El papado, un título para comprar

Desafortunadamente otra época gris para la Iglesia, pues los movimientos políticos ofrecían indignamente el título de papa al mejor postor.

Benedicto IX

 

Aunque no todos los horrores y miserias contados por los cronistas sean demostrables ni respondieran a la verdad, sí parece cierto que esas exageraciones tenían un fundamento real. Por ejemplo, Benedicto IX tendría seguramente más de doce años cuando fue elegido papa, pero desde luego, no habría cumplido los quince. Su padre, Alberico, era hermano de los dos papas precedentes, y pagó lo necesario para que el joven Teofilacto, conde de Túsculo, sucediera a sus tíos. La entronización tuvo lugar el 27 de agosto o el 3 de septiembre del año 1032.

 

Benedicto IX conseguiría sin demasiado esfuerzo descender a los niveles de sus antepasados más despreciables -las célebres libertinas Teodora y Marozia- y tendría a gala conducirse siguiendo los ejemplos más execrables de su lejano predecesor Juan XII. Desiderio de Montecassino, un cronista benedictino que llegaría a ser papa con el nombre de Víctor III, se sintió avergonzado al relatar determinados pormenores de las bajezas de Benedicto IX.

 

Demasiado esclavo de sus personales pasiones, aquel papa depravado no fue más que un juguete en las manos del emperador, en cuya corte residiría algunos años hacia 1037 ó 1039. Regresó a la Urbe, pero los romanos se hartaron pronto de él: en septiembre del 1044 un levantamiento popular, alentado por los Crescencios, la familia rival, le expulsó de la ciudad. Se ofreció entonces la tiara a quien más pagó por ella: Silvestre III, al que consagraron el 20 de enero del año 1045. Pero unos días después, el 10 de febrero siguiente, los hombres de Benedicto IX hicieron huir al usurpador.

 

Benedicto reanudó sus funciones el 10 de abril, pero su corazón y su cabeza estaban lejos. Había experimentado que el trono de San Pedro no era precisamente divertido. ¡Al menos que le sirviera para hacer dinero! Consecuente con la idea, tres semanas más tarde cedió su puesto por 1.500 libras de oro a su propio padrino, el arcipreste Juan Graciano, que tomó el nombre de Gregorio VI.

 

Nunca se había visto cosa igual. Para salir de tan extraña situación, romper la confusión y establecer, sin la menor duda, los derechos de un tercero, Clemente II, el rey Enrique III hizo que se despojara oficialmente a Benedicto IX de todos sus títulos y prerrogativas. Era diciembre del año 1046. Pero en menos de un año, la muerte de Clemente II -en octubre del 1047- proporcionaba inesperadamente a Benedicto la ocasión de acceder de nuevo al trono pontificio, en el que se mantuvo hasta que Bonifacio, de Toscana, debidamente respaldado por el emperador Enrique III, logrará expulsarle el 16 de julio del 1048. Sin embargo, hasta que falleció, a fines del año 1055, aquel papa de ida y vuelta no cesó de reivindicar el título que con tanto desapego había vendido tiempo atrás.

Fue ciertamente un personaje poco recomendable.

 

No obstante, quedó entre las costumbres del papado -y ha llegado hasta hoy- una tradición iniciada por él: la de que el papa elija su propio escudo, sus propios blasones.

Y no deja de ser admirable y paradójico que, mientras en Roma se ofrecía el espectáculo descrito, la santidad se imponía por todas partes, saltando los muros de los monasterios. Era el tiempo de san Esteban de Hungría (muerto en 1038), de san Canuto de Dinamarca (1035), de san Eduardo de Inglaterra (1066), de san Enrique II de Alemania, de santa Cunegunda, etc.

Silvestre III

 

El 20 de enero del 1045 el partido de los Crescencio hizo consagrar papa al cardenal Juan, obispo de Sabina, para sustituir a Benedicto IX, expulsado del trono. Juan tomó el nombre de Silvestre III. Pero el 10 de febrero es decir, a los veinte días- tuvo que huir ante la amenaza de Benedicto IX, que volvió a Roma para recuperar la tiara.

 

En el sínodo de Sutri, el rey Enrique III le declaró formalmente desposeído de su cargo, aunque se le permitió que continuara rigiendo su diócesis de Sabina.

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