Democracia: Argumentos de fondo

Diagnóstico de la democracia

¿Responden las jóvenes generaciones de políticos a los postulados de la Ciencia Política?

Por Eduard Tarnawski Gelowska, Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Varsovia y catedrático de la Universidad de Murcia.

¿Es posible gestionar una sociedad que preserve la heterogeneidad del pensamiento y gestión pero que conserve la armonía?

Hoy la palabra democracia ya no se usa sola. Aparece en binomios, algunos de ellos bien conocidos, como por ejemplo: «democracia liberal», «democracia parlamentaria», «monarquía democrática»; otros menos familiares, como los de la reciente campaña electoral: «nacionalismo democrático» o «rebeldía democrática». Puede que en el fondo no nos atrevamos a hablar de la democracia para evitar enfadarnos con Aristóteles, Santo Tomás, Hobbes, o incluso con Schopenhauer, Nietzsche y tantos otros, para quienes la democracia fue siempre lo menos aconsejable a la hora de organizar la vida en común.

Las imperfecciones que detectamos en el régimen que hoy llamamos «democracia» deberían ser un motivo de tranquilidad para el hombre, la señal de que el hombre no se está extralimitando en sus aspiraciones, sino que está en su justa medida. Seguramente es menos peligroso tener una democracia imperfecta, que creerse que en nuestro tiempo la humanidad ha llegado al final de su desarrollo, que incluye la creación de un régimen político perfecto –el suyo–. Éste, personalmente, casi me da más miedo que aquellas democracias a las que se acusó de ser la «dictadura de la mayoría», o el «poder de los pobres» o la «antesala de la dictadura», etc.

Es menos corrosivo para el hombre estar privado de la democracia que justificar el régimen político actual, como si fuera la solución a todos sus problemas. Ser conscientes de que todavía estamos muy lejos del régimen de nuestros sueños nos hace sentir más libres para no tomar decisiones que corresponden a los que vendrán después de nosotros.

En un principio la ciencia política parecía moverse libremente a la hora de ofrecer herramientas intelectuales para deliberar sobre la democracia, es decir, sin esa presión que ejerce el pensar que las instituciones políticas que inventan los hombres tienen que ser perfectas. Pero desde hace unas cuatro décadas, ha ido tomando cuerpo dentro de esta ciencia una teoría que tiende a abandonar la lógica de la democracia mayoritaria y crear las bases para un nuevo régimen, que está adquiriendo el nombre de democracia de consenso. Puede que ésta sea una alternativa muy frágil, engañosa. De hecho, sus partidarios están empeñados no tanto en buscar evidencias empíricas que demuestren las supuestas ventajas del nuevo sistema, como en demostrar que es hora de despedirse de la democracia mayoritaria, según ellos, ya obsoleta.

No comparto esta tesis, es más, sospecho que los que están apostando por la democracia de consenso en realidad están tramando una conjura para derrocar a los regímenes políticos asentados y sustituirlos por un nuevo régimen que, esta vez sí, será «perfecto». Puestos a emplear la figura de enemigos de la democracia, yo creo que estos hay que buscarlos no sólo en los bares donde se reúnen los cabezas rapadas, sino también en el seno de la misma Ciencia Política.

Del estudio de un caso a una teoría

Los inicios de la teoría consensualista datan de 1967, cuando Arend Lijphart, partiendo de la observación del sistema político de Holanda, planteó la posibilidad de pasar de la descripción de una organización política específica a una variante de la democracia (1975). Su tesis adquirió el status de principal teoría de la Política Comparada, cuando Lijphart publicó su libro Las democracias contemporáneas (1987). En ella demostró que la democracia mayoritaria, que hasta entonces había resultado muy fructífera por encontrarse en óptimas condiciones para servir a las sociedades homogéneas, no podría satisfacer las expectativas de sociedades cada vez más complejas. Para Lijphart, la única manera de hacer sistemas políticos fiables en el mundo actual es prescindir de la regla mayoritaria, porque es imposible –dice– conseguir un consenso acerca de los principios. Lo que no dice es que para él, el consenso es el único principio.

Con eso la ciencia política pasó a formular una especie de ley universal, que suele expresarse en los siguientes términos: cuanto más fragmentada es una sociedad, más complicada debe ser la segmentación política. Para hacer que funcione una organización política moderna, no se puede simplificar la estructura de las instituciones, sino complicarla. Josep M. Colomer, representante de esta corriente en España, empieza su último libro con la siguiente afirmación: «Cuanto más complejas son las instituciones políticas, más estable y socialmente eficientes son los resultados» (2001).

Lijphart, como toda la Ciencia Política actual, sigue estando en deuda con la obra de Gabriel Almond, quien había convencido al público en general y a las nuevas generaciones de investigadores de que la Ciencia Política podía avanzar como disciplina sin dotarla de ideales, y propuso relegar la democracia al status de un tipo ideal, para luego olvidarla y tranquilamente estudiar la poliarquía, que en verdad debería ser la materia propia de la Ciencia Política. El invento de la poliarquía por Almond en 1959 abrió efectivamente el camino de los estudios de los sistemas políticos, su clasificación y comparación, sin que se planteasen temas de teoría política.

Hasta hace poco la teoría de Lijphart no tuvo que hacer frente a ninguna crítica. El primer síntoma de su crisis fue sin duda el rotundo rechazo de su último hallazgo en que la realidad política de la India se le presentó como un ejemplo más de las democracias consensualistas.

La construcción de las tipologías tan apreciada por Lijiphart puede llevar a «descubrir» hasta más de una docena de tipos de democracias, sólo en América Latina. La proliferación de los tipos de democracias a base de añadir a la palabra democracia un adjetivo no es más que un procedimiento para vaciarla de contenido, para privarla de su significado.

¿Responden las jóvenes generaciones de políticos a los postulados de la Ciencia Política?

No, como parece indicar el solo hecho de que son muy pocos los jóvenes que eligen la ciencia política como carrera universitaria. En España hay nueve universidades públicas que tienen esta carrera. Para el curso 1999/2000 ofertaban en total 2.228 plazas. Es una cantidad nada despreciable comparada con las que ofrece arquitectura (2.970) o bellas artes (2.270).

La situación de la ciencia política es difícil porque la política no es precisamente lo que más interesa a las jóvenes generaciones, y no sólo en España, sino en Estados Unidos, donde la Political Science es tan emblemática para su cultura como puede serlo el cine o el jazz. Los datos del Freshmen (resultados de una encuesta entre los jóvenes a punto de comenzar su carrera universitaria), de 1998, indican que sólo el 14% declararon haber discutido sobre política en el último año, poco más de la mitad de los que reconocieron haber discutido sobre religión (26%). En 1966, cuando por primera vez se introdujeron estos estudios, esta cifra era del 58%. Actualmente, sólo el 2% de los Freshmen elige como carrera universitaria la Political Science.

Que la ciencia política no es lo mismo que la política es algo harto sabido. Ciertamente, la ciencia política no es la única que enseña cómo gobernar. En los últimos meses hemos podido comprobar hasta qué punto dependían los gobernantes de las opiniones de los veterinarios. Pero en cualquier caso las diferencias que hay entre la política y la ciencia política son siempre mucho menos importantes que las que hay entre el poder y la política. Es por esto que creo necesario completar aquella afirmación: muchos políticos no son estudiosos de la ciencia política, pero probablemente, y eso no se sabe o no se dice, tampoco son los que realmente tienen el poder. El político no es por definición un hombre del poder. Más bien sucede lo contrario: al hombre que tiene poder, le gusta también ser un político, o incluso antes que ser político, si es que no puede, le gusta ser condecorado como una gran figura de la economía, el arte o la hidrología.

Los hombres del poder saben que es imposible hacer política o ciencia política sin hablar, sin comunicarse, sin buscar la verdad, por eso al poder le disgustan especialmente los que ejercen la política. Pero no sólo. También le disgusta la ciencia política. No en vano ambas tienen la capacidad de revelar el misterio del poder. Este mensaje que las teorías postmodernas nos dieron como una gran revelación, la ciencia política lo conocía desde siempre: que el saber no lleva al poder, es más, que precisamente puede suceder que el poder sea la única fuente del saber. Por eso el poder no es la tentación de la Ciencia Política.

¿Cómo pueden contribuir los medios de comunicación en los procesos de democratización?

Nos hemos dejado convencer de que el futuro de nuestras libertades políticas depende de los medios de comunicación, de su compromiso con la democracia. Por su parte, la teoría política actual no nos deja otra opción. Pero hay elementos para empezar a cuestionar esta teoría. Lo primero sería recordar que los medios de comunicación nacieron con el fin de traer beneficios a sus propietarios. Su compromiso con la democracia no tiene que ser institucional.

Algunas investigaciones han demostrado la posibilidad de formar a la opinión pública sin la mediación, y valga la redundancia, de los medios de comunicación. Este era el caso en las sociedades estamentalistas prealfabetizadas. David Zares, un sociólogo de la Universidad de Indiana, publicó en 1996 un trabajo en el que puso de manifiesto que la opinión pública nació no en el marco de las especulaciones filosóficas de la Ilustración y en un ámbito social propio del capitalismo, sino en el marco del procedimiento de peticiones, dos siglos antes de la revolución inglesa.

Al margen de las reglas de secreto, padrinazgo y privilegio propias de la Edad Media, existían también unas formas de comunicación política, las peticiones. Éstas confirman el hecho de que mucho antes de que llegara el Siglo de la Ilustración ya existía la opinión pública. Pues la comunicación política medieval contemplaba la posibilidad del uso de la razón por parte del pueblo (Zares 1996). En definitiva, existían instituciones a las que se les podría atribuir el papel de intermediarios entre el Estado y la sociedad civil. El parlamentarismo medieval garantizaba una base de comunicación pública. Las instituciones políticas de la Edad Media estaban suficientemente preparadas para tener debate político, buscar el consenso y creer en la representación política.

Si, como parece confirmarlo el exhaustivo estudio de documentos históricos, esto es cierto, podemos tener una alentadora fe en el futuro de la democracia, pues queda demostrado que la burguesía y el capitalismo no han sido, y quizá tampoco lo serán en el futuro, recursos imprescindibles para la democracia.

Zares ha podido comprobar que las estrictas limitaciones de la comunicación política medieval, que formalmente impedían hablar de política fuera del parlamento, no impedían sin embargo a la población formular opiniones políticas. A lo largo de los siglos xiii, xiv y xv el parlamento respondió a 16.000 peticiones, que trataban de cuestiones judiciales, reducción de impuestos, derecho al acceso a los bosques, etc.

http://www.cartadelapaz.org

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