Al Cardenal Cordero

CARTA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

AL CARDENAL ANDREA CORDERO LANZA DI MONTEZEMOLO,

ARCIPRESTE DE LA BASÍLICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS

Al cardenal

ANDREA CORDERO LANZA DI MONTEZEMOLO

Arcipreste de la basílica

de San Pablo extramuros

Esta tarde, con ocasión de la solemnidad de Cristo Rey, se abre el gran portón de esa basílica en el trascurso de una procesión especial, durante la cual se proponen a la meditación de los fieles elementos de música sacra y de arte basilical, que recuerdan la "basilica domus", la casa del Rey. Esa sugestiva celebración de la realeza divina, animada por la comunidad de los monjes benedictinos, invita a los presentes a remontarse con el pensamiento a los orígenes del cristianismo en el imperio romano, cuando antiguas basílicas, destinadas a funciones administrativas, comerciales y judiciales, inspiraron y dieron forma a los primeros edificios del culto cristiano.

Esta ocasión también es adecuada para dejar que el lenguaje de la historia, del arte y de la música acompañe nuestra oración, y nos ayude a alabar al Rey del universo, al que de modo especial contemplamos al final del Año litúrgico.

Con afecto me uno a usted, señor cardenal, a los venerados hermanos en el episcopado, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y de modo especial a la benemérita comunidad de los monjes benedictinos, que con gran entrega atienden las necesidades pastorales de los fieles, así como a todos los que participan en esa significativa manifestación espiritual y cultural. A todos saludo cordialmente.

Repasando con el pensamiento los elementos de las antiguas basílicas romanas, que encontraron nueva expresión en las cristianas, como es precisamente el caso de la basílica ostiense dedicada al Apóstol de los gentiles, no podemos menos de recordar con devota admiración a los mártires de los primeros siglos del cristianismo. Estos antepasados nuestros en la fe dieron gloria, con su existencia y especialmente con el martirio, a la realeza divina de Cristo, que se declaró Rey, pero no de este mundo. En efecto, su lógica no se inspira en los criterios de eficacia y poder humanos; su dominio no se impone con la fuerza. Al contrario, vence el mal con el bien, el odio y la violencia con el perdón y el amor. El trono de este Rey, al que hoy adoramos, es la cruz, y su triunfo es la victoria del Amor, de un Amor omnipotente que desde la cruz derrama sus dones sobre la humanidad de todos los tiempos y de todos los lugares.

Así pues, elevemos con alegría nuestro himno de alabanza y acción de gracias a Cristo, a quien en esta solemnidad honramos como Rey, omnipresente en su Iglesia, triunfador sobre la muerte, juez justo y misericordioso, piedra desechada por los constructores, pero que se ha convertido en piedra angular. Que toda criatura, libre de la esclavitud del pecado, lo sirva y lo alabe sin fin.

Imparto a todos mi bendición.

Vaticano, 25 de noviembre de 2006

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