La fraternidad sacerdotal

INTRODUCCIÓN

Hoy, hablar de fraternidad y de comunión, es algo muy común y que todos proclaman, y resulta que no todos creen en su contenido. Es algo que a veces ocurre: cuanto más se proclama una verdad menos se cree en ella; y a veces, se habla de esa verdad cuando, en el fondo, se habla de su ausencia. El mundo contemporáneo, el mundo occidental conspira de muchas formas contra la comunión y, puesto que el espíritu del mundo se cuela desgraciadamente en la Iglesia, conspira también contra la fraternidad sacerdotal. Estamos en una época, desde hace ya unas décadas, marcada por la individualidad, por la concepción del ser humano como individuo. Una cosa es que un horizonte de la persona o una dimensión de la persona sea la individualidad, y otra cosa que el ser humano se agote en su individualidad. A ello nos empuja, como todos sabemos, el clima posmoderno, en el que vive la sociedad, que se está intentando superar desde hace ya, por lo menos, dos décadas, pero que, sin embargo, no se llega del todo a superar. Ya la constitución pastoral Gaudium et spes señalaba con toda claridad esas, digamos, vicisitudes y esas bipolaridades del mundo moderno que, por una parte, crece en la comunicación, y, por otra parte, crece al mismo ritmo, o a un ritmo más acelerado todavía, en la incomunicación de los espíritus:

«El mundo siente vívidamente su propia unidad y la mutua interdependencia de unos con otros dentro de la necesaria solidaridad y sin embargo se ve gravísimamente dividido por fuerzas antagónicas, pues aún subsisten agudas discordias políticas, sociales, económicas, raciales e ideológicas y no falta el peligro de una guerra capaz de destruirlo todo. Mientras aumenta el intercambio de ideas, las palabras mismas con que se expresan conceptos de gran importancia revisten sentidos bastante diferentes en las distintas ideologías» [1].

Contextualizar la fraternidad sacerdotal se ha de hacer, en primer lugar, situándola dentro de la comunión humana; a su vez, la comunión humana hay que situarla dentro de la comunión cristiana, y después viene la comunión sacerdotal. La base de toda comunión, de toda fraternidad, es la comunión humana.

¿Está llamado intrínsecamente el hombre a la comunión? Esta es la primera pregunta. La segunda pregunta: Y si el hombre está llamado ontológicamente a la comunión, entonces ¿qué añade la comunión cristiana a la comunión humana? Y tercera pregunta: ¿Qué añade la comunión sacerdotal o la fraternidad sacerdotal, a la comunión cristiana? Los tres puntos, por tanto, que habremos de probar en estos breves minutos, serán: la comunión humana, como base, la comunión cristiana en la comunión humana y, después, la comunión sacerdotal dentro de la comunión cristiana.

I. LA COMUNIÓN HUMANA

Empezamos por la comunión humana. El hombre está llamado a la unión, a la comunión. De hecho, todo el pensamiento occidental está plagado de utopías que tienden a la comunión y que pintan o dibujan el paraíso de la humanidad o el fin al cual apunta la humanidad, como un cuadro en el cual se ha producido la comunión del hombre con el hombre. Aquello de que el hombre es un lobo para el hombre ha desaparecido como algo ya totalmente pasado. La humanidad tiene un mismo Padre: fue creada por Dios. Y no solamente es que la humanidad fue creada por Dios y que todos los hombres, por tanto, son criaturas de Dios. Es que Dios, al crear al hombre, esculpió en el hombre su mismo ser; el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Y Dios es comunión, porque Dios es Uno y Trino: Dios es Padre, Dios es Hijo y Dios es Espíritu Santo. La comunión de las tres Personas divinas, como algo fundamental y necesario del ser de Dios. Esta comunión de las Personas divinas, al ser creado el hombre a imagen y semejanza de Dios, esa comunión intradivina de la Trinidad inmanente, ha quedado esculpida, ha quedado grabada dentro del ser humano; y la humanidad, que tiene un mismo Padre y tiene un mismo ser, apunta a un mismo fin.

Desde los puntos de vista de las causas eficiente, formal y final, el hombre es el mismo; todos los hombres están unidos por tener un mismo Padre, por tener todos un mismo ser y por tener todos o apuntar todos a un mismo fin. Si tenemos a Dios como Padre, todos somos hermanos; si tenemos un mismo ser, entonces significa que la misma sangre corre por las venas de todos. Todos somos seres inteligentes, capaces de la verdad; y la inteligencia es común a toda la humanidad. Todos los hombres tienen la misma conciencia, aunque, a veces, esa conciencia esté subdesarrollada en algunos casos, esté embotada por ideologías o por presupuestos culturales, pero la inteligencia es la misma en todos porque el Creador es el mismo en todos. Esto en una universidad civil hoy sonaría a una herejía. ¿Cómo decir que toda la humanidad tiene la misma inteligencia, la misma conciencia, la misma libertad? Pues así es. Y todos corren tras un mismo fin. Por consiguiente, tanto desde el punto de vista de la causa eficiente del hombre, como desde el punto de vista de la causa formal del ser del hombre y como desde el punto de vista de la causa final, la humanidad está unida. Otra cosa es que, por la acción del pecado en el hombre, esa unidad ontológica y esa fraternidad, derivada de esa unidad, haya conocido un gran desquiciamiento y se hayan producido grandes desequilibrios, como muestra en los albores de la humanidad el caso de Caín y de Abel.

Todos los hombres por naturaleza están llamados a ser hermanos. Todos los hombres por naturaleza están llamados a ser un solo corazón y una sola alma; están llamados a preocuparse unos de otros. Con palabras de San Josemaría, cuyo Centenario estamos celebrando, podríamos decir:

«No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros» [2] .

Lo que pasa es que el pecado lo ha inficionado todo: rompió la amistad del hombre con Dios, hizo aparecer muros de separación del hombre con el hombre y, al mismo tiempo, enemistó al hombre con la naturaleza. El pecado es la separación del individuo de su propio núcleo, del individuo de los demás, del individuo de la naturaleza y del individuo de Dios. El pecado original tiene un contenido. Y ese contenido último es separación. Por eso, la acción de Jesucristo ha consistido en reconciliarnos con el Padre, en romper el muro de la separación que separaba a judíos de gentiles, en hacer que desapareciera ese drama, esa contradicción, señalada por San Pablo, de que no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago [3] . Y la Redención de Jesucristo, operada en la Cruz, ha hecho que se monten las bases o nos podamos poner en camino, para que nuestra contradicción con el mundo natural desaparezca.

Los estragos que el hombre moderno ha hecho con la naturaleza son una prueba evidente de que el hombre la ha considerado como su enemiga. La actitud del hombre moderno ante la naturaleza ha sido una actitud de prepotencia, de dominio, de sometimiento. Esa es la esencia del método moderno de investigación, esa es la esencia del método experimental: actuar respecto de la naturaleza para manipularla, para aprender sus leyes, para aprovechar los resquicios; y la naturaleza lo que ha hecho es vengarse del hombre, que la ha manipulado y que no la ha amado.

Por tanto, el hombre está llamado a la unidad, a la fraternidad; y lo está en virtud de su misma naturaleza. Una naturaleza que tiene el mismo Autor, que en esencia es la misma en todos los hombres y una naturaleza que, además, tiene el mismo fin. Todos somos hijos del mismo Padre, todos tenemos el mismo ser y todos caminamos hacia el mismo fin.

II. LA COMUNIÓN CRISTIANA

La comunión cristiana se edifica sobre la comunión humana, tal como ésta fue al principio; no tal como fue después, por la acción del pecado del hombre. Pero la comunión cristiana, que se edifica sobre la comunión humana, es una comunión que, al tiempo que aprovecha como materia prima la comunión humana, al mismo tiempo la trasciende cualitativamente, porque, en caso contrario, la comunión cristiana no sería más que un duplicado de la comunión humana. Y eso sería un planteamiento herético, porque caeríamos en el modernismo. Por tanto, una cosa es que la gracia se edifique sobre la naturaleza; y otra cosa es que la gracia se agote ontológicamente en los términos de la naturaleza, porque en tal caso la Revelación cristiana ya no sería gratuita, dejaría al hombre como está y sería un mero superlativo del hombre.

¿Qué ha añadido la comunión cristiana a la comunión humana? La Revelación cristiana ha incidido en la naturaleza humana (creada por Dios a su imagen y semejanza, pero pecadora) purificándola y, al mismo tiempo, colmándola. Esos son los dos aspectos característicos de todo contenido de la Revelación cristiana. Incide en la naturaleza para curar la naturaleza, asumiendo al mismo tiempo lo bueno de la naturaleza. Primer aspecto: asumir y curar. Pero, al mismo tiempo, trascender, o sea, llevar la naturaleza a unos límites que la misma naturaleza no había sospechado nunca. Lo que pone la Revelación, en el centro mismo de la historia y en el núcleo de la naturaleza humana, es una fe, por tanto, una verdad nueva, buscada por la naturaleza, pero que ella no podía aprender por sí misma. Pone una nueva vida, que también era buscada por la naturaleza, pero ésta tampoco la podía conseguir por sus propias fuerzas; pone una nueva ley, aspirada por la naturaleza, pero que tampoco podía provocar por sus fuerzas inmanentes la naturaleza; y pone, finalmente, una oración. En una palabra, las cuatro partes del Catecismo: el Cristianismo es el acontecimiento de la verdad absoluta, el Cristianismo es el acontecimiento de la vida absoluta, el Cristianismo es la ley nueva, una ley irrebatible (más allá de la cual, ya no hay ninguna ley y que es la ley que verifica el contenido de verdad de las leyes anteriores al mismo tiempo que lo colma) y el Cristianismo es la verdadera plegaria del hombre a Dios. Esa nueva verdad, esa nueva vida, esa nueva ley y esa nueva oración son Cristo. Cristo contemplado en su encarnación y nacimiento, en su pasión y su cruz y en su resurrección. Eso es realmente lo nuevo. Ahora, Señor, según tu promesa, dice el anciano Simeón, puedes ya dejar que tu siervo se vaya en paz, porque hemos visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, al que es la luz de las naciones y la gloria de tu pueblo Israel [4] .

Toda la humanidad, que tiene a Dios como Padre, que tiene el mismo ser y que apunta a un mismo fin, se ha encontrado con una verdad, una vida y una ley nuevas, llamadas a ser vigente para todos; y, además, se ha encontrado con una oración que debe proferir toda lengua. Por tanto, todos los hombres, con Jesucristo, están llamados a aceptar la misma verdad, a gozar de la misma vida, a poner en práctica las exigencias de una única ley, la ley del amor, y a invocar al Padre con la misma oración.

Por tanto, si la humanidad ya ontológicamente desde el acto mismo de la Creación estaba unida, ahora, con la Revelación histórico-positiva en la que Dios ha hablado de una vez para siempre, ha quedado más unida todavía. ¿Por qué? Porque la Revelación de Dios Padre, a través de Jesucristo, nos ha mostrado al género humano como hambriento de una verdad, de una vida, de una ley y de una oración que el Padre, por Cristo en el Espíritu, gratuitamente ha concedido a la humanidad. Es la orientación constitutiva de toda la humanidad a Cristo, porque toda la humanidad está orientada a Jesucristo, dado que Jesucristo es el único lugar, el único tiempo y espacio del mundo en el cual el hombre y desde el cual el hombre se salva; sabiéndolo o no sabiéndolo, consciente o inconscientemente, todo hombre apunta a Jesucristo.

Esa unidad, proclamada por la Revelación cristiana, a la cual tiende todo el género humano, se vive de un modo actual, no potencial sino actual porque los cristianos estamos unidos por la participación en una misma verdad, por la participación en una misma vida que dan los sacramentos que emergen y encuentran su cima en la Eucaristía, que cumplen todos la misma ley, la ley del amor, y que oran todos en común. De esa unidad de todos los cristianos, procedente de la confesión de la misma fe, de la participación en la misma vida y de la participación en la misma ley y en la misma oración, nos dan prueba los dos textos conocidos de los Hechos de los Apóstoles, concernientes a la unidad. Así, en Hechos de los Apóstoles 2, 42-46 leemos: Acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a la oración. Se apoderó de todos el temor, pues los Apóstoles realizaban muchos prodigios y señales. Todos los creyentes vivían unidos; tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu; partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar. Más adelante, 4, 32-34, se repite, con variantes, la misma idea: La multitud de los creyentes no tenían sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos. Los Apóstoles daban testimonio con gran poder de la Resurrección del Señor Jesús y gozaban todos de gran simpatía. No habían entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas las vendían, traían el importe de la venta y lo ponían a los pies de los Apóstoles y se repartía a cada uno, según su necesidad.

Aquí queda condenado el caso de Caín. Porque lo grave de Caín, más grave todavía que matar a su hermano, es que el Señor le pregunte: Caín, ¿dónde está tu hermano? Y que responda Caín con la frase siguiente: ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? [5] . Pues ese sí que es tu pecado: que eres el guardián de tu hermano, y no lo has guardado. De tal forma no lo has guardado que lo has matado; porque, cuando se comienza por desentenderse de la causa del hermano, ese ya es umbral de muerte del hermano; de tal forma que matarle es consecuencia de no haberlo cuidado.

III. LA COMUNIÓN SACERDOTAL

Finalmente, en esta presentación un tanto precipitada y lacónica del tema, estaría la comunión sacerdotal.

Si os fijáis, veréis en este esquema tripartito que el hombre ya nace habiendo recibido la vocación a la unidad, porque el hombre no es creador de sí mismo, el hombre recibe su ser. Ese es el principio que la modernidad no entendió nunca, y el principio que la posmodernidad entiende menos todavía. El hombre no puede ser creador de su ser, el hombre es receptor de su ser; y la unidad forma parte del ser más hondo del hombre. La misma situación nos encontramos cristianamente hablando: los cristianos no construimos nuestra unidad, no construimos nuestro ser, recibimos nuestro ser de la mano de Dios; y por tanto, hemos de ser lo suficientemente humildes. Lo que nos une, lo que une a los hombres, no es una determinación que el hombre se haya dado a sí mismo, lo que une a los hombres es una determinación dada a los hombres por Dios. Lo que une a los cristianos no es, siguiendo el esquema, una determinación que los cristianos se hayan dado a sí mismos, es un elemento descendente de Dios, porque quien nos une es Cristo, y Cristo es un don de Dios. Y si el ser imagen y semejanza de Dios, el haber sido llamados al orden sobrenatural en el acto mismo de la Creación y el tener a Dios por Padre, es algo dado; en el caso de la fraternidad sacerdotal, pasa exactamente lo mismo.

Lo mismo que en la fraternidad cristiana, la fraternidad sacerdotal parte y deriva de la comunión de todos en el misterio pascual del Señor, en la misma fe, en la misma verdad, en la misma ley y en la misma oración, como los cuatro grandes pilares del Cristianismo. La fraternidad sacerdotal nacerá de la común participación de todos en el sacramento del Orden, o sea, en el sacerdocio ministerial de Cristo, porque para nosotros, los sacerdotes, nuestro modo propio de ser cristianos, es el modo derivado de nuestra condición; y, ¿cuál es nuestra condición? Haber sido hechos partícipes del sacerdocio ministerial de Jesucristo. Nuestra fraternidad y nuestra comunión deriva de participar todos, si bien en grado distinto, de Jesucristo, Cabeza, Pastor, Esposo de la Iglesia. De nuestra configuración ontológica con Jesucristo, Pastor, Pontífice, Maestro, Esposo de la Iglesia, de ahí deriva nuestra comunión. Comunión que se despliega en dos sentidos. En primer lugar, de orden pastoral: todos tenemos la misma función dentro de la Iglesia, la de pastores; por tanto, todos somos pastores. Y segundo, todos tenemos una misma forma o una misma fuente de santificación.

Nuestra común participación en el sacerdocio ministerial de Cristo ha supuesto para nosotros una configuración ontológica con Jesucristo Cabeza. De tal forma que somos en la Iglesia una representación sacramental de Cristo mismo. Quienes nos ven, deben ver a Cristo Maestro, a Cristo Pastor y a Cristo ofreciéndose al Padre por nosotros y por nuestra salvación: es la dimensión estrictamente cultual o sacerdotal. Estamos todos configurados con Jesucristo Cabeza; por tanto, participamos todos de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia. Y esa común participación en el sacerdocio ministerial de Jesucristo, al mismo tiempo que nos ha unido con Jesucristo, al mismo tiempo nos ha unido entre nosotros con vínculos enormes y todos, además, estamos llamados a una misma santificación. Santificación que brota, que se desprende y que deriva de la integración en nuestras personas del sacerdocio ministerial que hemos recibido a través del sacramento del Orden. Porque todos estamos llamados a un mismo camino de santificación, porque todos tenemos la misma misión y porque ambas cosas (el camino común de santificación, en primer lugar; y en segundo lugar, la misión), derivan de una misma participación (distinta en cada caso, según los distintos Órdenes del sacramento del Orden) en la misma unción de Cristo. Lo mismo que el Padre, en el Espíritu Santo, ungió al Hijo y lo envió al mundo, para cumplir la misión de la redención y de la plenificación de los hombres; de esa unción con que el Padre ungió al Hijo en el Espíritu participamos también los sacerdotes, mediante los Obispos que suceden a los Apóstoles, porque Jesucristo confirió directamente a los Apóstoles esa unción y esa misión en el Espíritu. De ahí deriva la fraternidad.

Jesucristo está presente de un modo eminente en el Obispo. El Obispo, dice el Ritual de la Confirmación, es la principal representación de Jesucristo en la Iglesia local. Puesto que en el Obispo se da la plenitud del sacerdocio y si, como sabemos, nuestra fraternidad deriva de la común participación en el sacramento del Orden y el sacerdocio ministerial de Cristo está de un modo eminente, de un modo pleno en el Obispo, entonces nuestra fraternidad deriva de nuestra comunión con el Obispo. Comunión con el Obispo que, naturalmente, no es la comunión religiosa, sino la comunión ministerial. No estamos llamados bajo ningún aspecto, ni tenemos porqué, pues, comulgar totalmente con el Obispo si entendemos al Obispo no solamente como el ministerio episcopal, sino también como persona; la persona en la que acontece el ministerio sacerdotal. La obediencia del sacerdote al Obispo es una obediencia ministerial y sólo ministerial; por tanto, los sacerdotes no estamos obligados a ser amigos del Obispo. Otra cosa es que el Obispo deba ser, con los sacerdotes, el amigo de los amigos de Cristo, porque habéis pasado de siervos a amigos [6]; eso ya significa una cosa totalmente distinta. Se trata de una obediencia ministerial, de una obediencia sacerdotal.

¿Qué es lo que nos vincula con el Obispo? Entre el Obispo y el presbiterio hay un sacerdocio que es común a ambos, que es el sacerdocio ministerial; naturalmente, en plenitud en él, y en segundo grado en el presbítero. En todo lo que concierna y haga referencia al sacerdocio está claro que el presbítero debe obediencia al Obispo. Pero eso no quiere decir que el presbítero no tenga unas esferas enormes de libertad. Y eso es muy importante que lo llevemos a la oración los propios Obispos también.

Por una parte, los presbíteros tienen que saber que la comunión entre ellos debe derivar de la comunión con el Obispo; y la comunión con el Obispo se manifiesta obedeciendo ministerialmente al Obispo. Pero, si la vinculación del presbítero con el Obispo, en cuanto plena representación sacramental de Cristo Cabeza, es muy grande; al mismo tiempo, el presbítero tiene unas esferas enormes de libertad en todo lo que sea personal y particular, y que no haga referencia al ministerio.

Una de las cosas que hay que perseguir es la libertad del presbiterio. Eso es algo fundamental y primario. Nos hemos de examinar mucho los Obispos no confundiendo las cosas; y también los presbíteros deben hacerlo muy seriamente, sabiendo que la fe, que predican y anuncian, es la fe del Obispo, por quien nos unimos a Pedro; la vida sobrenatural que han de comunicar a sus hermanos es la vida que emerge de la Eucaristía y de los Sacramentos, que es la Eucaristía y los Sacramentos del Obispo, que garantiza nuestra comunión eclesial.

Resumiendo. Toda la humanidad está llamada a la comunión. El cristianismo ha recogido esa llamada de la humanidad a la comunión y le ha dado pleno cumplimiento. Y la comunión sacerdotal deriva de un aspecto de la comunión cristiana; deriva de la común participación de un grupo de personas en el sacerdocio ministerial de Jesucristo, que nos une a todos en la unción, dada por el Padre a Cristo, que nos une a todos los sacerdotes en la misión, derivada de esa unción, y que nos une a todos, porque todos entramos en el mismo camino de santificación, dado que los que han recibido el sacramento del Orden, se santifican a través de la interiorización y de la existenciación en sus vidas del sacerdocio ministerial recibido. Qué duda cabe que, entonces, nos debemos querer los sacerdotes; qué duda cabe: tenemos la misma unción, la misma misión y, además, estamos metidos dentro del camino de la misma santificación, porque todos nos santificamos a través del sacramento del Orden, de la interiorización del sacramento del Orden. Y esa caridad, esa comunión es precisamente lo que nos hace fuertes, lo que da eficacia al sacerdote. Podemos acabar con un punto de Camino, la obra más conocida San Josemaría, que concreta todo lo dicho y nos anima a examinarnos personalmente:

«Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma.El hermano ayudado por el hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada.

– Piensa un rato y decídete a vivir la fraternidad que siempre te recomiendo» [7] .

[1] GS, 4.

[2] SAN J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 106.

[3] Rom 7, 19.

[4] Lc 2, 29-32

[5] Gen 4, 9.

[6] Cfr. Jn 15, 15.

[7] SAN J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, 460.

Por Mons. D. Manuel Ureña Pastor, Obispo de Murcia-Cartagena

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