Diversas películas se han fijado en el papel del educador, apuntando, con más o menos fortuna, a su importante tarea, no siempre comprendida ni apreciada en lo que merece. Entre ellas cabe referirse a dos. La primera es “El Club de los poetas muertos” (Dead Poets Society, dirigida por P. Weir, 1989, a partir de una novela de N. H. Kleinbaum). Un grupo de alumnos de un colegio estadounidense de estricta disciplina son introducidos en la poesía, y animados a aprovechar su vida (“carpe diem”) por un singular profesor, que despierta sus mentes con métodos poco convencionales. Algunos comentadores de la película subrayan su éxito para poner en cuestión los ritos de las escuelas tradicionales, a menudo estereotipados y desvitalizados. Hay que ayudar a los alumnos a descubrir sus propios caminos –se propone– y el profesor debe implicarse para enseñarles a pensar de modo creativo y crítico, y desarrollar la capacidad de amar, en lo que consiste realmente la vida; así se evitará que sean meros repetidores o receptores de lo que han escuchado. Sin embargo, cabe hacerse la pregunta de hasta qué punto el profesor consigue abrir a esos chicos dimensiones esenciales de la educación, como la trascendencia (el amor de Dios) y el verdadero amor a los demás. La segunda película, “Una educación” (An education, L. Scherfig, 2010), es una historia de base autobiográfica, ambientada en los años 60. Jenny, una joven londinense de 16 años, guapa e inteligente, se siente fascinada y seducida por los halagos de David, un treintañero que le promete la felicidad. Ante los halagos solícitos de David, el entorno familiar y escolar de Jenny se le aparecen entonces como aburridos, raquíticos, privados de alma y horizontes. Los comentadores del film suelen concluir que la calle se revela como la mejor escuela para liberarse del aburrimiento y la ingenuidad, la superficialidad y las apariencias de una educación puritana; la calle sería también una escuela que, pagando cierto precio, enseña a rechazar la frivolidad irresponsable. ¿Pero es así de hecho? Ciertamente, no se pueden repartir de modo simple los papeles educativos, de manera que la escuela o la universidad enseñen la “razón”, la familia aporte la “tradición” y la calle contribuya decisivamente con la “experiencia”, dejando –en el caso de la formación cristiana– a la parroquia el papel de abrir la dimensión trascendente o religiosa de la persona. Pero, ¿cómo hacer que cada uno de esos ámbitos aporte su propia riqueza, subrayando en cada caso la dimensión educativa conveniente, pero con apertura a las otras dimensiones, también esenciales, de la tarea educativa? El cristianismo propone muchas figuras de educadores, pero ante todo propone una visión del cristiano como alguien que necesita una formación y que a su vez debe contribuir a formar a los demás. Un educador muy especial fue San Juan Bautista. Él reconoció ser solo la voz de la Palabra (Cristo) que venía detrás pero era más importante que él. Aunque es un caso único (todos lo son), de él podemos seguir aprendiendo los cristianos, porque, según Pablo VI, “el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos”. En San Juan Bautista se ve cómo su enseñanza se identificó con su testimonio. En el Museo catedralicio de Toledo se exhibe una pintura atribuida a Caravaggio, que representa a San Juan Bautista en el desierto. El santo aparece sobre un trasfondo de vides (que pueden evocar el vino de la última Cena) y tallos espinosos (quizá en recuerdo de la corona de espinas que pusieron al Señor en su Pasión). San Juan descansa sobre una capa roja (color del sacrificio), y con su mano izquierda sostiene una fina cruz. En actitud meditativa mira hacia sus pies, donde está sentado un manso cordero: representa obviamente al “Cordero de Dios” que quita los pecados del mundo, y que había sido prefigurado por aquél otro cordero que se ofreció como víctima para que los judíos pudieran salir de Egipto. En otro cuadro sobre San Juan Bautista (Museo Nelson-Atkins, Kansas City), debido éste con certeza al pincel de Caravaggio, se presenta al santo apoyado en la cruz e inclinado hacia delante, como para descender o arrodillarse en cumplimiento de su tarea. El destino de esta pintura era una iglesia de un lugar en la costa de Italia, donde se cuidaba y se enterraba a los enfermos invadidos por la peste. Ellos se acogían a la intercesión de San Juan para que les curase y les acercase el perdón de Cristo. En su mano derecha lleva también la cruz delgada, quizá en referencia a la “caña sacudida por el viento” (Lc 7, 24) de la que hablaba el Señor. Todo ello –según Peter Robb, uno de los biógrafos de Caravaggio– parece sugerir el misterio del Bautista, de su misión y de su destino. En definitiva, para el cristianismo, el educador es sobre todo el “testigo”, es decir, el cristiano auténtico que vive, primero él, de la Palabra (del Evangelio y de la oración, porque ahí encuentra a Cristo) y de los sacramentos (especialmente de la Eucaristía, donde también se encuentra –siempre de nuevo y con más profundidad y fuerza– con Cristo). Palabra y sacramentos dan como fruto el amor a Dios y a los demás. Con ese bagaje personal, los educadores han de plantear, con sabiduría, confianza y cercanía, las grandes cuestiones (la relación entre verdad y amor, felicidad y sufrimiento, libertad y autoridad, etc.) y educar las actitudes cristianas (como el compromiso con los necesitados y la misericordia). En cualquier caso, en la situación actual de urgencia educativa (cf. Benedicto XVI, Carta sobre la urgencia educativa, 21-I-2008), se trate de los padres o madres de familia, de los sacerdotes o catequistas, de los profesores, amigos o cualquier persona que puede contribuir a la formación de otras, el educador válido sólo puede ser un testigo de la verdad y el amor. Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com (publicado en www.religionconfidencial.com, 17-I-2011)