La vida de Jesucristo la resume el Apóstol San Pedro diciendo: «Pasó haciendo el bien» (Hch. 10, 38) Este bien no se limitó a la predicación de una doctrina sublime y llena de luz, ni a la salvación de las almas, sino que hizo abundantes milagros curando enfermos, resucitando muertos, multiplicando panes, procurando pesca abundante, convirtiendo el agua en vino, etc. Aunque Cristo no vino a quitar el dolor y la muerte del mundo; sin embargo, estas curaciones prodigiosas y los milagros sobre la naturaleza los realizó como muestra de su inmenso amor a los hombres y con un significado más alto que debemos estudiar.
En efecto, los milagros de Jesús son, ante todo, signos, señales, tanto de Quién es El, como de cuál es la misión que ha recibido de Dios.
Los milagros son signos o señales
El milagro pasa así a ser signo de algo que Dios quiere manifestar a los hombres. Los motivos por los que Dios otorga el poder de hacer milagros al hombre son dos:
1º Para confirmar la verdad de lo que uno enseña, pues las cosas que exceden a la capacidad humana no pueden ser probadas con razones humanas y necesitan serio con argumentos del poder divino.
2º Para mostrar la especial elección que Dios hace de un hombre. Así, viendo que ese hombre hace obras de Dios, se creerá que Dios está con él.
Los milagros son hechos históricos que tienen la misma historicidad que los propios evangelios. Es más, son una parte importante de la Buena Nueva anunciada por los evangelistas.
Ha habido quienes negaron la autenticidad de los milagros basándose en que es imposible que puedan realizarse hechos en contra o por encima de las leyes naturales. Esta afirmación parte de un prejuicio cerrado, que impide toda objetividad, y que consiste en negar o bien que Dios existe, o bien que pueda actuar en la tierra. Es claro que el Creador puede actuar por encima de las leyes naturales que El ha hecho cuando tiene un motivo importante. Este es el caso de los milagros evangélicos, que pretenden mostrar la divinidad de Cristo, y mover a la fe y a la confianza.
Los relatos de los milagros son de una gran sencillez, lo cual no parece propio de unas historias inventadas. Tienen, en la mayoría de los casos, una gran precisión de datos en cuanto a tiempo, lugar, etc. Algunos relatos son largos y detallados, pero otros muchos cuentan escuetamente lo ocurrido, sin mostrar el menor interés por adornar los hechos.
Además, es sabido que los Apóstoles dieron su vida y abandonaron todo por ser fieles a la predicación del Evangelio. Sería incomprensible que mintiesen o que se dejaran llevar por imaginaciones subjetivas, que hubieran sido rechazadas por los demás testigos de los hechos.
San Juan, en el capítulo 9, narra la curación de un ciego de nacimiento. Como todos los actos de Cristo, en éste se encierra un simbolismo, además de que haga el bien a alguien que sufre. Devolver la vista a un ciego, además de un acto de amor, en este caso es también símbolo de que Jesús es la luz, que vence a las tinieblas.
Los fariseos se cierran a la luz, pero como no pueden negar el hecho de la curación, reaccionan con insultos y echan de la sinagoga al ciego de nacimiento curado por el milagro del Señor. Ellos eran los principales interesados en que no constase que Jesús realizaba hechos extraordinarios, pero no podían negar la evidencia constatada, en algunos casos, por multitudes. La actitud de escribas y fariseos pone de relieve también, que no basta con presenciar milagros para creer. Ellos no aceptaron a Jesús, no reconocieron que los milagros son, ante, todo, las obras del Mesías. «Revelan quién es y descubren la misión que viene a cumplir y que es: establecer entre los hombres el Reino de los Cielos» (B.p.1.i.c., t. 2, p. 39)
Pero, a pesar de todo eso, los fariseos no niegan la realidad de los milagros. Una prueba de esto la encontramos también en que le acusan de que no observa el descanso sabático, por curar a un endemoniado, una mujer encorvado, etc., en sábado.
Los apóstoles escucharon las enseñanzas de Jesús y presenciaron sus milagros. Luego les envía a hacer lo mismo que El: predicar la conversión y confirmar la predicación con señales.
En efecto, los evangelios y el libro de los Hechos de los Apóstoles nos muestran que Jesús comunicó a sus discípulos el poder de hacer milagros. Los Apóstoles fueron elegidos, dice San Marcos, -para enviarlos a predicar, con poder para expulsar demonios- (3, 14-15) San Mateo, por su parte, dice que los Doce recorrieron los pueblos, anunciando la Buena Nueva y curando por todas partes.
Esto se pone de manifiesto en diversas ocasiones, pero quizá tiene un especial relieve aquella en la que uno le trae a su hijo endemoniado y dice que los discípulos no han podido curarte. Jesús curó al niño, haciendo salir de él el demonio. Los discípulos le preguntaron al Señor aparte: «¿Cómo es que nosotros no hemos podido arrojarle? Díjoles: Por vuestra poca fe» (Mt. 17, 16)
Los discípulos realizan las misma obras que Jesús con el poder y la autoridad misma del Hijo de Dios. Este poder de los discípulos se reforzará después de Pentecostés (cfr. Hechos de los Apóstoles) «Id y proclamad que el Reino de los Cielos está cerca: Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt. 10, 7-8)