Cristóbal Magallanes y compañeros mártires mexicanos: navegar contra corriente

Cristóbal Magallanes (1869–1927) y compañeros mártires

Cristóbal Magallanes (1869–1927) y compañeros mártires

El reloj, con su cansino y constante paso, está por marcar las siete de la mañana. La luz tenue del sol se asoma, tímida, en el horizonte, ahuyentando la niebla, que sacude sus vapores como sábana que se enrolla sobre el valle. El rocío dejó su huella en los arbustos; el campo está perfumado y huele a tierra mojada. Hace frío. Algunas aves comienzan a surcar el cielo, mientras mugen las vacas seguidas de un arriero; el paisaje se va pintando con la policromía del amanecer mientras se despierta la pequeña población de Totatiche, Jalisco, en el occidente de México.

En Totatiche hay una iglesia y en ella vive el párroco, el padre Cristóbal, quien es muy apreciado entre sus feligreses, por su celo pastoral: visita a los enfermos, da limosnas, es misionero entre los indígenas Huicholes de la zona; establece centros de catequesis para niños y adultos en toda la comarca, talleres de carpintería y zapatería, escuelas, y sanatorios y hasta una biblioteca. Promueve, además, la construcción de una presa y los músicos del pueblo le agradecen su entusiasmo para lograr la formación de su banda. Se deben al padre Cristóbal la fundación de un hospicio para huérfanos, el asilo para ancianos y las capillas en los ranchos de su jurisdicción. En Totatiche todos conocen cómo se gasta el padre Cristóbal en tantas cosas, además de las confesiones, la celebración de los Sacramentos y la promoción de vocaciones para el seminario ¡Cuánto puede hacer un buen sacerdote!

Estamos en un día de diciembre de 1926. La persecución religiosa en México pone los nervios de punta en todos. Unas cuantas mujeres, envueltas en sus rebozos, apresuran sus pasos hacia una casa. Va a comenzar la Misa que Cristóbal Magallanes celebra a escondidas, con gran piedad:  —In nómine Patris et Filii et Spiritus Sancti. —Et cum Spíritu tuo. Las respuestas se dicen en voz baja y profunda devoción. Hace cuatro meses los Obispos mexicanos ha tenido que decretar la suspensión del culto público como respuesta a la agria persecución que ha desatado el Gobierno contra la Iglesia Católica. Algunos fieles católicos se organizan, incluso con las armas, para restaurar la libertad religiosa y de culto. Los Obispos y la mayoría de los sacerdotes, por su parte, se oponen a la resistencia violenta y exhortan a acciones pacíficas, aunque la tropas del Gobierno buscan a sacerdotes entre sus escondrijos, a veces de casa en casa, para darles muerte. El párroco de Totatiche había escrito al respecto: “La religión ni se propagó, ni se ha de conservar por medio de las armas. Ni Jesucristo, ni los Apóstoles, ni la Iglesia han empleado la violencia con ese fin. Las armas de la Iglesia son el convencimiento y la persuasión por medio de la palabra”.

Durante aquella Misa clandestina, en la penumbra mañanera, los ojos del padre Cristóbal destilan gruesos lagrimones que corren por su rostro. Quizá ninguno de los presentes se da cuenta del profundo dolor que embarga a ese sacerdote enamorado de Dios, pastor celoso. Sufre sólo de pensar que ese día tendrá que salir huyendo, quizá para siempre, de su gente. Es consciente de que ya se acerca la hora de dar su vida por Dios. En las últimas horas han llegado noticias alarmantes en relación a otros sacerdotes de pueblos vecinos que fueron apresados por el Ejército Federal.

Luego de celebrar la Santa Misa sale corriendo del pueblo. No es una huída cobarde. Sabe que en muchos lugares necesitan de su atención sacerdotal y procura seguir vivo. Comienzan cuatro meses de agotadoras caminatas entre montañas y barrancas. Se detiene lo indispensable en algunas casas, donde consuela y anima a todos. Sus compañeros de viaje son el hambre y el frío. Pasa de un escondite a otro; se disfraza y actúa con sagacidad, mientras ejerce el ministerio sacerdotal. El 21 de mayo, cuando montado en mula se dirige a una fiesta religiosa, es descubierto por el ejército. Un soldado le pregunta: ¿Quién es usted? —Soy el párroco de Totatiche..., dijo valiente, sin vacilar.  —Pues móntese de nuevo y síganos…. Lo conducen al mismo pueblo donde vivía y lo meten en la cárcel, donde  para su sorpresa, encuentra a su vicario, el padre Agustín Caloca, sacerdote de 29 años de edad, oriundo de un pueblo de Zacatecas. El pueblo se arremolina en las afueras de la cárcel rogando por la libertad de los sacerdotes, sin resultado alguno.

La mañana del 25 de mayo, para ocultar su ya muy pronta ejecución, son conducidos a la casa municipal del pueblo llamado Colotlán. Sabemos que el señor Cura Cristóbal Magallanes le solicitó a su vicario, el Padre Agustín, la absolución sacramental, quien la recibió piadosamente de rodillas. El vicario la recibió luego de su párroco. Cuando Agustín advierte que llega el momento de morir dice: —Nosotros, por Dios vivimos y por Él morimos. Por su parte, el Padre Cristóbal ante sus verdugos, deja unas últimas palabras: — “Soy y muero inocente; perdono de corazón a los autores de mi muerte y pido a Dios que mi sangre sirva para la paz de los mexicanos desunidos. Viendo a su Vicario, muy afligido, le dijo: —Padre, sólo un momento y estaremos en el Cielo. Se oyeron los disparos del pelotón y poco después dos tiros de gracia, a corta distancia, sobre sus cabezas. La sangre de los dos sacerdotes no fue derramada en balde.

El 21 de mayo de 2000, en Roma, Juan Pablo II canonizó a Cristóbal Magallanes y a otros 24 compañeros mártires, sacerdotes y laicos.     Las vidas de estos hombres admirables se merece muchas páginas. Sirvan de estímulo para nosotros algunos hechos, contados por testigos presenciales, de los momentos últimos de varios de ellos. Quizá hagan en nosotros el mismo efecto que, muchos siglos antes describía así San Bernardo de Claraval: “confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos».

Desayunar en el Cielo

El teniente coronel Enrique Vera aborrecía al padre David Galván (1881–1924) especialmente porque, según decía, le había impedido seducir y raptar a una señorita, a la que el padre le había advertido que el teniente coronel era casado y no le convenía para esposo. El alto mando del ejército ordenó que encerraran en un cuarto del cuartel al padre David Galván y al padre José María Araiza, por odio a la fe y en venganza por entrometerse en asuntos tan personales. Estuvieron presos unas dos horas, tiempo que emplearon los dos sacerdotes para hacer, entre ambos, una confesión sacramental y recibir la absolución.

Al terminar, el padre Araiza le dijo a su compañero de celda que ya estaba listo para morir, pero que lamentaba … no haber desayunado. El padre Galván le contestó: “—No importa, dentro de un momento nos vamos a comer con Dios”.

Llegó el padre Galván al paredón, se quitó el sombrero, y sin permitir que le cubrieran los ojos, les dijo a los verdugos, señalándose el pecho: “—Peguen aquí”. Los soldados dispararon sus armas. Ese día los dos sacerdotes entraron al banquete celestial con una sonrisa de oreja a oreja, y todavía siguen de fiesta.

Yo me muero con mi padrino…..

José Isabel Flores (1866-1927) nació en Zacatecas. Fue aprehendido por ser sacerdote y condenado a muerte de forma inmediata. Intentaron ahorcarlo con una soga sobre la rama de un árbol, puesta alrededor de su cuello. Varios hombres tiraban de ella, hacia arriba y abajo intentando su muerte por asfixia sin lograrlo. Después de tres o cuatro intentos, viendo que al sacerdote no le pasaba nada, sacaron la pistola para dispararle; fue entonces cuando el padre José Isabel, muy sereno, les dijo a sus verdugos: “—Así no me van a matar, hijos; yo les voy a decir cómo; pero antes quiero decirles que si alguno recibió de mí algún sacramento, no se manche las manos”. Uno de los verdugos, el que había sido señalado para matarlo, dijo: “Yo no meto las manos; el padre es mi padrino; él me dio el bautismo”. El jefe, muy indignado, dijo: “Te matamos también a ti”; a lo que el soldado respondió: “—Pues …. no le hace, yo muero junto con mi padrino”.; Un balazo a corta distancia cortó la vida del soldado. Luego quisieron matar al padre a balazos, pero las armas, inexplicablemente, no funcionaron. Uno de los soldados, para quedar bien con el mando, degolló al sacerdote con un machete. El sacerdote padrino y el que no quiso ser verdugo, desde el Cielo, piden por aquellos asesinos que no sabían lo que hacían.

Antes morir que hablar

El padre Mateo Correa (1866-1927), estando preso en la cárcel, poco antes de su ejecución, recibió una orden del general Ortiz: “Primero va a confesar a esos bandidos rebeldes que ve ahí, y que van a ser fusilados en seguida; después ya veremos qué hacemos con usted”. El señor cura atendió las confesiones… El general le dijo: “Ahora va usted a decirme lo que esos bandidos le han dicho en confesión”.

¡Jamás lo haré!”, fue la respuesta. “—¿Cómo que jamás…?” le replicó el general, y le gritó: “—¡Voy a mandar que lo fusilen inmediatamente!” —“Puede hacerlo; pero no ignora usted, general, que un sacerdote debe guardar el secreto de la confesión. Estoy dispuesto a morir”. Los soldados lo llevaron a un lugar solitario y a balazos le quitaron la vida, pero nunca pudieron arrebatarle el secreto de la Confesión.

Perdonar siempre

Por su parte, al padre David Uribe (Buenavista, Guerrero, 1888-1927), cuando iban a darle muerte, le sacaron de la celda y en un carro lo llevaron al lugar de la ejecución; al descender se arrodilló en el suelo y pidió a Dios el perdón de sus pecados y la salvación de México y de su Iglesia. De pie, tranquilo, con palabras amables dijo a los soldados: “Hermanos, arrodíllense voy a dar la bendición. De corazón los perdono y sólo les suplico que pidan a Dios por mi alma. Yo, en cambio, no los olvidaré delante de Él”. Levantó en alto su mano diestra y trazó en el aire la señal de la cruz; repartió luego a los presentes su reloj, su rosario, su crucifijo y otros pequeños objetos. Eso es perdonar.

Dios no muere

El padre Tranquilino Ubiarco (1899-1928) está a pocos minutos de ser asesinado. El pelotón le muestra al padre la soga que traían para ahorcarlo y él con admirable tranquilidad, haciendo honor a su nombre (Tranquilino), la bendijo. Los verdugos le dijeron: “Ahora vas a morir aquí muy colgadito”, y el sacerdote les contestó: — “Yo muero, sí, pero Cristo Rey, de quien soy ministro, no muere. Él sigue viviendo y ustedes mismos lo verán un día”. Le preguntaron si era jefe de los cristeros, nombre que recibían los que defendían con las armas la libertad de culto, a lo que el padre respondió: “—Yo soy ministro de Jesucristo, el encargado de esta parroquia”. El sacerdote regaló su reloj a un soldado. Los verdugos le pusieron la soga al cuello y ordenaron al soldado designado que estirara la cuerda. El soldado, se negó dar muerte al sacerdote. El padre Tranquilino, mirándolo fijamente, le dijo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Otros verdugos hicieron la tarea y el sacerdote murió ahorcado. Al joven soldado que se había negado a ejecutar el ahorcamiento lo fusilaron el mismo día, a la una de la tarde, en los muros del panteón.  Entró al Cielo con todo y reloj…

 

Comulgar antes de morir

El párroco Pedro Maldonado vive en Chihuahua. Hasta esos lejanos lugares del norte de México llegó  la persecución contra los católicos. Era el 10 de febrero de 1937. El padre Pedro muchas veces había pedido a Dios la gracia de poder comulgar todos los días de su vida, también en el de su muerte. Un día va por la calle llevando entre sus ropas las Hostias consagradas para dar la Comunión a los enfermos. Lo descubren y es apresado en la calle. Con la cacha de un arma le fracturaron el cráneo y lo molieron a patadas. El sacerdote no opuso resistencia salvo la de abrazar el relicario en el que llevaba a Jesús Sacramentado. Se lo arrancaron con violencia. Al ver lo que llevaba en él, uno de los militares, sacó las hostias de forma sacrílega y con furia se las metió en la boca al sacerdote, mientras le gritó con odio:

—Trágate tu superstición…. Poco después el sacerdote murió reconfortado por la misma Comunión que iba a llevar a los enfermos y moribundos. Pudo comulgar, de manos asesinas, el último día de su vida.

 

Ser cristiano es ir “contra la corriente”

Los discípulos de Cristo están llamados a seguir el ejemplo de los «grandes testigos de la fe» (eso significa la palabra griega martyr). Los católicos han sufrido y siguen sufriendo, también hoy en el siglo XXI, a causa del Evangelio. En los últimos años, muchos miles de católicos anónimos han dejado su vida, en un grito silencioso, por defender su fe frente a regímenes totalitarios. El siglo XX se calificó, con razón, como la centuria más sangrienta de toda la historia de la Iglesia.

Hoy en día muchos hermanos nuestros, en lejanas naciones, continúan ofreciendo el sacrificio de su existencia. Pero no olvidemos que la inmensa mayoría tendrá que seguir un itinerario que no es el de la violencia física, ni la muerte sangrienta, sino más frecuentemente, casi a diario, el “martirio” de las incomprensiones, burlas o discriminaciones por seguir la vida ejemplar de comportarse como hijo de Dios en medio del mundo. No hay que hacerse ilusiones. Hoy, como ayer, ser cristianos significa remar contra la corriente neopagana que arrastra a buscar el interés propio y el aplauso de los hombres, en lugar de luchar por hacer la voluntad de Dios y procurar el auténtico bien del prójimo. No tengamos miedo a sentir la oposición de ambiente.

Hoy en día hay que estar dispuestos a sufrir duras críticas, y aceptar un martirio lento y nada espectacular. Eso significa, en nuestro tiempo, muchas frases que son un modo cristiano de vida: “ser fiel al matrimonio”, “tener más de dos o tres hijos”, “no ver o participar en determinados espectáculos”, “negarse a medrar y obtener injustas ganancias económicas”, “evitar invertir en negocios inmorales”, y un largo etcétera. El martirio moderno puede equipararse también, a otra escala, cuando un joven sufre la burla de los amigos porque frecuenta sacramentos o hace oración; o la muchacha que no viste –o se desviste- como todas sus iguales, o no bebe de más en la discoteca. Cuando, en definitiva, se quiere vivir de una manera coherente, con nuestra fe, que hay que defenderla, si hace falta, con la vida.

Estos ejemplos y cientos más constituyen la fidelidad radical a Cristo que resplandece en el martirio de todos los que eligieron el bello camino de la coherencia, de la que tanta necesidad tiene hoy el mundo.

Quien pierda la propia vida por el Evangelio la encontrará, dijo Jesucristo. Así la encontraron Cristóbal, Agustín, David, José María, José Isabel, Mateo, David, Tranquilino y Pedro y tantos otros… ¡Qué elocuentes fueron las palabras de Juan Pablo II!, quien al elevar a los altares a estos mexicanos, el 21 de mayo del 2000 en Roma, dijo de ellos: …. no abandonaron el valiente ejercicio de su ministerio cuando la persecución religiosa arreció en la amada tierra mexicana, desatando un odio a la religión católica. Todos aceptaron libre y serenamente el martirio como testimonio de su fe, perdonando explícitamente a sus perseguidores. Fieles a Dios y a la fe católica tan arraigada en sus comunidades eclesiales a las cuales sirvieron promoviendo también su bienestar material, son hoy ejemplo para toda la Iglesia y para la sociedad mexicana en particular.

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5 comentarios

  1. DEBEMOS DE CONOCER MAS DE LAS VIRTUDES DE ESTOS SANTOS PARA IMITARLOS, YA QUE TODOS ESTAMOS LLAMADOS A SER SANTOS, SOLO FALTA QUE NOS DECIDAMOS SIN MIEDO.SALUDOS

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