Santa Engracia, virgen mártir
Hacia fines del siglo III y principios del IV de nuestra era, el Emperador romano, Diocleciano, desató una persecución sangrienta contra la Iglesia, con la intención de extinguir el nombre y la religión cristiana. Para esto se hicieron públicos sus terribles edictos en todo el Imperio mandando que, en caso de resistirse los fieles a prestar adoración a los dioses romanos, padeciesen los más crueles tormentos. De entre los encargados de llevar a cabo esta persecución, se distinguió por su barbarismo y crueldad, Daciano, quien profesaba una mortal aversión hacia los cristianos. Ocupaba el puesto de gobernador de la provincia de Tarragona, España, de la cual la ciudad de Zaragoza formaba parte.
Emprendiendo un largo viaje desde Braga, Portugal y con destino hacia el Rosellón, una joven noble llamada Engracia, hija de un regente es enviada por él, seguida de un cortejo de 18 acompañantes, para desposarse con un caballero de su mismo linaje y a quien sus padres le habían elegido, como era costumbre en aquel entonces. Engracia se sentía felíz porque tenía la certeza y entusiasmo de que se cumpliría una revelación que había tenido, según la cual en ese viaje sufriría el martirio en defensa de su fe cristiana.
Encendido su corazón en vivísimos deseos de derramar su sangre por amor a Jesucristo, valiente y guiada sin duda alguna por el Espíritu Santo, se presenta ante el cruel Daciano y le dice:
«¿Por qué, juez inicuo, desprecias al verdadero Dios y Señor que está en los Cielos y atormentas con tanta crueldad a los que le dan culto? ¿Por qué tú y tus emperadores persiguen por todo el mundo, tan injustamente a los cristianos, por defender a los ídolos que son unas vanas estatuas donde habitan los demonios?»
Daciano, asombrado al oír tan inesperada reprensión y más admirado por el espíritu y majestad con que aquella doncella despreciaba con generosa libertad a los dioses del Imperio, encolerizado, mandó aprenderla y azotarla, arranstrándola atada a un caballo por toda la ciudad; esto no hizo mas que crecer en Engracia su fortaleza y alentada por su martirio, le replicó a Daciano cuando éste la trató de convencer de que abandonara su religión:
«Tú, sacrílego, enséñate a ti mismo esos falsos dogmas, pero no a mí; que ni tus ofertas me seducen, ni tus palabras me convencen, ni tus tormentos me intimidan. Sabe que soy enviada por mi Señor Jesucristo a reprender tus enormes delitos, de lo que es preciso te arrepientas, si temes como debes la ira de Dios, que ya veo preparada a descargar sobre ti»
Ofendido Daciano de la noble intrepidez con que afeó Engracia sus crueldades, bramando como león enfurecido, ordenó los más terribles tormentos: le dislocaron todos sus miembros y luego con garfios de hierro le rasgaron sus carnes. Ejecutóse así, pero de un modo tan inhumano, que, descubiertos todos los huesos, se vieron sus entrañas por diferentes heridas, profundizando de tal forma, que le extrajeron un pedazo del hígado. Todos se llenaron de confusión al verla con un semblante alegre, adorando y bendiciendo al Señor en medio de aquel conjunto de tormentos, confesando hasta los mismos paganos que no era posible tal fortaleza sino por un milagro.
Daciano, queriendo terminar con aquella situación que lo hacía quedar en ridículo, ordenó le clavaran un clavo en la frente y como ni con eso consiguió matarla, ordenó desistiesen y la tiraran a las mazmorras húmedas y oscuras en aquel terrible estado, a fin de que los agudos dolores de las heridas le sirviesen de mayor martirio, que le fue más penoso que la misma muerte. Ahí sobrevivió algún tiempo más, en donde murió posteriormente el 16 de abril del año 303, no sin antes haber conseguido que los enemigos de su religión se dieran cuenta del poder del verdadero Dios de los cristianos. Sus dieciocho acompañantes, de igual manera fueron atormentados y muertos.
Su venerable cuerpo fue sepultado por los fieles si no con la solemnidad de un funeral público, por temor de la persecución, pero sí seguramente honrado con acompañamientos de ángeles que festejaron el más glorioso triunfo de esta insigne heroína de la religión.
San Benito José Labre (1748-1783)
Nació en Amettes, Francia siendo el mayor de una familia de quince hijos. Sus padres deseaban que fuese cura rural, como sus dos tíos. Estudió latín y griego intentó ingresar en la Trapa o en la Cartuja e cinco o seis veces, pero o terminaba cayendo enfermo o bien su alma perdía la paz. Parecía que ningún lugar le iba a resultar de su agrado y que, como los pájaros, necesitaba la libertad. Encontró su verdadera vocación al salir del convento y permanecer en el camino como un mendigo, hasta su muerte. A partir de entonces rezaba a solas con Dios por los caminos, despreciado y sufriente, como el Señor en la Pasión.
Peregrinó por todos los caminos de España, Suiza, Alemania y Polonia, viajando vestido con harapos, durmiendo en graneros o al raso, y aceptando cortésmente el pan o los insultos de los que abrían la puerta cuando llamaba. A partir de 1755, su salud se quebrantó y ya no abandonó la Ciudad Eterna. Por el día permanecía de rodillas en cualquier rincón de las iglesias; al llegar la noche se alojaba en las ruinas del Coliseo. Ningún prelado fue tan venerado en Roma por aquel entonces como san Benito. El miércoles Santo de 1783 lo encontraron desvanecido en la calle ante la iglesia de Santa María de los Montes de donde venía de oír misa. Lo trasladaron a casa del carnicero Zaccarelli, amigo suyo como todos los romanos, y expiró serenamente horas mas tarde.
* Pidamos hoy al Señor nos permita vernos como somos, sin dejar que algún éxito o buena fortuna nos haga caer en la vanidad.