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El lunes, al encaminarse de nuevo al Templo de Jerusalén, «sintió hambre». Pero en lugar de recurrir a los suyos pidiendo alimento, se dirige hacia un higuera buscándolo. Sabe que florecen hacia junio y raramente lo hacen en abril; pero le mueve un deseo intenso de que Israel dé buenos frutos, a pesar de todas la evidencias. Tiene hambre del amor de su pueblo y de todos los hombres. Pero aquel pueblo es como la higuera que tiene muchas hojas y ningún fruto. Y surge la ira profética como el relámpago en un cielo de tormentas, y clama hablando con el árbol, y más aún con su pueblo: «que nunca jamás coma nadie fruto de ti»(Mc). Los discípulos escuchaban sorprendidos.
Empujados por el máximo beneficio… medimos con cuentagotas la calidad para los demás y en sobreabundancia lo que es para nuestro bien personal.
Quien no es amigo, no entiende de amores, solo del materialismo y de los intereses sórdidos de la vida, pues a «Judas, ladrón, le gustaba el dinero», como dios de su corazón.
Mediatizados por la competitividad… corremos serios riesgos de “vender” en vida la fama y la credibilidad de prójimos que nos rodean.
Acostumbrados a tasar las cosas y las personas… nos cuesta ofrecer gratuitamente el aroma de nuestro servicio a los demás.
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