Los sacramentos y las rosas

Los Sacramentos en general

Jesucristo, durante su vida terrena, instituyó los medios a través de los cuales se distribuirían los méritos de la redención que lleva a efecto. Con su pasión, muerte y resurrección logró saldar la deuda que debíamos por el pecado original, y nos hizo de nuevo dignos de la comunión amorosa con Dios. Pero esa redención debía aplicarse a cada hombre singular, y para ello dejó establecidos los cauces. Esos cauces son los siete sacramentos. Resultan cauces muy adecuados a nuestra naturaleza humana, ya que nos comunican la gracia, que es una realidad invisible, a través de algo sensible, material, tal como corresponde a nuestra forma de ser, corpórea y espiritual a un tiempo. Los sacramentos son eso: signos sensibles que nos comunican realidades invisibles.

En primer lugar, los sacramentos son signos. Es bueno percatarnos de que nosotros los hombres vivimos en un mundo de signos. Pensemos por ejemplo en la novia que recibe un ramo de rosas de su amado: las rosas son bellas, brillan con un hermoso color rojo y van a adornar el rincón de la estancia, junto a la ventana. Para el visitante ocasional esas rosas serán un bonito detalle decorativo del salón. Pero para la joven las rosas brillarán de modo diferente: son un mensaje de amor de aquel que está lejos y cuya ternura es un misterio en parte inaccesible.

Como todo ejemplo, este tampoco resulta del todo preciso. No ocurre exactamente lo mismo con las rosas y con los sacramentos: aquí más que en otra parte no podrá haber más que analogía y no perfecta semejanza. Estamos comparando cosas terrenas y cosas divinas; imágenes sujetas a la limitación del hombre contra realidades procedentes de la omnipotencia de Dios. Aun así, el ejemplo de las rosas puede hacernos descubrir dos cosas.

La primera es que para que haya sacramento hace falta alguna realidad visible de este mundo, algo tangible. El novio ha hecho algo: envió rosas. La enamorada podrá tener mucha razón al dudar del amor del novio si éste nunca le manda rosas, ni regalos, ni la llama siquiera por teléfono. O también si le mandara cualquier cosa, como por ejemplo un saco de cemento o un par de varillas corrugadas. No: recibe rosas, y rosas bellas; pues el enamorado tampoco le envió flores marchitas.

De la misma forma, Jesús escogió «algo» para hacer los sacramentos. Se adecua así a nuestro modo de ser corpóreo, material. Él manda su gracia invisible a través de cosas visibles, comunes. Nos libra entonces del peligro de no saber cuándo ni cómo recibiríamos aquello que no podemos ver, ni sentir, ni tocar. Estamos seguros de que al comer la hostia o al ser lavados con el agua del Bautismo de hecho se nos estaba dando algo invisible, intocable, inmensurable. Pero además Jesús no toma cualquier cosa para hacer el sacramento. El agua, por ejemplo, que tiene en el mundo cultural todo un valor vivificante y purificador, la transforma en la materia para el Bautismo. El pan y el vino «que cada día renuevan nuestras fuerzas», como dice la liturgia, los usa para el sacramento que robustece el alma.

Por ello el sacramento no es algo arbitrario, desconectado, incomprensible: es también el lugar de expresión máxima de una realidad humana que tiene ya de por sí un significado.

En segundo lugar, el ejemplo de las rosas que manda el enamorado pretendiente nos puede servir para comprender que el sacramento porta, como las rosas, un mensaje: pero aquí sí con una diferencia enorme. Las rosas sólo envían el mensaje, no realizan de hecho ese mensaje. El sacramento sí. Las rosas no contienen en sí mismas y por sí mismas el amor que envía el novio. Los sacramentos, en cambio, sí contienen el Amor que Dios nos profesa. Eso lo explican los teólogos con una expresión técnica: los sacramentos causan la gracia ex opere operato. Esta expresión significa ‘por la obra realizada’, es decir, que si el sacramento se confecciona y se recibe debidamente, actúa de modo infaliblemente eficaz, produciendo siempre su efecto. Tal virtud poderosísima no le viene del ministro o de la oración de la comunidad, sino del mismo Cristo: los sacramentos no son acciones humanas sino acciones divinas, son acciones de Cristo y, por tanto, producen siempre aquello que significan.

Quizá ahora ya seamos capaces de comprender un poco mejor lo que la teología quiere decir al enseñar que los sacramentos son «signos sensibles y eficaces de la gracia, instituidos por Jesucristo». Sí; quizá lo entendamos ya con la cabeza. Pero, aunque eso ocurra, nos quedará hacernos cargo de la idea con el corazón. La novia, a través de las rosas, ha reconocido el rostro del amado. Sabe con ellas cuánto es lo que la ama. Nosotros habríamos de saber leer en los sacramentos el amor del Señor por nosotros, amor que excede todo razonamiento. Basta con que intentemos comprenderlos como un signo de su ternura.

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7 comentarios

  1. rubi.. si es muy interesante,de be riamos saber q por medio de los sacramentos el señor nos enseña su ternura su dedicación y el todo como las rosas

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