Desde luego, respeto la postura de quien piensa distinto, pero ahora quiero dirigirme a quienes habiendo apostado por la vida sufren la presión de todo su entorno
“La medida en el amor está en amar sin medida” es una de las frases de San Agustín que uno ve escritas y dichas con frecuencia. Es bonito decir frases bonitas. Y también es fácil. Vivirlas ya es otra cosa.
Un momento en que se da una fuerte presión social para poner medida al amor es el periodo inmediatamente posterior al matrimonio, en caso de que este exista, claro. El momento de decidir la concepción del primer hijo.
“¡Pero, hombre, no os precipitéis! Disfrutad unos años de la vida y ya luego vendrán los hijos”, suele ser el consejo más escuchado en ese periodo. “¿No ves que ahora te quitará la libertad de los mejores años de tu vida y puede dificultar tu carrera profesional?”
Desde luego, respeto la postura de quien así piensa. Pero ahora quiero dirigirme a quienes habiendo apostado por la vida sufren esa presión de todo su entorno.
A mí me sucedió algo parecido. Me casé muy joven (con 22 años) y me puse a estudiar una oposición (que después dejé para dedicarme a la abogacía), mientras mi mujer trabajaba. Ya esa decisión fue un notable escándalo en mi círculo de amigos. No se estilaba casarse tan pronto, y menos aún sin que el marido tuviera un trabajo fijo.
Pero en ningún momento se me ocurrió, se nos ocurrió, que debiéramos aplazar el nacimiento de nuestro primer hijo. Y eso que nos costó lo nuestro. Cada mes que pasaba sin que mi mujer se quedara embarazada suponía una gran decepción.
Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que lo que nos sucedía era justamente lo mismo que ocurre a quienes aconsejan, y ya aconsejaban entonces, esperar. La razón que nos movía a buscar denodadamente abrir paso a la vida en nuestro matrimonio era, paradójicamente, la misma: ¡queríamos disfrutar de la vida! Y pensábamos que la mejor manera de disfrutar de la vida era con la vida misma, con la vida que llevábamos en nuestras entrañas.
¡Y vaya si lo hicimos! Aún recuerdo con nostalgia aquellos años en que el tiempo del amor propio se deslizaba entre los dedos y se transformaba en amor paterno, a veces casi impuesto y a contrapelo, pero siempre con la fuerza y la intensidad de lo nuevo y maravilloso. Aquel tiempo en que leer un libro constituía una auténtica proeza y dormir ocho horas, un bendito regalo. Y, sin embargo, era un tiempo feliz, de abandono de sí mismo. Un tiempo en que percibías con inusitada intensidad que la vida te estaba regalando un crecimiento personal que ni el mejor gurú del mundo te podía proporcionar.
Aunque entonces yo no sabía expresarlo, amaba tanto a mi mujer que no era capaz de separar su persona de sus bienes. Y buscaba, acaso sin plena conciencia de hacerlo, todo aquello que la completara como persona y nos colmara a nosotros como matrimonio. ¿Y cuál era el bien fundamental sino la vida, la vida que intuíamos se escondía en nuestros cuerpos?
Gracias a Dios, mis amigos más próximos pensaban del mismo modo, aunque quizás debería decir que ninguno de nosotros lo pensábamos mucho: amábamos a nuestras mujeres y eso era suficiente. Veíamos natural que, junto con la diversión, el servicio, el tiempo juntos, las delicadezas, las caricias, los abrazos y la relación sexual, los hijos formaran parte de la esencia del amor matrimonial. Y, como todos teníamos hijos y estábamos igual de ocupados con ellos y en ellos, compartíamos anhelos y experiencias, agobios y alegrías. Nos acompañábamos en el camino de la vida y disfrutábamos de ella con mucha más intensidad, en parte y precisamente, gracias a los hijos que tuvimos sin poner límite ni trabas al amor, como Agustín de Hipona aconsejaba.
El tiempo también me ha mostrado que muchos de aquellos que decidieron aplazar sine die la llegada de los hijos y calcularon con la fría y torpe cabeza (¡que tan poco sabe de amores!) su trayectoria profesional, matrimonial y paternal, acabaron encerrados en su propio cálculo y, cuando se despertaron al amor completo, la naturaleza les negó o dificultó gravemente su programa.
La vida tiene una parte de misterio que nadie puede descifrar. Hay que aceptarlo. Ni en este siglo de las seguridades somos capaces de controlarlo todo. Mi consejo, pues, a los recién casados no puede ser otro que el de Agustín. No te engañes. Pon lo esencial primero. Ábrete al amor sin condiciones y no juzgues el futuro con tus capacidades del presente, que, cuando llegue a tu vida ese hijo tempranero, tu amor de padre y de madre te mostrará el camino a seguir con una nueva lucidez y competencia.
¡Y a disfrutar de la vida!
Escrito por Javier Vidal-Quadras
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