30 de Diciembre

Lucas 2, 36-40

Autor: Pablo Cardona

«Vivía entonces una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad muy avanzada, había vivido con su marido siete años de casada, y había permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años, sin apartarse del Templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Y llegando en aquel mismo momento alababa a Dios, y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Cuando cumplieron todas las cosas mandadas en la Ley del Señor regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él.» (Lucas 2, 36-40)

1º. Jesús, Ana servía a Dios «con ayunos y oraciones».

La oración y la mortificación son dos pilares importantes de mi vida interior, y los mejores medios de apostolado: por eso Ana podía hablar de Ti «a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.»

¿Cómo es mi oración: la hago cada día; pongo la cabeza y el corazón en esos minutos para enamorarme más de Ti; hago al menos un propósito cada día para mejorar en mi trabajo, en mi vida interior o en mi apostolado?

¿Cómo es mi mortificación? ¿Tengo concretado hacer algún pequeño sacrificio en las comidas, en la puntualidad, en el orden, en detalles de servicio?

Y si ya lo tengo concretado, ¿lo ofrezco por alguna intención particular?

¿Puedo ser más generoso en mi mortificación?

Tal vez debería hacer una lista con cuatro o cinco pequeños sacrificios para ofrecértelos durante el día.

Sé que si soy un alma fuerte, sacrificada, también te podré querer más.

Y, sobretodo, mediante esos pequeños sacrificios me estoy uniendo a Ti en la cruz, estoy ayudándote a hacer la redención.

Ana vivía «sin apartarse del Templo noche y día».

Yo, Jesús, no puedo estar todo el día en la iglesia.

Tampoco es lo que me pides.

«Es justo y bueno orar para que la venida del Reino de justicia y de paz influyo en la marcha de la historia, pero también es importante impregnar de oración las humildes situaciones cotidianas» (CEC-2660).

Lo que me pides es que -esté donde esté y haga lo que haga- te tenga presente: que te ofrezca el trabajo haciéndolo lo mejor posible, que me preocupe de las necesidades materiales y espirituales de los demás.

2º. «Si eres sensato, humilde, habrás observado que nunca se acaba de aprender… Sucede lo mismo en la vida; aun los más doctos tienen algo que aprender hasta el fin de su vida; si no, dejan de ser doctos» (Surco.-272).

Jesús, vas creciendo como un niño normal.

Eres Dios y por eso estás «lleno de sabiduría»; pero en lo humano vas aprendiendo de José y de María.

De José aprendiste a trabajar con perfección, aprovechando todos los recursos del momento y añadiéndole ese convencimiento de que tu trabajo era el medio de unirte a Dios y de servir a los demás.

De María aprenderías a estar pendiente de los más pequeños detalles, y posiblemente de Ella aprenderías tus primeras oraciones: oraciones que recitarías juntamente con tu madre y José al empezar y acabar el día, antes y después de comer,…

¡Dios mismo, aprendiendo a rezar!

Jesús, yo sí necesito aprender.

Nunca se acaba de aprender.

No puedo darme por satisfecho en mi formación profesional ni en mi formación cultural y humana.

Y, con mayor motivo, no puedo conformarme nunca con mi formación ascética -formación para mejorar en mi vida espiritual- ni con mi formación sobre la doctrina de la Iglesia.

Jesús, hoy que casi ha acabado un año más, me puedo preguntar: ¿cómo me he esforzado en asistir a los medios de formación necesarios para ser mejor cristiano: círculos, charlas, meditaciones, clases de doctrina, etc.?

¿Cómo los he aprovechado?

¿Me tomo suficientemente en serio un medio de formación tan importante como es la dirección espiritual?

Que no caiga en el defecto -que es soberbia- de pensar que ya no necesito formación.

Sólo entonces «la gracia de Dios» estará y crecerá en mí.

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