Una extraña guerra
La guerra produce más guerra, división y enemistad; es una vieja lección. La paz es imposible cuando se ataca la memoria política con gestos cruentos.
Por Josep Mª Forcada Casanovas
El atentado a las Torres Gemelas de Nueva York fue vivido por la opinión pública como una herida al poder económico; eran un centro neurálgico de gran parte de las principales empresas financieras. Las escenas televisivas provocaron una terrible sensación de impotencia, especialmente cuando el mundo veía cómo las víctimas eran engullidas por la chatarra candente. La televisión siguió las imágenes a una distancia prudente para no incrementar sensaciones macabras que provocaran en la opinión pública una conciencia de derrota y de hundimiento de unos símbolos del poder americano. El presidente Bush no tardó muchas horas en explicar que lo que se estaba produciendo era una situación de guerra, no un atentado. El inicio de una guerra a la que se tenía que responder con armas y, consecuentemente, con una venganza organizada, que seguramente produciría muertos inocentes, de la misma manera que lo hicieron los aviones secuestrados.
Se trata de una situación de guerra extraña. Siempre imaginamos las guerras como si fueran napoleónicas. Un enemigo detrás de una frontera, unos soldados organizados en frentes, el cuerpo a cuerpo, etc. Pero las últimas guerras, mucho más fratricidas y mucho más ideológicas, se saltan las territorialidades para atacar el fondo del pensamiento político, religioso y cultural. En estas guerras es más difícil hacer aliados; los límites son más confusos y cuesta mucho más adivinar las intenciones que hay detrás. Sin duda, el poder es la ambiciosa clave que se esconde tras ellas. Es necesario tener presente que las exteriorizaciones del poder engendran odio, tarde o temprano. Es tan ciego el poder que, incluso, justifica una ética, demuestra que bajo una acción brutal hay un bien y evidentemente puede justificar, inclusive, el mal.
Dominar el mundo para que sea mejor quizás podría llegar a ser una aceptable propuesta, como si se tratara de una bien intencionada globalización. Dominar el mundo desde un sistema en el que la prepotencia política sea la base para tener a ralla al mundo es la más feroz ambición del gran poder político. Algunos grupos alrededor de la alta política económica-financiera de los Estados Unidos lo proponen y trabajan en ello. Es un viejo sueño que está en manos de entidades muy secretas y que han estudiado cómo hacer prevalecer este sueño para construir un mundo moderno. La ambición de unos grupos de poder, que tienen en sus manos la industria del armamento, del petróleo y del gran comercio, hace pensar que se trata de algo complejo y que es difícil de poner sobre el papel. Siempre se caerá en imprecisiones y podrá parecer que estamos haciendo suposiciones a la hora de detectar lo que hay detrás de cada una de las decisiones que toma el bloque occidental, por ejemplo el norteamericano, que responde al área del dólar, como base económica frente a unos países como los árabes, que por un lado están vinculados a la economía americana y del dólar, pero que también necesitan conseguir una potente fuerza entre ellos para ir creando un sólido bloque como segundo mundo y que no acaban de levantar la cabeza, tal como vemos en la lucha de un David contra un Goliat que se vive actualmente en Israel.
La política pública –no la soterrada y la de pactos secretos– acostumbra a ir de un lado a otro y necesita contar con los medios de comunicación para obtener una opinión en la sociedad y así mover a la gente de manera que se ponga a un lado o a otro. Si no se puede endemoniar al que se tilda de malo, no habrá posibilidades de perseguirlo. Es cierto que el principal culpable comete siempre barbaridades, pero cuando se señala a un malo determinado, se señala al mismo tiempo a su familia, a su etnia o a su país, para que tenga más fuerza el acto de represión. El «bueno» tiene la opinión general al lado; tiene el apoyo de los que piensan como él.
Es especialmente significativa la coincidencia de que Bin Laden, por lo que parece, uno de los principales instigadores y promotores del financiamiento del grupo terrorista que causó los crueles ataques, contó con el apoyo de Afganistán, un país que estaba en una situación de guerra, por una parte interna, pero que además, había vivido una invasión de Rusia y, después, había recibido la ayuda de los Estados Unidos para desembarazarse de los invasores. Eso supone que recibió un especial apoyo con armamento americano y otros soportes estratégicos. Bin Laden, un teórico amigo, que acaece feroz enemigo. A aquel que ha sido ayudado, si lo ha digerido mal, desgraciadamente le queda un mal gusto de orgullo herido, que crece y se va en contra del benefactor; se convierte en rechazo, odio y deseos de venganza. Todo, menos la gratitud. ¿Por qué? ¿Quizá Bin Laden y los suyos querían demostrar la vulnerabilidad del que es mirado como fuerte y dar a conocer el poder del débil?, o bien ¿para llamar la atención de la humanidad sobre la existencia del «segundo mundo» que se quiere dar a conocer, internacionalmente?, como si se tratara de una potencia mesiánica-apocalíptica capaz de demostrar que tiene fuerza y quiere demostrar al mundo que constituyen un grupo potente que trabaja para serlo cada día más e implantar una ideología de tipo religioso. Muchos analistas políticos no ponen en duda que se trataba de un escalón –brutal– de un proceso islamizador del mundo.
En esta «guerra», sutilmente se ha emprendido una lucha directa contra el terrorismo. O mejor, contra el ataque de los terroristas concretos. Sus actos hacen surgir sentimientos de rabia y de impotencia, porque el terrorista puede ser, incluso, aquel que come contigo o aquel a quien te encuentras por el camino al trabajo cada día. Todo terrorista viene a ser como la punta del iceberg de los ideólogos que planean lanzarse ciegamente a derribar los objetivos; sabe que centenares de agresores hacen una guerra, desestabilizan un país y viven su trabajo como un kamikaze. En esta lucha, los Estados Unidos se han comprometido. Es la guerra más difícil; mucho más que la de la guerrilla que emprendió en el Vietnam y que tantas bajas le causó.
El rompecabezas está desorganizado. Las decisiones se toman con calma y con cierta cautela, y ya algunos países intentan poner distancia a la llamada «venganza de guerra» por temor a nuevas represalias. El espiral de la guerra produce más guerra, división y enemistad; es una vieja lección. La paz es imposible cuando se ataca la memoria política con gestos cruentos. El amor propio de un país acostumbra a ser muy superior al de los individuos y la humillación del vencido siempre se puede entender desde un fondo martirial, que tarde o temprano hace brotar más sangre. ¿Será posible un perdón social?, ¿un verdadero perdón político?, ¿un noble perdón económico? y… ¿un perdón religioso? Pero…, ¿quién perdonará primero?
El autor, médico, periodista y pintor, es presidente del Ámbito María Corral, Barcelona.
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