reconsiderando mi vida, creo estar en aquella vocación, lugar y estado al que me llamó Dios desde que era niña . Poco después enfermó gravemente. No pudiendo tra­bajar más, hubo de salir de la casa donde prestaba sus servicios y alo­jarse en una estrechísima habitación del último piso de un edificio Allí sufrió soledad y padeció sufrimientos continuos, con gran paz y aban­dono en Dios, que ofrecía para expiar los pecados del mundo y la expansión misionera de la Iglesia. Cuando se agravó, le llevaron a un hos­pital donde recibió la atención de un sacerdote. Murió con inmensa se­renidad el 12 de marzo de 1922, mientras le acompañaban algunas de sus ami­gas. Su fama de santidad se difundió muy pronto en toda Polonia.

La Iglesia que siempre ha proclamado la dignidad de la mujer —en contra de los abusos y humillaciones de que ha sido objeto a lo largo de los si­glos—, siente la urgente necesidad de que se dé a esta profesión del trabajo doméstico, y al trabajo de las amas de casa, el valor que tiene. Así se dará a muchas mujeres la oportunidad de poner en juego sus propias cualidades (¡tienen tantas!) para la elevada misión, que sólo ellas pueden cumplir, de hacer más humana, amable y digna la vida de todos los seres humanos.

Algún día nuestra sociedad entenderá muy bien estas palabras: ¡Mi aplauso —dice Juan Pablo II— se dirige, pues, a todas las mujeres empeñadas en la actividad doméstica…! Yo quisiera exhortaros a trabajar sobre todo con amor en las familias en las que estáis acogidas. Vivimos unos tiempos difíciles y complicados que (…) han traído la confusión a las familias, a las que vosotras po­déis proporcionar — con vuestra presencia— serenidad, paz, esperanza, ale­gría, consuelo y aliento para el bien, especialmente allí donde hay perso­nas ancianas, enfermas, o que sufren, niños minusválidos, jóvenes desviados o equivocados. ¡No hay código alguno que prescriba la sonrisa. Pero voso­tras podéis proporcionarla! Podéis ser alivio de la bondad dentro de la familia. ¡¡Amad vuestro trabajo. Amad a las personas con quienes colaboráis!! Del amor y de la bondad nacen también vuestra alegría y vuestra satisfac­ción! [3]

Ángela Salawa fue beatificada por Juan Pablo II el 13 de agosto de 1991. Ella deja un ejemplo que abrirá los ojos a muchas mujeres que tienen el deseo de dar todo de sí mismas para vivir una vocación de esta categoría. Y Dios, que alaba y enaltece tantas veces a quienes el mundo no conoce y desprecia, también quiere que la tierra entera dé a estas mujeres el aplauso que merecen y aún no han recibido. Ya era hora.


[1] Juan Pablo II, Discurso, 29 de abril de 1979.

[2] San Juan Crisóstomo, Homilía. Cfr. PG 63, 583A.

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