Nuestra Señora de los Dolores
María sufrió intensamente al pie de la cruz, junto a su Hijo; cada uno de los clavos le desgarraba su Corazón de madre.
La Iglesia, al contemplar hoy a María adolorida al pie de la cruz, exclama: «Oh Dulce Fuente de Amor, hazme sentir tu dolor para que llore contigo».
María, la Virgen Madre de Dios, es fuente de amor, purísimo y santo, desinteresado y sublime; y por eso sufre hasta lo más hondo de su ser. Nos ha amado tanto a nosotros, sus hijos pecadores, que hace suyos todos nuestros dolores, como Cristo en la cruz hace suyos todos nuestros pecados.
Todos los hombres somos solidarios los unos de los otros: nuestro bien es el bien de todos y nuestro mal repercute en todos. Lo demuestra Jesucristo en su Pasión, sufriendo por todos los hombres; lo indica María, su madre, asociándose al dolor de su hijo.
Nuestro sutil egoísmo se opone a esta ley providencial de solidaridad; por eso urge que nos acerquemos a esta Madre del dolor, fuente de amor sin egoísmo, para captar el verdadero misterio del dolor. Por eso cuando la Iglesia le pide que nos haga sentir la fuerza del dolor, para asociarnos a su pena, añade:
«Haz que mi corazón arda en amor de Cristo Dios».
Esto es lo que necesitamos todos: mucho fervor para amar a Cristo, como lo amó Ella; hondo amor para penetrar hasta su Divino Corazón; inmenso amor para hacer nuestras sus penas, como Ella hizo suyos los dolores de Cristo y los nuestros.
Pero ante todo, hay que contemplar a Cristo como Dios. Si no lo miramos así, jamás podremos comprender el misterio y la realidad del dolor que desgarra a la existencia humana.
¿Qué puede hacer el hombre de nuestros días, por fuera tan celoso de su modernidad, y por dentro tan lleno de temores y angustias? Que acuda a la Madre de la Misericordia y del amor: a María, que por los profundos dolores que sufrió, es siempre la Madre de la bondad y de la gracia, que estará siempre dispuesta a acogernos maternalmente con misericordia, para librarnos de los peligros y llevarnos hasta el corazón amoroso de su Hijo.
Beato Rolando (+1386)
Un día en que practicaba la cetrería en el bosque de Borgo Santo Domnino, en Italia, la marquesa Antonia Pallavicini, descubrió a un anciano tendido en el suelo y con apariencia cadavérica. Era un ermitaño llamado Rolande de Medici, que había llegado al país vestido de luto, veintiséis años antes. Como la ropa se le había roto y caído a pedazos, la había reemplazado por una piel de cabra.
En verano se alimentaba de hierbas y frutas, en invierno mendigaba algo para no morir de hambre. Nadie le había oído decir nada, pero repetidas veces se la había visto inmóvil sobre un pie, con los brazos extendidos y fijos los ojos en el cielo.
La marquesa ofreció al moribundo transportarlo a su castillo de Borgo, pero el ermitaño se negó por señas. Sin embargo, Antonia le convenció de que no debía morir sin confesión, añadiendo además que ella se ofrecía a facilitarle los servicios de su confesor, el padre Doménico. Entonces Rolando hizo un signo de aceptación. Fue transportado a la iglesia vecina, donde el sacerdote le administró el sacramento y le interrogó largamente. Tendido sobre la paja bajo el sol, el ermitaño declaró que había guardado silencio y huido de la compañía de los hombre para evitar el pecado, y que a los muchos consuelos con que Dios le había colmado debían atribuirse sus éxtasis y las aparentes rarezas de su conducta. Recibió los últimos sacramentos, tomó el caldo de gallina que la marquesa le había preparado y vivió todavía cuatro semanas más. En el momento de su muerte, vio llevar a san Miguel con una multitud de ángeles para conducirlo al paraíso.
* Si te llega hoy una pena o una grave contradicción, acuérdate de la Virgen nuestra Señora que estuvo de pié junto a la Cruz, y pídele que te dé una partecita de su fortaleza.