El matrimonio ayer y hoy

Un documento que brinda a los esposos la oportunidad de vivir un matrimonio más profundo y fecundo.

Cuando algo anda mal en el mundo, decía el extraordinario sentido común de Chesterton, es que la Iglesia tiene razón. Quien lea detenidamente la Encíclica Humanae vitae del Papa Pablo VI, verá cómo y por qué muchas cosas acontecidas en el mundo estaban anunciadas en aquel documento, como el Arzobispo de Denver, con meridiana claridad anglosajona, expone en una carta pastoral, de la que, por razones de espacio, sólo podemos transcribir poco más de la mitad.

No era menester bola de cristal, porque la experiencia enseña que no es bueno traicionar la naturaleza, ya que, una vez puestas ciertas causas, se siguen de modo irremediable previsibles efectos.

CARTA PASTORAL DE MONS. CHAPUT, ARZOBISPO DE DENVER, Enciclica Humanae Vitae

El Papa Pablo VI publicó la carta encíclica Humanae vitae, reafirmando la enseñanza constante de la Iglesia sobre la regulación de la natalidad. Se trata, seguramente, de la intervención papal más mal entendida de este siglo. Fue la chispa que dio inicio a tres décadas de duda y disenso entre muchos católicos, sobre todo en los países desarrollados. Sin embargo, con el paso del tiempo, ha resultado profética. Enseña la verdad. Por consiguiente, la finalidad de esta carta pastoral es sencilla. Creo que el mensaje de la Humanae vitae no es una carga sino una fuente de alegría. Creo que la encíclica brinda a los esposos la oportunidad de vivir un matrimonio más profundo y fecundo. Por eso, lo que pido a las familias de nuestra Iglesia local no es un respetuoso gesto de asentimiento ante este documento que los críticos desechan considerándolo irrevelante, sino un esfuerzo activo y constante de estudiar la Humanae vitae, de enseñarla fielmente en nuestras parroquias y de animar a los esposos a vivirla.

TIPOS DE ADICCIÓN Y CONTRADICCIÓN

Tarde o temprano, todo pastor tiene que dar consejos a alguien que lucha contra alguna forma de adicción. De ordinario el problema suele ser del alcohol o las drogas. Y normalmente el escenario es el mismo. El adicto admite que tiene un problema, pero afirma que no es capaz de resolverlo. O no reconoce que tiene un problema, aunque la adicción esté destruyendo su salud y arruinando su trabajo y su familia. Por muchos razonamientos que haga el pastor, por más verdaderos y persuasivos que sean sus argumentos, y por más que la situación represente un peligro para su vida, el adicto sencillamente no logra comprender, o no puede poner en práctica, el consejo. La adicción, como un grueso panel de vidrio, separa al adicto de cualquier persona que podría ayudarle.

Un modo de comprender la Humanae vitae consiste en examinar la historia de las últimas décadas a través de esta comparación con la adicción. Creo que si al mundo industrializado le resulta difícil aceptar esta encíclica, no es por algún defecto en el razonamiento de Pablo VI, sino más bien por las adicciones y contradicciones en que ha caído, precisamente tal como había advertido el Santo Padre.

Al presentar su encíclica, Pablo VI puso en guardia frente a cuatro problemas principales (cfr. n. 17) que surgirían si no se aceptaba la doctrina de la Iglesia sobre la regulación de la natalidad. Ante todo, advirtió que el uso generalizado de la acticoncepción llevaría «a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad». Y es exactamente lo que ha sucedido. Pocos se atreverían a negar que el índice de abortos, divorcios, hogares rotos, violencia sobre mujeres e hijos, enfermedades venéreas y nacimientos fuera del matrimonio, ha aumentado muchísimo desde la mitad de la década de 1960. Desde luego la píldora anticonceptiva no ha sido el único factor de este fenómeno, pero ha sido un factor importante. De hecho, la revolución cultural que comenzó en 1968, guiada, al menos en parte, por una nueva actitud ante el sexo, no hubiera se hubiera podido mantener sin un fácil acceso a una anticoncepción segura. En esto Pablo VI tuvo razón.

«Liberación» del hombre y explotación de la mujer

En segundo lugar, advirtió que le hombre perdería el respeto a la mujer «sin preocuparse de su equilibrio físico o psicológico», hasta el punto de considerarla «como simple instrumento de goce egoísta y no como compañera, respetada y amada». En otras palabras, según el Papa la anticoncepción podía presentarse como medio de liberación para la mujer, pero en realidad los «beneficiarios» de las píldoras y de los medios anticonceptivos serían los hombres. Tres décadas después, exactamente como había predicho Pablo VI, la anticoncepción ha «liberado» a los hombres —en un nivel sin precedentes en la historia— de la responsabilidad de sus agresiones sexuales.

En ese proceso, uno de los aspectos más irónicos del debate de la pasada generación sobre la anticoncepción fue el siguiente: muchas feministas atacaron a la Iglesia católica por su presunta falta de aprecio a las mujeres, pero en la Humanae vitae la Iglesia identificó y rechazó la explotación sexual de la mujer años antes de que ese mensaje entrara a formar parte de la corriente cultural principal. Una vez más, Pablo VI tuvo razón.

Arma eugenética peligrosa

En tercer lugar, el Santo Padre advirtió que el uso generalizado de la anticoncepción pondría un arma peligrosa (…) en las manos de autoridades públicas despreocupadas de las exigencias morales. Como hemos podido descubrir desde entonces, la eugenética no desapareció en 1945 con las teorías raciales nazis. Las políticas de control demográfico son ahora parte integrante de casi todos los debates sobre las ayudas a los países extranjeros. La masiva exportación de anticonceptivos, de la práctica del aborto y de la esterilización desde el mundo industrializado hacia los países en vías de desarrollo —a menudo como requisito esencial para enviar ayudas en dólares, y en directa contradicción con las tradiciones morales locales— no es más que una forma más o menos encubierta de guerra contra la población y de cambio cultural. También en esto Pablo VI tenía razón.

 Deshumanización de la mujer

En cuarto lugar, el Papa Pablo VI advirtió que la anticoncepción llevaría a los seres humanos a creer erróneamente que tienen un señorío ilimitado sobre su cuerpo, transformando inevitablemente a la persona humana en objeto de su propia fuerza intrusa. Aquí radica otro aspecto irónico: un feminismo exagerado, refugiándose en la falsa libertad que ofrecen la anticoncepción y el aborto, ha contribuido activamente a la deshumanización de la mujer. El hombre y la mujer participan de modo singular en la gloria de Dios a través de su capacidad de crear, junto con El, una nueva vida. Sin embargo en la base de la anticoncepción está la suposición de que la fertilidad es una infección que se ha de combatir y controlar de la misma manera que se ataca a las bacterias con los antibióticos. En esta actitud se pone de manifiesto también el nexo orgánico entre anticoncepción y aborto.

Si la fertilidad se presenta, de forma incorrecta, como una infección que es preciso combatir, entonces es posible hacer lo mismo con una nueva vida. En ambos casos uno de los aspectos característicos de la identidad de la mujer, o sea, su capacidad de gestar una nueva vida, es presentada como una debilidad, que exige una vigilante desconfianza y un «tratamiento». La mujer se convierte en objeto de los instrumentos con los que pretende asegurar su propia liberación y defensa, mientras el hombre no comparte esa carga. Una vez más Pablo VI tenía razón.

Alteración ecológica de las relaciones humanas

De este último argumento del Santo Padre han resultado muchas otras cosas: la fecundación in vitro, la clonación, la manipulación genética y los experimentos sobre embriones, todos ellos derivados de la técnica anticonceptiva. En efecto, hemos subestimado, drásticamente y con ingenuidad, los efectos de la técnica no sólo sobre la sociedad, sino también sobre nuestra identidad humana interior. Como observó Neil Postman, los cambios tecnológicos no son aditivos, sino ecológicos. Una nueva tecnología importante no «añade» algo a la sociedad, sino que lo cambia todo, como una gota de tinta roja que no se queda aislada en un vaso de agua, sino que colorea y cambia todas las moléculas del líquido.

Las técnicas anticonceptivas, precisamente por su impacto sobre la intimidad sexual, han trastocado nuestro modo de entender los fines de la sexualidad, de la fertilidad e incluso del matrimonio. Los ha separado de la identidad natural y orgánica de la persona humana y ha alterado la ecología de las relaciones humanas. Ha confundido nuestro vocabulario sobre el amor, precisamente como el orgullo confundió el vocabulario de Babel.

Ahora debemos sufrir cada día las consecuencias (…). [Mons. Chaput lo ilustra con ejemplos gráficos de las primeras páginas de los periódicos del día]. La sociedad estadounidense se está arruinando con problemas de identidad sexual y comportamientos desviados, con la destrucción de la familia y una degeneración general de la actitud ante el carácter sagrado de la vida humana. (…): nos está matando como pueblo. Así pues, ¿qué vamos hacer al respecto? Yo quiero subrayar que, si Pablo VI tenía razón sobre tantas consecuencias derivadas de la anticoncepción, es porque tenía razón sobre la anticoncepción en sí misma. Tratando de volver a ser íntegros como personas y como pueblo de fe, debemos comenzar por volver a leer la Humanae vitae con corazón abierto. Jesús dijo que la verdad nos haría libres. La Humanae vitae tiene mucha verdad. Es, por lo tanto, una clave para nuestra libertad.

EXPLICAR BIEN LA VERDAD DE LA HUMANAE VITAE

(…) Los deberes y responsabilidades de la vida matrimonial son numerosos y también serios. Deben ser previamente consideramos con esmero y en oración. Sin embargo, pocas parejas entienden su amor desde el punto de vista de la teología tradicional. Más bien, «se enamoran» (literalmente: «caen en amor», «they fall in love»). Es el vocabulario que usan, sencillo y revelador. Estas personas se rinden una a otra. Caen una en otra para poseerse plenamente. Y esto está bien. En el amor conyugal, Dios desea que los cónyuges encuentren gozo y placer, esperanza y vida abundante, uno en otro y uno a través del otro, de modo que el marido y la mujer, sus hijos y cuantos los conocen, pueden ser estrechados más profundamente en el abrazo de Dios.

¿De dónde vienen los niños?

En consecuencia, al presentar la naturaleza del matrimonio cristiano a una nueva generación, debemos expresar las plenas satisfacciones que ofrece, al menos tan bien como sus deberes. La actitud católica frente a la sexualidad de ninguna manera es puritana, represiva o anticarnal. Dios creó el mundo y modeló a la persona humana a su imagen. Por lo tanto, el cuerpo es bueno. En efecto, para mí ha sido a menudo motivo de gran hilaridad escuchar de incógnito a personas que se lamentaban de la presunta represión de la sexualidad en la doctrina moral católica y, a la vez, del número excesivo de miembros de muchas buenas familias católicas (podíamos preguntarles: ¿de dónde creen que vienen los niños?).

El matrimonio católico, justamente como Jesús mismo, no tiene nada que ver con la escasez, sino con la abundancia. No tiene nada que ver con la esterilidad, sino más bien con la fecundidad, que brota del amor unitivo y procreador. El amor conyugal de los católicos implica siempre la posibilidad de nueva vida y, precisamente por esto, libera de la soledad y asegura el futuro. Y, dado que asegura el futuro, se convierte en un crisol de esperanza en un mundo propenso a la desesperación. En efecto, el matrimonio católico es atractivo porque es auténtico. Está diseñado para creaturas como nosotros, hechos para la comunión. Los esposos se completan mutuamente. Cuando Dios une a un hombre y a una mujer en el matrimonio, crean, junto con El, una nueva totalidad: una pertenencia tan real, tan concreta, que una nueva vida, un hijo, es su expresión natural y su sello. Esto es lo que quiere decir la Iglesia cuando enseña que el amor conyugal católico es, por su naturaleza, tanto unitivo como procreador, y no sólo unitivo o procreador.

Pero, ¿por qué los esposos no pueden simplemente elegir el aspecto unitivo del matrimonio y bloquear temporalmente, o incluso evitar permanentemente, su aspecto procreador? La respuesta es tan sencilla y radical como el Evangelio. Cuando los esposos se entregan honesta e integramente uno al otro, como la naturaleza del amor conyugal implica e incluso exige, este acto debe incluir todo su ser, y la parte más íntima y poderosa de cada persona es su fertilidad.

La anticoncepción no sólo niega esta fertilidad y atenta contra la procreación, sino que, al hacer esto, necesariamente daña también la unidad. Es como si los esposos dijeran: Te daré todo mi ser, excepto mi fertilidad; aceptaré todo tu ser, excepto tu fertilidad. Este negarse, inevitablemente aisla y divide a los esposos, y deshace la santa amistad que los une…, tal vez no inmediata y abiertamente, pero sí de forma profunda y, a largo plazo, a menudo de modo fatal para el matrimonio (…).

Mi oración es sencilla: que el Señor nos conceda la sabiduría para reconocer el gran tesoro que se encierra en nuestra doctrina sobre el amor conyugal y sobre la sexualidad humana, la fe, la alegría y la perseverancia para vivirla en nuestras familias y el valor, que Pablo VI tuvo, para predicarla de nuevo.

Por Monseñor Chaput, Arzobispo de Denver

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