¿Quién elige al Papa?

Lo más significativo de las reformas de esta época, fue el haber liberado al papado de la servidumbre respecto al poder imperial, dejando, definitivamente, la elección del Papa a los cardenales.
 

Benedicto X

 

Decepcionados y fracasados un año antes en su plan de elegir un papa dócil y sin ambiciones, los nobles romanos y, ante todo, la familia de los condes de Túsculo, quisieron ahora tomarse el desquite. Antes de que transcurriera una semana desde la muerte de Esteban, aprovecharon la ausencia de los cardenales para elegir nuevo pontífice a un Túsculo, el obispo Juan de Velletri, apodado Mincio, que se hizo llamar Benedicto X. Pero ninguno de los cardenales reformistas reconoció su nombramiento. Respaldados por la corte imperial de Alemania, particularmente por la regente Inés, madre del joven Enrique IV, eligieron en Siena, el 6 de diciembre del 1058, a Gerardo de Borgoña que tomó el nombre de Nicolás 11.

 

En enero del año 1059, un sínodo reunido en Sutri depuso de todas sus funciones oficialmente a Benedicto X y le expulsó de la Urbe, pero éste se refugió y se hizo fuerte en Galeria, y no se rindió sino después de un largo asedio. En abril del 1060, el sínodo de Letrán le desposeyó de todas sus dignidades eclesiásticas y le hizo encerrar en un convento, donde murió unos años después, reinando ya el papa Gregorio VII.

 

Nicolás II

 

La elección de Benedicto X fue ocasión para que los cardenales ganaran una baza importante: al no reconocer a la persona elegida por la nobleza y por el pueblo, y al lograr imponer a su propio candidato, habían creado un precedente al que, naturalmente, se apresuraron a dar fuerza de ley.

 

Los principales colaboradores de Esteban IX se hallaban en Florencia al morir el papa. Hildebrando fue factor decisivo al aconsejar que no reconocieran a aquel Benedicto X, que había sido elegido con toda prisa en Roma sin contar con ellos. Su postura era respaldada por la corte alemana y por Godofredo de Lotaringia y de Toscana, hombre fuerte de Italia en aquellos momentos. El 6 de diciembre del año 1058 eligieron pontífice al obispo de Florencia, Gerardo de Borgoña, y el 24 de enero del 1059, cuando ya había huido Beredicto X, pudieron entronizarle solemnemente. Gerardo adoptó el nombre de Nicolás II.

 

Por Pascua, el sínodo de Letrán formuló un nuevo decreto concerniente a la elección de papas: esta misión quedaba reservada en lo sucesivo a los cardenales únicamente. El papel del pueblo y del clero quedaba reducido a una simple aprobación, más o menos como la del emperador de Alemania.

 

El pontificado de Nicolás II fue breve pero intenso y destacado. La simonía, el matrimonio de los sacerdotes y la concesión de cargos eclesiásticos a los laicos continuaron siendo combatidos. Pero sobre todo en el sínodo de Melfi, en agosto del 1059, el papado modificó su política respecto a los normandos: realista, el papa reconoció sus conquistas. Nombró a su jefe, Roberto Guiscardo, duque de Apulia, Calabria y Sicilia, en tanto que éste admitía la soberanía del papa y garantizaba al pontífice su ayuda militar.

 

En el norte, la agitación de los patarinos fue sofocada y canalizada, con lo que salió reforzada la autoridad del obispo de Roma. En Alemania, por contra, las recientes reformas inspiradas, sobre todo, por los cardenales Hildebrando, Humberto de Silva Candida y Pedro Damián comenzaban a crear tensiones entre la corte y el episcopado. En un sínodo alemán del año 1061, el arzobispo Annón 11 de Colonia hizo invalidar los decretos de Nicolás 11.

 

Nubes de tormenta iban oscureciendo poco a poco las relaciones entre el papado y el imperio. Los primeros truenos se iban a oír con ocasión de la sucesión de Nicolás II, que murió el 27 de julio de 1061.

 

Alejandro II

 

Una vez más -aunque sería la última- las dos grandes familias romanas de los Crescencio y de los Tusculano creyeron poder aprovechar su oportunidad: manipulando el malestar creado en la corte imperial por el decreto sobre la elección de papas y la nueva política pontificio favorable a los normandos, hicieron elegir papa, en Basilea, al antiguo canciller del difunto emperador Enrique III, el obispo de Parma, Pedro Cadaloo, que tomó el nombre de Honorio II. Contaba con el apoyo de la emperatriz Inés, madre de Enrique IV, y tuvo la adhesión de algunas regiones del norte de Italia hasta el año 1064.

 

El primero de octubre del 1061, por contra, los cardenales, siempre bajo la influencia decisiva de Hildebrando, dieron sus votos al obispo de Lucques, Anselmo de Baggio, uno de los fundadores del movimiento de los patarinos. Se hizo llamar Alejandro II. Era un celoso sacerdote y hábil diplomático que consiguió hacerse reconocer por todos, incluso por los alemanes.

 

Bajo su pontificado, Hildebrando dirigió la política papal, apoyado, en el sur, por sus aliados normandos, y en el norte por los patarinos. Conforme avanzaban las reformas, se afianzaba la influencia del papa en todos los países. Así, en el año 1066, Alejandro II decidió respaldar la invasión de Inglaterra por Guillermo el Conquistador. Favoreció también que los normandos se fueran extendiendo por el sur de la península y por Sicilia. Y, en fin, estrechó los vínculos de Roma con los reinos españoles. En el año 1068 el rey de Aragón prestó vasallaje al papa, y éste, en reciprocidad, sostuvo activamente los inicios de la Reconquista en el norte de España. También hay que datar en aquel año de 1068 la primera publicación de una indulgencia pontificio en favor de los soldados de la Cruz que arremetieron entonces con un empuje renovado contra los ejércitos de la Media Luna, a los que derrotaron.

 

Mientras que crecía el poder del pontífice, la tensión entre Roma y el joven emperador Enrique IV, apoyado por los obispos imperiales, aumentaba sin cesar. Amenazaba tormenta, que no tardaría mucho en descargar: a la llegada el sucesor de Alejandro II, que murió el 21 de abril del año 1073.

 

San Gregorio VII

 

El hombre que iba a dejar en el papado y en Europa una huella imborrable tuvo un origen tan oscuro que no ha sido posible precisar la fecha de su nacimiento -entre el 1020 y el 1025-, ni el lugar -en alguna aldea de la Toscana, quizá en Soana-, ni su circunstancia familiar, aunque hay razones para asegurar que no fue de noble cuna. Y la personalidad de este gigante de la Historia -hasta el momento de su muerte- aparecerá tan inalcanzable que, después de nueve siglos, todavía no se ha escrito ninguna biografía que sea una síntesis aceptable de todas las facetas que se entrelazan en su riquísimo perfil, estudiadas por separado -acaso sí- en innumerables monografías. Hoy sigue siendo tan enigmático como lo fue para sus contemporáneos, según la célebre paradoja formulada por uno de sus más íntimos colaboradores, san Pedro Damián: «Este hombre es san Satanás».

 

Sin embargo, por compleja que fuera su personalidad, el programa que llevó adelante como papa es de una claridad absoluta. Es indudable que los principios que lo inspiraron ya habían sido expresados antes más de una vez, pero nunca habían recibido aquella formulación jurídica decisiva que constituye su originalidad. Sus ideas quedaron resumidas en el documento titulado Dictatus papae, conjunto de 27 principios o dictados que afirman las prerrogativas del papa y su primacía sobre el poder civil, subrayando «que sólo el Romano Pontífice debe ser llamado universal» ; «que el papa es el único cuyos pies besan los príncipes» ; «que tiene facultad para deponer a los emperadores» ; «que el papa no puede ser juzgado por nadie» ; «que puede desligar a los súbditos del juramento de fidelidad prestado a los inicuos» . No buscaba el pontífice ningún dominio de orden temporal, sino implantar una autoridad moral y real que, al ser indiscutible e indiscutido, garantizara el cumplimiento del espíritu evangélico en todos los pueblos, en beneficio de toda la cristiandad. No todos los príncipes, sin embargo, comprenderían el cabal sentido de tales dictados…

 

Mas quien formuló aquellos principios que el papado haría suyos y el que condujo con enorme eficacia la reforma de la Iglesia luchando contra la simonía, el nicolaitismo o quebranto de la ley del celibato de los clérigos y las investiduras, estaría también -sin quererlo- en el origen de una crisis que, en el transcurso de los cincuenta años siguientes, provocaría que a cada nuevo papa se le opusiera un antipapa.

 

Era muy joven aquel desconocido, llamado Hildebrando, cuando llegó a Roma. Ingresó en el convento de Santa María, en el Aventino, y se educó, por tanto, en el mismo Letrán. El primer dato preciso que se posee de su andadura es que acompañó al ex papa Gregorio VI en su exilio a Colonia en el año 1047. Cuando éste murió se retiró a Cluny, donde tomó el hábito de benedictino, y de allí le llamó el pontífice León IX en 1049 para confiarle en la Ciudad Eterna el monasterio de San Pablo. Posteriormente fue legado papal en Francia en 1054 y en 1056. Desde entonces no cesó de aumentar su influjo.

 

Nadie en la corte pontificia daba un paso sin consultarle. En 1057 influyó en la emperatriz Inés para que fuera elegido Esteban IX, más tarde hizo triunfar la candidatura de Nicolás II y estuvo en el origen del famoso decreto que otorgaba a los cardenales la responsabilidad de elegir a los papas; y lo mismo se aliaba con los patarinos que con los normandos.

Varias veces antes, con ocasión de otras tantas situaciones de sede vacante, había rehusado la tiara. Luego, de repente, el mismo día de los funerales de Alejandro II, el 22 de abril del año 1073, el pueblo le aclamó espontáneamente como papa, los cardenales hicieron suya la designación e Hildebrando aceptó, tomando el nombre de Gregorio VII. O, seguramente, primero fue consagrado y los cardenales legitimaron después su nombramiento. Algún día, pasados los años, se agarrarían a esta cuestión formal los obispos alemanes para poner en tela de juicio su legitimidad.

En el primer año de su pontificado, Gregorio VII se dedicó casi exclusivamente a reformas internas. Bajo su impulso, la reforma cluniacense -tanto fue su apoyo que vino a convertirse en reforma gregoriana.

 

En el sínodo de la cuaresma del año 1074 impuso, con una seriedad y vigor desconocido hasta entonces, la antigua costumbre del celibato de los clérigos. En contra incluso de alguna norma del viejo derecho eclesiástico que así quedaba sin efecto- declaró inválidos todos los actos llevados a cabo por sacerdotes casados y adoctrinó a los fíeles en el sentido de que se alejaran de tales pastores. Con idéntico vigor luchó contra la simonía. Pero, sobre todo, acentuó la centralización del gobierno de la Cristiandad: en lo sucesivo, papado e Iglesia se confundirían lo mismo que romanización y unificación.

 

Para llevar adelante sus reformas, Gregorio esperó a contar con el apoyo de los reyes contra los obispos recalcitrantes. Ése era, claramente, el cometido de su legado, Hugo de Dié, en Francia, quien trató con exquisita delicadeza a Felipe I y logró que aceptara la deposición del arzobispo de Reims, Manasés. Y todavía mejores fueron sus relaciones con Guillermo I de Inglaterra. Pero su mayor éxito lo alcanzó con Alfonso VI de Castilla, que, en el año 1080, accedió a reconocerle como soberano. Una soberanía ya aceptada antes por Hungría y Dinamarca, que venía a hacer realidad la personal idea de Gregorio VII acerca de la primacía absoluta del papa.

 

Como ya se ha dicho, esta teoría había sido formulada en la primavera del año 1075, en las 27 tesis de su Dictatus papae. En síntesis, venía a decir que el papa, en relación con el emperador, es algo así como el sol a la luna: no es propia la luz que emite ésta, sino que la recibe del sol.

 

Semejante concepción de sus prerrogativas, defendida además con la rotundidad e incluso con la aspereza que con frecuencia aparecía en los comportamientos de Gregorio VII, tenía que provocar, fatalmente, que un día u otro se alzara frente al papa el más poderoso exponente del poder secular en aquella época: el rey de Alemania. El decreto papal prohibiendo la concesión de investiduras por los laicos -dado en el sínodo de la cuaresma del año 1075- fue interpretada por Enrique IV, como una verdadera declaración de guerra.

 

Desde hacía mucho tiempo, los monarcas alemanes habían levantado su poderío político cimentándolo sobre el episcopado, que constituía una fuerza bien organizada y dotada de medios en aquella época. Habían adoptado la costumbre de nombrar por sí mismos a los obispos y a los abades de los grandes monasterios, confiriéndoles personalmente la investidura. Y es evidente que, a la hora de elegir, los emperadores o los reyes se preocupaban más de cómo los designados servirían su política que del modo de asumir y desarrollar sus obligaciones pastorales.

 

Arrebatar a los laicos esto es, a los reyes prácticamente- la investidura de obispos y abades provocaría un debilitamiento del poder real, basado precisamente en el juramento de vasallaje de aquellos importantes personajes. La realeza se vería privada también, en beneficio del papa, de la ayuda financiera y militar que todo vasallo prestaba a su soberano. Y eso era algo que Enrique IV no podía ni concebir. El conflicto, inevitable, estallaría en los últimos días de diciembre del 1075.

 

La ocasión saltó al quedarse vacante la sede episcopal de Milán. Enrique nombró un nuevo obispo y le confirió la investidura correspondiente. El papa reaccionó escribiendo al rey una carta junto con un mensaje verbal y secreto: si no dejaba sin efecto su decisión sería excomulgado y depuesto, y se pregonaría su destitución por todo el imperio. El monarca respondió fulminantemente y en el sínodo imperial de Worms, en enero del año 1076, hizo que los obispos alemanes declararan a Gregorio VII relevado de todas sus funciones. En el sínodo de la cuaresma siguiente, el pontífice contestó con la excomunión y la destitución de Enrique IV y de los principales obispos rebeldes de Alemania y del norte de Italia. Por demás, todos los súbditos del rey quedaban desligados de su juramento de fidelidad al soberano.

La conmoción fue terrible: toda Alemania se estremeció y los que hasta ese momento habían apoyado a su rey, le dieron la espalda. En octubre, los príncipes alemanes reunidos en Tribur conminaron a Enrique a someterse al papa, bajo amenaza de ser depuesto por ellos mismos. Con buen sentido, el rey, realista, se puso en camino hacia Roma justo al tiempo en que el pontífice salía en dirección a Alemania con intención de proclamar allí, personalmente, la deposición del monarca. El famoso encuentro del rey penitente y del papa triunfador tuvo lugar en territorio de la marquesa Matilde de Toscana, en el castillo de Canossa, del 25 al 28 de enero del año 1077.

 

El episodio constituyó uno de los momentos más sombríos para la realeza alemana, sin que tampoco supusiera para la Iglesia la victoria que se creyó vislumbrar. Todos los Soberanos tomaron conciencia del peligro que podía entrañar para ellos el poder universal del papa, y una especie de reacción de desconfianza -por no decir de abierto rechazo- comenzó a tomar cuerpo casi imperceptiblemente para terminar desembocando en el alumbramiento de unos Estados resueltamente constituidos sobre bases nacionales y cuyos soberanos, celosos de su independencia frente al papa, se mantendrían vigilantes para no caer bajo su dominio.

 

En aquel año de 1077, la derrota moral de Enrique IV suscitó un anti-rey en la persona de Rodolfo de Suabia. En marzo se desencadenó una guerra civil. El pontífice se decidió abiertamente por el partido de Rodolfo y, en 1080, volvió a excomulgar a Enrique IV y a proclamar su definitiva deposición. La respuesta del monarca fue radical y contundente: el 25 de junio de aquel mismo año, en el sínodo de Brixen, dispuso que sus obispos eligieran otro papa: el arzobispo Guiberto de Rávena, que tomó el nombre de Clemente III.

 

En Roma, ante la aparición de este anti-papa, empezaron a pensar que Gregorio VII había llevado las cosas demasiado lejos. Los cardenales comenzaron a distanciarse del pontífice y éste se fue viendo poco a poco abandonado por sus mejores amigos.

 

Entre tanto, Enrique IV había marchado con sus tropas hacia el sur. En el 1083, después de tres años de ofensiva, logró tomar al asalto la Ciudad Leonina. El 21 de marzo de 1084 entraba en Roma y, diez días después, recibía la corona imperial de manos de Clemente III mientras Gregorio VII se refugiaba tras las murallas del castillo de Santángelo, desde donde pudo escuchar las aclamaciones que el pueblo de Roma dedicaba al nuevo papa, al que habían aceptado y entronizado con pasmosa naturalidad.

 

¡Los tiempos habían cambiado! Nueve años antes estuvo también Gregorio en aquel castillo junto al Tíber. Su estancia fue muy breve: sólo una noche, pero una noche horrible. En la vigilia de Navidad del 1075, cuando estaba celebrando la Santa Misa, un puñado de hombres se precipitó sobre él, le arrastraron por los cabellos, le molieron a golpes y, después de colmarlo de injurias, lo abandonaron en una mazmorra de aquella antigua fortaleza. Al día siguiente, sin embargo, horrorizado el pueblo por tanta violencia, corrió en su socorro, forzó las puertas de su prisión y lo llevaron en triunfo hasta Santa María la Mayor, donde pudo acabar su Misa, tan brutalmente interrumpida.

 

Ahora, en cambio, Roma parecía haberse olvidado de él y no pensaba más que en festejar, ruidosamente, a su sucesor. Mas todavía había alguien que pensaba en Gregorio Vll. El conde normando Roberto Guiscardo no podía olvidar lo que debía a aquel hombre que, a lo largo de tantos años, había impulsado siempre a todos los papas a que mantuvieran una política de buenas relaciones con su pueblo. El normando, pues, subió hacia Roma, en mayo le ganó la ciudad a Enrique IV y se la entregó a Gregorio Vll y, para castigar la versatilidad de los romanos, permitió que la Urbe fuera saqueada. Aquella acción sirvió para que el papa perdiera definitivamente los pocos simpatizantes que le quedaran. De modo que mientras el emperador se replegaba hacia el norte para escapar de los normandos, Gregorio VII tuvo que huir hacia el sur para eludir la cólera de los romanos.

 

Todavía vivió un año en Salerno, abandonado de todos. Allí murió el 25 de mayo del 1085 pronunciando la conocida frase: «He amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso muero en el destierro». Quizás si hubiera amado lo que consideraba que era su derecho con menos violencia, si se hubiera enfrentado a lo que juzgaba injusto con menos dureza, si hubiera caído en la cuenta de que su concepción del poder era más titánica que evangélica, quizás… hubiera servido mejor a la Iglesia. Pero son sólo «quizás» sin respuesta segura…

 

La Iglesia, no obstante, y ello no se puede poner en duda, le debe el éxito de su reforma en el siglo XI y haberse liberado de la servidumbre respecto al poder imperial. Por eso, cinco siglos más tarde, en el año 1606, Gregorio VII fue canonizado por Paulo V, un papa muy parecido a él por su convicción acerca de la preeminencia universal del papado.

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7 comentarios

  1. Gracias por tanta información. Me servirá para mis clases que doy a catequistas.
    ¡Qué grande y maravillosa es nuestra Iglesia, qué bendición de pertenecer a ella!

  2. La elección del Santo Padre la decide el cónclave, institución creada en 1274 para la elección democrática de los papas por parte de los cardenales de la Iglesia, los cardenales se aíslan en la Capilla Sixtina para elegir, de entre ellos, un sucesor. El sufragio es secreto y las papeletas de las votaciones son quemadas en una chimenea de la sala para, en forma de fumata -una humareda blanca o negra-, anunciar al exterior el resultado. Si la humareda es negra, significa que no hubo quorum y los debates deben reiniciarse hasta que haya fumata blanca

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