Un verdadero y profundo afecto entre los esposos, es la causa para generar la felicidad en ese ámbito de la vida que constituye el matrimonio.
Cuando nos disponemos a embocar el último y definitivo tramo de nuestro escrito, hemos de recordar que para que el ejercicio de la sexualidad dentro del matrimonio favorezca el amor conyugal resulta imprescindible que el trato corporal íntimo sea, a su vez, expresión de un amor hondo, personal y genuino. Por el contrario, la mera relación sexual, desligada de toda actitud profundamente amorosa, no sólo no incrementa el amor entre los interesados, sino que puede incluso llegar a hacer imposible el mismo ejercicio acabado del sexo. Según demuestra la moderna psiquiatría, la simple unión física, sin amor que la vivifique, desintegra a la pareja, provocando «una sensación cada vez mayor de separación, puesto que el acto sexual sin amor nunca elimina el abismo que existe entre dos seres humanos, excepto de forma momentánea» y más aparente que real. Más aún: la mera genitalidad, sin amor, acaba incluso por inutilizar y desactivar el propio mecanismo del sexo. ¿Cómo podría, entonces, servir de estímulo para el auténtico amor personal?
Repitámoslo de nuevo: para que reviertan en una mejora del amor espiritual y afectivo, las relaciones matrimoniales tienen que ser exteriorización auténtica de un amor auténtico. ¿Cuándo cumplen con esta condición?
La integración de las relaciones conyugales
La mejor antropología de todos los tiempos enseña insistentemente que la mera satisfacción del impulso sexual no constituye, por sí misma, factor de perfeccionamiento de la persona humana: ni fuera… ¡ni dentro del matrimonio! Ciertamente, toda unión conyugal realizada en conformidad con la naturaleza, llevada a conclusión, y no desprovista artificialmente de su virtualidad procreadora, resulta lícita. También cuando el único móvil fuera la satisfacción del deseo. Pero la simple legitimidad de una acción no asegura, ni mucho menos, su vigor perfectivo. No todo lo lícito es antropológicamente bueno, perfeccionador. Las relaciones íntimas serán buenas en la misma medida en que se «integren» en el matrimonio –que es el ámbito donde se tornan legítimas y perfectivas-, sirviendo a sus fines radicales. Por tanto, en cuanto favorezcan la reciproca fidelidad amorosa, se abran a la recepción de los hijos y manifiesten la comunión mutua. Pero ¿cómo podemos saber, en la vida diaria, que determinada unión física expresa efectivamente el amor personal de los esposos?
Recordábamos antes que el tercer momento constitutivo del amor, el que resume en si y otorga su perfección definitiva a los anteriores, es la entrega: el obsequio del ser, de la persona… completos. Y entrega es donación, dádiva. En consecuencia, el trato corporal no resultará perfectivo mientras no exprese, a través de la entrega corporal, la donación de la persona toda. Ahora bien, la condición de posibilidad de la donación es el autodominio: nadie puede dar lo que efectivamente no tiene. En este sentido, lo que hace viable el amor personal entre los hombres, elevándolos infinitamente por encima de los animales, es, en primer lugar la posesión del propio ser, que reciben de Dios en propiedad privada; y, después, el efectivo control que ejerzan sobre su voluntad, afectos, pasiones, apetitos. Paralelamente, el requisito ineludible para que el trato corporal íntimo constituya en verdad una dádiva es la eficaz hegemonía sobre el impulso sexual, sobre el deseo. Y la mejor prueba de que ese imperio se ejerce es la demostrada capacidad de abstenerse de mantener relaciones cuando exista una razón suficiente para no tenerlas; como también, y a veces en la misma magnitud, el acceder gustoso a la unión física, si se advierte que el cónyuge lo necesita –o, simplemente, lo desea–, por más que nuestra inclinación instintiva resulte en esos momentos leve o inexistente.
El verdadero obsequio supone libertad, y la libertad implica autodominio. Cuanto más se afinque en la libre voluntad amorosa el motivo que lleva a mantener relaciones conyugales, y cuanto más se eleven esas razones por encima de la necesidad de dar cumplimiento al impulso, mejor encarnará nuestra unión la condición de dádiva obsequiosa en que cristaliza el amor. Por el contrario, en la proporción en que más dependa de la simple satisfacción del instinto, más se acercará a un «arrebatarse mutuo», recíprocamente consentido, que a la efectiva donación libre y voluntaria de lo que, porque se posee en plenitud, puede entregarse al otro.
muy bueno