La «tarea» de la santidad es, en el fondo, «la» tarea: dura toda la vida, abarca todas las ocupaciones
Sumario
– La santidad como tarea personal.
– Las «coordenadas» de la santidad
– La falsilla
– El sendero de la oración
– La oración se hace vida
– La Humanidad Santísima de Cristo
– El encuentro con la Cruz
– En diálogo con la Santísima Trinidad
La continuación de la parábola del hijo pródigo presenta la entrada en escena del hermano mayor:
«El hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y los cantos, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué pasaba.
Éste le dijo: ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano. Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerlo.
Él replicó a su padre: mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido ese hijo tuyo que devoró tu fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado.
Pero él le respondió: Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrado y alegrarse porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (Lc 15,25-32).
Del relato se pueden extraer algunas consecuencias:
—El hijo mayor ha permanecido en la casa todo el tiempo; allí ha trabajado (de hecho estaba en el campo cuando regresa su hermano), ha cumplido obedeciendo todas las órdenes de su padre.
—Pero su actitud y sus palabras denotan una notable pobreza espiritual y estrechez de horizontes. No experimenta la alegría de vivir con su padre; parece no valorar los dones que están a su disposición, mientras le duele no haber podido satisfacer un capricho.
La santidad como tarea personal
Esto sugiere algo muy importante. Los dones de Dios, la gracia santificante y todos los demás auxilios del Espíritu Santo, no son algo que se pueda guardar en un depósito, separado de la existencia cotidiana.
Quien obtiene un título académico al acabar unos estudios, ciertamente queda capacitado para realizar trabajos a los que únicamente tienen acceso los que han conseguido dicho título.
Pero sabe que, precisamente por eso, se le exige una continua labor de perfeccionamiento, de mejora y actualización en su especialidad. Esto requiere que ponga en juego sus fuerzas con empeño y, casi siempre, con sacrificio personal. Quien es remiso y negligente ante esta tarea, acabará adocenándose y perdiendo sus aptitudes.
Algo parecido, salvadas las distancias, sucede con la vida de la gracia que un día se nos infundió en el Bautismo y se desarrolló con los sacramentos, la palabra de Dios y la educación cristiana: es vida; vida de Dios que se nos da para vivir como hijos suyos. Y cada uno debe corresponder para que se desarrolle y llegue a su plenitud, que es la identificación con Cristo. En esto consiste la santidad y esta es la vocación a la que todos están llamados:
«(Todos) formamos parte de la familia de Cristo, porque «Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo (…)» (Ef 1,4-5). Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente san Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra (1 Ts 4,3), esta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación» (Amigos de Dios, nº 2).
Cualquier tarea, por muy absorbente que sea, siempre es sectorial, limitada: no ocupa toda la vida (hay que contar con descansos, interrupciones, etc.) y su desempeño siempre es compartido con otras muchas ocupaciones distintas.
La «tarea» de la santidad es, en el fondo, «la» tarea: dura toda la vida, abarca todas las ocupaciones vivificándolas desde dentro, recaba de la persona todas sus facultades, no hay vacaciones no hay momentos ni ocupaciones rectas en que pueda quedar entre paréntesis creer, amar o esperar en Dios, servir a los demás, vivir las virtudes…
La santidad, necesita para desarrollarse y crecer, nuestra correspondencia libre.
Las coordenadas de la santidad
La meta es la misma para todos -la santidad-, pero hay muchos caminos para llegar. Cada persona, además, recorre su camino dejando la impronta de su carácter, de su modo de ser irrepetible. El resultado es una «biografía» de la santidad completamente distinta de otra que haya recibido incluso la misma vocación específica. y los mismos medios de santificación.
En su diversidad, todos los caminos se ajustan a unas «coordenadas», que se pueden sintetizar del siguiente modo, siguiendo el Catecismo de la Iglesia:
Punto de partida. El camino arranca de la vida de todos los fieles cristianos; es decir, de todos los fieles, y en todas las situaciones de la.vida: «»Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana ya la perfección de la caridad» (…). Todos son llamados a la santidad: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (…)»» (CEC, nº 2013).
La meta es la identificación con Cristo: «El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama «mística», porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos (…) y, en Él, en el misterio de la Santísima Trinidad» (CEC, nº 2014).
El camino. La meta de la santidad la conseguirán los fieles «siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen, y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre» (CEC, nº 2013).
Es decir, el camino es el mismo Cristo. El apóstol Tomás, en un momento de la conversación en el Cenáculo, se dirige a Jesús con esta pregunta: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino? Le respondió Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,5-6).
El camino pasa siempre por la cruz. Relata san Mateo una de las escenas en que Jesús lo explica con toda claridad. Ocurre poco después de la concesión del Primado a Pedro:
«Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto y resucitar al tercer día.
Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: Lejos de ti, Señor, de ningún modo te ocurrirá eso.
Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,21-24).
El seguimiento de Cristo no se puede limitar a una parte de su vida o de su misión; tiene que ser —dentro de las circunstancias personales— completo. Y toda la vida de Jesús está orientada hacia el sacrificio de la Cruz.
Análogamente, para cada cristiano, el camino de la perfección pasa necesariamente por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. Todo progreso en la vida espiritual implica la ascesis y la mortificación; por tanto, es trabajoso y frecuentemente va acompañado por el dolor. Pero, por encima de todo, es crecimiento en el amor a Dios, y conduce gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas (cfr CEC, nº 2015).
Ya está señalada la senda en sus trazos esenciales. Se puede empezar a recorrer. Los que lo hacen, y perseveran en ella, sin apartarse, alcanzarán la meta con toda seguridad.
No obstante, basta recorrer los primeros tramos para experimentar que no es fácil (como todo lo que de verdad vale la pena). Por eso es muy útil fijarse en la vida de los santos, en sus luchas y su correspondencia a la gracia; podremos aprender de ellos viendo cómo buscaron identificarse con Cristo y cómo lo lograron.
El estudio razonado de la vida de los santos compete a una parte de la teología, que se llama Teología Espiritual (en los tratados clásicos se denomina generalmente Ascética y Mística). Se puede decir verdaderamente que es la «ciencia de los santos», porque, ocupándose ante todo de Dios, es también una ciencia de experiencia vivida; es decir, estudia cómo se hizo realidad la santidad al hilo de las biografías de los santos y de los grandes maestros de espiritualidad de todos los tiempos. Ellos, con sus vidas y sus escritos, nos proporcionan una especie de «falsilla» para orientar la tarea de la propia santificación.
La falsilla
Se trata de una imagen gráfica que empleó uno de esos grandes maestros del espíritu, el beato Josemaría, para referirse a una de sus homilías, titulada Hacia la santidad. En esta homilía plasmó con profundidad, y a la vez con sencillez, cómo lleva Dios a las almas, qué situaciones interiores suelen darse y cómo hay que enfocarlas para corresponder en todo momento a la gracia.
La falsilla es una hoja de papel con líneas horizontales muy marcadas. Se utiliza colocándola debajo del papel sobre el que se va a escribir, para que guiándose por esas líneas, que se transparentan, los renglones de la escritura no salgan torcidos.
La falsilla proporciona solamente las pautas que permiten escribir derecho; pero la escritura es completamente personal. Con una misma falsilla pueden salir páginas muy distintas.
Análogamente, en la vida de la gracia, hay una serie de líneas, que son a modo de una falsilla, que marcan por dónde discurre la lucha personal para alcanzar la santidad. De modo esquemático se exponen a continuación.
El sendero de la oración
Si la búsqueda de la santidad supone un progresivo crecimiento en el amor a Dios, necesariamente llevará consigo trato mutuo, intercambio de conocimiento, diálogo. Es decir, oración:
«Hay un solo modo de crecer en la familiaridad y en la confianza con Dios: tratarle en la oración, hablar con Él, manifestarle -de corazón a corazón- nuestro afecto. (…) El sendero que conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso» (Amigos de Dios, nn. 294-295).
La oración es el comienzo. Ahora bien: ¿Cómo se empieza a hacer oración? ¿Cómo empieza a prender en el alma?
a) Oraciones vocales.– «Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra.
Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra…» (Amigos de Dios, nº 296). Las oraciones vocales son el primer peldaño, pues «por medio de palabras, mentales o vocales, nuestra oración toma cuerpo» (CEC, nº 2700).
«La oración vocal es un elemento indispensable de la vida cristiana. A los discípulos, atraídos por la oración silenciosa de su Maestro, éste les enseña una oración vocal: el «Padre nuestro»» (CEC, nº 2701).
El hecho de que se comience con oraciones vocales no hace de ellas algo exclusivo de niños o principiantes. La oración vocal no se deja nunca. Es muy conforme al modo de ser humano —cuerpo y espíritu— expresar externamente nuestros pensamientos, deseos, súplicas, afectos. Eso es rezar con todo nuestro ser.
b) La meditación.– Una misma oración vocal, al ser recitada por personas distintas, suscita en ellas resonancias distintas, afectos e inspiraciones muy personales. Es el comienzo de la oración mental o meditación: «No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, nº 8; cfr CEC nº 2709). Es hablar con Dios de Él y de uno mismo, de alegrías, tristezas, preocupaciones, acciones de gracias, peticiones. En definitiva, conocerle y conocerse: tratarse (Cfr Camino, nº 91).
La meditación hace intervenir al pensamiento, la voluntad, la imaginación, el deseo, los sentimientos y emociones. Esta movilización es necesaria para profundizar en las convicciones de fe, suscitar la conversión del corazón y fortalecer la voluntad de seguir a Cristo (lo que no significa que sea necesario que intervengan todas las potencias en cada rato de oración) (CEC, nº 2708).
Habitualmente se hace con ayuda de algún libro. El principal es la Sagrada Escritura, especialmente los Evangelios. También son una ayuda preciosa los textos litúrgicos, los escritos de los Padres y las obras de espiritualidad.
La oración mental también se alimenta de los sucesos de la vida, de la historia, del «gran libro» de la Creación (cfr CEC, nº 2705).
c) La contemplación.- El amor a Dios, alimentado de este modo, crece, y llega un momento en que «las palabras resultan pobres…: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. (…). Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por el imán» (Amigos de Dios, nº 296).
«La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. «Yo le miro y él me mira, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario»» (CEC, nº 2715).
Estas tres formas de oración no son excluyentes entre sí; las oraciones vocales proporcionan abundante alimento para la meditación personal. Por su parte, al meditar, muchas veces se pasa a la contemplación (siempre es don que concede Dios).
Otras veces, la contemplación se desborda en oraciones vocales y jaculatorias. Y viceversa: «sé que muchas personas, rezando vocalmente —como ya queda dicho—, las levanta Dios, sin saber ellas cómo, a subida contemplación» (Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección, 30, 7).
La oración se hace vida
El fruto del trato con Dios, de la auténtica vida interior, se manifiesta en toda la vida de la persona: en su caridad, en su trabajo, en su alegría, etc. Sin cambiar nada por fuera, se trata de «un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso (…). Quizá nos gustará paladear por nuestra cuenta: ¡que vivo porque no vivo: que es Cristo quien vive en mí» (Amigos de Dios, nº 297).
«Se ora como se vive, porque se vive como se ora. El que no quiere actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo, tampoco podrá orar habitualmente en su N ombre» (CEC, nº 2725).
La vida ordinaria queda iluminada con luces divinas: se descubren nuevos panoramas de santificación en el trabajo, en la convivencia, en el modo de afrontar las dificultades…, y se advierte con claridad que vale la pena.
Pero a la vez que se perciben esos brillos divinos, se levantan también nubarrones de polvo, dificultades de diverso tipo (desencanto, vacilaciones, experiencia del desorden de las pasiones, etc.) que parecen hacer más lej ana la meta. La inclinación al mal y la resistencia al bien se conocen en su justa dimensión cuando se busca de verdad la santidad.
«¿Cómo podremos superar esos inconvenientes? ¿Cómo lograremos fortalecemos en aquella decisión, que comienza a parecemos muy pesada? Inspirándonos en el modelo que nos muestra la Virgen Santísima, nuestra Madre: una ruta muy amplia, que necesariamente pasa a través de Jesús» (Amigos de Dios, nº 299).
La Humanidad Santísima de Cristo
«Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca que con Él nos identifiquemos» (Amigos de Dios, nº 299).
En este esfuerzo por identificarse con Él se pueden señalar cuatro escalones:
Buscarle: le buscamos procurando hacer todo por amor a Él. Una faceta de esta búsqueda es la luchética para superar las inclinaciones torcidas, que actúan como una pantalla que impide ver al Señor.
Encontrarle: quien busca al Señor, con seguridad lo encuentra, porque es el mismo Jesús el que sale al paso y «se coloca a la vera del camino para que no tengamos más remedio que verle» (Es Cristo que pasa, nº 59).
Tratarle: en la conversación personal de amistad que se desarrolla en la oración.
Amarle: con todas las fuerzas del alma, sobre todo con la voluntad firme de querer identificarse con Él, aunque los sentimientos no respondan (cfr F. Fernández Carvajal-P. Beteta, Hijos de Dios, pp. 63-80).
«Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo» (Amigos de Dios, nº 300).
Y entonces el Señor se refleja en nuestra conducta como en un espejo. «Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo» (Amigos de Dios, nº 299).
El encuentro con la cruz
«Pero no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, taparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformamos a su imagen y semejanza» (Amigos de Dios, nº 301).
Es la experiencia del dolor físico o moral; muchas veces en cosas de ordinaria administración, pero sin excluir esos momentos más señalados en los que se hace sentir con más fuerza.
Todavía se habla, en el lenguaje corriente, de «cruces», para referirse a esas cosas que hacen sufrir. No siempre son la de Cristo. Para que lo sean hay que recorrer unos escalones:
Resignarse con la cruz. Es un comienzo, todavía imperfecto pero positivo, porque lleva a vencer la resistencia inicial.
Aceptarla. La aceptación abre el alma a una paz más honda y serena: «¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz (…), cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?» (Via Crucis, 2ª estación).
Quererla. Buscando en todo lo que Cristo quiere: «No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será… una Cruz sin Cruz» (Santo Rosario, 4º misterio doloroso).
Amarla. «Es verdaderamente suave y amable la Cruz de Jesús. Allí no cuentan las penas; sólo la alegría de saberse corredentores con Él) (Via Crucis, 2ª estación).
En ocasiones la cruz se presenta escondida tras dificultades profesionales, familiares o de convivencia con personas; otras veces, en enfermedades, o como consecuencia de injusticias ajenas, etc. Si, con la fe y movido por la gracia, el cristiano penetra más allá, y por Amor ofrece y acepta todo, entonces llegará a descubrirla.
Un cristiano sabe que debe poner los medios humanos a su alcance para resolver todos los dolores, evitar las injusticias, defender sus derechos, etc. Pero luego, sea cual sea el resultado, debe llegar la aceptación, el abandono en manos de Dios.
«Cuando no nos limitamos a tolerar y, en cambio, amamos la contradicción, el dolor físico o moral, y lo ofrecemos a Dios en desagravio por nuestros pecados y por los pecados de todos los hombres, entonces os aseguro que esa pena no apesadumbra.
No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso. Nosotros colaboramos como Simón de Cirene» (Amigos de Dios, nº 132).
Ahora bien, sin abandonar la oración. Más aún, rezando con perseverancia, clamando con la tozudez de la mujer cananea: «Señor, socórreme» (Mt 15,25). De este modo, nos convencemos con la claridad que Dios pone en el entendimiento, de que no hay mal, ni contradicción que no vengan para bien.
Y la oración se desarrolla ahora en cauce ancho, manso y seguro.
En diálogo con la Santísima Trinidad
«El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, que el alma realiza en la vida sobrenatural (…). Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!
(…) Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas» (Amigos de Dios, nn. 305-307).
Es la senda de la contemplación y trato con cada una de las Personas divinas, que se hace vida real en el cristiano. Es anticipo y prenda en la tierra, de la que poseerá en la Vida Eterna.
Aquí, en esta senda, las pasiones no se han acallado definitivamente. No hay que extrañarse al experimentar que seguimos siendo» de barro» y que el aguijón de la concupiscencia no ha desaparecido.
Ni tampoco deja de acechar la tentación del desánimo, de la tribulación, de la oscuridad… Pero el alma avanza metida en Dios. «¿Qué vale, Jesús, ante tu Cruz, la mía; ante tus heridas mis rasguños? ¿Qué vale, ante tu Amor inmenso, puro e infinito, esta pobrecita pesadumbre que has cargado Tú sobre mis espaldas?» (Amigos de Dios, nº 311).
De este modo alcanzamos una familiaridad con Dios, forjada a lo largo de la vida a través de continuos encuentros con Él. Y al final nos introducirá en la plenitud de su Vida, de la que la gracia es anticipo.
«Y Dios enjugará de sus ojos todas las lágrimas, no habrá ya muerte, ni llanto ni alarido; no habrá más dolor, porque las cosas de antes son pasadas (…).
Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al sediento, le daré de beber graciosamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere poseerá todas estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo» (Ap 21,4-7).
Cfr. Juan Francisco Pozo, La vida de la Gracia, Rialp, Madrid 1996, pp. 103-120
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Extraordinario artículo. Lo mejor que he leído en varios años de seguir el sitio web. Felicidades. Dios me conceda hacerlo vida.