Alberico II domina Roma

El duque de Espoleto no sólo consiguió tener bajo su dominio a los papas, también dispuso que al morir, su hijo fuera nombrado papa… un joven de diecisiete años.

Esteban VIII

 

El 14 de julio del año 939, al día siguiente de la muerte de León VII, Alberico II de Espoleto dispuso que Esteban fuera el sucesor del papa difunto. La sumisión hacia su protector, de la que hizo gala el nuevo pontífice, fue beneficiosa para la Iglesia, puesto que el duque de Espoleto había puesto el corazón en promover la reforma cluniacense en Roma y en Italia entera.

 

También se puso Esteban de parte del rey de Francia, Luis IV, al que sus súbditos rehusaban reconocer. El papa amenazó con la excomunión a franceses y borgoñones si no obedecían a su rey.

 

De creer a Martín de Troppau -autor de la fantástica leyenda de la papisa Juana y con pocas credenciales, por tanto, para ser tomado en serio-, Esteban Vlll habría sido objeto de una conspiración y le habrían cortado la nariz. Falleció en octubre del 942.

 

Marino II

 

Entre su elección -o más exactamente su «designación»- el 30 de octubre del 942, y su muerte, a fines de abril o principios de mayo del 946, Marino II quedó tan absolutamente a la sombra de su protector, el duque Alberico II, que, fuera de algunas Actas dirigidas a los obispos o abades de los monasterios, no ha quedado huella alguna de su paso por la sede pontificio.

 

Agapito II

 

El 10 de mayo del año 946, Agapito II sucedía a Marino. Y también él favorecería la reforma cluniacense.

 

Es curioso constatar que su total dependencia del duque de Espoleto, Alberico II, no le impidió afirmar su autoridad como papa en determinados asuntos eclesiásticos. Por ejemplo, en el conflicto que enfrentaba a Arnoldo y a Hugo por la posesión del arzobispado de Reims, el papa tomó partido por el primero; y en el año 948 confirmó al obispo de Hamburgo los derechos que se le negaban sobre las regiones nórdicas.

 

A Agapito le hubiera complacido coronar emperador a Otón el Grande, que acababa de vencer al rey de Italia, Berengario de Ivrea, que, por tanto, llevaría en lo sucesivo el doble título de rey de los franceses y de los lombardos, y que aguardaba en Pavía para desplazarse a Roma y ser ungido por el papa. Pero Alberico no quería ni oír hablar de ello.

 

El pontífice se sometió a la voluntad del duque, y Otón, decepcionado, regresó a Alemania con el presentimiento de que algún día volvería a Roma para liberar al papado, en circunstancias trágicas, de aquella vergonzosa dependencia del poder secular.

 

Alberico de Espoleto se fue haciendo más déspota conforme envejecía. Amo absoluto de Roma y de los Estados de la Iglesia, se daba cuenta, sin embargo, de que los derechos del papa al gobierno de la Urbe y de los dichos Estados era indiscutible. Y creyó entonces que había hallado la solución genial: quien le sucediera a él, en lugar de reinar con el papa debería, sencillamente, ser el papa.

 

En consecuencia, antes de morir, en el 954, hizo jurar a Agapito y a los romanos que, cuando falleciera el pontífice reinante, el nuevo papa sería su propio hijo y heredero, Octaviano, Conde de Túsculo.

 

Agapito entregó su alma en diciembre del año 955 y, como se había convenido, le sucedió Octaviano. ¡Tenía diecisiete años!

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