Penitencia o reconciliación es uno de los siete sacramentos de la Nueva Ley instituidos por Jesucristo.
Primera Parte: Estudio del Signo Sacramental.
TEMA 6: EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
6.1 La Penitencia, sacramento de la Nueva Ley
6.1.1 Doctrina del Magisterio
A. Institución del sacramento por Jesucristo
B. Universalidad del poder de perdonar los pecados
C. Potestad conferida a la Iglesia
D. La potestad de perdonar los pecados es judicial
6.2 El signo sacramental de la Penitencia
6.2.1 Los actos del penitente
A. Contrición
B. Confesión
C. Satisfacción
6.2.2 La forma
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¿Por qué razón se estudia el sacramento de la Penitencia en un curso de preparación a la Confirmación?
Recibir la Confirmación supone una actuación más intensa del proceso de santificación que el Espíritu Santo realiza en nuestra alma. Ese proceso puede verse interrumpido o menguado por el pecado, que causa enfermedad y muerte a nuestra alma. El sacramento de la Penitencia restablece el proceso, y nos permite por ello no sólo confirmarnos con las disposiciones debidas sino también recibir más abundantemente la gracia otorgada en la Confirmación.
6.1. LA PENITENCIA, SACRAMENTO DE LA NUEVA LEY
El sacramento de la Penitencia o reconciliación es uno de los siete sacramentos de la Nueva Ley instituidos por Jesucristo:
“El perdón de los pecados cometidos después del Bautismo es concedido por un sacramento propio llamado sacramento de la conversión, de la confesión, de la penitencia o de la reconciliación” (Catecismo, n. 1486).
La Penitencia es un verdadero sacramento, pues en ella se dan los elementos esenciales de todo sacramento:
a) el signo sensible, cuya materia son los actos del penitente, contrición, confesión y satisfacción (cf. Catecismo Romano, II, cap. V, n. 13; Concilio de Trento, sess. XIV, caps. 3-4), y cuya forma son las palabras de la absolución;
b) la institución por Cristo, de la que se habla con toda claridad en la Sagrada Escritura: “Recibid al Espíritu Santo -dijo Jesús a los Apóstoles-; a quienes perdonareis los pecados les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos” (Juan 20, 22);
c) la producción de la gracia, tanto la santificante -que se infunde al ser remitidos los pecados-, como la sacramental específica, que da la fuerza para no volver a cometer los pecados acusados.
6.1.1 Doctrina del Magisterio de la Iglesia
A. Institución del sacramento por Jesucristo
La primera y radical conversión del hombre tiene lugar en el sacramento del Bautismo: por él se nos perdona el pecado original, nos convertirnos en hijos de Dios, y entramos a formar parte de la Iglesia. Sin embargo, como el hombre a lo largo de su vida puede descaminarse no una, sino innumerables veces, quiso Dios darnos un camino por el que pudiéramos llegar a Él.
Como era tan sorprendente la divina misericordia dispuesta a perdonar, el Señor fue preparando a sus Apóstoles y a sus discípulos, perdonando Él mismo los pecados al paralítico de Cafarnaúm (cf. Lucas 5, 18-26), a la mujer pecadora (cf. Lucas 7, 37-50), etc., y prometiendo, además, a los Apóstoles, la potestad de perdonar o de retener los pecados: “En verdad les digo: todo cuanto aten en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desaten en la tierra, será desatado en los cielos” (Mateo 18, 18).
Para que no hubiera duda de que los poderes que había prometido a San Pedro personalmente (cf. Mateo 16, 19) y a los demás Apóstoles con él (cf. Mateo 18, 18), incluían el de perdonar los pecados, “en la tarde del primer día de la resurrección, apareciéndose Jesús a sus Apóstoles, los saluda y les muestra sus manos y su costado diciendo: reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les serán perdonados; a quiénes se los retengan, les quedan retenidos” (Juan 20, 21 ss.). De otra manera, si la Iglesia no tuviera esa potestad, no podría explicarse la voluntad salvífica de Dios.
B. Universalidad del poder de perdonar los pecados
La potestad de perdonar se extiende absolutamente a todos los pecados. Consta por la amplitud ilimitada de las palabras de Cristo a los Apóstoles: “Todo lo que desaten…” (Mateo 18, 18), y por la práctica universal de la Iglesia que, aun en las épocas de máximo rigor disciplinar, absolvía los pecados más aborrecibles -llamados ad mortem- una vez en la vida, y siempre en el momento de la muerte; señal evidente de que la Iglesia tenía plena conciencia de su ilimitada potestad sobre toda clase de pecados.
Juan Pablo II señala, empleando una expresión de san Pablo (cf. I Tim. 3, 15ss.), que a ese designio salvífico de Dios se le ha de llamar mysterium o sacramentum pietatis: es, en efecto, el misterio de la infinita piedad de Dios hacia nosotros, que penetra hasta las raíces más profundas de nuestra iniquidad –mysterium iniquitatis, llama también san Pablo al pecado (cf. II Tes. 2, 7)-, para provocar en el alma la conversión y dirigirla a la reconciliación (cf. Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentia, nn. 19-20).
C. Potestad conferida a la Iglesia jerárquica
Esa potestad fue conferida sólo a la Iglesia jerárquica, no a todos los fieles, ni sólo a los carismáticos. En la persona de los Apóstoles se contenía la estructura jerárquica de la Iglesia, que se había de continuar en todas las épocas.
D. La potestad de perdonar los pecados es judicial
La potestad de perdonar los pecados que tiene la Iglesia es judicial; es decir, el poder conferido por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores implica un verdadero acto judicativo: hay un juez, un reo y una culpa. Se realiza un juicio, se pronuncia una sentencia y se impone un castigo.
Esto significa que, cuando el sacerdote imparte el perdón no lo hace como si “declarara que los pecados están perdonados, sino a modo de acto judicial, en el que la sentencia es pronunciada por él mismo como juez” (Concilio de Trento: cf. DS 1671). Por esta razón, la forma se dice con carácter indicativo y en primera persona: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
El sacerdote, sin embargo, dicta la sentencia en nombre y con la autoridad de Cristo, y por tanto, es el mismo Jesucristo -representado por el sacerdote- quien perdona los pecados en un juicio cuya sentencia es siempre de perdón, si el penitente está bien dispuesto. Sirviéndose del ministro como instrumento, es el propio Jesucristo quien absuelve.
El sacramento de la confesión es siempre un encuentro personal con Cristo: “La Iglesia, observando la praxis plurisecular del sacramento de la Penitencia -la práctica de la confesión individual, unida al acto personal de dolor y al propósito de la enmienda y satisfacción-, defiende el derecho particular del alma. Es el derecho a un encuentro personal del hombre con Cristo crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro del sacramento de la Reconciliación: ‘Tus pecados te son perdonados’ (Marcos 2, 5)” (Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, n. 20).
Precisamente por estas razones la Iglesia ordena la práctica de este sacramento como personal y auricular, tolerando sólo por graves motivos -como señalaremos más adelante-, la práctica de la absolución general, que no reúne las características de verdadero juicio.
6.2 EL SIGNO SACRAMENTAL DE LA PENITENCIA
De acuerdo a la explicación que da santo Tomás (S. Th. III, q. 84, a. 2), reafirmada por el Magisterio de la Iglesia (Catecismo, n. 1448), el signo sensible lo componen los actos del penitente (materia) y la absolución del sacerdote (forma).
6.2.1 Los actos del penitente: contrición, confesión y satisfacción
El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1450) enseña que “la penitencia mueve al pecador a sufrir todo voluntariamente;
en su corazón, contrición;
en la boca, confesión;
en la obra, toda humildad y fructífera satisfacción”.
El primer acto del penitente es la contrición es decir, el rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo. Esta contrición es el principio de la conversión, de la metanoia que devuelve al hombre a Dios, y que tiene su signo visible en el sacramento de la Penitencia.
Por voluntad de Dios, forma parte del signo sacramental la acusación de los pecados, que tiene tal realce que de hecho el nombre usual de este sacramento es el de confesión. Acusar los propios pecados es una exigencia de la necesidad de que el pecador sea conocido por quien en el sacramento es a la vez juez -que debe valorar la gravedad de los pecados y el arrepentimiento del pecador-, y Médico, que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo.
La satisfacción es el acto final del signo sacramental, que en muchos sitios se llama precisamente penitencia. No es, obviamente, un precio que se paga por el perdón recibido, porque nada puede pagar lo que es fruto de la Sangre de Cristo. Es un signo del compromiso que el hombre hace de comenzar una nueva vida, combatiendo con la propia mortificación física y espiritual las heridas que el pecado ha dejado en las facultades del alma.
A. Contrición
La contrición, “es el dolor del alma y detestación del pecado cometido, juntamente con el propósito de no volver a pecar” (Concilio de Trento, DS 1676: ‘animi dolor ac detestatio de peccato comisso, cum propósito non pecandi de cetero’) (Catecismo, n. 1451).
Constituye la parte más importante del sacramento de la Penitencia. Etimológicamente viene del verbo contere, que significa destrozar, triturar: con el dolor y la detestación, el alma busca destruir los pecados cometidos.
A.1 El propósito
La contrición necesariamente implica el propósito de no volver a cometer pecados: el dolor por el pecado cometido no sería real ni suficiente si no se estuviera dispuesto a no repetirlo. Sus cualidades son tres:
b.1) Firme, porque en el momento de hacerlo el penitente se propone, con voluntariedad actual, no volver a ofender a Dios. Esta firmeza no ha de confundirse con la constancia, que hace más bien relación al futuro; en otras palabras, la sinceridad del propósito es compatible con la duda sobre el cumplimiento posterior, dada la propia debilidad.
b.2) Eficaz, porque debe llevar a poner los medios necesarios para evitar el pecado, a evitar las ocasiones de pecado en la medida de las propias posibilidades, y a reparar el daño que pueda haberse hecho a los demás por el pecado cometido.
Si el propósito no es eficaz el sujeto carecería de las disposiciones mínimas para recibir la absolución sacramental. Sería el caso de quien no evitara la ocasión próxima voluntaria de pecar, por ejemplo, no alejándose de las amistades que le llevan a ofender a Dios.
b.3) Universal, es decir, se ha de extender a todo pecado mortal porque, al igual que la contrición, el propósito verdadero rechaza el pecado en cuanto tal.
A.2 Contrición perfecta e imperfecta
Enseña la Iglesia (cf. Catecismo, nn. 1452 y 1453) que hay dos clases de dolor y detestación de los pecados: un dolor perfecto y otro imperfecto. El primero da lugar a la contrición perfecta, que es fruto del amor -dolor de amor- a Dios ofendido, y tan grata que nos reconcilia con Él. La contrición imperfecta o atrición es la que procede de un dolor imperfecto, y no da la gracia si no va acompañada de la recepción del sacramento.
Se llama imperfecta porque no proviene de un amor puro a Dios, sino de algún otro motivo sobrenatural como el temor al infierno o a las penas y sufrimientos enviados por Dios.
Cuando el dolor de atrición va acompañado por la absolución, el penitente de atrito se hace contrito, quedando justificado por la virtud del sacramento. De todos modos, debe excluir la voluntad de pecar, con la esperanza del perdón, como enseña la Iglesia.
B. Confesión
La acusación de los propios pecados constituye el segundo acto que debe realizar el penitente. Este deber viene implícito en las palabras de Cristo: “…A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos” (Juan 20, 22-23). Para poder emitir un juicio acertado -perdonar o retener-, el sacerdote debe conocer el estado del penitente, lo cual no es posible si éste no declara sus pecados y sus disposiciones, a través de la confesión.
La confesión de todos los pecados cometidos después del Bautismo, con objeto de obtener de Dios el perdón, a través de la absolución del sacerdote, “no se puede reducir a un intento de autoliberación psicológica, aunque corresponde a la necesidad legítima y natural de abrirse a alguno, que es connatural al corazón humano; es un gesto litúrgico, solemne en su dramaticidad, humilde y sobrio en la grandeza de su significado. Es el gesto del hijo pródigo que vuelve al padre y es acogido por él con el beso de la paz; gesto de lealtad y de valentía; gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia que perdona” (Juan Pablo II, Exhor. Ap. Reconciliatio et paenitentia, n. 31).
Es, en efecto, un requisito establecido por el mismo Dios la manifestación o confesión de los pecados por parte del penitente, para que el ministro conozca la causa y pueda dictar sentencia. Así lo enseñó el Magisterio de la Iglesia en el Concilio de Trento: "En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos" (Cc. de Trento: DS 1680):
"Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque `si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora\\’ " (S. Jerónimo, Eccl. 10,11) (Cc. de Trento: DS 1680).
La claridad de esta formulación viene dada por la misma institución divina: Jesucristo confiere explícitamente a sus Apóstoles el poder de perdonar los pecados (cf. Juan 20, 21-23); como esa potestad no pueden ejercitarla sus ministros de forma arbitraria, es evidente que necesitan conocer las causas sobre las que debe emitirse el juicio -que eso es la confesión-, y esto no de modo general sino con detalle y precisión (cf. S. Th. III, q. 6).
La acusación de los pecados debe reunir dos características: ha de ser sincera e íntegra.
a) Sinceridad
La confesión es sincera cuando se manifiestan los pecados como la conciencia los muestra sin omitirlos, disminuirlos, aumentarlos o variarlos.
Omitir a sabiendas un pecado grave todavía no confesado, hace inválida la confesión (es decir, no quedan perdonados los pecados ahí confesados), y se comete, además, un grave sacrilegio. Esto mismo se aplica al hecho de omitir voluntariamente circunstancias que mudan la especie del pecado.
Los pecados no confesados por olvido o por ignorancia invencible no invalidan la confesión, y quedan implícitamente perdonados, pero han de ser acusados en la siguiente confesión si el penitente es consciente de ellos posteriormente.
Enseña el Magisterio de la Iglesia (cf. Instrucción de la Sagrada Penitenciaría del 25-III-1944, nn. 4-5) que no debe admitirse ninguna inquietud si, después de la confesión y de haber hecho el conveniente examen de conciencia, se reparase en el olvido de algún pecado grave. Sin embargo, estos pecados recordados más tarde, deben manifestarse en la siguiente confesión que se realice.
b) Integridad
Como ya dijimos, el sacramento de la Penitencia tiene la estructura de un juicio, y el confesor -en su función de juez- necesita conocer todos los datos pertinentes para emitir la sentencia y determinar la pena. Por eso, la confesión de los pecados ha de ser íntegra: esto es, debe abarcar todos los pecados mortales no confesados desde la última confesión bien hecha, con su número y con las circunstancias que modifican la especie.
C. Satisfacción o penitencia impuesta
La absolución del sacerdote perdona la culpa y la pena eterna (infierno), y también parte de la pena temporal debida por los pecados (penas del purgatorio), según las disposiciones del penitente. No obstante, por ser difícil que las disposiciones sean tan perfectas que supriman todo la pena temporal, el confesor impone una penitencia que ayuda a la atenuación de esa pena.
Por tanto, la confesión de los pecados no termina el acto sacramental en lo que al penitente se refiere. Pertenece a la sustancia de sus disposiciones aceptar la satisfacción impuesta por el confesor para resarcir a la justicia divina; esas obras satisfactorias adquieren valor sobrenatural porque se insertan en la eficacia del sacramento.
Es éste el tercero de los actos del penitente, y su efectivo cumplimiento tiene eficacia reparadora en virtud del sacramento mismo, aunque mayor o menor según las disposiciones personales. Antiguamente las penitencias sacramentales eran muy severas; en la actualidad son muy benignas. Podrían ser proporcionadas a la gravedad de los pecados, pero en la práctica el confesor suele acomodarlas a nuestra flaqueza.
La satisfacción “puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar” (Catecismo, n. 1460).
Cuando el sacerdote no determina con exactitud el tiempo del cumplimiento de la penitencia, se aconseja cumplirla cuanto antes, para evitar que se olvide.
6.2.2 La forma
La forma del sacramento de la Penitencia son las palabras de la absolución que el sacerdote pronuncia luego de la confesión de los pecados y de haber impuesto la penitencia. Esas palabras son: ‘Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ (Catecismo, 1449).
Como los sacramentos producen lo que significan, estas palabras manifiestan que el penitente queda libre de los pecados.
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amigo y la materia de la penitencia (el sacramento)
Cual es la materia en el sacramento de la penitencia
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quisiera encontrar la forma de lapenitencia y uncion de los enfermos
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