Santoral 21 de abril | San Anselmo y San Conrado de Parzham

San Anselmo, obispo y doctor de la Iglesia (1033-1109) 

Nació el año 1033 en la ciudad de Aosta, en el Piamonte italiano.  Su madre de origen quizá menos noble que su padre, pero enriquecida con muchas dotes fue sobre todo, muy buena educadora y una excelente cristiana.  Ella fue quien mayormente influyó en la formación del pequeño como después lo recordará él mismo con gran alegría.  Asimismo, serán también los monjes benedictinos los que tendrán gran parte en la formación de su espíritu.  Ingresó en la Orden de San Benito y pocos años después era nombrado Prior y después Abad de aquel célebre Monasterio de Bec, en Normandía.  El ejemplo que en todo daba Anselmo, era maravilloso.  Se entregó a servir a todos con gran caridad.  Escribió muchas e importantes obras, impregnadas de Teología mística y por el fruto de ellas se puede afirmar que era un profundo filósofo, teólogo y conocedor de las ciencias de su tiempo, llegando a ser uno de los Padres más importantes de la Edad Media.  Amaba tiernamente a la Virgen María y sobre Ella, escribió preciosos tratados.  Se le llamó «el segundo San Agustín».  Echó los cimientos de la Teología escolástica con sus ya famosas palabras:  «no busco entender para creer, pero creo para entender.  Pues quien no cree no experimenta, y quien no experimenta, no cree».  El ilustre historiador Cardenal Baronio llamó a nuestro Santo «La lumbrera del siglo XI y la Estrella de Inglaterra».  Lleno de méritos muere el 21 de abril de 1109.  Es el «héroe de la Doctrina y virtud e intrépido en las lides de la fe».

San Conrado de Parzham (1818-1894)

Johann era natural de Parzham,  Alemania, de familia campesina.  A la edad de treinta y un años se hizo monje capuchino y poco después fue enviado al convento de Attöting, donde se veneraba una imagen de la Virgen que atraía muchos peregrinos.

Johann, ahora fray Conrado, era el portero del convento, quizá el trabajo más sacrificado de toda la comunidad porque se calcula que la campanilla de entrada sonaba más de cuarenta veces al día, tal solía ser la afluencia de fieles.  

Y aquí se acaba su historia:  fue portero durante cuarenta y un años, no abandonó nunca sus funciones hasta tres días antes de morir en un servicio oscuro, paciente, humilde y gozoso.

Dicen que la acogida- a cualquier hora- de aquel fraile de luengas barbas que respiraba paz y presencia de Dios producía en todos un efecto imborrable, como si cada vez abriese la puerta al mismo Cristo, con un amor y una solicitud proporcionales al inmenso honor de recibir a un peregrino como Él, poniendo en su tarea una alegría que parecía convertir tan monótona ocupación en una felicidad sin límites. 

* No dejes hoy tu rato de oración  mental que te va a llenar de la verdadera sabiduría que sólo viene de Dios.

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