Jueves. 2º Semana de Cuaresma

Lucas 16, 19-31

Autor: Pablo Cardona

«Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y cada día celebraba espléndidos banquetes. Un pobre, en cambio, llamado Lázaro, yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros acercándose le lamían sus llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado. Estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo: Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en estas llamas. Contestó Abrahán: Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora, pues, aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros hay interpuesto un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí a vosotros, no pueden; ni pueden pasar de ahí a nosotros.» (Lucas 16, 19-31)

1º. Jesús, ¿por qué condenas al rico?

«El rico fue condenado porque no ayudó al otro hombre. Porque ni siquiera cayó en la cuenta de Lázaro (…) En ningún sitio condena Cristo la mera posesión de bienes terrenos en cuanto tal. En cambio, pronuncia palabras muy duras contra los que utilizan los bienes egoístamente, sin fijarse en las necesidades de los demás» (Juan Pablo II).

La pobreza cristiana no depende tanto de la cuantía de bienes que se tenga como de su utilización.

Y esto por dos motivos fundamentales: por desprendimiento y por solidaridad.

«No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Mateo 6, 24).

El avaro, es decir, el que pone su corazón en la riqueza como si fuera un fin, en lugar de tratarla como medio para vivir una vida más humana y más cristiana, pierde la sensibilidad para valorar los bienes espirituales.

Jesús, me doy cuenta de que si mi corazón se llena de avaricia, se vacía en la misma proporción del fruto más precioso de la gracia: la caridad, es decir, el amor a Dios y a los demás.

Por eso he de vivir el desprendimiento de los bienes materiales: saber prescindir de ellos, no crearme necesidades superfluas, no quejarme cuando me falta lo necesario, etc.

Jesús, Tú condenas al rico no sólo por su avaricia, sino también por su falta de solidaridad con el que tenía necesidad.

¿Me fijo en las necesidades de los demás?

La solidaridad, como toda virtud, tiene un orden: primero están las necesidades de los que me rodean, especialmente las de mi familia; pero además, he de preocuparme de mi vecindario, de mi ciudad, del mundo entero.

 

2º. «Hace muchos años -más de veinticinco- iba yo por un comedor de caridad, para pordioseros que no tomaban al día más alimento que la comida que allí les daban. (…) Me llamó la atención uno: ¡era propietario de una cuchara de peltre! La sacaba cuidadosamente del bolsillo, con codicia, la miraba con fruición, y al terminar de saborear su ración, volvía a mirar la cuchara con unos ojos que gritaban: ¡es mía! (…) Efectivamente, ¡era suya! Un pobrecito miserable, que entre aquella gente, compañera de desventura, se consideraba rico.

Conocía yo por entonces a una señora, con título nobiliario, grande de España. (…) Residía en una casa de abolengo, pero no gastaba para si misma ni dos pesetas al día. En cambio, retribuía muy bien a su servicio, y el resto lo destinaba a ayudar a los menesterosos, pasando ella misma privaciones de todo género. A esta mujer no le faltaban muchos bienes que tantos ambicionan, pero ella era personalmente pobre, muy mortificada, desprendida por completo de todo. ¿Me habéis entendido? Nos basta además escuchar las palabras del Señor: «bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».

Si tú deseas alcanzar ese espíritu, te aconsejo que contigo seas parco, y muy generoso con los demás; evita los gastos superfluos por lujo, por veleidad, por vanidad, por comodidad…; no te crees necesidades» (Amigos de Dios, 123).

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