Jesucristo, causa eficiente de toda gracia

Causa efficiens

Hoy vamos a tratar todavía de la persona adorable de nuestro Señor. No os canséis jamás de oír hablar de El. Ningún tema os será más útil, ni debe seros más querido; en Cristo lo tenemos todo, y fuera de El no hay salud ni santificación posible. Cuanto más se estudia el plan divino, según las Sagradas Escrituras, más se advierte cómo un gran pensamiento lo domina todo: El de que Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, es el centro de la creación y de la redención; que todas las cosas se refieren a El, y que por El se nos da a nosotros toda la gracia y se tributa toda la gloria al Padre.

La contemplación de nuestro Señor no es sólo santa, sino santificante; con sólo pensar en El y contemplarlo con fe y amor, nos santificamos. Para ciertas almas, la vida de Jesucristo es un tema de meditación como otro cual quiera; no es bastante eso. Cristo no es uno de los medios de la vida espiritual, es toda nuestra vida espiritual El Padre lo ve todo en su Verbo, en su Cristo, todo lo encuentra en El, tiene ciertamente exigencias infinitas de gloria y de alabanza, pero encuentra cumplida satisfacción a esas exigencias a través de su Hijo, en las acciones más intrascendentes de su Hijo. Cristo es su Hijo muy querido en quien pone todas sus complacencias. ¿Por qué no había de ser Cristo igualmente nuestro todo, nuestro modelo, nuestra satisfacción, nuestra esperanza, nuestra luz, nuestra fuerza, nuestra alegría? Esta verdad es tan capital, que quiero insistir en ella nuevamente.

La vida espiritual consiste sobre todo en contemplar a Cristo, para reproducir en nosotros su condición de Hijo de Dios y sus virtudes. Las almas que tienen constantemente fija la mirada en Cristo, ven en su luz lo que se opone dentro de ellas al desarrollo de la vida divina; buscan entonces en Jesús la fuerza necesaria para remontar esos obstáculos y agradarle; pídenle que sea el apoyo de su debilidad, que despierte y acreciente sin cesar en ellas esa disposición fundamental, a la que se reduce toda la santidad, y que consiste en buscar siempre lo que es agradable a su Padre.

Esas almas entran plenamente en el plan divino; avanzan con rapidez y con seguridad por el camino de la perfección y de la santidad; ni siquiera corren el peligro de desalentarse a vista de sus defectos; saben que por sí mismas nada pueden: «Sin mí nada podéis» (Jn 15,5); ni el peligro de envanecerse por sus progresos, porque están convencidas de que si sus esfuerzos personales son necesarios para corresponder a la gracia, su perfección la deben exclusivamente a Jesucristo, que en ellas habita, vive y trabaja. Si dan mucho fruto es, no solamente porque permanecen en Cristo por la gracia y la fidelidad de su amor, sino también, y sobre todas las cosas, porque Cristo permanece en ellas: «Quien mora en mí y yo en él, éste producirá mucho fruto» (ib.).

En efecto, Cristo no es sólo un modelo como el que contempla un pintor cuando hace un retrato, ni podemos tampoco comparar su imitación a la que realizan ciertos espíritus mediocres cuando remedan el porte y los gestos de un gran hombre a quien admiran; esa imitación es superficial, externa, y no cala al fondo del alma.

La imitación de Cristo es muy otra. Cristo es más que un modelo, es más que un Pontífice que nos ha obtenido la gracia de imitarle El mismo, por su Espíritu, obra en lo íntimo de nuestra alma para ayudarnos a realizar ese trasunto, esa copia. ¿Por qué?- Porque, ya lo dejé dicho al exponer el plan divino, nuestra santidad es de orden esencialmente sobrenatural. Dios no se contenta, ni se contentará jamás, desde que resolvió hacernos hijos suyos, con una moralidad o una religión natural quiere que obremos como hijos de linaje divino.

Pero esta santidad nos la da por su Hijo, en su Hijo, mediante la gracia que nos ha merecido su Hijo Jesucristo. Toda la santidad que destina a los hombres, la ha depositado en Jesús y de esa plenitud debemos recibir las gracias que nos hagan santos: «Cristo ha sido hecho por Dios, nuestra sabiduría, justicia, santidad y redención» (1Cor 1,30). Si Cristo posee todos los tesoros de ciencia y de sabiduria (Col 2,3) y de santidad, es para hacernos participantes de ellos, ha venido para que tengamos en nosotros la vida divina, y para que la tengamos en abundancia: «Vine para que tengan vida y para que esta vida sobreabunde en ellos» (Jn 10,10). Por su Pasión y por su muerte, ha abierto a todos la fuente de esos tesoros; pero no lo echemos en olvido: ese venero está en El y no fuera de El; es El el encargado de hacerle fluir hasta nosotros; la gracia, principio de vida sobrenatural, no viene sino por El. Por esto escribe San Juan: «El que está unido al Hijo, posee la vida; el que no está unido al Hijo, no posee la vida» (1Jn 5,12).

1. Durante la existencia terrena de Jesucristo, su humanidad era, como instrumento del Verbo, fuente de gracia y de vida

Contemplemos a Jesús durante su existencia terrena, y veremos que es la causa eficiente de toda gracia y la fuente de la vida; esa contemplación es fructuosa, porque nos muestra cómo debemos esperarlo todo de nuestro Señor.

Vemos que su santa humanidad llega a ser el instrumento de que la divinidad se sirve para derramar en torno suyo toda gracia y toda vida.

En primer lugar la vida o la salud corporal.

Un leproso se presenta a Jesús pidiendo la curación: Jesús extiende su mano, le toca y dice: «Lo quiero, sé curado»; y al punto desaparece la lepra (Mt 8, 2-3).- Preséntanle dos ciegos: Jesús les toca los ojos con su mano, diciendo: «Hágase según vuestra fe», y sus ojos se abren a la luz (Mt 9, 27-29).- Otro día introducen adonde El estaba un hombre sordo y mudo, y suplican a Jesús que le imponga las manos; entonces Jesús, apartándole de la turba, le pone el dedo en los oídos, le moja con saliva la lengua y, levantando los ojos al cielo, suspira y dice: «Abríos», y al punto el hombre oye, su lengua se desata y empieza a hablar con soltura (Mc 7, 32-35).- Mirad a Jesús junto al sepulcro de Lázaro; con sólo la palabra le devuelve a la vida.

En todas estas ocasiones vemos la santa humanidad servir de instrumento a la divinidad. Es la persona del Verbo la que cura y resucita; mas para obrar esas maravillas, el Verbo se sirve de la naturaleza humana que le está unida, Cristo pronuncia las palabras sirviéndose de su naturaleza humana y toca a los enfermos con sus manos. La vida brotaba de la divinidad, pero llegaba a los cuerpos y a las almas mediante la humanidad [para emplear el término teológico, la humanidad servía de fuente de vida como instrumento unido al Verbo: Ut instrumentum coniunctum].- Comprendemos las palabras del Evangelio cuando nos dicen que «las turbas deseaban tocar a Jesús, porque salía de El un poder que curaba» [Virtus de illo exibat] (Lc 6,19).

De igual modo procede Jesucristo en el terreno sobrenatural de la gracia; por una acción, una palabra, un gesto de la naturaleza humana que le está unida, perdona los pecados y justifica a los pecadores. Ved a María Magdalena entrar en medio del festín y regar con sus lágrimas los pies de Cristo. Jesús le dice: «Tus pecados te son perdonados, tu fe te ha salvado» (ib. 7, 48-50); es la divinidad la que perdona los pecados, sólo ella puede hacerlo, pero Jesús otorga este perdón por medio de la palabra; y de esta manera su humanidad se convierte en instrumento de la gracia. Hay en el Evangelio una escena más explícita todavía. Cierto día presentan a Jesús un paralítico tendido en un lecho. «Tus pecados te son perdonados», dice Jesús, y los fariseos que le oyen y no creen en la divinidad, murmuran: «¿Quién es este hombre que pretende perdonar los pecados? Sólo Dios puede hacerlo». Mas nuestro Señor, queriendo demostrar que era Dios, les responde: «¿Qué es más fácil decir: Te son perdonados tus pecados, o decir: Levántate y anda? Pues bien, a fin de que sepáis que el Hijo del Hombre -notad la expresión, Hijo del Hombre; nuestro Señor la emplea intencionadamente en lugar del término Hijo de Dios tiene sobre la tierra poder de perdonar los pecados, yo te lo mando, dice al paralítico: Levántate, toma tu lecho y vuelve a tu casa». Y al punto aquel hombre se levanta en presencia de toda la gente, toma la cama sobre la que se le había llevado, y tórnase a su casa, glorificando a Dios (Lc 5, 18-25).

Así obra Cristo milagros, perdona los pecados y distribuye la gracia con libertad y poder soberanos, porque siendo Dios, es la fuente de toda gracia y de toda vida; pero lo hace sirviéndose de su humanidad; la humanidad de Cristo es vivificante, a causa de su unión con el Verbo divino [Carnem Domini vivificatricem esse dicimus quia facta est propria Verbi cuncta vivificare prævalentis. Concil. Ef., can.2].

Lo mismo se verifica en la Pasión y muerte de Jesús. Jesús padece, expía y merece en su naturaleza humana; la humanidad es el instrumento del Verbo, y los padecimientos de la santa humanidad obran nuestra salvación, son causa de nuestra redención, y nos vuelven a la vida [+Santo Tomás, III, q.8, a.1, ad 1]. «Estábamos muertos en el pecado, pero Dios nos ha vuelto a la vida con Cristo, a causa de Cristo, perdonándonos todas nuestras culpas» (Col 2,13). Santo Tomás nos lo dice claramente [Citemos esta bella proposición del Doctor Angélico: Verbum prout in principio erat apud Deum vivificat animas sicut agens principale; caro tamen eius, et misteria in ea patrata operantur instrumentaliter ad animæ vitam. III, q.62, a.5, ad 1. +III, q.48, ad 6; q.49, ad 1; q.27. De veritate, art.4]. En el momento en que, por amor de su Padre y nuestro, iba Cristo a entregarse para dar la vida divina a todos los hombres, pide al Padre que glorifique a su Hijo, puesto que le ha dado autoridad sobre toda carne, «a fin de que dé yo la vida eterna a todos aquellos que Tú has puesto en mis manos» (Jn 17, 1-2). Jesús ruega a su Padre que realice ya en principio su plan eterno. El Padre ha constituido a Cristo jefe del género humano; sólo en Cristo quiere que el hombre encuentre su salvación; y nuestro Señor pide que así se haga, puesto que por su Pasión y muerte, ocupando nuestro lugar, va a satisfacer por todos los crímenes del linaje humano y merecer para él toda gracia de salud y de vida.

La oración de nuestro Señor ha sido escuchada. En premio de haber llevado a cabo por sus padecimientos y sus méritos la salvación del género humano, Cristo ha sido confirmado como dispensador universal de toda gracia. «Se ha anonadado, y por esto en el día de la Ascensión su Padre le ensalzó y le dio un nombre sobre todo nombre» (Fil 2, 7-9). «Le constituyó heredero de todas las cosas» (Heb 1,2); le dio las naciones en herencia, porque El las había ganado con su sangre: «Pide, y yo te daré en herencia todas las gentes» (Sal 2,8). En beneficio de ellas ha sido dado a Cristo todo poder de gracia y de vida en el cielo y en la tierra (Mt 28,18). Finalmente, puso todas las cosas en sus manos por el amor que le tenía (Jn 3,35).

Así, modelo único, pontifice supremo, Redentor del mundo y mediador universal, Jesucristo fue además constituido dispensador de toda gracia. «La efusión de toda gracia en nosotros, dice Santo Tomás, no pertenece más que a Cristo y esta causalidad santificante resulta de la unión íntima que hay en Cristo entre la divinidad y la humanidad» [Interior autem influxus gratiæ non est ab aliquo nisi a solo Christo, cuius humanitas ex hoc quod est divinitati coniuncta habet virtutem iustificandi. Santo Tomás, III, q.8, a.6].

«El alma de Cristo, añade el mismo Santo, ha recibido la gracia en su más alto grado de plenitud; parece, pues, razonable que de esta plenitud haga copartícipes a todas las almas; y precisamente de este modo llena su cometido de cabeza de la Iglesia. De ahí que la gracia que adorna el alma de Cristo sea, en su esencia, la misma que nos purifica» (ib. a.5).

2. Cómo obra Cristo después de su Ascensión. Medios oficiales: Los sacramentos producen la gracia por sí mismos, pero en virtud de los méritos de Cristo

Pero acaso me preguntéis: ¿Cómo Cristo, después de haber subido a los cielos, cuando los hombres no pueden verle ni oirle ni tocarle, produce esos efectos de gracia y de vida? ¿Cómo se ejerce sobre nosotros, y en nosotros, la acción de nuestro Señor? ¿Cómo es ahora causa eficiente de nuestra santidad? ¿Cómo produce en nosotros la gracia, fuente de vida?

Jesucristo, por ser Dios, es dueño absoluto de sus dones y de la manera como los distribuye; del mismo modo que nosotros no podemos limitar su poder, así tampoco podemos determinar los modos de su acción. Jesucristo puede hacer afluir, cuando le place, la gracia en el alma, directamente y sin intermediarios, la vida de los santos está llena de estos ejemplos de la libertad y de la liberalidad divinas; sin embargo, en la economía actual, el camino oficial y ordinario por el cual llega hasta nosotros la gracia de Cristo es principalmente el de los sacramentos por El instituidos.

Podría santificarnos de otro modo; pero siendo Dios, desde el momento en que decidió por sí mismo establecer esos medios de salvación, que sólo El podía determinar, puesto que sólo El es el autor del orden sobrenatural, debemos recurrir en primer lugar a esas fuentes auténticas. Todas las prácticas de ascética que pudiéramos inventar para conservar y aumentar en nosotros la vida divina, no tienen ningún valor sino en la medida en que nos ayudan a extraer más provecho de esas fuentes de vida; porque ellas son, en efecto, las fuentes puras y verdaderas, a la vez que inagotables, donde encontraremos infaliblemente la vida divina de que Jesús rebosa y de la que quiere hacernos participantes.

Veamos, pues qué medios son éstos. No trato de daros aquí toda la Teología de los Sacramentos, mas espero deciros lo suficiente para que veáis cómo, brillan en su institución la bondad y la sabiduría de nuestro divino Salvador.

¿Qué es un sacramento?

El Santo Concilio Tridentino (al cual debemos siempre acudir en esta materia, porque en él encontramos la doctrina de los Sacramentos expuesta con precisión admirable) nos dice que el Sacramento es «un signo sensible que significa y produce una gracia invisible»; es un símbolo que contiene y confiere la gracia divina. Es un signo sensible, externo, tangible; nosotros somos a la vez materia y espíritu, y Cristo ha querido utilizar la materia -agua, óleo, trigo, vino, palabra, imposición de las manos- para señalar la gracia que quiere producir en las almas.

Sabiduría eterna, Cristo ha adaptado a nuestra naturaleza, material y espiritual a la vez, los medios sensibles de comunicarnos su gracia [Si incorporeus esses, nuda et incorporea tibi dedisset ipse dona; sed quia anima corpori coniuncta est, sensibilibus intelligibilia tibi præstat. San Juan Crisóstomo, Homilia 82 in Mat., y Homilia 60 ad popul. Antioch.].

Digo «comunicar», porque esos signos no sólo significan o simbolizan la gracia, sino que la contienen y la confieren. Esos signos y esos ritos son eficaces: producen realmente la gracia por la voluntad y la institución de Jesucristo, a quien el Padre ha dado todo poder, y que con el Padre y el Espíritu Santo es Dios; el efecto de los Sacramentos es la gracia producida en lo íntimo del alma.

Escuchemos a nuestro divino Salvador; El nos enseña que el agua del Bautismo lava nuestras faltas, nos regenera en la vida de la gracia, nos hace hijos de Dios y herederos de su reino. «A menos que uno sea regenerado por el agua y el Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5). Nos enseña, además, que la palabra del ministro que nos absuelve borra nuestros pecados. «A aquellos a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados»; nos dice que bajo las apariencias del pan y del vino se hallan realmente su cuerpo y su sangre, que hay que comer y beber para tener la vida; ccn respecto al matrimonio, nos declara que el hombre no puede separar a los que fueron por Dios unidos; y la Tradición, eco de la enseñanza de Jesús, nos repite que la imposición de las manos confiere a los que la reciben el Espíritu Santo y sus dones. [En cuanto a la cuestión de saber si todos los Sacramentos han sido instituidos inmediatamente, en todos sus detalles, por el mismo Cristo, importa poco para nosotros; varios Sacramentos ofrecen este carácter; en el Evangelio no leemos que todos fueran instituídos de la misma manera; pero si Cristo delegó en sus Apóstoles la determinación de ciertos detalles, aunque sean de importancia, no es menos verdadero que únicamente El es quien dotó a todos esos símbolos de la gracia de la cual es autor y fuente única].

Una de las manifestaciones de la condescendencia de nuestro divino Salvador al instituir los sacramentos consiste en que los signos que contienen la gracia, la producen por sí mismos [ex opere operato]. El acto sacramental, la obra practicada, la simple aplicación al alma de los símbolos y ritos, hecho con arreglo a lo prescrito, eso es lo que confiere la gracia, y la confiere independientemente, no de la intención, pero sí del mérito personal de aquel que lo administra. La indignidad de un ministro herético o sacrílego no puede poner óbice al efecto del Sacramento, si ese ministro se conforma con la intención de la Iglesia y trata de ejecutar lo que hace la Iglesia en semejantes casos. El Bautismo, administrado por un ministro heretico, es válido. -¿Por qué?- Porque Cristo, Hombre-Dios, quiso colocar la comunicación de las gracias por encima de toda consideración del mérito o de la virtud de aquellos que le sirven de instrumento; el valor del Sacramento no depende de la dignidad o de la santidad humanas; radica en la institución del Sacramento por Jesucristo y esto es lo que origina en el alma fiel una confianza ilimitada en la eficacia de esos auxilios divinos [Secura Ecclesia spem non posuit in homine… sed spem suam posuit in Christo, qui sic accepit formam servi ut non amitteret formam Dei. San Agustín, Ep. 89,5].

¿Quiere esto decir que debemos usar de esos medios sin disposición ninguna, que podemos acercarnos a ellos sin ninguna clase de preparación? Al contrario.- ¿Qué es, pues, lo que se requiere?- En primer lugar, una disposición general que guarda relación con la producción misma de la gracia: que quien recibe los Sacramentos no ponga obstáculos a su acción, a su operación, a su energía [non ponentibus obicem].- Oponed un dique a las aguas de un torrente: las aguas se detienen; destruid el dique, quitad el obstáculo: al punto, libres las aguas, se precipitan e invaden la llanura. Lo mismo sucede con la gracia de los Sacramentos. En el Sacramento se halla todo lo necesario para obrar, pero se necesita también que la gracia no encuentre óbices en nosotros.- ¿Qué óbices?- Varían según el carácter de los signos y de la gracia que contienen. Así, no podemos recibir la gracia de ningún Sacramento si no consentimos en ella; el adulto a quien se confiere el Bautismo, no puede recibir la gracia si su voluntad se opone a la recepción del Sacramento; la falta de contrición es igualmente un obstáculo ala recepción de la gracia del Sacramento de la penitencia; y el pecado mortal constituye un obstáculo que nos impide recibir la gracia de la Eucaristía: quitad el obstáculo, y la gracia descenderá sobre vosotros en el instante en que recibáis el Sacramento.

Pero yo añadiría aún: ensanchad por la fe, la confianza y el amor la capacidad de vuestras almas, y la gracia descenderá más abundante sobre vosotros.- Porque si la gracia sacramental es sustancialmente la misma en todos los Sacramentos, varía en los grados, en la intensidad, según las disposiciones de los que la reciben después de haber suprimido los obstáculos, varía no en su entidad, sino en su fecundidad y en lo dilatado de su acción, según las disposiciones del alma receptora.

Abramos, pues, enteramente a la gracia divina las avenidas de nuestra alma; aportemos toda la caridad y toda la pureza posibles para que Cristo haga sobreabundar en nosotros su vida divina.

Porque Cristo, el Verbo encarnado, en cuanto Dios, es la causa eficiente primera y primordial de la gracia producida por los Sacramentos. -¿Cómo es esto?- Porque sólo puede producir la gracia aquel que es su autor y su fuente. Los Sacramentos, señales destinadas a transmitir esa gracia al alma, obran en calidad de instrumentos, son una causa de gracias, causa real eficiente, pero sólo instrumental.

Observad un artista en su taller. Trabaja y se vale del cincel para pulir el mármol y realizar el ideal que persigue su genio. Cuando la obra esté acabada, podremos decir con entera exactitud que su autor es el artista, pero el cincel ha sido el instrumento encargado de transmitir su idea a la materia. La obra es debida al cincel, pero al cincel guiado y vivificado por la mano del maestro, dirigida, a su vez, por el genio que ha concebido la obra ejecutada.

Lo mismo pasa con los Sacramentos: son signos que producen la gracia, no como causa principal -pues la gracia santificante brota sólo de Cristo como de su fuente única-, sino como instrumentos, en virtud del impulso que reciben de la humanidad de Cristo, unida al Verbo y llena de la vida divina [Sacramenta corporalia per propiam operationem quam exercent circa corpus quod tangunt, efficiunt operationem instrumentalem ex virtute divina circa animam; sicut aqua baptismi abluendo corpus secundum propriam virtutem, abluit animam in quantum est instrumentum virtutis divinæ; nam ex anima et corpore unum fit. Et hoc est quod Agustinus dicit quod «corpus tangit, et cor abluit».- Vis spiritualis est in sacramentis in quantum ordinantur a Deo ad effectum spiritualem. Santo Tomás, III, q.62, a.1, ad 2, y q.67, a.4, ad 1. +q.64, a.4].

Cristo mismo es quien bautiza y quien absuelve en la persona del sacerdote. «¿Pedro, bautiza?, dice San Agustín; es Cristo quien bautiza. ¿Judas, bautiza? Es Cristo quien bautiza» [Petrus baptizet, Christus baptizat; Iudas baptizet, Christus baptizat. Trat. sobre San Juan, VI]. El ministro, cualquiera que sea, obra en virtud de Cristo, El, aplica los méritos de Cristo, y da participación en las satisfacciones de Cristo, finalmente, la vida de Cristo es la que afluye a nuestras almas, conducida a través de esos canales. [Comentando estas palabras: Dominus baptizabat plures quam Ioannes, quamvis ipse non baptizaret, sed discipuli eius, escribe San Agustín: Ipse et non ipse; ipse potestate, illi ministerio, servitutem ad baptizandum illi admovebant, potestas baptizandi in Christo permanebat. Trat. sobre Jn V,1].

Toda la eficacia de los Sacramentos, para hacernos partícipes de la vida divina, emana, por tanto, de Cristo, el cual, por su vida y su sacrificio en la Cruz, nos mereció toda gracia e instituyó, por otra parte, esas señales para hacerla llegar a nosotros. ¡Oh, si tuviésemos fe, si comprendiésemos lo que son esos medios divinos -doblemente divinos: por su fuente primera y original y por la finalidad que persiguen-, con qué fervor y frecuencia utilizaríamos estos medios puestos generosamente a nuestra disposición por la bondad de nuestro Señor, en el transcurso de nuestra vida!

3. Universalidad de los sacramentos; se extienden a toda nuestra vida sobrenatural; confianza ilimitada que debemos tener en estas fuentes auténticas

En efecto, lo que acaba de hacer resaltar aquí la admirable sabiduría del Verbo encarnado es que los Sacramentos envuelven toda nuestra vida en influencias santificadoras.

Santo Tomás [III, q.65, a.1] nos dice que hay una analogía entre la vida natural y la vida sobrenatural.- Nacemos a la vida sobrenatural por el Bautismo; esa vida debe robustecerse y eso se hace en la Confirmación; no se nace más que una vez, y sólo una vez se llega a la virilidad; por eso estos Sacramentos no se reiteran. Como el cuerpo, el alma necesita un alimento; ese alimento es la Eucaristia, que puede ser recibida todos los días; cuando caemos en el pecado, la Penitencia nos vuelve la gracia cuantas veces sea necesario, purificándonos de nuestras faltas. ¿Nos amenaza la enfermedad con la muerte? La Extremaunción será la que prepare nuestro paso a la eternidad, y a veces nos devolverá la salud del cuerpo, si tal es el designio de Dios. Todos estos Sacramentos, tan varios, crean, alimentan fortalecen, aseguran, reparan, hacen crecer y desarrollarse la vida divina en el alma de cada uno de nosotros.

Mas como el hombre no es un individuo aislado, sino miembro de una sociedad, el Sacramento del Matrimonio santifica la familia y bendice la propagación del género humano, mientras que el del Orden perpetúa, por el sacerdocio, el poder de la paternidad espiritual.

Todos estos sacramentos, sin excepción, confieren la gracia, es decir, comunican al alma o aumentan en ella la vida de Cristo: gracia santificante, virtudes infusas, dones del Espíritu Santo, todo ese admirable conjunto que con el nombre de estado de gracia hermosea la sustancia de nuestra alma y fecunda sobrenaturalmente sus facultades para hacerla semejante a Jesucristo y digna de las miradas del Padre Eterno.

En cada sacramento recibimos la gracia santificante o un aumento de la misma; pero esa gracia reviste en cada uno de ellos su modalidad propia, contiene energías especiales, produce particulares efectos, específicos y conformes con el fin para el cual fue instituido el Sacramento, según acabamos de indicar; y, como bien lo sabéis, el Bautismo, la Confirmación y el Orden imprimen en el alma algo así como un sello, un carácter indeleble: el carácter de cristiano, de soldado de Cristo, de sacerdote del Altísimo.

Lo que ante todo conviene retener de esta analogía (que por otra parte no debemos llevar hasta el último límite), es que el cristiano en las principales fases de su vida dispone de abundantes y adecuados medios de santificación y que Cristo ha proveído a todas nuestras necesidades sobrenaturales. En cualquiera etapa algo importante de nuestra existencia, la gracia está allí bajo una forma particular de oportunidad bienhechora, Jesucristo nos acompaña durante toda nuestra peregrinación por la tierra; permanece a nuestro lado durante «toda la campaña».

Tengamos, pues, fe, una fe viva, práctica, en todos esos medios de santificación. Jesucristo ha querido y merecido que su eficacia sea soberana, su excelencia trascendente, su fecundidad inagotable: son señales henchidas de vida divina. Cristo ha querido amontonar en ellos todos sus méritos y satisfacciones para comunicárnoslo a nosotros: nada puede ni debe reemplazarlos; son necesarios para la salud en la economía actual de la Redención. [Hay que añadir que esta necesidad no es igual con respecto a todos los Sacramentos; así, el Bautismo es absolutamente necesario para todos; pero no sucede lo mismo con el Orden y el Matrimonio, en cuanto se refieren a los hombres tomados individualmente].

Es menester repetirlo, pues la experiencia enseña que a la larga, aun en las almas que buscan a Dios, se echa de menos la estimación práctica de estos medios de salvación. Los Sacramentos son, así lo enseña la Iglesia, los canales oficiales auténticos, creados por Cristo para hacernos llegar hasta su Padre. Es injuriarle no apreciar su valor, su riqueza, su fecundidad; por el contrario, se le glorifica cuando acudimos a esos tesoros adquiridos por sus méritos; de esa manera reconocemos que todo nos viene de El, y eso es rendirle un homenaje que le agrada sobremanera.

Hay almas que no tienen en esas señales sagradas más que una fe muy limitada; que prácticamente no las utilizan sino con demasiada parsimonia; que no estiman debidamente la gracia producida en ellas por los Sacramentos; que se preparan con poca diligencia y prefieren acudir a medios extraordinarios.- Cierto, lo dije arriba, Jesucristo es siempre dueño absoluto de sus dones los distribuye cuando y a quien le place; vemos en los Santos las maravillas de su generosidad divina, desde los carismas que ilustraban la vida de los primeros cristianos, hasta los favores inauditos que aun hoy en día abundan en las almas [mirabilis Deus in sanctis suis]. Pero en esta materia, Cristo nada ha prometido, ni ha señalado esos medios como la vía regular de la salvación ni de la santidad. En cambio, ha instituido los Sacramentos, con sus energías particulares y su virtud eficaz, y por tanto, esos Sacramentos constituyen, en su armoniosa variedad, un conjunto de medios de salvación singularmente seguros, aquí no hay ilusión posible, y bien sabemos cuán peligrosas son en materia de piedad y de santidad las ilusiones fomentadas por el demonio. Dios quiere nuestra santificación. «Esta es la voluntad de Dios: que os santifiquéis» (1Tes 4,3). Cristo lo repite: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48); en estas palabras no se trata únicamente de la salvación, sino de la perfección, de la santidad.- Pues bien, nuestro Señor, al comunicarnos la gracia necesaria para adquirir esa santidad normalmente, no se sirve de medios extraordinarios como son los arrobamientos los éxtasis… sino de los Sacramentos, y basta que lo haya querido así para que nuestras almas, avidas de santidad, se abandonen a esa voluntad con toda fe, con entera confianza. Ahí se encuentran las verdaderas fuentes de vida y de santificación, fuentes suficientes y abundantes, en vano iríamos a buscarlas a otra parte «abandonaríamos, según la enérgica palabra de la Escritura, las fuentes de las aguas vivas, para cavarnos cisternas porosas que no pueden retener el agua» (Jer 2,13).

Toda nuestra actividad espiritual debería tener por única razón de ser, por fin único hacernos capaces de sacar cada vez con más abundancia, con más fe y más pureza, el agua de esas fuentes divinas; conseguir que fructifique con más facilidad y libertad, con más vigor, la gracia pro pia de cada sacramento.

¡Ah, venid con alegría a esas aguas de salvación!: «Sacaréis con gozo las aguas» (Is 12,3); acudid a esas aguas saludables, acrecentad por el arrepentimiento, la humildad la confianza, y sobre todo por el amor, la capacidad de vuestras almas, a fin de que la acción del sacramento se haga más profunda, más vasta, más duradera. Renovamos nuestra fe en las riquezas de Cristo cada vez que nos acercamos a ellas; esta fe impide que la rutina se infiltre en el alma que frecuenta esas fuentes. Sacad, sobre todo, frecuentemente las aguas de la fuente eucarística, el sacramento de vida por excelencia. Estas son las fuentes que el Salvador hizo brotar por sus méritos infinitos del pie de la Cruz, o mejor, del fondo de su Corazón sacratísimo.

Comentando el texto del Evangelio sobre la muerte de Cristo: «Un soldado abrió su costado con la lanza» (Jn 19,34), escribe San Agustín estas palabras admirables: «El Evangelista se sirvió de una palabra escogida de intento; no dice, al hablar de la lanzada que el soldado dio a Cristo en la cruz, hirió su costado -u otra cosa semejante-, sino abrió su costado, para darnos a entender que de esta manera nos abría la puerta de la vida por donde salieron los sacramentos sin los cuales no podemos conseguir la vida verdadera» (Trat. sobre San Juan, 120). Todas estas fuentes brotan de la Cruz, del amor de Cristo; todas ellas nos aplican los frutos de la muerte del Salvador, en virtud de la Sangre de Jesús.

Por tanto, si queremos vivir cristianamente, si buscamos la perfección, si suspiramos por la santidad, acudamos a ellas con alegría, porque son fuentes de vida en la tierra, que se trocará en gloria más tarde en el cielo. «El que tenga sed, que venga a Mí y beba (Jn 7,38), porque el que bebe el agua que yo le doy, jamás tendrá sed». «El agua que yo le dé será en él una fuente copiosa que le hará vivir para la vida eterna» (+ib. 4,13). «Venid, amados míos, parece decirnos el Salvador, embriagaos, carísimos» (Cant 5,1), bebed de esas fuentes, por las cuales, bajo el velo de la fe, os comunico yo aqui abajo mi propia vida, hasta el día en que, habiendo desaparecido todos los símbolos, os embriague yo mismo con el torrente de mi bienaventuranza en la eterna claridad de mi luz: «En tu luz veremos la luz… y les abrevarás en el torrente de tus delicias» (Sal 35, 9-10).

4. Poder de santificación de la humanidad de Jesús fuera de los sacramentos, por el contacto espiritual de la fe. Importancia capital de esta verdad

Las riquezas de la gracia que Cristo nos comunica son tan grandes -San Pablo las llama insondables (Ef 3,8)-, que los sacramentos no las agotan totalmente.

Además de los Sacramentos, Cristo, tiene otro medio para obrar en nosotros. ¿Cuál? -Nuestro contacto con El por medio de la fe.

Leamos, para comprender esto, una escena que trae San Lucas: En una de sus expediciones apostólicas, nuestro divino Salvador se ve rodeado y estrujado por las turbas. Una mujer enferma desea la curación; se acerca a El, y llena de confianza, toca la orla de su vestido. Nuestro Señor pregunta a los que le rodean: «¿Quién me ha tocado?» -Pedro responde: «Señor, por todas partes te oprimen, y preguntas ¿quién me ha tocado?» -Jesús insiste: «Alguien me ha tocado, porque he sentido que un poder ha salido de Mí». -Efectivamente, en aquel instante la mujer había quedado sana y había curado, a causa de su fe: «Tu fe te ha salvado» (Lc 8, 40-48).

Algo análogo pasa con nosotros. Cada vez que, fuera de los Sacramentos, nos acerquemos a Cristo, saldrá de El una fuerza, una virtud divina y penetrará en nuestras almas, para iluminarlas, para auxiliarlas.

El medio para acercarse a Cristo lo conocéis bien: es la fe. Por la fe tocamos a Cristo, y a su contacto divino, nuestra alma se transforma poco a poco.

Como os decía Cristo ha venido a nosotros para darnos parte en sus riquezas, en la perfección entera de sus virtudes, porque todo lo que El tiene nos pertenece; todo es nuestro. Cada una de las acciones de nuestro Salvador es para nosotros, no sólo un modelo, sino una fuente de gracia; por las virtudes que practicó, nos mereció la gracia de poder ejercitarlas también nosotros, y cada uno de sus misterios contiene lma gracia especial de la que El quiere que participemos con toda verdad.

Cierto que los que vivieron con Cristo en Judea y tuvieron fe en El recibieron una parte copiosa de esas gracias que merecía para todos los hombres. Esto lo vemos continuamente en el Evangelio.

Cristo no sólo tenía, como ya os he mostrado, el poder de curar las enfermedades corporales, sino también el de santificar las almas. Ved, por ejemplo, cómo santificó a la Samaritana, quien, después de haber platicado con El, creyó que era el Mesías. Ved cómo purificó a la Magdalena, la cual, viendo en El al profeta, al enviado de Dios, vino a derramar sus perfumes sobre sus sagrados pies. El contacto con el Hijo de Dios es para las almas que tienen fe en El una fuente de vida (Lc 8, 40-48). Fijaos cómo, durante su Pasión, con una sola mirada, da a Pedro, que le había negado, la gracia del arrepentimiento; fijaos en el Buen Ladrón: a la hora de su muerte reconoce en Jesús al Hijo de Dios, puesto que le pide un lugar en su reino, y al punto el Salvador, pronto a expirar, le concede el perdón de sus crimenes: «Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso».

Todo esto lo sabemos, y estamos de ello tan convencidos, que exclamamos a veces: «¡Oh, si me hubiera sido dado vivir con nuestro Señor en Judea, seguirle como los Apóstoles, llegarme a El durante su vida y estar presente a su muerte, entonces seguramente hubiera sido santo!»

Sin embargo, escuchad lo que dice Jesús: «Bienaventurados los que no me vieron y creyeron» (Jn 20,29). ¿No es esto decirnos que el contacto con El a través de la fe únicamente es más eficaz todavía y más provechoso para nosotros? -Creamos, pues, esta afirmación de nuestro divino Maestro; sus palabras son «espíritu y vida» (ib. 6,64). Persuadámonos de que el poder y la virtud de su santa humanidad son para nosotros idénticos que para sus contemporáneos, porque Cristo vive siempre: «Cristo existió ayer y hoy y también vivirá para siempre» (Heb 13,8).

Nunca os repetiría bastante cuán grande es el provecho que reportará a vuestras almas el permanecer unidas al Señor por el contacto de la fe.- Sabéis que los israelitas durante su peregrinación por el desierto murmuraron contra Moisés, para castigarlos, Dios les envió serpientes cuyas mordeduras les hacían padecer mucho. Movido después por el arrepentimiento del pueblo, ordenó a Moisés que erigiese una serpiente de bronce, a cuya sola vista los hijos de Israel curaban de sus llagas (Núm 21,9).- Pues bien; según la interpretación misma de nuestro Señor (Jn 3,14), esa serpiente de bronce era la figura de Cristo levantado en Cruz, y El mismo dijo: «Cuando yo fuere levantado de la tierra, todo lo arrastraré hacia Mí» (Jn 12,32). Cristo se ha convertido en fuente de toda luz y de toda fuerza para nosotros, por habernos merecido la gracia, mediante el sacrificio de la Cruz.- De aquí que la mirada humilde y amorosa del alma sobre la santa humanidad de Jesús sea tan fecunda y eficaz. Nunca pensaremos bastante en el poder de santificación que posee la humanidad de Cristo, aun fuera de los sacramentos.

El medio de ponernos en contacto con Cristo es la fe en su divinidad, en su omnipotencia, en el valor infinito de sus satisfacciones, en la eficacia inagotable de sus méritos.- En uno de sus sermones al pueblo de Hipona, se pregunta San Agustín cómo podremos tocar a Cristo una vez que ha subido al Cielo, y responde: «Por la fe toca a Cristo quien cree en El», y el Santo Doctor recuerda la fe de aquella mujer que tocó al Señor para obtener su curación. Hay, añade, muchos hombres carnales que no ven en Jesús más que un hombre, no adivinan la divinidad velada por su humanidad, no saben tocar porque su fe no es lo que debiera ser. ¿Queréis tocar con fruto a Jesucristo? -Creed en la divinidad, que, como Verbo, comparte desde toda la eternidad con el Padre [In cælo sedentem, quis mortalium potest tangere?… Sed ille tactus fidem significat; tangit Christum qui credit in Christum… Fide tetigit, et sanitas subsecuta est… Vis bene tangere? Intellige Christum ubi est Patri coæternus, et tetigisti. Sermón CCXLIII, c. 2. +Sermones LXII, 3, y CCXLV, 3; In Jn XXVI, 3]. Creer, pues, en su divinidad es el medio que nos pone en contacto con Cristo, fuente de toda gracia y de toda vida. Cuando leemos el Evangelio y repasamos en nuestro espíritu las palabras y las acciones del Señor; cuando en la oración y en la meditación contemplamos sus virtudes, y, sobre todo, cuando nos asociamos con la Iglesia en la celebración de sus misterios, como os mostraré más adelante; cuando nos unimos a El en cada una de nuestras acciones, ora comamos, ora trabajemos, ora hagamos cualquier cosa honesta, en unión con las acciones semejantes que El mismo realizó viviendo en la tierra; cuando hacemos todo esto con fe y amor, con humildad y confianza, sale de Cristo una fuerza, un poder, una virtud divina, para iluminarnos, para ayudarnos a eliminar los obstáculos que se oponen a su acción en nosotros, para producir la gracia en nuestras almas.

Podrías decirme: «Yo no siento nada de eso.»- No es necesario sentirlo, nuestro Señor mismo decía que su reino en las almas no cae bajo la experiencia de los sentidos (+Lc 17,20 y sig.). La vida sobrenatural no es cuestión de sentimentalismo. Si Dios nos hace sentir la suavidad de su servicio hasta en las facultades sensibles, debemos agradecérselo y servirnos de ese don inferior como de una escala para subir más arriba, como de un medio para aumentar nuestra fidelidad, pero no apegarnos a él, y, sobre todo, no fundar nuestra vida interior en esa devoción sensible; esa base sería, en efecto, muy inestable. Tanto podemos estar en el error creyendo que hacemos grandes progresos en la vía de la perfección porque nuestra devoción sensible es muy intensa, como si nos imaginamos que no hacemos ningún progreso, porque el alma está en la mayor aridez espiritual. ¿Cuál es, pues, la verdadera base de nuestra vida sobrenatural?- Es la fe y la fe es una virtud que se ejercita con las facultades superiores, inteligencia y voluntad.- Y bien: ¿qué nos dice la fe? -Que Jesús es Dios al mismo tiempo que Hombre, que su humanidad es la humanidad de un Dios, la humanidad del ser que es la infinita sabiduría, el amor mismo y la misma omnipotencia.- ¿Cómo dudar, pues, de que cuando nos acercamos a El, aunque sea fuera de los sacramentos, por la fe, con humildad y confianza sale de El un poder divino que nos ilumina, nos fortalece, nos ayuda y nos auxilia? -Nadie se acercó jamás a Cristo con fe sin haber recibido los rayos bienhechores que brotan sin cesar de ese foco de luz y de calor (Lc 6,19).

Jesucristo, que vive siempre (Heb 7,25), y cuya humanidad permanece indisolublemente unida al Verbo divino, es de este modo para nosotros -en la medida de nuestra fe y de la decisión con que nos propongamos imitarle- una luz y una fuente de vida, y si somos fieles en contemplarle de este modo, imprimirá poco a poco en nuestra alma su imagen, revelándose a ella más íntimamente y haciéndonos compartir los sentimientos de su divino Corazón y dándonos la fortaleza necesaria para acordar nuestra conducta con estos sentimientos. [Aquí la palabra sentimiento tiene su acepción espiritual de afecto de la voluntad].

«Y veo yo claro y he visto después, decía Santa Teresa, que para agradar a Dios y que nos haga grandes mercedes quiere sea por manos de esta Humanidad Sacratísima, en quien dijo su Majestad se deleita. Muy muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor. He visto claro que por esa puerta hemos de entrar si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos… Por aquí va seguro»(Vida, cap.22).

Así comprendemos la verdad de aquellas palabras de Jesús: «Mi Padre es el viñador celestial; yo soy la vid, vosotros los sarmientos, quien permanece en Mí, y Yo en él, da mucho fruto» (Jn 15,5). Según la hermosa advertencia de San Agustín, Cristo es la vid como Hombre; como Dios, siendo una misma cosa con su Padre, es el viñador que trabaja, no exteriormente como los viñadores de la tierra, sino en la intimidad del alma, para procurarle el acrecentamiento de la gracia y de la vida: porque, añade el gran Doctor siguiendo a San Pablo: el que planta no es nada, lo mismo que el que riega, sino solamente Dios, que da el incremento (Trat. sobre San Juan, 80). La savia de la gracia sube de la vid, que es Jesús, a los sarmientos, que son nuestras almas. Con la condición de que perrnanezcamos unidos a la vid. ¿Cómo?

Por los Sacramentos, sobre todo por el de la Eucaristía, que es el sacramento propio de la unión: «El que come mi carne y bebe mi sangre, mora en Mí y Yo en él» (Jn 7,57).- Después por la fe, San Pablo nos dice: «Os sea concedido el que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). Mediante la fe vivificada por el amor, es decir, la fe perfecta que acompaña al estado de gracia, Cristo habita en nosotros, y cada vez que nos ponemos en contacto con Jesús por esta fe, Cristo ejerce sobre nosotros su poder santificador [Christus per fidem habitat in cordibus vestris. Ef 3,17].

Mas para esto es necesario que apartemos los obstáculos que podrían oponerse a su acción: el pecado, las imperfecciones plenamente voluntarias, el asimiento a la criatura y a nosotros mismos, que tengamos un ardiente deseo de parecernos a El; que nuestra fe sea viva y práctica; una fe viva, es decir, inquebrantable, en los tesoros infinitos de la santidad contenidos en Cristo, que lo es todo para nosotros; una fe práctica, vigilante, que nos arroje a los pies de Jesús, para cumplir cuanto pida de nosotros para la gloria de su Padre. Entonces, como dice el Concilio Tridentino, «Cristo ejerce constantemente en nosotros su virtud santificadora como la cabeza la ejerce sobre los miembros, como la vid la ejerce sobre los sarmientos, porque esa virtud saludable no cesa de preceder, de acompañar y de seguir a nuestras buenas acciones» (Concil. Trid., 6, c. 16).

Por esta gracia de Cristo llegamos a ser santos, agradables a su Padre, de suerte que por El se tributa toda gloria al Padre. Porque el Padre ama a su Hijo y por ese amor le ha constituido jefe del reino de los elegidos y lo ha puesto todo en sus manos (Jn 3,35).

NOTA.- He aquí una página de Santo Tomás (q.27 De veritate a.4) que resume muy bien la doctrina expuesta en esta conferencia: La naturaleza humana de nuestro Señor es el órgano de la divinidad; por esto comunicaba a sus operaciones virtualidad divina. Así, cuando Cristo cura al leproso tocándole, ese contacto causaba instrumentalmente la salud. Pues bien, esa eficacia instrumental que la humanidad de Cristo tenía para producir efectos corporales, ejercíala también en el orden espiritual; su sangre, derramada por nosotros, tiene una virtud santificadora para lavar los pecados; la humanidad de Jesús es, pues la causa instrumental de la justificación, y esta justificación se nos aplica espiritualmente por la fe, y corporalmente por los sacramentos porque la humanidad de Cristo es espíritu y cuerpo; de este modo recibimos en nosotros el efecto de la santificación, que está en Cristo. Por eso el más perfecto de los sacramentos es el que contiene realmente el cuerpo de nuestro Señor, es decir, la Eucaristía, fin y consumación de los demás. En cuanto a los demás sacramentos, reciben algo de esa virtud por la cual la Humanidad de Cristo es el instrumento de la justificación; de suerte que, «el cristiano santificado por el Bautismo es también santificado por la Sangre de Jesucristo. Por tanto, la Pasión del Salvador opera en los sacramentos de la nueva ley, y éstos concurren como instrumentos a la producción de la gracia».

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4 comentarios

  1. He hecho hoy mi oración meditándolo ha sido de gran provecho para mi alma.. Dios les bendiga grandemente.

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