“Cansado estoy de mis quejidos; todas las noches inundo de llanto mi lecho, riego mi cama con mis lágrimas. Mis ojos se consumen por el pesar; se han envejecido a causa de todos mis adversarios.” (Salmo 6, 6-7)
Al mirar atrás, a aquel día de desolación que viví tras el abandono de mi esposo un día que quisiera olvidar, sentí que el mundo se derrumbaba frente a mí y que toda posibilidad de volver a ser feliz, de reír y disfrutar de la vida, desaparecía… aun cuando la vida seguía mientras Dios lo permitiera.
Con el paso de los años, comprendí que es posible lamentar la muerte de los vivos y sentirse, como dice un dicho popular, “viuda de muerto en pie ”. Es la muerte de todo lo que se conocía y se vivió con el ser amado; la muerte de los sueños y de una familia intacta. La muerte de una persona que desaparece de tu vida, y a la que aún amas, aunque para el resto del mundo no esté desaparecida. Es un duelo, y también un proceso que Dios puede usar para llevarnos a un lugar de sanidad, plenitud y felicidad.
Poco a poco me fui acercando a Dios, de quien me había alejado. Me dio esperanza pensar que las cosas mejorarían algún día y que eventualmente estaría bien. Hoy, después de tanto dolor, tantas lágrimas, noches en vela y soledad, puedo darme cuenta de que Dios tiene un plan para cada uno y que todo tiene un propósito. Nos muestra que, para vivir la resurrección, es necesario pasar por la cruz.
Dios es completamente capaz de consolarnos en nuestro dolor y de darnos paz en medio de la incertidumbre y la confusión, sabiendo que nunca estamos solas en el proceso de sanar nuestros corazones y restaurar nuestras vidas como hijas amadas de nuestro Padre Dios.
Con una fe sólida y un compromiso con nosotras mismas de seguir adelante, podremos sentirnos plenas y vivir de una vez por todas unidas a nuestras familias.
Sí, han pasado muchos años de una separación que nunca quise, aunque el dolor aún aparece de vez en cuando, es un dolor distinto. Quizás ya no es por nosotras, las esposas abandonadas, sino por aquellos que abandonaron sus hogares en busca de “su felicidad”, sin darse cuenta de que, al dejarlo todo, ¡se estaban perdiendo de todo!
Se perdieron de ver crecer a los hijos y de disfrutar cada etapa. Dejaron de estar presentes en cada acontecimiento especial: cumpleaños, grados, bodas, nacimientos de nietos y verlos crecer. Hoy puedo decir que tengo lo mejor de los dos: nuestros hijos y nietos. ¡Ellos se lo perdieron y siguen perdiéndose lo mejor!
“Esposas, sométanse a sus maridos como conviene entre cristianos. Maridos, amen a sus esposas y no les amarguen la vida. Hijos, obedezcan a sus padres en todo, porque eso es lo correcto entre cristianos. Padres, no sean pesados con sus hijos, para que no se desanimen.” (Colosenses 3, 18-22)
Jesús, las heridas que dejó mi separación son muy profundas en mi alma, y contigo he podido sanar. Me has dado paz, entendimiento y esperanza para seguir. He vuelto a sonreír y a amar la vida de nuevo, aunque las cosas no salieran como pensaba o deseaba. Desde el momento en que sentí que me amabas y que no estaba sola, comencé a confiar en Ti, aceptando lo que vendría en mi futuro, y haciéndolo con el gozo y la paz que sólo provienen de Ti. Amén.
Por Luce Bustillo Schott