07 meditación octavario

MARÍA, MADRE DE LA UNIDAD

Madre de la unidad en el momento de la Encarnación.
En el Calvario.
En la Iglesia naciente de Pentecostés.

I. Saldrás con júbilo al encuentro de los hijos de Dios, Virgen María, porque todos se reunirán para bendecir al Señor del mundo (1). La Iglesia, llevada por un ferviente deseo de congregar en la unidad a los cristianos y a todos los hombres, suplica a Dios, por intercesión de la Virgen, que todos los pueblos se reúnan en un mismo pueblo de la nueva Alianza (2). La Iglesia está persuadida de que la causa de la unidad de los cristianos está íntimamente relacionada con la Maternidad espiritual de la Santísima Virgen María sobre todos los hombres, y de modo particular sobre los cristianos (3). El Papa Pablo VI la invocó en diversas ocasiones con el título de Madre de la unidad (4). Juan Pablo II dirigía a Nuestra Señora esta oración llena de amor y de confianza: «Tú que eres la primera servidora de la unidad del Cuerpo de Cristo, ayúdanos, ayuda a todos los fieles, que sienten tan dolorosamente el drama de las divisiones históricas del cristianismo, a buscar continuamente el camino de la unidad perfecta del Cuerpo de Cristo mediante la fidelidad incondicional al Espíritu de Verdad y de Amor…» (5).

La Iglesia nació en cierto modo con Cristo y creció ya en la casa de Nazaret juntamente con Él, puesto que la Iglesia, en su realidad invisible y misteriosa, es el mismo Cristo místicamente desarrollado y vivo en nosotros. Y María, por su divina maternidad, es Madre de la Iglesia entera desde sus comienzos (6). Todos formamos un solo Cuerpo, y María es Madre de ese Cuerpo místico. ¿Y qué madre va a permitir que sus hijos se separen y se alejen de la casa paterna? ¿A quién recurrir con más seguridad de ser escuchados que a Santa María, Madre? San Bernardo, en una página bellísima, nos describe a todas las creaturas invocando a María para que en la Anunciación pronunciara el fiat, el hágase, que había de traer la salvación para todos. Cielo y tierra, pecadores y justos, presente, pasado y futuro se congregan en Nazaret en torno a María (7). Cuando Nuestra Señora dio su consentimiento, se hizo realidad su Maternidad sobre Cristo y sobre la Iglesia y, en cierto modo, sobre toda la creación. El pecado había disgregado la unidad del género humano y perturbado todo el orden del Universo. María fue la criatura escogida para hacer posible la Encarnación del Hijo de Dios y, con su consentimiento, fue también causa de la recapitulación de todas las cosas que Cristo habría de llevar a cabo a través de la Redención.

La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, tuvo en la Encarnación  y, por consiguiente, en el seno mismo de María  el principio primero de su unidad. La Virgen Santísima fue la Madre de la unidad de la Iglesia en su más profunda realidad, pues dio la vida a Cristo en su seno purísimo. Cristo, «autor de la fe íntegra y amante de la unidad, eligió para sí una Madre incorrupta de alma y cuerpo y quiso como Esposa a la Iglesia una e indivisa» (8).

II. Cristo consumó la Redención en el Calvario. El nuevo Pacto, sellado con la Sangre derramada en la Cruz, unía de nuevo a los hombres con Dios, y los congregaba a la vez entre sí. El Señor  enseña San Pablo  destruyó todos los muros de división y formó una Iglesia única, un solo pueblo (9). La diversidad de razas, de naciones, de lenguas, de condiciones sociales, no sería obstáculo para esa unidad que Cristo nos dio con su Muerte en la Cruz. En aquel instante en que se consumaba la Redención, surgía el nuevo Pueblo de los hijos de Dios, unificados en torno a su Cruz y redimidos con su Sangre. «Elevado sobre la tierra, en presencia de la Virgen Madre, congregó en la unidad a tus hijos dispersos, uniéndolos a sí mismo con los vínculos del amor» (10).

La Virgen, en aquellas horas de la pasión, alimentaba en su Corazón sacratísimo los mismos sentimientos de su Hijo, quien en la tarde anterior se había despedido de sus discípulos con un mensaje de fraternidad, dirigiendo al Padre una plegaria que culminaba en aquella petición por la unidad, que nosotros también, en unión con Él, hemos repetido quizá tantas veces: ut omnes unum sint, sicut tu, Pater, in me et ego in te…, que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti… (11). Esta unidad que pide Jesús para los suyos es reflejo de la que existe entre las tres Personas divinas, y de la que participó Nuestra Señora en un grado incomparable y absolutamente extraordinario (12).

Nuestra Señora, al pie de la Cruz, estaba unida íntimamente a su Hijo, corredimiendo con Él. Allí, Jesús, viendo a su Madre y al discípulo al que amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa (13). Nuestra Madre Santa María estuvo siempre unida a su Hijo, como ninguna criatura lo ha estado ni lo estará jamás, y de modo muy particular en aquellos últimos momentos en los que se consumaba nuestra redención. En el Calvario «mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cfr. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo» (14), en el que estábamos representados todos los hombres. Ella es Madre de todo el género humano y especialmente de todos aquellos que por el Bautismo hemos sido incorporados a Cristo. ¿Cómo podríamos olvidarnos, en estos días en que pedimos insistentemente la unidad de la Madre que congrega en la única casa a todos los hijos? El Concilio Vaticano II nos recordaba la necesidad de volver nuestra mirada hacia la Madre común: «ofrezcan todos los fieles súplicas apremiantes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que Ella (…) interceda en la comunión de todos los santos ante su Hijo, hasta que todas las familias de los pueblos, tanto los que se honran con el título de cristianos como los que todavía desconocen a su Salvador, lleguen a reunirse felizmente, en paz y concordia, en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisible Trinidad» (15). A Ella acudimos pidiéndole que este amor a la unidad nos mueva a crecer cada vez más en un apostolado sencillo, constante y eficaz: «Invoca a la Santísima Virgen; no dejes de pedirle que se muestre siempre Madre tuya: «monstra te esse Matrem!», y que te alcance, con la gracia de su Hijo, claridad de buena doctrina en la inteligencia, y amor y pureza en el corazón, con el fin de que sepas ir a Dios y llevarle muchas almas» (16).

III. Vuelto a Ti y sentado a tu derecha, envió sobre la Virgen María, en oración con los Apóstoles, el Espíritu de la concordia y de la unidad, de la paz y del perdón (17).

La Iglesia, por voluntad de Jesucristo, tuvo desde el principio una unidad visible, en la fe, en la única esperanza, en la caridad, en la oración, en los sacramentos, en los pastores por los que iba a ser gobernada, al frente de los cuales fue puesto Pedro. Esta unidad visible, externa, debía constituir como una señal de su carácter divino, porque sería una manifestación de la presencia de Dios en ella. Así lo pidió Jesús en la Ultima Cena (18). Así vivieron los primeros cristianos: unidos entre ellos, bajo la autoridad de los Apóstoles.

Cuando los Apóstoles están reunidos en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo, allí está Nuestra Señora con ellos. Aquellos pocos son la primera célula de la Iglesia universal. «María está en el centro de ella, como corazón que le da vida en lo más íntimo» (19). Los Apóstoles perseveraban en la oración con María, la Madre de Jesús (20). Las personas y los detalles que describe San Lucas son como atraídos por la figura de María, que ocupa el centro del lugar donde se han congregado los íntimos de Jesús. «La tradición ha contemplado y meditado este cuadro y ha concluido que en él aparece la maternidad que la Virgen ejerce sobre toda la Iglesia, tanto en su origen como en su desarrollo» (21). En torno a María permanecen unidos quienes recibirán el Espíritu Santo. Pedro constituye la unidad interna de la Iglesia. «María creaba una atmósfera de caridad, de solidaridad, de unánime conformidad. Ella era, por consiguiente, la mejor colaboradora de Pedro y de los Apóstoles en la organización y en el gobierno» (22).

Después de su Asunción a los Cielos, María ha velado sin cesar por la unidad de los miembros de su Hijo, y cuando éstos no han acogido esta maternal protección que los mantenía unidos, no ha cesado de interceder para que vuelvan a la plena comunión en el seno de la Iglesia. A nosotros nos hace experimentar sentimientos de fraternidad, de comprensión y de paz. «La experiencia del Cenáculo no reflejaría la hora de gracia de la efusión del Espíritu, si no tuviese la gracia y la alegría de la presencia de María. Con María, la Madre de Jesús (Hech 1, 14), se lee en el gran momento de Pentecostés (…). Ella, Madre del amor y de la unidad, nos une profundamente para que, como la primera comunidad nacida del Cenáculo, seamos un solo corazón y una sola alma. Ella, «Madre de la unidad», en cuyo seno el Hijo de Dios se unió a la humanidad, inaugurando místicamente la unión esponsalicia del Señor con todos los hombres, nos ayude para ser «uno» y para convertirnos en instrumentos de unidad (…)» (23).


(1) MISAL ROMANO, Misa de Santa María, Madre y Reina de la unidad, Antífona de entrada.  (2) Ibídem, Colecta.  (3) Cfr. LEON XIII, Enc. Auditricem populi, 5 IX 1895.  (4) Cfr. PABLO VI, Insegnamenti, vol. II, p. 69.  (5) JUAN PABLO II, Radiomensaje en la conmemoración del Concilio de Éfeso, 7 VI 1981.  (6) PABLO VI, Discurso al Concilio, 21 IX 1964.  (7) Cfr. SAN BERNARDO, Homilías sobre la Virgen Madre, 2.  (8) MISAL ROMANO, loc. cit., Prefacio.  (9) Cfr. Ef 2, 14 ss.  (10) MISAL ROMANO, loc. cit., Prefacio.  (11) Jn 17, 21.  (12) Cfr. JUAN PABLO II, Homilía 30 I 1979.  (13) Jn 19, 26 27.  (14) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 58.  (15) Ibídem, 69.  (16) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 986.  (17) MISAL ROMANO, loc. cit., Prefacio.  (18) Jn 17, 23.  (19) R. M. SPIAZZI, María en el misterio cristiano, Studium, Madrid 1958, p. 69.  (20) Hech 1, 14.  (21) SAGRADA BIBLIA, Hechos de los Apóstoles, EUNSA, Pamplona 1984, in loc.  (22) R. M. SPIAZZI, o. c., p. 70.  (23) JUAN PABLO II, Homilía 24 III 1980.

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