–Alivio del sufrimiento. –Destellos providenciales.
Mario Sanvico, veterinario e industrial, y el doctor Guglielmo Sanguinetti, médico, masón convertido por el Padre Pío, se reunieron el 9 de enero de 1940, en una casita que habían hecho construir en el camino entonces deshabitado que va del pueblo de San Giovanni Rotondo al convento, con el Dr. Carlo Kisvarday, farmacéutico, y algunos amigos más. Entusiasmados, estaban decididos a poner en marcha el gran proyecto del que les había hablado el Padre Pío en conversación privada desde el locutorio del monasterio:
–Vamos a crear un comité para la fundación de una clínica. ¿Estamos todos de acuerdo?.
–Sí, lo estamos. Y esta vez va a ir en serio. Tiene que ser un hospital moderno, con los medios de hoy. La comarca lo necesita, los peregrinos y los heridos de la guerra también… y es el deseo del Padre Pío.
–Hagamos constar en el acta: «Fundador de la obra: el Padre Pío de Pietrelcina…»
–Pero él no desea ser mencionado.
–Es cierto; sin embargo, que conste en acta… ¿no os parece?
–Sí, sí, que conste, el Padre Pío ¡es el fundador!
Alivio del sufrimiento
Y así se constituyó un comité decidido a actuar según las intenciones del Padre Pío, a quien se lo expusieron de inmediato.
–¿Qué le parece, Padre?
–Esta tarde comienza mi gran obra terrenal –les contestó, y sacando del bolsillo una moneda de oro que acababa de recibir como limosna:–. Deseo hacer la primera aportación.
Se abrió una cuenta con las aportaciones, siendo naturalmente las de los peregrinos las primeras, y el 14 de febrero el Padre Pío bautizó la obra con el nombre definitivo de «Casa Sollievo della Sofferenza» (Casa de alivio del sufrimiento). El comité no descansaba, se imprimió un folleto informativo, se tradujo a varios idiomas y se empezó a divulgar. Los donativos llegaban de todas partes. El Padre Pío guardaba emocionado una moneda de 50 céntimos que una mujer pobre y anciana, que quería ser de las primeras en colaborar, le dio para la construcción del hospital. Cuando la mostraba, añadía:
–El hospital se ha construido gracias a los donativos.
Tan pronto acabó la guerra en Europa se puso en marcha la gigantesca obra, y se creó una sociedad jurídica. Al principio no se disponía de arquitectos ni de aparejadores; en cambio, no faltaban médicos ni administradores. ¿Cómo empezar?
El Padre Pío, siempre desconcertante en sus consejos, órdenes y decisiones, siempre fiándose más de la Providencia que de los razonamientos lógicos, le dice a don Giuseppe Orlando, en quien confiaba y ya había participado en el pequeño hospital de San Francisco:
–Tienes que comenzar los trabajos.
–Pero, padre, sin un plan, sin un ingeniero. Hay que preparar el terreno, dinamitar rocas, no sé por dónde empezar…
Pero don Giuseppe obedeció y el 19 de mayo de 1947 se empezaba a allanar aquella montaña, y sí supo por dónde empezar: transformando el mal camino que iba de San Giovanni Rotondo al convento en una amplia carretera de cuatro metros, practicable a los grandes camiones y máquinas que en breve iban a transitar por allí.
Destellos providenciales
La Providencia ayudaba a manos llenas. Cuando no tocaba los corazones, deslumbraba con alguna gracia sobrenatural, de la que inmediatamente se hacían eco todos los periódicos de la época. Fue el caso de la niña Anna Gemma Di Giorgi, siciliana, ciega de nacimiento. Su abuela había decidido llevarla a San Giovanni Rotondo aconsejada por una pariente monja:
–El Padre Pío es un santo, sus manos estigmatizadas están llenas de gracias celestiales y su mirada está siempre dirigida al cielo para obtener de Dios las gracias que pedimos por su intercesión.
Con una fe sencilla y confiada, Anna y su abuela marcharon el 6 de junio de 1947 rumbo al convento de Santa María delle Grazie. Allí, haciendo cola desde la una de la madrugada, la pequeña pudo asistir a misa muy cerca del Padre Pío, quien después, inesperadamente, la llamó al confesonario, le tocó los párpados y le hizo la señal de la cruz. Por la tarde, cuando el Padre Pío dio la comunión a varios niños, ella hizo la primera comunión. El Padre repitió la señal de la cruz sobre los párpados y la niña se dio cuenta de que veía por primera vez en su vida. El oculista de Palermo que había diagnosticado ceguera de por vida comprobó estupefacto que la niña lo distinguía todo a su alrededor, objetos y personas, y sus ojos seguían sin pupilas. Aquel milagro, al mes de iniciarse las obras, causó gran sensación.
Los trabajos duraron nueve años. Cada cosa llegaba justo a su tiempo. Cuando Don Orlando había hecho remover más de setenta y cinco mil metros cúbicos de roca y se tenía que pasar a la siguiente fase, el comité acababa de aceptar el proyecto, entre varios recibidos, de un tal Angelo Lupi, de cuatro plantas, seis mil metros cuadrados de superficie y capacidad para trescientos cincuenta enfermos. Lupi no era arquitecto, tampoco ingeniero, pero puso manos a la obra y aquello avanzaba.
Una institución que después de la guerra regía la administración de la ayuda a las regiones más dañadas concedió cuatrocientos millones de liras a la obra del Padre Pío. Ayudas como éstas eran decisivas y nunca el capuchino perdió la confianza, ni en los momentos que parecían más difíciles, pues en el último instante aparecía una donación que permitía atender un pago importante a su vencimiento. Se cumplía por entero una profecía que había hecho Giuseppe Fajella, un anciano, vecino de los Forgione, cuando Francesco tenía sólo unos meses:
«Este niño será honrado en el mundo entero. Pasarán fortunas por sus manos, pero no poseerá nada».
Labor fecunda
El Padre Pío había puesto mucho empeño en la realización del hospital. Sabía, por propia experiencia, que el enfermo se siente inquieto y solo, el cuerpo sufre y el alma también.
–Hay que intentar aliviar a ambos –decía con frecuencia–. La Casa di Sollievo es un lugar en que los espíritus y los cuerpos agotados se acercan al Señor y encuentran confortación. Dios mira con amor nuestra alma que es llevada por nuestro cuerpo aquí en la tierra. Así, pues, cuidemos de él.
Los grupos de oración rezaban por las intenciones del Padre y, entre otras, por el hospital y que éste se terminara pronto. Un «Bolletino» mensual informaba del estado de las obras y también de las actividades de estos grupos.
Los años que seguirán hasta 1950 serán una época muy fecunda para el Padre Pío, que puede ejercer libremente su ministerio. El número de peregrinos, gracias a los modernos medios de comunicación, aumenta espectacularmente. También las cartas que llegan de todo el mundo, unas pidiendo gracias, otras agradeciendo las recibidas. El padre Agostino anota en su diario el 13 de septiembre de 1949:
«Las cartas llegan por centenares. Las hay conmovedoras implorando gracias. Son numerosas las que nos cuentan las gracias recibidas».
Los fieles hacen cola desde las dos de la madrugada para confesarse con el Padre Pío, y se tiene que recurrir a dar números de orden. En 1954 la Orden capuchina decide edificar una nueva iglesia más amplia al lado de la antigua que se ha quedado más que insuficiente. Esas muchedumbres y las enormes aportaciones que se recogen para la construcción de la Casa di Sollievo son los frutos de una vida de santificación entregada por completo al Señor.
El 5 de mayo de 1956, ante más de treinta mil fieles, se hizo, por fin, la inauguración oficial de la «Casa del alivio del sufrimiento». El Padre Pío celebró misa a las diez en la explanada de la entrada. Presidía el cardenal Lercaro, arzobispo de Bolonia, con asistencia del ministro general de la Orden, del presidente del Senado, ministros del Gobierno, diputados y más de trescientos periodistas. Se leyó el telegrama que Pío XII había enviado al Padre Pío.
La prosa de las finanzas
La obra estaba acabada. El Padre Pío había cuidado cada paso de las obras, incluso, junto con los arquitectos, que los edificios pudieran ser ampliados sin romper el conjunto. Y así será en 1957 y sucesivamente hasta nuestros días. También sufría para que no se torciera el verdadero fin de su obra, expresado muy bien por S.S. Pío XII:
«…la medicina que desea ser verdaderamente humana debe abordar a la persona por entero, cuerpo y alma. Pero es incapaz de ello por sí misma, pues no posee autoridad que la capacite para intervenir en el terreno de la conciencia. Reclama, pues, colaboraciones que prolonguen su obra y la lleven a su verdadero fin».
Dicho de otra manera, el enfermo sólo encontrará alivio eficaz si reconoce ser atendido en la doble vertiente material y moral.
Pero la dirección de la Casa di Sollievo della Sofferenza había tenido cambios importantes en los últimos años y esto inquietaba al Padre Pío, y para evitar las disensiones entre los accionistas pensó en poner todas las acciones a su nombre, y que la gestión fuera confiada a la Congregación de la Orden Tercera franciscana de Santa Maria delle Grazie. La congregación se había constituido al comienzo por la unión de los accionistas de la sociedad jurídica, la propietaria, con los gestores del hospital con el fin de que nunca fueran olvidados los objetivos que habían motivado la fundación.
El Padre Pío se lo expuso así a S.S. Pío XII pidiéndole el permiso, la dispensa de voto de pobreza y poder depositar esas acciones en el Instituto de Obras de Religión (IOR). Además pedía que el IOR aceptara, después de su muerte, los bienes de la obra de la Casa di Sollievo y destinarlos a la continuación de la misma. Pío XII, que conocía la rectitud del Padre Pío y era razonable su desconfianza en los financieros que pululan alrededor de semejantes obras, respondió favorablemente al primero de sus ruegos. El 99% de las acciones a nombre del Padre Pío se depositaron en el IOR en Roma, el Padre Pío quedaba como director de la congregación de la Orden Tercera y accionista mayoritario de la Casa di Sollievo, se convertía en propietario y director a la vez del hospital, podía abrir una cuenta personal y recibir las donaciones destinadas a la Casa. En septiembre de 1957 nombra administrador único a Angelo Battisti, quien en los años tormentosos que se avecinan demostrará ser hombre íntegro y prudente.
Tal confianza de la Santa Sede, los privilegios tan especiales concedidos al Padre Pío, van a despertar, bien manipulados por Barba Azul, ambiciones, envidias y codicias que provocarán una nueva persecución.