La miseria

10.7.14

     Que tal queridos amigos, les saludos con el afecto de siempre y como ya lo saben, el jueves y el viernes son días de descanso en el mundial, permitiendo que los equipos velen armas y preparen la estrategia para los compromisos a encarar, ambos de muy distinto calibre, ya que mientras Brasil se lame las heridas y teme caer hasta el cuarto lugar si es que pierde con Holanda, Argentina cumplió con su parte del trato al llegar a la final, aunque no ante el anfitrión como lo habían soñado los organizadores sino ante el poderoso cuadro alemán.

Déjenme contarles que hoy realizamos una visita a la parte más fea de Río de Janeiro: La zona de las favelas, donde se hacinan casi 3 millones de personas en condiciones de extrema miseria, inseguridad, delincuencia, prostitución, drogadicción y violencia.

Este “tour de la vergüenza” me fue recomendado por mi querido amigo Alberto Lati, quién me comentó que no podía irme de Brasil sin conocer su cara más gacha y créame que lo cumplió.

A principios del siglo XX, allá por 1905, miles de trabajadores de las fincas cafetaleras y soldados retirados llegaron a Río de Janeiro y se instalaron en un monte llamado el “Morro do Favela”, construyendo viviendas irregulares, sin orden ni trazo, obviamente sin ningún tipo de servicios y a partir de ahí, a cualquier conglomerado con esas características, en la ciudad carioca o en cualquier otro punto de este inmenso país, se le denomina con el nombre de “favela”.

Obviamente que no nos metimos a pie a un lugar donde en muchos puntos ni la policía se atreve a adentrarse. Para ello, tomamos el teleférico que sale de la estación de Bonsucesso y con el paso por seis estaciones,  se llega al punto más alto que es Palmeiras, la parte más alejada del centro de la ciudad.

Desde que va uno llegando, el panorama no es nada halagador. Casas viejas, comercios sucios, paredes llenas de grafitis, son el preludio de la subida a unas canastitas para 6 personas, que integran el teleférico y que son las que llevan al ciudadano normal en un trajinar que sería casi imposible realizar a pie, ya que independientemente de la inseguridad, las calles prácticamente no existen, dejando su lugar a un laberinto de veredas, túneles y escaleras interminables que parecen no conducir a ninguna parte.

Pese a ser un transporte para la gente trabajadora y pobre de esa zona, el boleto cuesta 65 pesos mexicanos el viaje sencillo, o sea que si usted va y viene todos los días laborables, se gasta 650 varos a la semana. Ni un subsidio gubernamental alcanzan.

Regresé al hotel profundamente deprimido. Me sentí mal conmigo por andar de morboso, siendo cómplice de que la miseria y la necesidad de esa pobre gente se haya convertido en un atractivo turístico. No me queda más que rezar para que, sobre todo los niños de esa zona, puedan acceder a la educación y al trabajo lícito y honesto.

 

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