Carlo Magno y el Papa

La unión entre los poderes temporal y espiritual, caracterizó la cristiandad occidental a lo largo de toda la Edad Media.

Adriano

 

El único choque serio de este pontificado, entre el papa y Carlomagno, se produjo en el plano religioso. Justo cuando Adriano se esforzaba por allanar las diferencias entre Roma y Bizancio, el rey franco se proclamó inopinadamente defensor de la verdadera fe, amenazada -según él- por el Oriente. Y en el 794 se arrogó el derecho de convocar y presidir un sínodo en Francfort, asamblea que el papa se guardó de ratificar, excepción hecha de un solo decreto acerca del adopcionismo.

 

Durante veintidós años las relaciones entre Adriano y Carlomagno vinieron a ser exponente, tanto en sus momentos de bonanza como en los roces de sus rivalidades pasajeras, de la unión entre los poderes temporal y espiritual que iba a caracterizar a la cristiandad occidental a lo largo de toda la Edad Media.

 

Adriano fue un gran papa. Es significativo que, desde el año 781, todos los documentos romanos dejaran de datarse con la fecha relativa al comienzo del reinado de los emperadores, para recoger, en lo sucesivo, la del inicio del pontificado en curso.

 

Activo constructor, el papa, que se autoproclamaba «amigo apasionado de las iglesias», restauró numerosos edificios cristianos, pero también ruinas de la antigüedad pagana, y dotó a la ciudad de Roma de nuevos acueductos.

 

Hasta hoy, los historiadores han juzgado con bastante severidad su impaciencia por ver realizadas las promesas de donaciones territoriales de los carolingios, o de hacerse restituir por parte del emperador de Bizancio, bajo pena de excomunión, los territorios que reivindicaba. En todo caso, hay que reconocer que fue una verdadera providencia para las poblaciones hambrientas.

 

Cuando murió, el 25 de diciembre del 795, no dudó Carlomagno en rendirle el justo tributo de su admiración, haciendo que grabaran en su tumba un testimonio personal de su estima y su amistad.

 

San León III

 

El 26 de diciembre del 795, el mismo día en que fue sepultado Adriano I, elegía Roma, por unanimidad, a su sucesor. León III fue coronado a la mañana siguiente e inmediatamente envió a Carlomagno, junto con la noticia de su elección, las llaves de la tumba de san Pedro y la enseña de Roma, dando a entender así inequívocamente que reconocía su título de Patricio de los Romanos y su supremacía real.

 

¿Temió el papa que ciertos rumores malévolos hubieran indispuesto al rey de los francos contra él? Supuestos sobreentendidos de la respuesta del monarca podrían hacerlo pensar: «Mantened con firmeza los santos cánones de los concilios -le recomendaba el rey- y poned todo vuestro empeño en permanecer fiel a las reglas de Vuestros Padres, a fin de que brille vuestra luz entre los hombres».

 

Aquella prisa que se dio León por asegurarle al rey su deferencia le indispuso gravemente con los amigos de su predecesor, que tan susceptible se había mostrado en lo tocante a las prerrogativas sobre los Estados de la Iglesia. Interpretaron dicho gesto como una provocación, justificando así una hostilidad cada vez más enconada. Hasta el extremo de que, en el año 799, durante una procesión, se abalanzaron sobre el papa, intentaron arrancarle los ojos y cerca estuvieron de asesinarle.

 

Seriamente maltrecho, consiguió León escapar y refugiarse en Paderborn, poniéndose allí bajo la protección de Carlomagno. Éste le facilitó su regreso a Roma con una gran escolta, y no tardó en seguirle en noviembre del año 800 para restablecer el orden y castigar a los culpables.

 

Comenzaba el invierno. Carlos estaba en Roma disfrutando de la bondad relativa de su clima, cuando a León le llegaron rumores, procedentes de Bizancio, que él entendió en el sentido de que el trono imperial había quedado vacante. Persuadido de que volvía a corresponder al papa la facultad de disponer de la corona -y quizá contento en su fuero interno por poder engallarse frente a Bizancio-, preparó con toda resolución un gesto espectacular. El día de Navidad, cuando Carlomagno y todo el pueblo se hallaban en la catedral, el papa -inesperadamente- puso una corona sobre la cabeza del monarca, se prosternó ante él e invitó a la multitud a que aclamara al nuevo emperador.

 

El Santo Imperio Romano acababa de nacer como una resurrección -en el ánimo del papa- de aquel Imperio desaparecido en el 476. Sin embargo, el gesto del pontífice era ambiguo. León se atribuía el derecho de consagrar al emperador, lo que le situaba por encima de él. Carlomagno no se dejó confundir y, aunque en aquellos momentos no lo exteriorizara, no le gustó lo que hizo el papa.

 

Pasado el tiempo diría más de una vez que, de haber podido prever lo que iba a pasar, no hubiera puesto aquel día sus pies en la Iglesia. Muchos historiadores afirman, por el contrario, que la coronación estaba perfectamente convenida y que lo único anómalo, fue que el papa precipitó el momento de realizarla…

 

El papa había ido demasiado rápido. Si se hubiera informado mejor, habría sabido que Bizancio seguía teniendo su emperador. Carlomagno tendría que darse por satisfecho con ser solamente emperador de Occidente.

 

Todo el episodio viene a demostrar que el papado no se resignaba a renunciar a la vieja idea de una Iglesia imperial. Quiso León recreara en el instante en que sus relaciones con Bizancio eran más débiles que nunca y lo que hizo fue provocar un problema dramático: el establecimiento de unos lazos funestos que contenían el riesgo de atar a la misma Iglesia. Y una vez trabada tardaría siglos en soltarse.

 

León III vivió dieciséis años más desde la Navidad del 800. En el año 804 franqueó de nuevo los Alpes para entrevistarse con Carlomagno en Francia, en Aix-la-Chapelle.

 

También reforzó las relaciones con los cristianos de Inglaterra. Y en Roma apenas quedó un templo que no se beneficiara de su inclinación por las restauraciones.

 

León falleció en la Ciudad Eterna el 12 de junio del 816, y la Iglesia dedicó este día para honrarle como santo.

 

Esteban IV

 

Apenas diez días después de la muerte de León III, fue elegido y consagrado Esteban IV. Hacía ya dos años que Ludovico Pío había sucedido a Carlomagno a la cabeza del nuevo Imperio.

 

Evidentemente, Esteban IV deseaba mantener con el emperador las excelentes relaciones que habían existido entre León y Carlomagno. Con ese objeto multiplicó sus atenciones y gestos hacia él: comenzó por hacer que los romanos juraran fidelidad a Ludovico, y se puso después en camino hacia Reims para consagrarlo allí emperador y ceñir sobre su cabeza la corona de Constantino, corona que el papa llevaba en su equipaje y a la que siempre se otorgó carta de autenticidad.

 

Este viaje de Esteban IV crearía un precedente: en lo sucesivo se impondría la tradición de que sólo el vicario de Cristo podía consagrar al emperador.

 

Esteban no era tonto. Se daba cuenta de que tantas muestras recíprocas de amistad con Ludovico encerraban el riesgo de molestar a los romanos. Por ello, con la intención de evitar ese peligro y asegurarse la adhesión de los habitantes de la Urbe, aprovechó su encuentro con el emperador para obtener de él la gracia del perdón y el regreso del exilio de todos los que se habían pronunciado en el año 799 contra León III.

 

Tantas previsiones no le sirvieron, sin embargo, de gran cosa. Seis meses después de su elección moría Esteban en Roma. Era el 24 de enero del 817.

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