Hacer muy bien el trabajo de todos los días

Josemaría Escrivá

(1902 – 1975)

Junto a la Laguna de Chapala, en Jalisco

  

Es el mes de junio de 1970. Hace mucho calor, por más que la laguna de Chapala deja sentir de vez en cuando un poco de viento fresco en los alrededores de Jaltepec, una casa destinada a conferencias, retiros espirituales y otras actividades formativas, a unos 50 kilómetros de Guadalajara. Está enclavada a media altura de uno de los cerros. Allí pasa unos días Josemaría Escrivá, sacerdote, durante su estancia de cuarenta días en México, a donde vino, desde Roma, para rezar ante la Virgen de Guadalupe. Así explicaba la razón de su primer y único viaje a estas tierras: He venido a México a hacer esta novena a Nuestra Madre (…). Y creo que puedo decir que la quiero tanto como los mexicanos la quieren.

 

A medio día se retira un momento a descansar a su habitación. Hay allí, frente a la cama, un cuadro que representa a la Guadalupana dando una flor al indio Juan Diego. La ha mirado varias veces con cariño, pero esta vez le sale del alma en alta voz esta sencilla plegaria:  —Quisiera morir así: mirando a la Virgen Santísima y que Ella me entregase una flor…

 

Pasaron cinco años. También fue un día de junio, pero esta vez en Roma donde vive desde 1946. Josemaría Escrivá comienza un día más de su vida, tan normal como todos. A eso del medio día interrumpe su actividad pues se siente mal. Al llegar a casa, sube hasta el segundo piso para ir a la oficina donde trabaja habitualmente. Sobre la pared de la izquierda hay un hermoso cuadro de la Virgen de Guadalupe, que hace muchos años le trajeron de México. Al entrar, como era su habitual costumbre, la mira con afecto diciéndole algo con el corazón. Y luego, apoyado en el quicio de la puerta, llama con voz débil a los que le acompañan: — "No me siento bien"… Y se desploma en el suelo. Es un ataque cardíaco repentino.

 

Todavía respira cuando se hace todo lo posible por reanimarle, y darle los últimos auxilios, pero ya no responde. Su cuerpo está tendido en aquella habitación donde se ha consumido trabajando muchísimos años. La Virgen le cumplió aquella plegaria, hecha en México, antes de llevarle a la eternidad. No es casualidad que haya terminado así su vida —en su cuarto de trabajo—  un hombre que dedicó la vida por completo a enseñar a muchos miles de personas de toda edad y condición a santificarse haciendo bien su diario quehacer imitando a Jesucristo en los treinta años de vida oculta en Nazaret….

Pero todo se entenderá un poco mejor si comenzamos por el principio….

 

Huellas de pisadas en la nieve

  

Había nacido el 9 de enero de 1902. Era un muchacho alegre, educado en una piedad profunda, despierto y sencillo, buen estudiante. Normal como todos. Abandonó más tarde su ciudad natal (Barbastro, España), para trasladarse a Logroño con su familia. Aquí tuvo, a los dieciséis años de edad, el primer presentimiento de que Dios le llamaba para cumplir una misión que aún desconocía. Fue a finales de diciembre de 1917 o principios de 1918, un día que la temperatura descendió hasta dieciséis grados bajo cero, como no se había visto desde tiempo atrás. Las calles y los árboles estaban a rebosar de nieve. Fue en la mañana, al salir de casa, cuando Josemaría advirtió delante de sí las señales de unas pisadas aún intactas sobre la nieve: eran huellas de pies descalzos de un fraile carmelita, que se dirigía a su convento en las afueras de la ciudad. Este detalle de heroica abnegación y de generosidad causó una profunda impresión al muchacho y le llevó a reflexionar acerca de lo que un hombre es capaz de hacer cuando su corazón está lleno del amor a Dios. Y desde aquel momento Josemaría no pudo desprenderse de esta quemante pregunta: si aquel carmelita es capaz de tanto sacrificio por amor al Señor, ¿no voy yo a ser capaz de ofrecerle nada? A partir de ese día siente una sed insaciable de Dios y nota que le pide una mayor disponibilidad para dedicarse por entero a El. Este hecho le lleva a la Comunión diaria, a la purificación, a la Confesión frecuente, y decide hacerse sacerdote.

 

 

Las lágrimas de su padre

 

El padre de Josemaría, comerciante de tejidos, era hombre noble, trabajador, cariñoso. Su madre, una mujer decidida, bella y sencilla, estuvo siempre muy cerca de su hijo, como guía solícita. Años antes, Dios había enviado a la familia pruebas muy duras y penosas. Tres hermanas de Josemaría, nacidas después que él, habían muerto entre 1910 y 1913, y el negocio familiar se había arruinado económicamente.

 

Después de aquel suceso de las huellas en la nieve, Josemaría se decide por fin a confiarle a su padre sus intención de ser sacerdote. Don José Escrivá, que nunca había llorado delante de él, no puede contenerse y deja ver unas gruesas lágrimas que le escurren el rostro. Tenía otros planes para él, por ser el único hijo varón. Aquella noticia inesperada le conmovió, pero aceptó plenamente su firme decisión:

 

—Hijo mío, piénsalo bien —le advirtió muy seriamente—. Los sacerdotes tienen que ser santos… Es muy duro no tener casa, no tener un hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré. Y le llevó a hablar con un sacerdote amigo para que le orientara.

  

¡Señor, que vea!

Sufre también Josemaría al responder a la llamada de Dios y entrar en el Seminario, pues sus padres se quedan sin más compañía que la de su hermana Carmen. Aunque su decisión es firme y segura, al mismo tiempo advierte la sensación de andar todavía a ciegas, siempre a la búsqueda de un porqué de todo eso. El Señor quería de él algo, pero, ¿qué ? Y repetía, en latín, aquella misma petición confiada del ciego que quería ser curado por Cristo: Domine, ut videam!… ¡Señor, que vea!; Y también ut sit: ¡que sea! Que sea eso que Tú quieres y yo ignoro. Y rezaba a veces durante noches enteras para que eso se  cumpliera.

 

En 1920 concluye los estudios de Teología. Contando con el oportuno permiso de sus superiores, va cursando durante las vacaciones la carrera de Derecho Civil en la Universidad de Zaragoza. A los pocos meses de morir repentinamente su padre, es ordenado sacerdote el 28 de marzo de 1925. Tras dos años de ministerio sacerdotal, recibe autorización para marchar a Madrid a pre¬parar el doctorado en Derecho.

 

Ya en la capital, es nombrado capellán del Patronato de enfermos, una obra para la asistencia e instrucción de los más necesitados. Sus agotadoras jornadas están marcadas y aliviadas a la vez por una permanente oración; sigue buscando la manifestación de aquella «presentida» voluntad de Dios que aún desconoce: ¿Qué quiere Dios de mí? Josemaría se ha ordenado para estar más disponible a lo que el Señor le pida en cualquier momento, pero Dios todavía no le ha manifestado su Voluntad.

 

 

Campanas al vuelo

El martes 2 de octubre de 1928, es festividad de los Santos Ángeles Custodios, y Josemaría Escrivá está haciendo unos días de retiro espiritual. Aquel día suenan las campanas de la lejana iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles que festeja a su patrona. Después de celebrar la Misa se retira a su cuarto para continuar rezando. Continúa su oración hasta que, de pronto, con una claridad contundente, Dios le hace ver en su entendimiento, de modo inconfundible, lo que quiere realizar con él. "Vio" — éste es el verbo que siempre empleará al referirse a este acontecimiento crucial— abiertos a la santidad todos los caminos de la tierra, "ve" el panorama inmenso de la santidad a la que Dios llama a todos los hombres: en medio de su trabajo profesional, en la familia, en todos los ambientes de la sociedad. Es una iluminación tan precisa y determinada que no le quedará ninguna duda de que la tarea que le ha encargado Dios "no es una empresa humana, sino una gran empresa sobrenatural", la de poner a Cristo en todas las actividades humanas.

 

El trabajo ordinario es camino de santidad

 

Dicho en términos más sencillos,  encontramos a Dios invisible —escribía él— en lo más invisible y material». Dios quiere que todos seamos santos, y la mayoría de los cristianos debe lograrlo no apartándose del mundo, sino haciendo, de cualquier suceso común y corriente, ocasión de encuentro personal con Dios, lo mismo si es el trabajador de una fábrica, un oficinista, un trabajador del campo, un taxista, una enfermera, un estudiante, un empresario, una ama de casa… y cien ejemplos más. Lo que Dios le pide a Josemaría Escrivá es una novedad práctica en la Iglesia que encuentra sus raíces en el Evangelio y en la vida de los primeros cristianos: impulsar a hombres de toda edad, ambiente, condición social y cultural a buscar la santidad y ejercer el apostolado responsablemente en medio del mundo, sin cambiar de estado, a través del cumplimiento de su propio trabajo cotidiano. Es la Obra de Dios, Opus Dei, operatio Dei, es decir tarea de Dios, trabajo profesional bien hecho, ofrecido a Dios. Para amar a Dios y servirle —dirá él mismo—, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mateo, 5, 48). Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo y santificar a los demás con su trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas.

 

Le llamaron loco

 

Cuando comenzó a enseñar este mensaje divino, muchos no le comprendieron, otros le llamaron soñador de algo imposible, pues entonces se pensaba que para ser santo sólo cabía retirarse del mundo o hacerse sacerdote. Lo explicaba él mismo años más tarde a alguien que le preguntaba por qué incluso algunos le llamaron loco: —¿Te parece poca locura decir que en medio de la calle se puede y se debe ser santo? ¿Que puede y debe ser santo el que vende helados en un carrito, y la empleada que pasa el día en la cocina, y el directivo de una empresa bancaria, y el profesor de la universidad, y el que trabaja en el campo, y el que carga sobre las espaldas las maletas…? ¡Todos llamados a la santidad! Ahora esto lo ha recogido el último Concilio, pero en aquella época —1928— no le cabía en la cabeza a nadie. De modo que… era lógico que pensaran que estaba loco.

 

Había que cumplir aquella voluntad precisa de Dios recibida el 2 de octubre de 1928. Don Josemaría no encuentra un momento de «tranquilidad». Se pone a trabajar con toda su alma; en primer lugar con universitarios, pero también con los obreros, artistas y personas de las más variadas profesiones.  No tiene recursos, sólo — como dirá muchas veces— «veintiséis años, gracia de Dios y buen humor» y busca la fuerza que necesita en la oración, en la propia mortificación y en el dolor: acude a los enfermos incurables para pedir que ofrezcan sus sufrimientos por una intención suya y también a los pobres, abandonados de todos, y a los niños sin familia y sin instrucción. El 14 de febrero de 1930 Dios le hizo comprender que también las mujeres podrían formar parte del Opus Dei.

Alegría y buen humor ante las dificultades

Los que conocieron y trataron, aunque fuera muy poco a Josemaría Escrivá, destacan siempre su alegría y constante buen humor, su corazón siempre afectuoso que, a la vez, hacía sentir a cualquiera que estuviera a su lado la necesidad de acercarse más a Dios. Hombre de mirada serena y limpia, muy acogedor, muy humano, que desbordaba simpatía: infundía paz, serenidad y deseo de servir a los demás. Tenía el gran don de hacerse entender por todos y hablar de Dios y de las cosas de Dios con un lenguaje que sabía adaptarse a sus oyentes. Pero sobre todo, la vida de don Josemaría era de una profunda unión con Dios, de oración y penitencia exigente y constante, de ejercicio heroico de la todas las virtudes. Algunos de sus escritos (Camino, Surco, Forja, Via Crucis, Es Cristo que pasa, Amigos de Dios, Santo Rosario), están traducidos a decenas de lenguas y han alcanzado una grandísima difusión en el mundo entero.

 

Durante la persecución religiosa que se desata en España a partir de 1936 Josemaría ha de actuar en la clandestinidad. Debe cambiar frecuentemente de lugar, pero sigue cumpliendo con su misión sacerdotal, casi siempre con riesgo de su vida. España queda partida en dos. Terminada la guerra civil (1939), vuelve inmediatamente a Madrid. Apenas cinco meses después de su regreso, abre una residencia estudiantil. Dirige espiritualmente a centenares de personas, hombres y mujeres, casados y solteros, estudiantes, profesores, empleados artesanos, obreros. Organiza frecuentes retiros espirituales, y le llaman obispos y superiores religiosos de todos los puntos de España para predicar al clero.

 

Esta intensa actividad de los años cuarenta se desarrolla en un clima de calumnias y denuncias de parte de algunas personas que afirmaban que proponer la santidad en el mundo, en medio de las actividades seculares, era una herejía. Mientras tanto, el Obispo de Madrid, Mons. Eijo y Garay hace todo lo posible por defenderlo y sostenerlo. El 14 de febrero de 1943, también inspirado por Dios, Josemaría funda la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, inseparablemente unida al Opus Dei: se hacía posible de este modo la ordenación sacerdotal de algunos pocos laicos del Opus Dei y, más adelante, permitiría también a sacerdotes incardinados en las diócesis compartir la espiritualidad de la Obra, sin dejar de depender en nada absolutamente de su respectivo Obispo.

 

 

En los cinco continentes

 

La guerra civil española primero (1936-1939), e inmediatamente después, el segundo conflicto mundial (1939-1945) retrasaron el inicio de la tarea apostólica en otros países. Finalizada la Guerra Mundial y tan pronto lo permitió la situación, los primeros hombres y mujeres del Opus Dei comenzaron a marchar a otros países. Desde aquel momento, la tarea apostólica crece de forma impresionante, sobrenatural, en el mundo entero: desde Francia, Portugal, Italia e Inglaterra, en los comienzos (1945-1946), a Estados Unidos y México (en 1949), Alemania (1952), Kenia (1958), Australia (1963), Filipinas (1964), Puerto Rico (1969)… y muchos más, hasta llegar años después a la India, Finlandia, Polonia, Nueva Zelanda, Hong Kong, Bolivia, Hungría, Países Bálticos,  Líbano, República Dominicana…

 

En 1946 Josemaría Escrivá se traslada a vivir a Roma, para estar en el corazón de la Cristiandad, junto al Vicario de Cristo y para consolidar asimismo la dimensión universal del Opus Dei. En 1947 la Santa Sede erige el Opus Dei como institución de Derecho Pontificio y en 1950 da su aprobación definitiva. Desde Roma Mons. Escrivá es inspirador y guía de innumerables y variadísimas actividades apostólicas en muchos países. Al mismo tiempo dirige y gobierna con prudencia la Obra y recibe numerosísimos visitantes, católicos y no católicos, cristianos de diversas confesiones, hebreos, agnósticos, etc. que desean encontrarse con él y pedirle consejo. El 19 de marzo de 1975, tres meses antes de marcharse al Cielo, decía recordando todas las dificultades que había supuesto hacer el Opus Dei: Veía el camino que hemos recorrido, el modo, y me pasmaba. Porque, efectivamente, una vez más se ha cumplido lo que dice la Escritura: lo que es necio, lo que no vale nada, lo que —se puede decir— casi ni siquiera existe…, todo eso lo coge el Señor y lo pone a su servicio. Así tomó aquella criatura, como instrumento suyo. No tengo motivo alguno de soberbia (…) Vamos a dar gracias a Dios. Y ya sabéis que yo no soy necesario. No lo he sido nunca. Ese mismo año el Opus Dei contaba con 60,000 miembros.

A partir del momento de su muerte, en junio de 1975, crece la fama de santidad de Josemaría Escrivá por el mundo entero y son incontables los favores y milagros de todo tipo que se obtienen por su intercesión. Juan Pablo II lo beatificó el 17 de mayo de 1992 en Roma. Durante la celebración, el Papa señalaba que Josemaría Escrivá que había predicado incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por ello el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo (…). Y al día siguiente, en una alocución a los peregrinos decía que su beatificación proporcionará un gran bien a la Iglesia (…) ¿Cómo no ver en el ejemplo, en las enseñanzas y en la obra del Beato Josemaría un testimonio eminente de heroísmo cristiano en el ejercicio de las actividades humanas comunes? (…) Los cristianos están llamados, particularmente en nuestros días, a colaborar en una nueva evangelización que impregne los hogares, los ambientes profesionales, los centros de cultura y trabajo, los medios de comunicación, la vida pública y privada.

 

El 6 de octubre de 2002,  Josemaría Escrivá fue canonizado en Roma.  El Papa Juan Pablo II, ante unas 500,000 personas que estaban presentes en la ceremonia,  decía de San Josemaría: Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu. De este modo, seréis «sal de la tierra» (Cfr. Mateo 5, 13) y brillará «vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (ibídem, 5, 16).

Su cuerpo reposa en el altar de la Iglesia Prelaticia de Santa María de la Paz, en esa ciudad,  a donde acuden a rezar miles de personas de todo el mundo.  Allí  piden y agradecen innumerables favores, también el de que, gracias a él, se acercaron más a Dios,  porque aprendieron a convertir su vida y trabajo diarios en un camino para alcanzar la santidad en medio del mundo.

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5 comentarios

  1. Mil gracias una vez mas a todas estas cosas bellas que ustedes realizan por nosotros, sus ensenanzas y estos grandiosos santos que nos comparten para que sean ejemplos de nuestro mundo a seguir. Reciban las mas bellas bendiciones y que Diosito los siga iluminando

  2. Mil gracias una vez mas a todas estas cosas bellas que ustedes realizan por nosotros, sus ensenanzas y estos grandiosos santos que nos comparten para que sean ejemplos de nuestro mundo a seguir. Reciban las mas bellas bendiciones y que Diosito los siga iluminando

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