Dios es rico en misericordia

El Sacramento de la Penitencia.

“En la guerra pasada, tuvo lugar este episodio que encierra una lección muy elocuente.

 

Un soldado tuvo una disputa con otro compañero de armas; se acaloraron los ánimos, se encendió la ira, vinieron a las manos y uno de ellos, cegado por la pasión, acabó por matar a su contrincante.

 

El asesino pudo huir con tanta suerte, que logró escapar a la justicia. Entre tantos millones de muertos, uno más significaba tan poca cosa.

 

Pasaron los años, pero los remordimientos no dejaban a este joven descansar un momento, lo asediaban a todas horas, y en sus noches de insomnio parecíale contemplar a su víctima…

 

Como era protestante, no pensó en la confesión; pero cansado de luchar contra sus remordimientos, pensó: ‘Iré con el ministro y le confesaré el crimen que he cometido. Quizá tenga alguna palabra que me tranquilice y que devuelva la paz a mi alma’.

 

Y como lo pensó lo hizo.

 

Fue a hablar con el ministro protestante a solas y, confidencialmente, le dijo lo que abrumaba su conciencia.

 

El ministro se quedó horrorizado y, poniéndose de pie, le dijo indignado: ‘¡Es usted un criminal! Tal vez esté obligado a denunciarlo a la justicia… ¡No sé qué hacer!… ¡Pero antes de tomar una resolución, retírese de mi presencia!’

 

Ya podemos comprender en qué estado de ánimo quedó aquel pobre hombre, abatido… destrozado… al borde de la desesperación…

 

Pero durante la guerra se había hecho amigo de un soldado que era católico y éste le había hablado de los beneficios que nos proporciona la confesión, la paz que da al alma, la tranquilidad que recobra la conciencia después de haberse confesado.

 

Sintiéndose casi desesperado, intentó el último recurso. ‘¡Qué importa que no sea católico se dijo, iré a un confesionario!”

 

Entró en una iglesia católica y se arrodilló ante un sacerdote que en esos momentos estaba oyendo confesiones. Y sin más preámbulos, lo primero que hizo fue decirle:

 

-‘¡Padre, yo soy un criminal! ¡Asesiné a un compañero mío!’

 

Lo dijo como quien tira un peso que lo abruma. Inclinó después la cabeza esperando una andanada de palabras, una reprensión severísima. Pero nada, un silencio… eso fue todo. Después de algunos segundos, suavemente, el confesor le dijo:

 

-‘¿Y qué otra cosa, hijo mío?…’

 

Aquella bondad conmovió tan hondamente al asesino, que estalló en sollozos… Al fin acabó por convertirse”

 

(Tomado de J. G. Treviño, Las últimas palabras de Jesús, Ed. La Cruz, México 1990, pp. 27-29)

 

 

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