Los historiadores serios desmienten la leyenda de la "Papisa Juana".
Juan “el angelical” (855-857)
Nunca había habido en Roma un papa tan bien parecido. El clero, el pueblo y la nobleza convinieron a la primera en que no había, entre todos los candidatos posibles a ocupar la silla de Pedro, ninguno como aquel diácono de rasgos de ángel, ojos encendidos y chispeantes, y rostro de piel suave y lampiña. No hacía mucho tiempo que vivía en Roma y, sin embargo, no cesaban de hablar de su sabiduría y de su virtud.
Juan, llamado el «angelical», había nacido no lejos de Maguncia, en Ingelheim, de padres anglo-sajones. Tras haber agotado cuanto le podían enseñar los más doctos profesores de su tierra, marchó a Atenas para conocer y familiarizarse con las viejas escuelas filosóficas. Desde allí, lo enviaron a Roma. Cuando falleció el papa, nadie parecía más apropiado que él para sucederle. Y, elegido por unanimidad, gobernó la Iglesia, como Juan Vlll, dos años, en medio de una general satisfacción. Verdaderamente, todo el mundo le quería. ¡Y qué trabajador era! No llegó a divulgarse pero parece cierto que llamaba todas las tardes a su principal colaborador y le retenía en sus habitaciones hasta altas horas de la noche. Y tan laboriosas veladas, lejos de alterar la salud del joven papa, le hacían aparecer cada mañana más jovial que nunca; en lugar de adelgazar daba la sensación de que engordaba poco a poco.
Un día, en el curso de una procesión, cuando el cortejo atravesaba por un callejón estrecho, Juan el «angelical» comenzó a palidecer; sentía que se desmayaba sin remedio; desplomado y con los ojos en blanco, el papa se moría. De repente, de debajo de las sagradas vestiduras, salió un tremendo vagido: ¡el papa acababa de dar a luz!
Así fue la leyenda de la papisa Juana, difundida por todas partes a mediados del siglo XIII y recogida en particular por las crónicas del dominico polaco Martín de Troppau (t 1278). Hasta el siglo XVI se creyó tan a pie juntillas, que, desde el año 1400, el busto de la papisa Juana figuraba muy oficialmente en la galería de los papas que se extiende a lo largo de los muros de la catedral de Siena. Durante doscientos años pudo leerse bajo su efigie: «Juan VIII, una mujer de origen inglés».
El cardenal Baronio influyó en Clemente VIII para que retirara dicha inscripción. Unos escultores se encargaron al mismo tiempo de rebajar el pecho de la papisa hasta conseguir las dimensiones menos rechonchas de un honrado sucesor de Pedro.
La leyenda, en cambio, resistió más que el mármol, y volvió a aparecer en pleno siglo XX en polémicas de baja estofa, creyendo que con tales infundios asestarían un golpe de gracia al papado…
Ahora bien, si se examina el hecho con atención -con ojos críticos de historiador- puede advertirse que era muy otro el objetivo perseguido con esta leyenda, mucho menos inofensiva de lo que pueda parecer, pese a sus ropajes imaginativos. En realidad venía a ser el eco deformado de una triste realidad: la influencia que, en el siglo x, ejercieron tres mujeres -Teodora la Mayor; y sus dos hijas, Teodora la Joven y Marozia- en el gobierno de la Iglesia. La primera hizo elegir a Sergio III, y luego a Juan X, del que había sido amante. Marozia mandó encerrar a Juan X en el castillo de Santángelo y conspiró para que fuera papa su propio hijo, Juan XI, antes de ser encarcelada con él.
Pero más curioso todavía que el trasfondo de la leyenda es lo que se refiere a su aspecto formal, basado en dos datos muy concretos: uno de ellos, principal, es que las procesiones papales evitaban siempre pasar por una cierta calleja de Roma; con toda seguridad porque era excesivamente estrecha, pero acaso también porque en una hornacina excavada en el muro de un viejo caserón había una estatuilla de un niño, con una inscripción ilegible interpretada por el pueblo del modo siguiente: «Aquí una papisa dio a luz un niño».
El otro dato consistía en que, al ser consagrado, se sentaba el papa tradicionalmente sobre un trono de pórfido, pétreo. Era un trono muy antiguo en el que el tiempo había ido dejando las huellas de su paso y, en particular, había desprendido un trozo considerable del asiento. La imaginación popular, siempre propensa a explicar las cosas del modo más atrevido y malicioso, encontró la explicación del boquete abierto en aquella extraña silla: el agujero permitiría a los prelados que consagraban a los pontífices hacer una comprobación real de la masculinidad del candidato, asegurándose así que no se repitiera el caso sorprendente de la papisa Juana, el «angelical» Juan VIII.
Un libro sobre los papas no podía silenciar esta leyenda, el cómo y el porqué de tan famosa y demencial patraña. Lo que deja ya el paso franco para volver a coger el hilo de la historia verdadera y conocer al único sucesor auténtico de León IV: Benedicto III.
Benedicto 111 (855-858)
La elección del sucesor de León se llevó a cabo en julio dentro de la más estricta legalidad. Se estaban preparando las ceremonias de la consagración cuando surgió un antipapa: el cardenal Anastasio, a quien León IV había excomulgado por haber tomado partido, demasiado abiertamente, por el emperador Ludovico II y contra el papa. Anastasio, tan violento como erudito, tomó al asalto el palacio de Letrán a la cabeza de sus seguidores. Se comportó brutalmente con el pontífice legítimo y le hizo encerrar en prisión. Decepcionados seguramente por los métodos expeditivos de Anastasio, sus adeptos le fueron abandonando, y el impetuoso cardenal fue expulsado de Letrán tras dos días de asedio. Ante la sorpresa de todos fue tratado por Benedicto con exquisita mansedumbre: le nombró abad de un monasterio.
Aquella actitud moderada fue muy hábil, puesto que serviría para disipar la hostilidad del emperador y ponía de relieve, a los ojos de toda la Iglesia, una especie de sereno dominio que reforzaría el prestigio del papado.
Benedicto fue consagrado, por fin, el 29 de septiembre del 855, e inmediatamente se aplicó a consolidar su posición, tanto frente a sus adversarios de la Galia y de Inglaterra como a sus enemigos orientales. Durante los tres años de este pontificado, Anastasio supo hacerse perdonar y que se olvidara su borrascoso pasado, hasta el punto de que, en el año 863, el sucesor de Benedicto, el papa Nicolás 1 le haría su secretario y le nombraría luego bibliotecario de la Iglesia romana. Y cumplió tan bien su cometido que quedaría en la Historia con el nombre de la función desempeñada: es llamado Anastasio Bibliotecario.
En cuanto a Benedicto 111, falleció el 17 de abril del 858.
San Nicolás I Magno (858-867)
El que por primera vez iba a mostrar al mundo lo que era verdaderamente un papa, era un romano de rancio abolengo. Su influencia en Letrán, ya desde Sergio II, no había dejado de aumentar. Hasta que, en presencia del emperador Ludovico 11 -que estaba de paso en Roma-, fue elegido para la silla de Pedro el 24 de abril del año 858.
Personalidad dominante, de un gran rigor moral y muy elevado nivel intelectual, reivindicaría para el papado atribuciones impensables hasta entonces, y lo haría con una firmeza y agresividad no utilizadas nunca antes por ningún obispo de Roma.
Su sensibilidad ante el sufrimiento de los hombres le llevó a ser inflexible ante los poderosos, condenando cualquier guerra que no fuera estrictamente defensiva. Abierto a los derechos humanos, insistía en que había que distinguir cuidadosamente entre un rey y un tirano, y juzgaba que era un crimen torturar a ladrones y bandoleros. Mas fue, sobre todo, el teórico del papado y se esforzó por fundamentar sobre bases filosóficas las pretensiones de la Iglesia de Roma a encarnar el primado de la Iglesia universal.
Sus distintas actitudes en las más diversas ocasiones ponen de manifiesto la clara conciencia que tenía de sus derechos como papa, tanto en las relaciones con sus hermanos en el episcopado como en las que había de mantener con los reyes o con Bizancio.
El arzobispo de Rávena esgrimía su privilegiada posición en el antiguo Exarcado para reclamar un cierto derecho de tutela en la jurisdicción del obispo de Roma. En la Galia, Rotario de Soissons o Hincmaro de Reims insistían en sus facultades autónomas como metropolitanos o acerca de las decisiones adoptadas en sínodos locales: en todos los casos, bien se tratara de Rávena o de otra sede episcopal, de la Galia o de cualquier parte, Nicolás no veía más que simples provincias eclesiásticas que tenían la obligación de someterse al control de Roma. Lo cierto es que el papa consiguió -blandiendo las famosas Decretales de san Isidoro, libres por entonces de toda duda acerca de su autenticidad- que hasta los obispos más proclives a la independencia se alinearan con él.
Respecto a sus relaciones con los monarcas, el mejor ejemplo de su actitud sea quizá su reacción ante la bigamia de Lotario 11. Este rey de Lotaringia, hermano del emperador Ludovico 11, no concebía que tuviera que dejar a su amante Walfrada. Los obispos de Colonia y de Tréveris fingían ignorar lo que estaba pasando. Y Nicolás, lisa y llanamente, hizo que el rey despidiera a la concubina y rehiciera su legítima unión con su mujer, Teutberga. Ante todo, le interesaba que triunfara la concepción cristiana del matrimonio sobre las costumbres germánicas, teñidas todavía de paganismo.
En el frente de la constante guerra fría con Bizancio, el nuevo motivo de disputa era la cuestión del «Filioque» en el Credo de la Misa. El Espíritu Santo ¿procedía solamente del Padre, o del Padre y del fijo? Roma apoyaba la segunda teoría y había añadido la palabra Filioque -y del Hijo- en el Credo. Aquella fue razón suficiente a los ojos del patriarca Focio y de Niguel III para pronunciar en el año 867 la «deposición» del obispo de Roma y el rechazo de su liturgia. Reacción que se comprende mejor si se tiene en cuenta que, cuatro años antes, el papa había rehusado reconocer la elección de Focio, realizada al margen de las normas canónicas vigentes; y si se considera que, aparte resentimientos personales, existía también un conflicto de influencias entre Roma y Bizancio con respecto a los búlgaros, cuyo príncipe, Boris, bautizado recientemente, se había dirigido a Roma pidiendo que enviaran misioneros. Nicolás supo reaccionar enseguida e hizo lo imposible por asegurar a la Iglesia de Roma la jurisdicción sobre los búlgaros, reivindicada por Constantinopla.
¿Cómo evolucionaría el enfrentamiento entre Focio y Nicolás? Se lo planteaban en Roma, preocupados, cuando una inesperada conmoción política en Constantinopla ocasionó la caída de Focio.
Nicolás I había sabido precisar la muy clara distinción entre los poderes temporal y espiritual, negando al Estado el derecho a inmiscuirse en los asuntos de la Iglesia, y a la Iglesia el de injerirse en el dominio del Estado. Sin embargo, ante la debilidad que mostraba el Imperio desde el año 843 y su incapacidad para mantener el orden en Occidente, el papa se apresuró a reforzar la autoridad de la Iglesia, lo que necesariamente suponía acentuar su centralización. Aunque la intención fue buena, las consecuencias serían, en algunos casos, lamentables: concentrar tanto poder en la persona del obispo de Roma era abrir la puerta al riesgo de que los abusos fueran más escandalosos.
Cuando murió, el 13 de noviembre del 867, san Nicolás 1 Magno, era impensable que antes de que acabara aquel siglo una serie de acontecimientos de esa índole arruinarían su obra.
Adriano II (867-872)
Era muy difícil que el papado se mantuviera durante mucho tiempo en el alto nivel a que le había llevado Nicolás Il. La decadencia comenzó con su mismo sucesor.
Adriano II tenía 75 años cuando fue consagrado el 14 de diciembre del 867. Vinculado a la misma familia que Esteban IV y Sergio II, había sido testigo de cómo su propio padre llegaba a ser obispo y él mismo tenía esposa e hijos cuando fue ordenado diácono.
Su pontificado se estrenó con una tragedia familiar: Lamberto de Espoleto atacó Roma, se apoderó de la mujer y de una hija del papa y les dio muerte.
El viejo pontífice era demasiado débil y demasiado bueno para desarrollar la política autoritaria de su predecesor. Se mostró Heno de condescendencia para con Lotario II y le ayudó incluso a reconciliarse con su legítima esposa, levantando al mismo tiempo la excomunión que pesaba sobre su concubina Walfrada.
Tuvo también el consuelo de constatar un nuevo acercamiento -aunque duraría muy poco- entre Roma y Bizancio con ocasión del octavo concilio ecuménico, celebrado en Constantinopia, que condenó el cisma de Focio en el 869. Recibió en la ciudad Eterna a los dos apóstoles de los eslavos, Cirilo y Metodio, a los que confirió el episcopado, que habían innovado una liturgia especialmente adaptada a las poblaciones que tenían que convertir.
Por contra, no consiguió Adriano imponerse en la Galia. El arzobispo Hincmaro de Reims declinó su invitación a entrevistarse con él, negándose a reconocer la competencia del papa en los asuntos internos de su diócesis. La actitud del eclesiástico franco tenía el respaldo del rey Carlos el Calvo. El papa intentó entonces llegar a un arreglo con el monarca: si éste reconocía la jurisdicción de Roma sobre las diócesis de la Galia, el pontíflce le otorgaría la corona imperial. Carlos no aceptó.
Adriano murió el 14 de diciembre del 872 a los ochenta años.
pues un libro que lei por ahi dice que el papa Benedicto iii es el que la "iglesia" invento para tratar de eliminar la verdadera historia de la papisa.