Reflexión: La unción de Betania

También los nardos que María de Betania derrama hoy sobre Jesús son imagen y símbolo de aquel óleo celestial e invisible, de la fuerza vital divina de la que se nos dice proféticamente en el salmo: «Dios, tu Dios, te ha ungido con el óleo de la alegría por encima de tus compañeros» (/Sal/044/08). Ese óleo de la alegría celestial es el que Dios Padre ha derramado sobre la cabeza sangrienta y coronada de espinas del Hijo crucificado; de aquí que lleve el nombre de: Cristo, el Ungido. Y como el camino que conduce a esta unción pasa a través de su muerte y sepultura, puede Jesús decir también con doble sentido: «Dejadla que lo conserve para el día de mi sepultura». La unción de la amante María indica ya de antemano la muerte y sepultura de Jesús, así como la gloria subsiguiente de su sacerdocio y reino. La «despilfarradora», por tanto, se muestra como verdadera creyente cristiana.

No olvidemos, además, que los gladiadores de la arena ungían su cuerpo antes de la lucha. También Cristo se enfrenta con su pasión como un luchador. Es el gran combate, la lucha hasta la muerte con el enemigo de Dios, Satanás. La unción que había de reforzar y dar agilidad a su naturaleza humana, fortaleciéndola como a un luchador en la arena, esta unción de la fuerza de Dios la recibió el Señor en el monte de los Olivos de manos del Padre: otro motivo para poder atribuir a la unción de Betania el carácter de imagen y símbolo prefigurativo. Los nardos de María exhalan el gozoso aroma de la vida, de la próxima gloria real y de la dignidad del sacerdocio de Cristo, pero al mismo tiempo sirven de aviso para la lucha y la muerte, la sepultura y el amortajamiento.

Pero el misterio más profundo que nos deja presentir este aroma es aquel que se nos ha descubierto ya en la tercera semana de Cuaresma con el milagro que obró Eliseo con el aceite: Cristo mismo es este perfume, El es el bálsamo que baja del cielo y que, según el plan amoroso del Padre, habrá de salvar a toda la Humanidad, siempre que ésta crea en El, elevándola a la dignidad de sacerdotes y reyes. El recipiente del bálsamo -el cuerpo humano de Jesús- había de destruirse en la muerte para que se esparciese el nardo y desde la cabeza- desde Cristo resucitado- empapase a todo el cuerpo de la Iglesia, haciéndola así apta para ser ungida y consagrada como cuerpo real y sacerdotal de Cristo.

Había de romperse este vaso de alabastro para que el ungüento celestial pudiese llenar los recipientes vacíos de la Iglesia; su aroma debía llenar toda la casa y enriquecer a los «pobres».

Este es, en realidad, el misterio oculto de la unción de Betania.

No lo puede sufrir el traidor, pero nosotros hemos de saber reconocer con gozo que el ungüento que, por voluntad de Jesús, fue allí derramado, es la verdadera riqueza de los pobres, es la vida divina que se prodiga a sí misma. Se comunica, claro está, primero al Hijo, pero por El se da, brotando de sus heridas, a «los pobres», esto es, a los hombres que estaban desposeídos de la gracia y destinados a morir.

Este misterio de la corriente de aceite que fluye del cielo de manera maravillosa y torna en riqueza la pobreza del mundo pecador, fue ya anunciado en tiempo de Noé como don de reconciliación de Dios, por medio de la paloma que volvió con el ramito de olivo en el pico. Fue también prefigurado simbólicamente por el milagro que hizo el profeta con el aceite, y más aún, por la unción de María. Pronto va a tener realidad litúrgica en la consagración de los santos óleos que se verifica el Jueves Santo, y en la unción de los neófitos del Sábado Santo.

Cuando en el Jueves Santo las solemnes palabras de la consagración piden que la fuerza de Dios descienda sobre su santo óleo: cuando el obispo y todos los sacerdotes se arrodillan por tres veces ante el óleo consagrado, diciéndole: «Ave, sanctum chrisma! Ave, sanctum oleum! «¡Te saludo, oh santo crisma. Te saludo, oh santo óleo!»; cuando, por último, dos días más tarde el obispo o sacerdote unge la coronilla de los neófitos con este crisma consagrado, diciendo al mismo tiempo: «El Dios Todopoderoso, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo… te unja con el crisma de la salud en este mismo Cristo Jesús, Nuestro Señor, para la vida eterna», entonces es el momento en que la acción simbólica de la amante María alcanza toda su realidad. Entonces todas las imágenes simbólicas de los tiempos antiguos quedan plasmadas en hechos reales y se pone al descubierto el misterio oculto.

La divina paloma vuela entonces hacia el arpa de la Iglesia llevando en el pico el ramito de olivo, es decir, la vida nacida de la muerte. Entonces es cuando se llenan los recipientes vacíos de la Iglesia sin jamás llegarse a agotar el aceite, ya que a diario nacen a la vida terrena innumerables personas que han de alimentarse de esa vida divina. María de Betania contribuye, en verdad, a la sepultura de Cristo cuando los que son bautizados -enterrados con Cristo- reciben de manos de la Iglesia la santa unción bautismal. El «buen olor de Cristo» (2 Co 2, 15) se expande entonces por toda la casa de la Iglesia y la voz del odio tiene que enmudecer porque la pobreza, rica ya ahora, se regocija del despilfarro del amor.

EMILIANA LÖHR

EL AÑO DEL SEÑOR

EL MISTERIO DE CRISTO EN EL AÑO LITURGICO II EDIC

.GUADARRAMA MADRID 1962.Pág. 19 ss.

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