Al educar a otros partimos del respeto a su personalidad, sin pretender hacer copias cómo nos hubiera gustado que fueran; el educador sugiere puntos de mejora, enseña, impulsa, anima y corrige con fortaleza cuando es preciso; sólo desde el respeto a la libertad se entiende la verdadera educación. Parte de la labor es ayudarles a que los afectos ocupen el lugar debidos en sus vidas: sin atrofias ni hipertrofias
Inteligencia, voluntad y afectividad forman un trébol. No es razonable separarlas artificialmente en áreas, del 33% cada una. La tarea educativa consiste en ayudar a forjar la personalidad integrando de manera orgánica las potencialidades de cada persona. La vida humana debe estar regida por la inteligencia, impulsada por la voluntad y poniendo el corazón en lo que hacemos. Pero el dominio de la inteligencia no es despótico sino armónico. Quizá nunca logremos una razonable armonía en nuestra vida. Todos partimos de un bagaje físico, psíquico y espiritual distinto y debemos alcanzar un estilo propio y personal; hay realidades de nuestra vida pasada que no podemos suprimir, pero sí integrar en nuestra vida. El conocimiento propio, y saber lo que nos cuesta vencer en nuestros puntos débiles, nos debe llevar a ser comprensivos con las carencias del resto. Al educar a otros partimos del respeto a su personalidad, sin pretender hacer copias cómo nos hubiera gustado que fueran; el educador sugiere puntos de mejora, enseña, impulsa, anima y corrige con fortaleza cuando es preciso; sólo desde el respeto a la libertad se entiende la verdadera educación. Parte de la labor es ayudarles a que los afectos ocupen el lugar debidos en sus vidas: sin atrofias ni hipertrofias.
Los sentimientos no son plenamente voluntarios, no poseemos un dominio total sobre ellos, pero podemos modularlos y adquirir nuestro propio estilo de educación sentimental. No es razonable una ruptura entre el deber y los afectos, como si fuera la única alternativa posible el cumplir el deber ahogando los afectos o al revés; esa ruptura entre el deber y la felicidad es una trampa de la sociedad actual. Eso no significa que, en ocasiones, el cumplimiento del deber sea doloroso; pretender que esa armonía sea idílica es olvidar que la naturaleza humana es débil; no siempre hacemos el bien que queremos. Los cristianos sabemos que esa debilidad y fragilidad humana proceden del pecado original y la incidencia de los pecados personales. Los agnósticos, si no niegan la realidad, tendrán que encontrar otras explicaciones. Los cristianos sabemos que existe la gracia, esa ayuda que Dios da a cada persona; en algunos trances difíciles, esa ayuda será más intensa.
En esa labor de auto-educación debemos saber qué es posible y qué no. El cómo nos afectan los sucesos depende del temperamento. El cómo reaccionamos depende del carácter. El componente físico y psíquico forma parte de nuestro ser. Las personas tenemos cuerpo y alma y no podemos olvidar ninguna de ambas realidades. En el libro de María Gudín titulado Cerebro y afectividad (ver reseña), se refleja bien cómo nos condiciona la parte somática de nuestra naturaleza. Sólo mediante un lento y laborioso proceso de esfuerzo podemos modular esas reacciones naturales que sentimos.
¿Cuánto hay de voluntario o de involuntario en los sentimientos? Es difícil responder con precisión. No podemos suprimir nuestros modos de sentir, pero si podemos actuar sobre el modo de reaccionar; una vez más volvemos al dominio político que sugiere Aristóteles. Si nos dejamos llevar del egoísmo y entramos en situaciones de alto riesgo, la sensualidad nos arrastrará con la fuerza que tienen las pasiones; la condición sexuada impregna nuestra personalidad y hemos de darle el peso preciso que debe tener. Lewis en Los cuatro amores explica las manifestaciones adecuadas a cada tipo de amor. El amor entre personas de distinto sexo puede ir acompañado de la atracción sexual. La madurez personal se muestra al no dar pie a afectos que pongan en riesgo compromisos contraídos y a comportarnos de forma acorde con lo verdadero y lo bueno.
Impulsos y emociones, ¿dominarlos o expresarlos?
Hay una notable confusión en el uso de términos del ámbito emocional. Es preciso saber qué se quiere decir en cada momento al usar las palabras. La expresión “educar los sentimientos” es equívoca y se presta a confusión; el componente emocional no se educa igual que la voluntad, ni ésta como la intelectual. La persona de siete años llega a esa edad con una educación emocional que le condiciona; no hay más que ver cómo en una misma clase, algunos alumnos saben controlar sus impulsos y otros no. Algunos necesitan pautas educativas básicas y otros están en una zona de perfeccionismo, que pone en peligro su estabilidad emocional si fracasan o dejan de tener todo bajo control. A unos hay que ayudarles a controlar sus manifestaciones emocionales y a otros animarles a ser más naturales y espontáneos, a saber que lo más importante no es evitar caerse, sino levantarse siempre.
Estamos en una edad excelente para la educación emocional. La madurez intelectual a la que llegan los niños en torno a los siete años, les permite alcanzar nuevas metas de comprensión y razonamiento. A esa edad, casi todos saben decir si se sienten alegres o tristes; menos saben explicar las causas de fondo de su estado de ánimo. Hay reglas generales que nos pueden ayudar; una es la proporcionalidad. Que un niño o niña de siete años llore si se da un golpe fuerte entra dentro de lo normal. Que organice una pataleta porque no quiere comer, requiere educación; que delante de la caja del supermercado se tire al suelo para conseguir que su madre le compre golosinas de las que hay en esa zona, requiere una urgente educación; de la madre y del hijo o hija. Otra regla es la adecuación; llorar por la muerte de un ser querido es lógico y hasta deseable; llorar porque se le ha roto un juguete, depende de la edad; llorar por perder en un juego con sus padres o hermanos, requiere enseñarle que unas veces se gana y otras se pierde. Si nos encontramos en ese proceso entre los seis y los ocho años, estamos en la edad para hacerlo; lo absurdo sería tener que dejarle ganar a los once años por temor a su reacción.
Aprender a expresar los sentimientos
Normalmente con el paso de los siete a los doce años, el niño aprende a expresar mejor sus sentimientos. El adulto le puede ayudar facilitándole el vocabulario adecuado para expresar lo que siente. A los ocho años es normal que el niño se sienta impotente porque, en ocasiones, no encuentra las palabras adecuadas para expresar lo que siente. Con ayuda, puede llegar a saber no sólo a decir lo que siente sino a conocer el origen de ese sentimiento. Que un niño/a de seis años llore ante una dificultad entra dentro de lo ordinario. A partir de los ocho años, con el progresivo aprendizaje anterior, debe saber resolver los pequeños conflictos del día a día, adquirir las habilidades sociales que le permitan establecer la negociación que conlleva decidir a qué van a jugar, con quienes, etc. Irse a una esquina llorando suele manifestar que no ha sabido resolver la situación. Si es una cosa aislada o lo ha provocado un suceso de entidad es lógico. Si es fruto de una discusión al cambiar cromos, necesita ayuda para adquirir habilidades básicas.
Si hace años se caía con frecuencia en un excesivo autocontrol emocional, que llevaba a posturas hieráticas, ahora nos hemos pasado al otro extremo. La falta de exigencia, la carencia de hermanos con los que negociar, el excesivo proteccionismo de algunos padres, lleva a que algunos niños no tengan un básico auto-control de la forma de manifestar las emocionales. La adquisición de la templanza, en el sentido egregio y propio del término, de la fortaleza, en su doble dimensión de resistir en el bien y de acometer lo justo, forma parte de la educación de la personalidad. Otro aspecto a considerar es cómo educar al niño para que evite ponerse en situación de perder los papeles. Es lógico que ante un disgusto, un domingo sin salir por la lluvia, etc. uno se encuentre más agresivo, pero es importante detectar las señales −propias o ajenas− que nos indican que entramos en zona de peligro. Si es el padre o la madre quien lo observa, lo lógico será facilitarle una salida para que recupere el control emocional: irse a la habitación unos minutos, aparcar unas horas un tema espinoso, etc. Cuando uno ve que el clavo se comienza a torcer, no es inteligente seguir golpeándolo, pues lo normal será que se termine de torcer. A veces, una señal secreta del padre o de la madre ayuda a que el niño sepa que está entrando en zona de peligro.
La educación emocional empieza en la cuna, continúa con el ejemplo de sus padres y hermanos y sigue con la actuación de los padres para ayudarle a encauzar los impulsos y emociones. En unos casos, se trata de mantenerlos bajo control y en otros de aprender a manifestarlos adecuadamente; alguna vez a cambiar el paradigma mental que provoca ese impulso. Saber cuándo actuar de una manera u otra requiere el saber prudencial. Por ejemplo, ahora es más importante aprender a perdonar que hace unos años; antes la cultura del perdón impregnaba más las convicciones, ahora en algunos casos no existe. A los perfeccionistas hay que enseñarles a reírse de sus propios fracasos, o conseguir que nos riamos juntos, que es distinto a reírse de él. Algunos niños de diez años tienen como reto aprender a perder, otros ver películas de risa para que su educación no sea tan rígida. Como se ve, es importante, lo que en algunas zonas de China conocen como el quinto punto cardinal: saber dónde estamos. Como la educación es personalizada no hay recetas, sino soluciones adecuadas en cada caso.
Por José Manuel Mañú Noain
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