II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, Ciclo B

Juan 20, 19-31

Autor: Pablo Cardona

«Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, estando cerradas las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor se alegraron los discípulos. Les dijo de nuevo: La paz sea con vosotros. Como el Padre me envió así os envío yo. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.

Tomás, uno de los doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron: ¡Hemos visto al Señor! Pero él les respondió: Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en su costado, no creeré.

A los ocho días, estaban de nuevo dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: La paz sea con vosotros. Después dijo a Tomás: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. Respondió Tomás y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús contestó: Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído.» (Juan 20, 19-31)

1º. Jesús, tus primeras palabras a los apóstoles, después de resucitado, son palabras de paz: «Paz sea a vosotros».

Has venido a traer la paz.

Sin embargo, antes les habías dicho: «No he venido a traer la paz sino la espada» (Mateo 10,34).

¿Por qué?

Porque tu paz no es la paz del equilibrio, la paz del bienestar material.

«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo»

Tu paz es la paz del corazón, la paz interior que procede de la lucha interior; la paz que has conseguido con tu muerte, y que sólo puedo conseguir con la muerte de mis pasiones, con mortificación.

«A quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.»

Jesús, con estas palabras instituyes el sacramento de la penitencia.

¿Cómo voy a inventarme yo mi propio modo de pedirte perdón, si Tú lo has dejado clarísimamente establecido?

Sería absurdo pretender confesarme «directamente» contigo cuando Tú quieres que lo haga a través de tus ministros.

«Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico» (C. I. C.-1442)

Jesús, hablas del perdón de los pecados después de desear la paz a los apóstoles.

¡Qué medio más impresionante es la Confesión para recuperar la paz!

Gracias, Jesús, por haberme dado este sacramento para volver a empezar una y mil veces, y para saber con certeza que Tú me has perdonado y vuelves a tratarme como hijo de Dios.

 

2º. «¡Con qué humildad y con qué sencillez cuentan los evangelistas hechos que ponen de manifiesto la fe floja y vacilante de los Apóstoles!

-Para que tú y yo no perdamos la esperanza de llegar a tener la fe inconmovible y recia que luego tuvieron aquellos primeros» (Camino.-581).

Jesús, quieres que tenga la fe inconmovible y recia de los apóstoles, pero sin necesidad de poner el dedo en tus llagas, sin verte físicamente.

¿Por qué no te apareces como lo hiciste con los primeros?

Y me respondes: «bienaventurados los que sin haber visto han creído.»

Una vez vistose reduce el margen para la fe y disminuye, por tanto, el mérito.

Los apóstoles necesitaron esta ayuda porque eran los primeros y tenían que dar testimonio con el martirio.

Jesús, quiero creer como el que más, sin exigirte continuas pruebas: me bastan los milagros que aparecen en la Sagrada Escritura y tu gracia, que me concedes siempre si te la pido.

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