Relativismo: Argumentos de fondo

Fe y Razón, Verdad y Libertad

Por Tashia Gutiérrez de Ballenilla, venezolana, profesora del Centro Ciencias de la Familia

La existencia de Dios es la clave que da consistencia y sentido a toda la realidad – humana y mundana – y asienta sólidamente la estructura de la racionalidad conductora de la personalidad en sus más hondas aspiraciones.

Para los cristianos, todas las susceptibilidades y prejuicios racionales se desvanecen cuando se dan de frente con la obra realizada por Dios, en la que está inmerso el hombre y sus valiosas realizaciones: la obra de la creación. Tanto la existencia de Dios como su obra creativa se alcanzan, se tiene conciencia de ellas y, en este sentido, también se tiene la experiencia de que se está coexistiendo con la realidad de Dios, tal y como se coexiste con las cosas con que diariamente entablamos relación.

Al aceptar esta realidad divina, no empírica, no debemos de forzar, ni violentar las naturales categorías del conocimiento, de la volición o de la afectividad-emotiva para dejar espacio y cabida a Dios en la proximidad de la condición humana, sino que, la realidad divina es tan íntima, tan soldada a la raíz de la existencia humana, que no le es posible al hombre permanecer una décima de segundo en la existencia, en el ser, si Dios retira su finísima acción de Absoluto del recinto infinito del hombre.

El ser humano, al contemplar la hermosura de la creación adornada con toda la belleza que la rodea, se abre al deseo de lo infinito, se percata de esa necesidad que existe dentro de sí, necesidad de permanencia, por medio de la cual intuye su propia grandeza que le reclama conocer su origen y su fin; el sentido de trascendencia, el sentido de inmortalidad que forma parte de la esencia de su naturaleza; entonces, cuando el ser humano piensa en estas realidades, toma conciencia de la semilla de eternidad que lleva dentro de sí, percibiendo en estos momentos de intensa luz, su alma inmortal.

La historia del “hombre” tiene un comienzo y tiene un fin en la temporalidad de su devenir cotidiano; por ello sabemos que estamos de “paso” y que nuestro destino final será la eternidad, eternidad que habremos de construir en el día a día de nuestra existencia. Podemos construir en el bien o podemos destruir con el mal: fuimos creados libres, podemos decidir sobre nuestra vida… por ello debemos de preguntarnos y preguntar: ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿En que quiero creer? para que podamos vivir según esa elección adoptando como estilo de vida lo que decimos creer.

La libertad se encuentra realmente en el conocimiento de la VERDAD, infinita, inmutable, absoluta; es decir, Dios (Jn 8, 32), sólo Él puede darnos respuesta a todas nuestras inquietudes e incógnitas; Él, quién nunca se contradice, ni se desmiente; Él, que es siempre fiel y veras, porque cumple lo que promete, dándonos una respuesta definitiva, inequívoca y sobreabundante a todas y a cada una de las interrogantes que el hombre se ha de plantear sobre la finalidad de su vida, es decir sobre su sentido.

Cuando el hombre se detiene y se cuestiona:

¿De dónde vengo, quién me creó?

¿Quién soy y para qué o quién existo?

¿Hacía dónde voy y por qué voy?

¿Qué significado tiene la libertad y qué me mueve a defenderla?

¿Qué sentido tiene mi vida?

Estas y tantas otras preguntas que el individuo pensante se hace y que le llevan a cuestionar su identidad, su propia realidad y la realidad de todo lo que lo circunscribe, es el momento crucial desde dónde y por dónde se construye…

Ante el avance vertiginoso de la ciencia y de las nuevas técnicas, nos encontramos cada día con preguntas que parecieran no tener una respuesta segura y cónsona con la dignidad del ser humano. Estas preguntas las oímos en boca de los médicos, de los que nos surten la gasolina, del tendero, de los esposos, del estudiante, abogado, pescador, ingeniero, etc., todos necesitamos tener una respuesta a las interrogantes que estos avances científicos y técnicos nos plantean: ¿Qué pensamos sobre la eutanasia? ¿Podemos tener un hijo con la fecundación artificial? ¿Y el uso de píldoras anticonceptivas? ¿Qué nos propone nuestra cultura?, y para el creyente ¿Qué dice la Iglesia?

Estas y otras muchas otras preguntas nos indican que urge una seria reflexión en torno a las cuestiones actuales que nos presenta nuestro mundo, y que los ciudadanos responsables puedan recibir respuestas morales-éticas sobre la conducta a seguir en cada caso específico.

Bajo el nombre de Bioética, nombre de reciente cuño, podemos encontrar una variadísima gama de problemas que tocan directamente la vida humana, problemas, muchos de ellos nuevos, que han sido causados por los singulares avances de la medicina, que ha colocado en las manos del hombre moderno posibilidades insospechadas hasta hace poco, pero que a la vez le plantean situaciones que no sabe como manejar…

Nos encontramos ante una máquina que avanza de una manera descontrolada y sin freno, por ello, nos hallamos con la estremecedora realidad, por ejemplo, de que nada impide a la técnica utilizar un embrión fabricado en un laboratorio, con la “materia prima” óvulos y esperma obtenidos de algún “banco” anónimo para ser implantado o anidado en el seno de una mujer no casada.

Asimismo, contemplamos casos de abortos masivos con la llamada píldora del segundo día (RU 486) recientemente aprobada por las Constituciones de países “civilizados” y en “estudio” para su discusión por otras tantas naciones del orbe; como también podemos hablar de la utilización de las técnicas de: esterilización, fecundación in vitro, trasplantes, experimentación sobre embriones, manipulaciones genéticas, eutanasia, la cual ha llegado a ser más conocida por el término de “muerte feliz”; prácticas aberrantes todas ellas, que desfiguran la esencia del ser humano, produciendo una montaña de situaciones nuevas, problemáticas desconocidas, cuestiones espinosas y delicadas, que tocan el corazón mismo de la vida del hombre y que claman por ser definidas con valentía y VERDAD.

¿Cómo abordar estos hechos que desfiguran el sentido de la vida?

Quizás abordando el porque de esta actitud asumida por nuestro entorno – mundo – que nos ha llevado a olvidar la razón de “ser” del hombre: El sentido de su vida, el misterio de su esencia.

Preguntémonos: ¿Cuál es el sentido de mi vida, hacia dónde me dirijo, que inherencia tiene para mi todo lo que hago y, para qué o quién lo hago?

El hombre, ser racional, creado para dominar la tierra, pareciera que no puede o no quiere dominarse a sí mismo, ni darle el justo valor a su existencia.

Este hombre “racional” supuestamente pensante, dotado de cuerpo y alma, llamado a ser feliz en la tierra, tiene que tomar conciencia de que su “valor” le viene de manos de su Creador: su origen y su fin; que su vida no se agota en si misma, sino que trasciende hacia la eternidad para la cual fue creado.

Busca el hombre su camino, la verdad de su destino, da a su vida un propósito, una finalidad, encauza su potencial hacia la conquista de aquellos objetivos que lo han motivado a…, es un ser en constante búsqueda, que, en la mayoría de los casos no es totalmente consciente de lo que busca, ni para que lo busca; sabe que necesita de algo, y lo busca de espaldas a la realidad de la dignidad de su ser, conformándose con la propuesta del mundo donde reina el culto del “tener” sobre la del “ser”; y, para lograr ese algo empeña toda su capacidad, se pone metas y se lanza a la conquista de lo perecedero…, sordo y ciego, persiguiendo un falso ideal que lo hace completamente infeliz cuando logra alcanzarlo.

El hombre por instinto busca ser feliz, siendo consecuencia de su elección errada el que no lo logre, porque la verdadera felicidad se centra y concentra en la siembra de los valores morales, éticos y religiosos que permiten la construcción de la eternidad y garantizan la felicidad en esta vida, en tanto cuanto ella es posible en la temporalidad del devenir humano.

El hombre que vive para “tener” se vuelve esclavo del mundo, alienándose y perdiendo la armonía interior, porque cada vez deseará más y más cosas, pensando que encontrará la felicidad en ellas y al no encontrarla, lleno de hastío, de soledad y de vaciedad terminará aniquilándose, condenado a siempre buscar y nunca encontrar, porque sencillamente ha rechazado la grandeza de su dignidad: ser hijo de Dios.

De esta manera camina el hombre hacia su autodestrucción, porque tarde o temprano se dará cuenta que lo material no tiene la capacidad de contentar el alma, que el haber dado rienda suelta a sus pasiones, instintos y sentimientos (de suyo buenos), en vez de haberlos orientado y encauzado, siendo dirigidos por sus facultades superiores (razón, memoria y voluntad) hacia el bien en vez de hacia el mal objetivo, lo ha llevado al deplorable estado de convertirlo en un “animal pensante”, nueva especie cuyo autor es el propio hombre que ejerce equivocadamente el don de la libertad, que le fuera otorgado por su Creador cuando lo creo a su imagen y semejanza. Recordemos que el paso del psiquismo simple a la conciencia reflexiva es lo que nos diferencia de los animales ¡que lastima que el hombre elija vivir como animal!, no siendo este el caso de los animales, para los cuales no hay otra opción…

No puede el ser humano vivir de espaldas a su conciencia, donde se encuentra inscrita la ley natural, y si lo intenta, pasará a engrosar las filas de tantos seres que pululan por el mundo, perdidos, inestables, llenos de “todo” pero completamente vacíos. Buscando lo que no han sabido o querido buscar donde se encuentra, eternos inconformes que nada les satisface, se condenan a vivir entre el sillón de su abandono y la vaciedad del mundo, para terminar llevando una existencia que solo podemos catalogar como la de: “muertos en vida”, “cadáveres vivientes” como los llegó a llamar Su Santidad Pío XII.

Por el contrario, el hombre que se reconoce hijo de Dios, que sabe y comprende de donde le viene su dignidad, enfoca la búsqueda de la felicidad bajo el prisma de la fe, que le dice que es creado a imagen y semejanza de Dios, que está llamado a ser feliz, porque su destino es la vida eterna, vive el sentido trascendente que lo eleva y sustenta para construir esa eternidad desde el presente en el bien.

La clave del misterio del hombre, su felicidad, se encuentra en el misterioso don de la fe, que lo compromete a vivir de cara a Dios en el libre ejercicio de las virtudes: teologales, cardinales, morales y humanas, mandamientos del amor de Dios plasmados en la vida de gracia, plataforma desde donde se construirá sobre roca firme !Cristo y su Iglesia! un mundo de verdadera armonía y paz. Todos estamos llamados a construir la Civilización del amor y, como la fuente del amor es Dios, Uno y Trino, es desde Él que lograremos la realización de una vida plena, equilibrada, justa, integra y coherente con nuestra dignidad.

Podemos cuestionarnos si este estilo de vida es posible, aún cuando vayamos en contra de las tendencias equivocadas que nos propone el “mundo”, cuando nos presenta como modelo a imitar: el facilísimo, infantilismo, fanatismo, hedonismo, inmanentismo, materialismo, relativismo etc., ese cúmulo de “ismos” que se nos presentan como el ideal de la felicidad, en contraposición de los valores trascendentes que han llevado a los que supieron elegir correctamente y por ello llegaron a la meta, siendo testimonios de la verdad que salva y redime, seres que eligieron vivir de acuerdo a su dignidad, vidas plenas de contenido humano, ricas en aportes a la humanidad, hombres y mujeres que nos han interpelado con su vida y nos señalan el camino a seguir tras las huellas de Cristo:

El Santo Padre Juan Pablo II, peregrino infatigable del amor, de la concordia, del diálogo, de la fraternidad, adalid de la paz y de la verdad, testimonio indomable de lucha por rescatar la vivencia de la caridad entre la humanidad…

La Madre María de San José, venezolana, testimonio de sencillez, de calidez humana, vida de callado y oculto servicio a Dios en sus hermanos, quien supo vivir el ‘tu” antes que el “yo” signo de la caridad evangélica y del profundo conocimiento de la verdad del que sigue a Cristo: ¡vivir para servir…!

La Madre Teresa de Calcuta y todas sus hermanas, verdaderas hijas de la caridad, en quienes los desamparados y maltratados por la vida encuentran un refugio donde morir con una palabra de amor…

Ellos lo han logrado, porque supieron darle a su vida el sentido real y verdadero que sella la raza humana con el distintivo de la inmortalidad: ser hijos de Dios. Ellos optaron por seguir a Cristo, modelo de sus vidas, seguir al Cristo Total, quien camina con su Iglesia en cada uno de sus hermanos, porque es un Dios vivo.

Este estilo de vida nos hace saber que al procurar la felicidad del prójimo el hombre se crece sobre si mismo y aprende a reconocerse piedra viva que construye sobre la solidez de la roca, CRISTO, para un fin trascendente, aprende que vivir de amor para dar amor, es saber que se vive para salvarse, salvando en caridad fraterna y darle el sentido profundo, verdadero y real a la vida: que es vivir en paz; es saber que se camina hacia una meta sólida, que este caminar es exigente, pero que no estamos solos; es saber que cada minuto estamos construyendo, no destruyendo; es comprender, asimilar, disfrutar el reto de una vida realizada a la luz de la fe, que entraña el complejo misterio de la humanidad herida por el pecado y rescatada por la Sangre Redentora de Cristo en obediencia de amor al Padre Eterno y que peregrina hacia las cumbres de la gloria sostenida y acompañada por el Santo Espíritu: Amor de Dios.

Dejarse guiar por la razón iluminada por la luz del Santo Espíritu, es entregarse por completo a vivir el reto de la felicidad desde el hoy de nuestra existencia para ir construyendo la eternidad, sabiéndonos hijos de Dios y coherederos de su Reino, que no es precisamente un reino de este mundo.

El deseo de ser libre es un anhelo que está íntimamente ligado a la naturaleza humana, ya que todo hombre ansía vivir a plenitud la libertad… lo increíble es que no todos los hombres comprenden el sentido de “perfección” que implica el hecho de haber sido creados en libertad, no todos asimilan la dignidad que nos fue conferida en el acto creador por medio del cual fuimos llamados a la vida: a “imagen y semejanza de Dios”, nuestro Creador, por ello, somos libres; siendo la fuente o el origen de esta libertad, el infinito y gratuito amor de Dios hacia su criatura, única obra de sus manos que amó por sí misma; emanando de allí nuestra dignidad, unida al señorío, que habremos de ejercer para dominar toda la tierra (Gn 1, 26-28).

En la inquietante búsqueda de esta realidad que involucra la esencia misma del hombre, sólo podremos encontrar el verdadero significado de la libertad si nos esforzamos por encontrarnos con la VERDAD.

¿Qué es la Verdad?

La verdad revelada es Cristo, unigénito de Dios, quien nos guía en nuestro tiempo histórico hacia la eternidad por medio de su Santo Espíritu, Trilogía Divina de Amor ¡Un solo Dios!

Por el contrario, la “verdad” que el mundo emplea, se asemeja a una gran esfera de cristal con múltiples facetas que brillarán de acuerdo al lado por el que se esté mirando, encontrando la luz de esa faceta, pero, dejando a unas en la semioscuridad y a las otras en la oscuridad total; esto nos conduce a vislumbrar una verdad parcial, no la totalidad de la verdad, por ello, se nos hace fácil constatar como en nuestro entorno se tejen múltiples razones de verdades parciales, que sólo logran confundirnos y desviarnos de la posibilidad de ser libres; esto en el mejor de los casos, ya que, por lo general, se nos presentan la falsedad y la mentira como una verdad, vendiéndonos la increíble filosofía ¡todo es mentira, nada es verdad! Léase la “ley” de la relatividad o el relativismo.

La primera frase que encontramos en la obra de Aristóteles titulada “Metafísica”, escrita hace 25 siglos, es que “el hombre por naturaleza apetece saber”. Por su parte, Platón, en su diálogo “Fedro”, refiriéndose a la misma idea de Aristóteles, hace decir a uno de los dialogantes que “hay ya insita cierta filosofía en el entendimiento humano”, o sea, cierto gusto o predilección por el saber. A su vez, ese deseo o impulso de saber es hijo del asombro, de esa “agitación afectiva” –como define Heidegger al asombro-, de esa pasión que surge con fuerza en el hombre al advertir éste que hay el ser y no la nada.

El origen de todo saber estaría entonces en esa disposición espiritual que llamamos “asombro”, en esa agitación afectiva que nos lleva a fijarnos en las cosas, a quedarnos en ellas y a movilizarnos con el fin de conocerlas.

El proceso de esta disposición estaría en ser capaces de transformar la información en conocimiento y el conocimiento en sabiduría.

En cuanto a la información, se trata de una acción, pero también de un efecto, que tiene que ver con dar noticia de algo, de la manera más completa y menos interferida posible por los intereses de quien la proporciona o recopila, y que tiene que ver, asimismo, con la acumulación de datos relevantes para la subsiguiente adopción de decisiones razonadas en un campo dado.

En cuanto al conocimiento, que se basa por cierto en la información, salvo, quizás en el caso especial de la intuición, consiste en percibir algo como distinto de todo lo que es, como diverso de todo lo demás, así como en percibir la índole, cualidades y relaciones de las cosas.

Sabiduría, en fin, es saber de las cosas por referencia a la totalidad de las demás.

Dios es la Sabiduría y la sabiduría de Dios es Cristo mismo.

Vivimos en una época en que la información, en todos los niveles, – léase fenómeno de la Globalización – ha pasado a constituir una clave decisiva en el dominio del presente y en la configuración del futuro. Es por ello, que para acompañar como seres pensantes este acontecer, siendo responsables de nuestros actos, debemos tomarnos la molestia de estar, no solamente bien informados sobre los conceptos y terminologías en boga, por medio de los cuales se nos plantean propuestas que incidirán de manera positiva o negativa en nuestra toma de decisiones, y por ende, en nuestra conducta, llamada a canalizar nuestra manera de vivir; sino, por el contrario, y, de mayor relevancia e importancia será la procura de una formación integral, que le permita al ser humano encauzar su vida de acuerdo a su origen y a su fin trascendente. No basta estar informados, es necesario formarnos en los principios y valores rectores de la humanidad cuyo fundamento deberá estar enraizado en la ley moral: natural enclavada en la revelada, la cual producirá una Jerarquía de valores ajustada al bien objetivo.

Los valores en conjunto son el alma de los pueblos, son el dinamismo que los hace actuar de tal o cual manera, y si dentro de estos valores que orientan y rigen una nación, el bien común no ocupa ningún lugar, o ocupa un lugar secundario, la existencia de este pueblo será también nula o defectuosa.

El valor es la razón de la bondad, es ese algo por el cual juzgamos como conveniente, como buena, o como inconveniente o mala la realidad, es por lo tanto la fuente de la acción. A valores equivocados corresponden acciones equivocadas.

Detectar los valores es una acción innata que todos hacemos, pero que se perfecciona al reflexionar sobre la misma, y cuando así lo concebimos, encontramos que estos – los valores – no están disparados, sino que se relacionan unos con otros, según su mayor o menor capacidad de ser satisfactorios, y así se configura lo que llamamos “escala de valores”. Esta escala de valores tiene mucho que ver con la óptica propia de cada quién, según la cual contempla la realidad que le circunda; esta óptica del mundo circundante (Weltanschaung) ordena los valores a la vez que es ordenada por los mismos; es el juicio general que brota de una conducta inductiva y que puede perfeccionarse, modificarse, corregirse o incluso cambiarse, mediante la reflexión.

Todos podemos constatar la manera cómo el progreso técnico ha transformado la vida de los humanos, pero este mismo progreso tiene sus limitaciones y nos presenta, incluso, peligros si no está controlado por una visión superior de las cosas. Todo aquel que reflexione sobre este tema se dará cuenta que el progreso científico, tecnológico, etc., no sólo no conduce al progreso moral, sino que, además, de cierta manera hace retroceder al individuo.

Justamente la ciencia iniciática nos da esta visión superior de las cosas: ¿Qué nos enseña?

Que cada proceso en la naturaleza posee tres aspectos: físico, psíquico y espiritual y, por lo tanto, es posible encontrar en nuestra vida interior las mismas manifestaciones y correspondencias que existen en el plano físico. Si los científicos aceptaran detenerse un poco para profundizar las leyes que rigen el universo, comprenderían que en realidad todos los elementos, todos los objetos, todos los fenómenos físicos que estudian les hablan de un mundo más vasto, más rico. Y, es, precisamente porque no han comprendido cómo actúan estas leyes, que el progreso científico no ha aportado progresos morales.

Cada persona tiene que optar entre diversas posibilidades y, al ir tomando acto tras acto esas decisiones, irá configurando su vida como un proyecto más o menos coherente o incoherente, del cual será responsable y, puede que este sea bueno o malo. Cada individuo humano se va haciendo a sí mismo a lo largo de su vida y, hasta la humanidad, entendida como un conjunto social de seres humanos, puede hacerse a sí misma como proyecto a lo largo de la historia, de tal manera que podemos decir que tenemos una realidad que consiste en el “comportarse” en el “quehacer de la vida” entendiendo que el fin debe ser lo bueno para el hombre. La moral resulta entonces, del montar nuestros proyectos de vida sobre “mores” o costumbres sociales absolutamente obligatorias en una sociedad. Por ello, debemos aceptar que la moral social y que las “mores” de cada sociedad contienen numerosas perspectivas de mejor comportamiento moral de lo que le solemos atribuir.

El comportamiento del ser humano es distinto del propio de los animales y, en buena medida el comportamiento animal es comparable, en el lenguaje de la psicológica conductista, con una respuesta espontánea de su estructura biológica y “psicológica” a la acción de un estímulo, Existe en el animal una conexión directa-continua en el lenguaje conductista, bastante unívoca entre estímulo y respuesta.

La acción del ser humano, que también tiene un constitutivo fundamental de naturaleza biológica animal, no ésta, ni de lejos, tan condicionada por el estímulo, ya que, entre la persona y el estímulo medía un filtro que llamamos inteligencia, conciencia o razón, de tal manera que existe para el hombre la libertad de responder de manera distinta, lo que requerirá una elección entre ellos.

Aranguren se expresa así ante este comportamiento de carácter moral autónomo, no ligado a ninguna orientación extraña: “este sentimiento individual y social, histórico siempre, es el primario de la palabra moral: moral vivida que no consiste aún en la teoría sino en la práctica de hacerse a sí mismo a través del hacer las cosas”

La base de toda organización social es el fenómeno de la interacción y, a medida que las personas entablan relaciones o contactos entre sí, se van percatando mutuamente de que su comportamiento modifica y es modificado por los otros. La acción de cada uno de ellos se basa en sus actitudes ante los demás y ante el fin inmediato que persiguen, pudiendo tomar aquellas decisiones que beneficien sus intereses, ergo, aparece egoísmo. Al tratar de delimitar este proceso, podemos ver una conceptuación similar entre los expertos que nos refieren lo siguiente: Todas las personas se tienen en cuenta una a otra, es decir, cada una percibe la presencia de los demás, las enjuicia o valora y trata de averiguar lo que piensan o intentan hacer. La fuente prioritaria del proceso de la interacción es: la cultura normativa institucionalizada o estructura social; y las demás fuentes secundarias serian: la personalidad, el comportamiento del organismo o grupo y el sistema cultural.

Lo que caracteriza nuestras sociedades capitalistas neoliberales es el basarse en la producción ilimitada de mercancías (el consumismo), y el tener el lucro con el éxito individual como único fin, y para que este sistema pueda funcionar, es necesario crear en cada individuo un carácter competitivo y egoísta, que sea capaz de mantener esta organización narcisista en la cual todos trabajan para sí mismos y en contra de los otros. Al mismo tiempo, surge o aparece un tipo de moral que nos permite vivir con “buena conciencia! Estas relaciones donde prevalecen el individualismo y el consumismo “compro, luego existo”.

De esta manera nuestras sociedades provocan el surgimiento de un carácter que, incluso en los niveles más profundos de nuestra singularidad, fomentan y ayudan, tanto a la producción en gran escala como a la “satisfacción del deseo” egoísticamente, por medio de un hedonismo consumista. Esto implica, a su vez, que de alguna manera, la moral tiende a formar un tipo de individuo que valora, sobre todas las cosas, la actividad productiva conducente al éxito económico personal, dominando de esta manera una moral productivista, como el mito de que el “éxito” se valora por la cantidad del dinero que se posee. El egoísmo, la avidez, la codicia, mantienen, a las sociedades y a los países en un constante estado de conflicto permanente. Cualesquiera que sean los motivos que concurran, incluso, a menudo, los más nobles, el móvil real es siempre el de apoderarse de algo. Si los hombres fuésemos menos egoístas, personal y colectivamente, ¡Cuántos conflictos evitaríamos!

La moral y la economía se complementan; al crecimiento ilimitado de mercancías y a la ganancia económica se suman el hedonismo consumista, que refleja la moral planetaria de final del siglo XX.

La deliberación sistemática y razonada sobre la naturaleza del comportamiento económico y la moral de los hombres envuelve una reflexión racional y teológica, (no tiene que darse necesariamente en la vida de muchas personas), busca las razones del por qué es obligatorio comportarse de una manera determinada para llevar a cabo un proyecto digno de vida que permita espacios de “deber” de “responsabilidad” y de “culpa”.

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