Sólo los santos conocen y viven plenamente la vida cristiana. Y, concretamente, sólo los santos veneran como se debe el gran sacramento de la eucaristía. Por eso en esto, como en todo, nosotros hemos de tomarles como maestros. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, según declaran en el proceso de canonización sus compañeros, «omni die celebrabat missam cum lacrymis» (n.49), sobre todo a la hora de comulgar (n.15). Y también San Ignacio de Loyola lloraba con frecuencia en la misa (Diario espiritual 14). Nosotros, hombres de poca fe, no lloramos, pues apenas sabemos lo que hacemos cuando asistimos a la misa. Son los santos, realmente, los que entienden, en fe y amor, qué es lo que en la misa están haciendo, o mejor, qué está haciendo en ella la Trinidad santísima. Por eso han de ser ellos los que nos enseñen a celebrar el sacrificio eucarístico y a recibir en la comunión el cuerpo y la sangre de Cristo.
San Francisco de Asís, siendo diácono, pocos años antes de morir, escribe una Carta a los clérigos, en la que confiesa conmovedoramente toda la grandeza del ministerio eucarístico que desempeñan. Y en su Carta a toda la Orden reitera las mismas exhortaciones: «Así, pues, besándoos los pies y con la caridad que puedo, os suplico a todos vosotros, hermanos, que tributéis toda reverencia y todo el honor, en fin, cuanto os sea posible, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en quien todas las cosas que hay en cielos y tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente [+Col 1,20]» (12-13). Él, personalmente, «ardía de amor en sus entrañas hacia el sacramento del cuerpo del Señor, sintiéndose oprimido y anonadado por el estupor al considerar tan estimable dignación y tan ardentísima caridad. Reputaba un grave desprecio no oír, por lo menos cada día, a ser posible, una misa. Comulgaba muchísimas veces, y con tanta devoción, que infundía fervor a los presentes. Sintiendo especial reverencia por el Sacramento, digno de todo respeto, ofrecía el sacrificio de todos sus miembros, y al recibir al Cordero sin mancha, inmolaba el espíritu con aquel sagrado fuego que ardía siempre en el altar de su corazón» (II Celano 201).
Es un dato cierto que los santos, muchas veces, han recibido precisamente en la comunión eucarística gracias especialísimas, decisivas en su vida.
Recordemos, por ejemplo, a Santa Teresa de Jesús. Ella, cuando no era costumbre, «cada día comulgaba, para lo cual la veía [esta testigo] prepararse con singular cuidado, y después de haber comulgado estar largos ratos muy recogida en oración, y muchas veces suspendida y elevada en Dios» (Ana de los Angeles: Bibl. Míst. Carm. 9,563).
Las más altas gracias de su vida, y concretamente el matrimonio espiritual, fueron recibidas por Santa Teresa en la eucaristía. Ella misma afirma que fue en una comunión cuando llegó a ser con Cristo, en el matrimonio, «una sola carne»: «Un día, acabando de comulgar, me pareció verdaderamente que mi alma se hacía una cosa con aquel cuerpo sacratísimo del Señor» (Cuenta conciencia 39; +VII Moradas 2,1). Y Teresa encuentra a Jesús en la comunión resucitado, glorioso, lleno de inmensa majestad: «No hombre muerto, sino Cristo vivo, y da a entender que es hombre y Dios, no como estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de resucitado. Y viene a veces con tan grande majestad que no hay quien pueda dudar sino que es el mismo Señor, en especial en acabando de comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice la fe. Represéntase tan Señor de aquella posada que parece, toda deshecha el alma, se ve consumir en Cristo» (Vida 28,8).
Otros santos ha habido que vivían alimentándose solamente con el Pan eucarístico, es decir, con el cuerpo de Cristo. En esos casos milagrosos ha querido Dios manifestarnos, en una forma extrema, hasta qué punto tiene Cristo capacidad en la eucaristía de «darnos vida y vida sobreabundante» (Jn 10,10).
El Beato Raimundo de Capua, dominico, que fue unos años director espiritual de Santa Catalina de Siena, refiere de ella que «siguiendo pasos casi increíbles, poco a poco, pudo llegar al ayuno absoluto. En efecto, la santa virgen recibía muchas veces devotamente la santa comunión, y cada vez obtenía de ella tanta gracia que, mortificados los sentidos del cuerpo y sus inclinaciones, sólo por virtud del Espíritu Santo su alma y su cuerpo estaban igualmente nutridos. De esto puede concluir el hombre de fe que su vida era toda ella un milagro… Yo mismo he visto muchas veces aquel cuerpecillo, alimentado sólo con algún vaso de agua fría, que… sin ninguna dificultad se levantaba antes, caminaba más lejos y se afanaba más que los que la acompañaban y que estaban sanos; ella no conocía el cansancio… Al comienzo, cuando la virgen comenzó a vivir sin comer, fray Tommaso, su confesor, le preguntó si sentía alguna vez hambre, y ella respondió: «Es tal la saciedad que me viene del Señor al recibir su venerabilísimo Sacramento, que no puedo de ninguna manera sentir deseo por comida alguna»» (Legenda Maior: Santa Catalina de Siena II,170-171).
El hambre de Cristo en la eucaristía era a veces en Santa Catalina torturante. Pero cuando comulgaba quedaba a veces absorta en Dios durante horas o días. Una vez «su confesor, que le había visto tan encendida de cara mientras le daba el Sacramento, le preguntó qué le había ocurrido, y ella le respondió: «Padre, cuando recibí de vuestras manos aquel inefable Sacramento, perdí la luz de los ojos y no vi nada más; más aún, lo que vi hizo tal presa en mí que empecé a considerar todas las cosas, no solamente las riquezas y los placeres del cuerpo, sino también cualquier consolación y deleite, aun los espirituales, semejantes a un estiércol repugnante. Por lo cual pedía y rogaba, a fin de que aquellos placeres también espirituales me fuesen quitados mientras pudiese conservar el amor de mi Dios. Le rogaba también que me quitase toda voluntad y me diera sólo la suya. Efectivamente, lo hizo así, porque me dio como respuesta: Aquí tienes, dulcísima hija mía, te doy mi voluntad»… Y así fue, porque, como lo vimos los que estábamos cerca de ella, a partir de aquel momento, en cualquier circunstancia, se contentó con todo y nunca se turbó» (ib. 190).
Los santos han cuidado mucho la preparación espiritual para comulgar, ayudándose para ello de la confesión sacramental, y encareciendo ésta tanto o más que aquélla. En la Regla propia de santa Clara, por ejemplo, dispone la santa: «Confiésense al menos doce veces al año… y comulguen siete veces» (III, 12.14). El laxismo actual en el uso de la eucaristía lleva a lo contrario, a comulgar muchas veces, no confesando sino muy de tarde en tarde.
Atengámonos al Magisterio apostólico y a la enseñanza de los santos en todo, pero muy especialmente en nuestra vida eucarística, tema grave y altísimo. Son los santos, expertos en el amor de Cristo, y especialísimamente la Virgen María, quienes podrán enseñarnos y ayudarnos a comulgar. Ellos son los que de verdad conocen y entienden la locura de amor realizada por Cristo, cuando él responde con la eucaristía a la petición de sus discípulos: «quédate con nosotros» (Lc 24,29). Así Santa Catalina:
« ¡Oh hombre avaricioso! ¿Qué te ha dejado tu Dios? Te dejó a sí mismo, todo Dios y todo hombre, oculto bajo la blancura del pan. ¡Oh fuego de amor! ¿No era suficiente habernos creado a imagen y semejanza tuya, y habernos vuelto a crear por la gracia en la sangre de tu Hijo, sin tener que darnos en comida a todo Dios, esencia divina? ¿Quién te ha obligado a esto? Sola la caridad, como loco de amor que eres» (Oraciones y soliloquios 20)
Solo los santos veneran como se debe el el gran sacramento de la eucaristía.
En un sermón escuché en una ocasión que bastaría una sola comunión para hacernos santos. ¿Qué debemos hacer para conseguir esto?
estupefacto con la devocion y el amor de los santos a jesus eucaristia que con su vida evangelizaban a los hombres y despues las palabras