Un texto completo sobre la canonización de los Santos.
Si bien el concepto de «santo» existe en otras religiones con mayor o menor fuerza (y no exactamente con el mismo significado) la religión católica romana es la única que posee un mecanismo formal, continuo y altamente racionalizado para llevar a cabo el proceso de canonización de una persona; sólo en la Iglesia de Roma se encuentra un número de profesionales cuyo trabajo consiste en investigar las vidas de quienes han sido considerados santos por su comunidad y/o conocidos (y en convalidar los milagros requeridos).
Durante el pontificado de Juan Pablo II, la Iglesia beatificó (una declaración penúltima de gracia, que permite un culto público limitado) y canonizó a más personas que bajo ningún otro papa. A los ojos del mundo, la canonización se parece bastante al premio Nobel: nadie sabe realmente por qué se elige a un candidato y no a otro, ni quién – aparte del papa – se encarga de la selección. Incluso a los católicos romanos el proceso de canonización se les presenta como algo tan lento y tan misterioso como la gestación de una perla o la formación de un astro. Dentro del Vaticano mismo, el puñado de hombres más directamente implicados en las causas individuales no son muy conocidos ni recompensados con distinciones jerárquicas. Entre las nueve congregaciones o ministerios de la Santa Sede la Congregación para la Causa de los Santos, no se hallará en ninguna lista de los centros de poder del Vaticano; sus funcionarios no gobiernan la Iglesia ni deciden sobre la política exterior ni fijan la ortodoxia doctrinal ni eligen obispos ni mandan sobre el clero; y, sin embargo, su actividad es la única que requiere el ejercicio regular de la infalibilidad papal.
Podríamos empezar diciendo que el proceso de canonización es algo así como la capacidad de discernimiento, con apoyo doctrinario y la ayuda de Dios, de la santidad de una persona en base a su perfecta ortodoxia y el ejercicio de virtudes llevadas al grado heroico con el propósito de, dándole reconocimiento por el grado de perfección alcanzado, presentarla como modelo de conducta a los creyentes y como poderoso intercesor ante Dios. Si bien la canonización es un proceso intrínsecamente eclesiástico, en principio no son los obispos ni los investigadores profesionales del Vaticano quienes postulan una causa, sino cualquiera que, mediante oraciones, uso de reliquias, solicitud de «favores divinos» y devociones semejantes, contribuye a la reputación de santidad de un candidato. En efecto, según la tradición y la ley de la Iglesia, toda causa ha de originarse entre los creyentes, y en este sentido, el proceso tiene su origen en Dios mismo, quien da a conocer a través del pueblo la identidad de los santos auténticos.
Los santos mismos, desde luego, no tienen ninguna necesidad de ser venerados. Según la metáfora de San Pablo, ellos han corrido ya la carrera y ganado sus laureles. La canonización es, en otras palabras, un ejercicio estrictamente póstumo. Canonizar quiere decir declarar que una persona es digna de culto universal. La canonización se lleva a cabo mediante una solemne declaración papal de que una persona está, con toda certeza, con Dios. Gracias a tal destreza, el creyente puede rezar confiadamente al santo en cuestión para que interceda en su favor ante Dios. El nombre de la persona se inscribe en la lista de los santos de la Iglesia y a la persona en cuestión se la «eleva a los altares», es decir, se le asigna un día de fiesta para la veneración litúrgica por parte de la Iglesia entera. Los papas, sin embargo, canonizan a los santos desde hace alrededor de mil años. En 1234, año en que el derecho de canonización se reservó oficialmente al papado, ha habido unas trescientas canonizaciones. Existen, no obstante, unos diez mil santos cristianos cuyos cultos fueron identificados por los historiadores de la Iglesia y, sin duda, hay otros miles cuyos nombres se han perdido para la historia. Perspectiva histórica De un modo u otro, los cristianos han reconocido y rogado después a muchos santos a través de la historia. Al principio se trataba de un acto mas bien espontáneo de la comunidad cristiana local, mientras que hoy en día se presenta para los católicos como un largo y dificultoso proceso, conducido por funcionarios del Vaticano y regido por normas y procedimientos legales. ¿Cómo y por qué el proceso de canonización ha sufrido estos cambios? Ahora lo veremos.
Para los cristianos primitivos, el reconocimiento de la santidad de quienes vivían y morían en Cristo fue una evolución orgánica de su propia fe y experiencia. Venerados por su santidad, a los santos se los invocaba también por su poder de intercesión, sobre todo en forma y a través de sus restos mortales. Por esto la historia de la canonización está muy ligada con las reliquias del santo, si bien no es imprescindible tenerlas para elevar a alguien a los altares. En el sentido literal, canonizar significa incluir un nombre en el canon o lista de los santos. A lo largo de los siglos, las comunidades cristianas han compilado numerosas listas de sus santos y mártires. Muchos de esos nombres se han perdido para la historia. La obra más completa que existe sobre los santos, la Biblioteca Sanctorum, abarca actualmente dieciocho volúmenes y menciona a más de diez mil santos con sus vidas y milagros. Sin embargo, el santo cumple también una función litúrgica: ser canonizado significa ser incluido entre aquellos que se mencionan a veces durante la celebración de la misa y significa también tener una fiesta en el santoral de la Iglesia, al lado de los días de fiesta de Cristo y de Su Madre, la más distinguida de todos los santos.
A continuación haremos un relato muy breve del desarrollo del sistema de canonización. Todas las etapas de la historia han recibido santos con un carisma particular. Cada santo tiene el suyo propio y puede observarse, por los acontecimientos de la época y el estadio de la cristiandad de cada tiempo, una especie de semejanza entre el tipo de santidad que surge en un período con el período mismo que se está viviendo, algo así como lo que ocurre con las costumbres o con la forma de pensar de cada época. Así, frente a las persecuciones encarnizadas que sufrieron los primeros cristianos, encontramos con gran frecuencia que la santidad iba unida al martirio. Desde el principio mismo se consideraba «santos» a todos los creyentes bautizados, en sentido lato. En un sentido particular, siempre han existido personas sobresalientes, que llevaron la virtud y la coherencia a mayores niveles que el resto de los creyentes.
A finales del siglo primero, estando la tierra regada de sangre de mártires, el concepto de santidad estaba fuertemente asociado al martirio. Se podría afirmar con cierta seguridad que el primer santo «canonizado» fue San Esteban, judío converso y diácono que es, según el Nuevo Testamento, el primer mártir del cristianismo. El relato de Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (6-7), sobre el martirio de San Esteban es de extrema importancia para entender cómo, en la fase inicial de la vida de la Iglesia, los demás cristianos de la comunidad de Esteban reconocieron su santidad. El relato está construido de tal manera que la detención, el testimonio de la fe y la muerte de Esteban muestran un paralelo directo con la detención, el testimonio y la muerte de Jesucristo. Esteban es descrito como autor de milagros y predicador de gran fuerza y, como Jesucristo, suscita la enemistad de los dignatarios y los escribas judíos. Arrestado y llevado ante un tribunal, expone sus creencias en un largo y elocuente discurso. Al final, es conducido a las afueras de la ciudad y lapidado. Muere pidiendo a Dios que perdone a sus verdugos. La muerte de San Esteban es, por tanto, similar a la de su Santo Maestro. La comunidad cristiana pudo reconocer como santo a Esteban por analogía con la pasión y muerte de Jesucristo. Se puede decir que la santidad y el martirio fueron inseparables de la conciencia cristiana desde el principio. Así como Jesucristo obedeció al Padre hasta la muerte, así el santo era alguien que moría por Cristo; así como el bautismo significaba la incorporación al cuerpo de Cristo, así el martirio significaba morir con Cristo y resucitar a la plenitud de la vida eterna. El martirio sellaba la conformidad total del santo con Cristo.
Como ya hemos dicho, estos primeros tiempos hasta el siglo cuarto aproximadamente la persecución por parte de los romanos fue tan intensa que la conversión al cristianismo implicaba el riesgo del martirio.
En efecto, sufrir y morir como Cristo era una gracia ardorosamente deseada; era el premio codiciado. A principios del siglo II, por ejemplo, el obispo de Antioquía, Ignacio, escribió a cierta gente influyente en Roma, adonde lo llevaban para su ejecución, implorando que no intercedieran por su vida: «Os suplico no me tratéis con inoportuna amabilidad. Dejad que me devoren las fieras, gracias a las cuales llegaré a la presencia de Dios. Yo soy trigo de Dios, y seré molido por los dientes de las fieras para transformarme en el puro pan de Cristo». (1) Sin embargo, no todos los cristianos que fueron encarcelados, torturados o deportados a las minas imperiales perecieron. A algunos se les negó el martirio a pesar de haber hecho confesión pública de su fe. Aunque sobrevivieron, esos «confesores», como se les llamó, eran reverenciados por su público testimonio de la fe y por su disposición a morir por ella. Si se trataba de catecúmenos (es decir, personas que recibían instrucción de fe, pero que todavía no estaban bautizados), se los consideraba bautizados «de sangre», en virtud de su disposición a sufrir el martirio por Cristo; si estaban ya bautizados, se les ofrecía el rango de clérigos. Pero con la entronización de Constantino como primer emperador cristiano, a principios del siglo IV, la Iglesia entró en una nueva era de relaciones pacíficas con el Estado romano y por lo tanto, la etapa de martirio casi exclusivo tocó a su fin, comenzando a surgir nuevos modelos de santidad. Entre aquéllos, el predominante fue el de los solitarios que vivían en ermitas (los llamados anacoretas) y monjes que iniciaban una nueva forma de imitar a Cristo. Así como Él ayunó cuarenta días y cuarenta noches en el desierto, así estos ascetas abandonaron el mundo y sus placeres, yéndose a vivir a los desiertos de Siria y Egipto. Así, la imitación de la muerte del Señor dejó lugar a la imitación de Su Vida. En aquella época era el mártir todavía quien recibía los mayores honores, pero al hacer extensivo a cómo vivía una persona el mérito de la santidad, la Iglesia llegó gradualmente a venerar a las personas por la ejemplaridad de sus vidas no menos que con su muerte.
Con el transcurso del tiempo, los ejemplos de santos reconocidos incluyeron también a misioneros y a obispos que habían dado pruebas de un celo pastoral extraordinario. También a monarcas cristianos que mostraron extraordinaria solicitud para con sus súbditos, y a los apologetas célebres tanto por su defensa intelectual de la fe como por su ascetismo personal. En la Edad Media, la lista se amplió mucho con nombres de fundadores de órdenes religiosas, tanto hombres como mujeres, cuyos votos de pobreza, castidad y obediencia se insertaban en la tradición espiritual de los primitivos ascetas del desierto. Pero a pesar de que el número iba en aumento y los tipos de santidad se diversificaban, el modo en que se categorizaba a los santos se mantuvo estático durante mucho tiempo. Hasta plena Edad Media se identificaba a los santos conforme a unas categorías formadas durante los cuatro primeros siglos de la Iglesia. Los santos eran mártires o confesores, agregándose recién tras dieciséis siglos la categoría de «doctor de la Iglesia». A los confesores, a su vez, se los catalogaba por sexo y estado civil: obispo, sacerdote o monje para los hombres; virgen o viuda para las mujeres. Todos los demás santos (los casados, por ejemplo) figuraban bajo: «Ni virgen ni mártir», rúbrica equivalente a «Ninguno de los mencionados». En la actualidad los casados se mencionan como tales. Lo que sugiere esta tipología no es que la Iglesia permanezca ciega ante la vocación del candidato en la vida real, sino que la idea de santidad continúa identificándose en su raíz con ciertas formas de renuncia en particular que expresan el amor a Cristo. El mártir renuncia a su vida antes que renegar de Cristo; el confesor se proclama dispuesto a morir, y la virgen renuncia a los placeres mundanos. Pero, incluso en los siglos de formación de la Iglesia, los cristianos veían en los santos mucho más que la mera renuncia. Ellos creían que Jesucristo, a través de su vida, muerte y resurrección, había inaugurado una nueva era del reino de Dios. Por eso los santos eran testigos del surgimiento del reino, contra el que cual los poderes de este mundo resultaban inoperantes. Más aún, el poder del incipiente reino de Cristo se manifestaba en ellos a través de la realización de hazañas milagrosas.
En resumen, los santos se distinguían no solamente por su ejemplar imitación de Cristo, sino también sus poderes taumatúrgicos o milagrosos. Así fue que, desde el semillero del martirio cristiano, brotó a la vida algo que era nuevo en el cuerpo de la Iglesia: el culto de los santos. Puesto que su testimonio era perfecto, y por su renuncia total, los santos en el instante de su muerte renacen a la vida eterna. En ese aspecto, los cristianos son los únicos en cuanto al dies natalis que conmemoran a sus héroes no el día de su natalicio sino el día de su muerte y renacimiento.
El principal lugar de culto de los santos eran sus tumbas. Después de su muerte, los creyentes recogían sus restos, los guardaban en recipientes sellados y los depositaban en catacumbas o en otras tumbas secretas. Más tarde, en el aniversario de la muerte-renacimiento del santo, los amigos y familiares celebraban una reunión litúrgica en torno a los restos. La creencia se funda en que el espíritu del santo, aunque se halla en el cielo, está de un modo especial presente en sus despojos, dado que el cuerpo y el alma son esposos sólo temporalmente separados. Por dondequiera que se veneraban las reliquias de un santo, el cielo y la tierra se encontraban y se entremezclaban de una manera enteramente novedosa para las sociedades occidentales, como atestigua la inscripción en la tumba de San Martín de Tours: «Aquí yace Martín el obispo, de santa memoria, Cuya alma está en manos de Dios, más él está todo aquí, Presente y manifiesto en milagros de toda clase» Para los cristianos primitivos, así como más tarde para sus seguidores medievales, los milagros eran acontecimientos cotidianos; formaban parte de una realidad que, aunque distinta de la moderna, no por ello era menos compleja. Para el erudito San Agustín, «todas las cosas naturales están llenas de lo milagroso», y el mundo mismo es «el milagro de los milagros».
Resultaba, por tanto, enteramente natural que Dios manifestara lo inusual a través de las oraciones dirigidas a los santos o realizadas por éstos. A medida que las tumbas de los santos iban convirtiéndose en lugares de peregrinación – y de grandes fiestas -, se construían iglesias sobre ellas para albergar las reliquias y asegurar una celebración más digna de los santos patronos de la localidad. No sólo los cuerpos de los santos, , sino también sus prendas de vestir, y hasta los instrumentos de su tortura (en caso de haberlos) se veneraban como objetos sagrados. Según un testimonio de la época, antes del entierro de San Ambrosio, obispo de Milán, en 397, «una multitud de hombres y mujeres arrojaban sus pañuelos y delantales hacia el cuerpo del santo, en la esperanza de que lo tocaran». (2)
Tales brandea, como se llamaban, eran apreciados como reliquias indirectas. Desgajadas del cuerpo y guardadas en relicarios bellamente adornados, las reliquias se convirtieron efectivamente en santuarios portátiles para uso tanto público como privado. Varios de los padres de la Iglesia se opusieron a la veneración de tales reliquias, alegando que suscitaban un tipo de reverencia que debía ser tributado únicamente a Dios. Otros defendían esas prácticas, arguyendo que los cuerpos de los santos estaban santificados y, por extensión, también los objetos que habían tocado. Otros más justificaban el culto de los santos y la veneración de sus reliquias por razones pedagógicas: contribuían a la edificación y elevación espiritual de los creyentes. Finalmente se impuso la opinión favorable a las reliquias. En 410, el Concilio de Cartago decidió que los obispos locales destruyesen todos los altares erigidos en memoria de los mártires y que no permitiesen la construcción de nuevos santuarios, a menos que contuvieran reliquias o estuvieran situados en lugares notoriamente santificados por la vida o muerte del santo. Hasta el año 767, el culto de los santos había llegado a ser parte tan esencial del culto cristiano que el Concilio de Nicea decretó que todo altar de iglesia debía contener una «piedra del altar» que albergara las reliquias de un santo. Aún hoy, el Código de Derecho Canónico define un altar como «una tumba que contiene las reliquias de un santo». (3)
Si por una parte los santos estaban presentes en sus restos, por otra eran recordados a través de sus historias. Aparte de la Escritura, la literatura cristiana más popular durante los siglos de formación de la Iglesia fueron los relatos de la pasión y muerte de los mártires. En contadas ocasiones, como el martirio de santa Perpetua y de santa Felicitas, en el siglo III, las Iglesias locales lograron efectivamente conservar e incluir en sus acta de los santos la transcripción directa, efectuada por los escribas romanos, del diálogo del tribunal y los acusados. Con mayor frecuencia, la comunidad local de creyentes componía las «pasiones» de sus propios mártires, que eran relatos piadosos y altamente estilizados por la pasión y muerte del mártir. Dado que la finalidad de tales historias era la edificación de los creyentes, no menos que la exaltación del santo, se entrelazaban en ellas leyendas y anécdotas milagrosas que dramatizaban la valentía moral y el poder espiritual del santo. Lo que había sido en realidad, por ejemplo, sumarísimos interrogatorios reglamentarios por parte del tribunal, se transformaba en largos diálogos apócrifos entre el acusado y los acusadores. A esos relatos de pasión se les agregaba los libelli o historias de milagros.
En suma, el culto de los santos hacía revivir a los muertos, infundía vida a la leyenda y proporcionaba a cada comunidad de cristianos sus propios santos patronos. Con su crecimiento exuberante, el culto de los santos arraigó por dondequiera que llegara la cristiandad. Al final, los obispos comprendieron que era preciso podar esas vidas, porque saber a quién rezaba la gente era un asunto de gran importancia. No había nada malo en la aclamación popular, pero se comenzaba a entender que el entusiasmo de los creyentes por sus patronos celestiales podía sufrir eventuales desengaños. ¿Cómo podían asegurarse las autoridades de la Iglesia de que los santos invocados por la gente eran realmente santos? Los mártires no presentaban ningún problema. Su autenticidad como santos se basaba en el hecho de que la comunidad había presenciado su muerte ejemplar. Se creía que el martirio era algo más que un acto de valentía humana. Morir por Cristo requería apoyo sobrenatural. Se creía que sólo el poder de Cristo conseguía, obrando en el mártir, sostenerlo hasta el sangriento final. Incluso los pecados que el santo hubiera cometido quedaban borrados por el martirio siendo éste lo más elevado que se le podía pedir a un cristiano piadoso. El martirio constituía, en suma, el sacrificio perfecto e implicaba la consecuencia de la perfección espiritual. Una cosa era, sin embargo, reconocer la santidad de los mártires y otra hacer lo propio con los que no lo eran. ¿Cómo podía saber la Iglesia si alguien que no había sufrido martirio había perseverado en al fe hasta el final de su vida? La interrogante se planteó por primera vez, según parece, en relación con los confesores. Como los mártires, los confesores eran reverenciados incluso cuando se hallaban en prisión. Otros cristianos acudían, a veces con gran riesgo para ellos mismos, a socorrerlos. Después se otorgaba a menudo a los supervivientes, como hemos visto, privilegios y posiciones de honor en la comunidad. Pero desgraciadamente no todos los confesores mantenían intacta su virtud después del sufrimiento recibido, perdiendo por ejemplo la humildad, o la misma fe. Con frecuencia se trataba a los ascetas, mucho antes de morir, con la misma deferencia que solía concederse a los mártires.
Del mismo modo que éstos se purificaban por el sufrimiento y la muerte, así, se pensaba que los ascetas se purificaban mediante el rigor de su disciplina espiritual. La analogía es bastante explícita en la Vida de Antonio, atribuida a San Atanasio, que se publicó inmediatamente después de la muerte del santo, en 355, y que permanecería durante siglos como uno de los principales modelos de los textos hagiográficos. En dicha obra, San Atanasio describe con gran lujo de detalles los prolongados ayunos, silencios y otros sufrimientos que el ermitaño del desierto soportó voluntariamente. En su celda, escribe Atanasio, San Antonio «era martirizado a diario por su conciencia en los conflictos de la fe». (4) Al huir de la sociedad de ciudades y aldeas en busca de la fría soledad de los desiertos, los ascetas bregaban por aquella pureza del corazón que conocieron Adán y Eva en el Paraíso antes del pecado original. Y como Adán, los ascetas experimentaban las tentaciones de Satanás, a menudo en forma de tentaciones de la carne, y libraban así batallas contra las fuerzas del mal que dominan este mundo caído. Pero esos ascetas tampoco estaban tan lejos de la sociedad como para que los creyentes no pudieran dirigirse a ellos en busca de asistencia espiritual o de curación. En una palabra, eran considerados, como los confesores, «santos vivientes», y las historias de sus vidas comenzaron a surgir. La Vida de Antonio conmovió tanto a Agustín de Hipona que, al conocerla a través del relato de su amigo Ponticiano, renunció a su deseo de casarse, se convirtió al cristianismo y terminó por vivir en carne propia la santidad. Pero otra vez se planteaba la pregunta de cómo los creyentes podían saber que el asceta, en la soledad de su celda, no había sucumbido a la tentación. ¿Podían estar seguros de que un «santo viviente» había muerto en perfecta amistad con Dios y era, por tanto, capaz de interceder por ellos? Resultó que la prueba se hallaba en sus milagros. Aparte de su reputación personal de santidad, los confesores y los ascetas eran juzgados dignos de culto por el número de milagros que obraban póstumamente pro intermedio de sus tumbas o de sus reliquias.
San Agustín tuvo gran influencia al defender la idea de que los milagros eran señales del poder de Dios y pruebas de la santidad de aquéllos en cuyo nombre se obraban. Su convicción se vio reforzada tras el descubrimiento, en 415, de los restos de san Esteban en Tierra Santa y su posterior dispersión entre varios santuarios occidentales. Los milagros no tardaron en producirse, y San Agustín, deseoso de reafirmar en la fe a los creyentes, tomó nota de ellos. En una ocasión llevó a dar testimonio en la iglesia a un joven que había sido curado poco tiempo atrás por una reliquia de san Esteban y, a continuación, presentó a su hermana, que continuaba padeciendo la misma enfermedad. Éstos y otros ejemplos se citan extensamente en el capítulo final de su obra monumental La ciudad de Dios, entretejidos en un diálogo de altos vuelos con Platón, Cicerón y Porfirio, como pruebas irrefutables de la resurrección de la carne.
En el siglo V existían, por tanto, varios de los elementos que finalmente serían codificados en el procedimiento formal que sigue la Iglesia para la canonización. A los santos se los identificaba como tales en función de 1) su reputación entre la gente, sobre todo la del martirio, 2) las historias y leyendas en que se habían transformado sus vidas, como ejemplos de virtud heroica y 3) la reputación de obrar milagros, en especial aquellos que se producían póstumamente sobre las tumbas o a través de las reliquias. Aunque no todas las historias se aceptaban sin crítica, habrían de pasar varios siglos más hasta que la Iglesia insistiera en que tales elementos fuesen verificados mediante una investigación sobre la vida y muerte de los santos. Mientras tanto, éstos continuaban siendo objeto de culto, no de investigación. Para la santidad bastaba con que el fallecido fuera recordado, venerado y, ante todo, invocado. Del siglo VI al X, el culto de los santos se expandió en progresión geométrica.
A medida que la fe se difundió entre los godos y los francos y, luego, entre los celtas de las islas Británicas y los eslavos de Europa oriental, los cristianos recién convertidos exigían el reconocimiento de sus propios santos y mártires, que a menudo eran los mismos misioneros a quienes ellos habían dado muerte por predicar la fe. La Iglesia estimulaba a su vez la veneración de reliquias entre los recién bautizados, a fin de fortalecer su fe y prevenirlos de la recaída en la adoración de los antiguos ídolos. Los papas se mostraban generosos con los restos de los santos enterrados en los cementerios de Roma, regalando reliquias a muchos visitantes destacados. En Oriente, el culto de los santos proliferaba de manera diferente. Puesto que Constantinopla, la «nueva Roma», no podía preciarse de tener mártires propios, la Iglesia los importaba, tal como sucedió a partir de 356 con los cuerpos de los santos Timoteo, Andrés y Lucas. Así se inició la práctica de la traslación o traslado de las reliquias desde sus tumbas a las iglesias de todo el orbe cristiano. Otra práctica nueva fue la «invención»: el descubrimiento y la veneración de reliquias hasta entonces desconocidas, como en el caso antes mencionado del descubrimiento de los huesos de san Esteban en Jerusalén. Primero, en Oriente, y luego a regañadientes, en Occidente, el traslado y la invención de los cuerpos fueron acompañados del desmembramiento y la distribución de las reliquias. Inevitablemente, ese tráfico de reliquias alentaba los abusos, tales como venta o falsificación de las mismas. Desde el siglo VIII, los papas ordenaron que los restos de los mártires romanos fuesen retirados de las catacumbas y colocados en las iglesias de la ciudad para evitar ulteriores profanaciones y descuidos.
No es sorprendente, por tanto, que la historia de la canonización, tal como entendemos ahora este proceso, comenzara con la necesidad de establecer una supervisión de las reliquias y de los santuarios. Sólo una vez asegurado tal control, los obispos empezaron, con un proceso gradual, a encarar el problema de la convalidación del culto de nuevos santos. El desarrollo de la canonización Conforme a un antiguo axioma de la Iglesia, la regla de la oración es la regla de la fe (lex orandi, lex credendi) o, dicho en otras palabras: para saber en qué creen los cristianos hay que escuchar sus oraciones. Aparte de todo lo demás, la veneración de los santos era, como dijimos antes, un acto litúrgico. A los santos se los recordaba e invocaba, y a ellos se rezaba por dondequiera que se reunieran los cristianos en adoración. En tales ocasiones, sus nombres eran leídos en voz alta, como una lista de honor de los bienaventurados. De ahí deriva el significado originario de «canonización»: inscribir el nombre de alguien en un canon o lista de santos. Durante los primeros siglos de nuestra era, tales listas eran numerosas.
A las listas de mártires, los llamados «martirologios», siguieron diversos calendarios ordenados que indicaban el nombre y el lugar de entierro de cada santo. Las iglesias locales poseían sus propios calendarios, que reflejaban el canon de la región y a veces eran intercambiados con los de otras iglesias locales. También los monasterios e incluso las naciones tenían santorales propios. No fue hasta el siglo XVII, después de la pseudo-reforma protestante, que se estableció un canon universal para la Iglesia entera. Pero el proceso efectivo de la canonización era mucho más complejo, imprevisible y, sin duda, más difícil de controlar que la mera compilación de listas. Del siglo V al siglo X, los obispos fueron desempeñando un papel mucho más directo en la supervisión de los cultos emergentes. Antes de agregar un nuevo nombre al calendario local, los obispos insistían en que los solicitantes presentaran informes escritos (las llamadas vitae) sobre vida, virtudes y muerte del candidato, así como informaciones sobre sus milagros y, en su caso, acerca de su martirio.
Los prelados más exigentes pedían además testimonios presenciales, sobre todo tratándose de milagros. Hay que anotar, sin embargo, que esos procedimientos rudimentarios servían más para asegurarse de la reputación de santidad del candidato que para examinar su dignidad o virtud personal. Una vez obtenida la aprobación del obispo o del sínodo regional, el cuerpo era exhumado y trasladado a un altar, acto que venía a simbolizar la canonización oficial. Por último, se le asignaba al nuevo santo un día para la celebración litúrgica de su fiesta y se inscribía su nombre en el santoral local. De esa manera informal la canonización se convirtió gradualmente en una función eclesiástica. Poco a poco, sin embargo, los obispos iban cayendo en la cuenta de que había serias razones para escudriñar con mayor cuidado las vidas de los candidatos antes de otorgarles el beneplácito episcopal. Incluso San Agustín había reconocido el peligro de permitir el culto a los herejes: en su época, los donatistas, que más tarde acabarían condenados por herejes, eran notorios por su pasión por el martirio, llegando en ocasiones a pedir a otros que los mataran. ¿Cómo podía la Iglesia venerar a unos santos cuyo martirio no era auténtico o que renegaban de la fe ortodoxa? Y, en cuanto a los milagros, ¿quién podía saber si no fueron realizados con la ayuda del diablo? Era evidente que hacía falta alguna forma de «control de calidad». Hacia finales del siglo X, había una creciente tendencia a encargar los honores de la canonización a los papas, en virtud de su autoridad suprema.
De esta manera, al agregar al culto una especie de sello oficial, se esperaba una mayor probabilidad de que el santo fuese reconocido más allá de la comunidad local. Éste parece haber sido el modesto motivo detrás de la canonización del obispo Udalrico (Ulrich) de Augsburgo, en 993, el primer caso autentificado de convalidación papal de un culto. A instancias del sucesor de Udalrico, el papa Juan XV escuchó el informe sobre la vida y milagros del obispo y autorizó el traslado de sus restos. Habrían de pasar, sin embargo, siete siglos más hasta que el entero proceso de canonización quedara firmemente sometido al control papal. Para que ellos sucediera, debían realizarse previamente dos condiciones históricas: un extraordinario refinamiento de los procedimientos de canonización y, por otra parte, la consolidación de la autoridad que el papa ejercía sobre la Iglesia. Ninguna de las dos se cumplió instantáneamente ni sin conflictos. Como era de esperar, la extensión del control papal sobre el proceso de canonización, aun siendo gradual, no fue siempre recibida con entusiasmo en todas partes. En primer lugar, muchos santos habían muerto hacía largo tiempo y eran objeto de vigorosos cultos locales.
¿Cómo podía el Papa, después de tantos años, negarles validez? ¿Y cómo podían él o sus legados llevar a cabo una investigación retrospectiva sobre la vida de un santo para decidir si realmente merecía la veneración del pueblo? A pesar de los resquemores, en el transcurso de las décadas, la intervención papal en la canonización fue haciéndose más pronunciada. Con cada vez mayor frecuencia, los papas exigían pruebas de los milagros y virtudes en forma de declaraciones de testigos fiables. En un caso memorable, el papa Urbano II (1088-1099) se negó a canonizar a un abad (Gurloes) hasta que los monjes no le presentaran testigos oculares que atestiguaran haber presenciado los milagros atribuidos al abad.
En el siglo siguiente, el papa Alejandro III (1159-1181) reprendió, en una carta al rey Kol de Suecia, a un obispo local por tolerar el culto a un monje que resultó muerto en una pendencia de borrachos, a pesar de que los habitantes del lugar aseguraban que se habían obrado milagros a través de su intercesión. Alejandro observó que los monjes pendencieros no eran el tipo de ejemplo de santidad que la Iglesia deseaba ver imitado por sus fieles. Alejandro fue el primero de lo que llegaría a ser, con algunas interrupciones, una larga línea de grandes papas juristas medievales que convertirían a la Iglesia católica romana en el primer Estado europeo regido por leyes.
Al igual que otras dimensiones de la actividad eclesiástica, la canonización vino a colocarse gradualmente bajo la jurisdicción de la Santa Sede y sus juristas. En 1170, Alejandro decretó que nadie podía recibir veneración local sin la autorización papal, cualesquiera que fuesen su reputación de santidad o sus milagros. Dicho decreto, sin embargo, no pudo fin inmediato a las canonizaciones episcopales ni eliminó la sed popular de nuevos cultos. En 1234, el papa Gregorio IX publicó sus Decretales, colección de leyes pontificias, en las que afirmó la jurisdicción absoluta del pontífice romano sobre todas las causas de los santos, declarándola obligatoria para la Iglesia universal. Dado que los santos eran objeto de devoción de la Iglesia entera, razonaba Gregorio, sólo el papa, en su jurisdicción universal, tenía el derecho de canonizar. A partir de entonces, el proceso de canonización se volvió cada vez más meticuloso.
El reglamento exigía esencialmente la creación de tribunales locales con delegados papales que escuchaban las declaraciones de los testigos que estaban allí para confirmar las virtudes y los milagros del candidato. Estos últimos eran sometidos a un escrutinio particularmente severo. Aún así, no fue hasta el siglo XIV, con el traslado de la corte papal a Aviñón, que los papas lograron instituir unos métodos bien reglamentados para investigar las vidas de los nuevos candidatos a la santidad. Gracias a las reformas canónicas que tuvieron lugar entonces, los procedimientos de canonización adquirieron la forma explícita de un proceso legal en toda regla entre los solicitantes, a los que presentaba un procurador oficial o defensor de la causa, y el papa, representado por una nueva especie de funcionario de la curia, el «promotor de la fe», más conocido popularmente como «abogado del diablo». Además, la Santa Sede exigía, antes de tomar en consideración una causa, que el proceso a favor del candidato fuese solicitado mediante cartas de «reyes, príncipes y otras personas prominentes y honradas» (lo cual incluía, obviamente, a los obispos). En otras palabras, la vox populi no bastaba para comprobar la reputación de santidad si no recibía el apoyo de las jerarquías eclesiásticas. Los procesos se prolongaban a menudo durante meses y se celebraban localmente. El proceso del ermitaño agustino San Nicolás de Tolentino, por ejemplo, duró desde el 7 de julio hasta el 28 de septiembre de 1325; declararon en él trescientos setenta y un testigos.
Resulta poco sorprendente, pues, que entre los años 1200 y 1334 se produjeran sólo veintiséis canonizaciones papales. A pesar de esas medidas, el período comprendido entre 1200 y 1500 asistió a la más amplia difusión del culto de los santos en toda la historia de la Iglesia occidental. Cada ciudad y cada pueblo veneraba a su propio santo patrono, y el ascenso de las órdenes mendicantes agregaba nuevos nombres a las listas. A partir de entonces el papado introdujo una nueva distinción: de entonces en adelante, tenían derecho a ser llamados sancti (santos) solamente aquellos que hubieran sido canonizados por el papa, mientras que los que eran venerados sólo localmente o por determinadas órdenes religiosas recibían el nombre de beati (beatos). Se toleraban así los cultos locales y se reservaba, sin embargo, el reconocimiento oficial a aquellos siervos de Dios cuyas vidas y virtudes ofrecían los mejores ejemplos a la cristiandad entera. Por eso la canonización papal apuntaba a presentar a los creyentes unas vidas dignas de ser imitadas, y no a unos santos que solamente fuesen invocados para pedir milagros y otros favores.
La reforma detallada de los procedimientos de canonización llegó en 1588, cuando el papa Sixto V creó la Congregación de Ritos y encargó a sus funcionarios la responsabilidad de preparar las canonizaciones papales y de verificar la autenticidad de las reliquias. Pero no fue hasta el pontificado de Urbano VIII (1623-1644) que el papado obtuvo por fin el control completo de la canonización de los santos. En una serie de decretos papales, Urbano definió los procedimientos canónicos por los que habían de regirse las beatificaciones y las canonizaciones. Una de esas decisiones merece especial atención. El papa prohibió estrictamente cualquier forma de veneración pública – incluida la publicación de libros de milagros o revelaciones, atribuidos a un supuesto santo – hasta que la persona en cuestión no hubiera sido beatificada o canonizada por solemne declaración papal. Hizo, sin embargo, una excepción importante para los casos de aquellos santos de cuyos cultos era demostrable que habían existido «desde tiempos inmemoriales» o que podían justificarse «por la fuerza de cuanto los padres o santos han escrito, con la antigua y consciente aquiescencia de la Sede Apostólica (Roma) o de los obispos locales». (5)
En consecuencia, quedaron sólo dos caminos hacia la santidad: uno, la estrecha puerta delantera del procedimiento formal y papal, y otro, la puerta trasera, aún más angosta, de la beatificación o la canonización «equipolentes» (equivalentes) para aquellos cultos que, en el momento del decreto de Urbano, tenían ya por lo menos un siglo de práctica.
El segundo camino era, de hecho, una especie de edicto de tolerancia para los cultos locales populares y de antigua raigambre. Desde entonces, cualquier exhibición no autorizada del culto a una persona, previo a su beatificación o canonización descalificaba automáticamente al candidato para la canonización. Los creyentes todavía podían reunirse ante la tumba del difunto y rezar por favores divinos, y también podían ofrecerle devociones privadas en sus casas; pero ya no podían invocar o venerar al difunto en las iglesias sin perjudicar seriamente sus posibilidades de canonización. Había hablado Roma, y todo lo que quedaba por hacer era organizar y codificar los reglamentos romanos para el proceso de canonización. Lo que había sido un reconocimiento espontáneo por parte de la comunidad local, se convirtió en una investigación retroactiva, conducida por hombres que no conocieron personalmente al siervo de Dios. Lo que antaño había sido un proceso entre los creyentes mismos, ahora quedó en manos de los juristas canónicos residentes en Roma. Pero el derecho canónico se parece al derecho consuetudinario (common law) británico y estadounidense, en cuanto se basa en antecedentes, no en deducciones derivadas de principios abstractos. Hubo de pasar otro siglo hasta que Prospero Lambertini, un brillante especialista en derecho canónico, que ascendió desde las filas de la Congregación de Ritos hasta convertirse en el Papa Benedicto XIV, se propuso la tarea de revisar y clarificar la teoría y práctica eclesiásticas para el proceso de canonización. Los cinco volúmenes de su extensa obra De Servorum Dei beatification et Beatorum canonizatione («Sobre la beatificación de los siervos de Dios y la canonización de los beatos»), publicados entre 1734 y 1738, son aún en la actualidad el texto básico sobre el tema. En los siglos siguientes, los refinamientos del proceso de canonización se debieron mayormente a influencias exteriores.
La evolución de la historia como ciencia crítica, por ejemplo, afectó gradualmente la manera en que la Congregación manejaba los textos, aunque tuvo un efecto menos visible sobre la redacción de las vitae. Y, lo que es más importante, la evolución de la medicina científica, redujo en grado considerable el número y la variedad de favores divinos aceptables como milagros sin lugar a dudas. Pero la «ciencia» decisiva sigue siendo el derecho canónico con sus exigencias. La prueba fundamental la seguían constituyendo los testimonios presenciales; el objetivo principal era comprobar el martirio o las virtudes heroicas. Incluso el término técnico usado por la Iglesia, processus o proceso, tiene claras connotaciones jurídicas. En consecuencia, si el propósito de la canonización papal, tal como se formó en la era moderna, fue el de alcanzar la verdad teológica – de saber si el candidato estaba realmente con Dios en el Paraíso – tanto la forma como el espíritu del proceso eran judiciales.
El proceso moderno de canonización En 1917, el reglamento formal para la canonización fue incorporado al Código de Derecho Canónico. Para quienes no eran estudiosos del derecho canónico o no leían latín, todo el proceso fue expuesto pormenorizadamente por un clérigo católico británico, Canon Macken, en un libro publicado en 1910. El procedimiento había adquirido, a lo largo de cuatro siglos de refinamiento, una cierta reputación hagiográfica propia por la precisión jurídica que mostraba en el descubrimiento y la verificación de los santos auténticos. Maken declaró: La «fiera de luz que bate un trono» no es nada en comparación con esta investigación sumamente cuidadosa y elaborada. Todos los procedimientos se llevan a cabo con un esmero y una formalidad mucho mayores que en los más importantes pleitos judiciales. La historia de una jurisprudencia secular no puede ofrecernos nada que se parezca aproximadamente a la extrema circunspección que se observa en esas investigaciones (…) En los procesos de canonización, todo se reduce a ciencia exacta. Los procedimientos legales de las naciones civilizadas se basan en gran medida en los métodos establecidos de la Iglesia. Pero en ninguna otra parte hallamos la misma severa regularidad y estricta disciplina que se practica en esos exámenes. En todas las fases se observa un máximo de diligencia y precisión y, mirando el asunto desde un punto de vista puramente humano, es preciso admitir que, si existe alguna institución, algún método de investigación conocido que sea capaz de alcanzar el pleno conocimiento de la verdad, entonces el procedimiento sereno y reflexivo de la Iglesia es el que con mayor derecho puede aspirar a tal distinción. El gran objetivo de todas las investigaciones, desde el principio hasta el fin, es excluir toda posibilidad de error o engaño y asegurar que la verdad reluzca en todo su esplendor. (6)
El proceso de canonización sufrió un nuevo cambio en la década de 1980. Algunas formalidades jurídicas continuaron siendo las mismas, pero la dinámica subyacente sufrió un cambio de orientación. Lo que sigue es una descripción del sistema de canonización, con toda su circunspección, tal como existía aún en fecha tan reciente como 1982:
Durante el antiguo régimen canónico, al igual que en el curso del nuevo, el sistema apuntaba a hallar respuestas a los siguientes interrogantes generales: ¿Goza el candidato de la reputación de haber muerto como mártir o de haber practicado las virtudes cristianas en grado heroico? Como prueba de tal reputación, ¿invoca la gente la intercesión del candidato ante Dios al rezar por favores divinos? ¿Qué mensaje o ejemplo particular aportaría a la Iglesia la canonización del candidato? ¿Está la reputación de martirio o de virtudes extraordinarias del candidata basada en hechos? Por el contrario, ¿hay algo en la vida o en los escritos del candidato que presente un obstáculo para su canonización? Específicamente, ¿ha escrito, enseñado o defendido opiniones heterodoxas o contrarias a la fe o a la moral católicas? ¿Hay entre los signos divinos atribuidos a la intercesión del candidato algunos que sean inexplicables para la razón humana y que constituyan, por tanto, potenciales milagros? ¿Hay alguna razón pastoral por la que el candidato no debiera ser beatificado en este momento? ¿Después de la beatificación del candidato, se han producido gracias a su intercesión otros milagros que pudieran ser interpretados como señales divinas de que el beato es digno de canonización? ¿Hay alguna razón pastoral por la que el beato no debiera ser canonizado, o no en el momento presente?
En la práctica, el proceso de canonización involucra una gran variedad de procedimientos, destrezas y participantes: promoción, financiación y publicidad por parte de quienes consideran santo al candidato; tribunales de investigación de parte del obispo o de los obispos locales; procedimientos administrativos por parte de los funcionarios de la congregación; estudios y análisis por asesores expertos; disputas entre el promotor de la fe (el «abogado del diablo») y el abogado de la causa; consultas con los cardenales de la congregación. Pero, en todo momento, únicamente las decisiones del papa tienen fuerza de obligación; él sólo posee el poder de declarar a un candidato merecedor de beatificación o canonización. Bajo el antiguo sistema jurídico, una causa de éxito pasaba por las siguientes fases típicas:
1) Fase prejurídica.
Hasta 1917, el derecho canónico exigía que pasaran por lo menos cincuenta años desde la muerte del candidato antes de que sus virtudes o martirio pudieran discutirse formalmente en Roma. Se trataba así de asegurar que la reputación de santidad de que gozaba un candidato era duradera y no meramente una fase de celebridad pasajera. Incluso ahora, suprimida la regla de los cincuenta años, se exhorta a los obispos a distinguir con sumo cuidado entre una auténtica reputación de santidad, manifiesta en oraciones y otros actos devotos ofrecidos al difunto, y una reputación estimulada por los medios de comunicación y la «opinión pública» (Esa cautela frente a la prensa no es precisamente nueva: la primera advertencia, por parte de la congregación de no tomarse demasiado en serio las reputaciones divulgadas por los medios de comunicación data de 1878. (7) Durante esa fase se permiten, sin embargo, una serie de actividades extraoficiales. Primero, un individuo o un grupo reconocido por la Iglesia puede anticiparse al proceso con la organización de una campaña de apoyo económico y espiritual al candidato potencial. En la práctica, esos «impulsores» de una causa suelen ser miembros de alguna orden religiosa, dado que sólo ellos tienen los recursos y los conocimientos necesarios para llevar el proceso hasta el final. Normalmente se forma una hermandad, se hacen colectas de dinero, se solicitan informaciones sobre favores divinos, se publica un boletín, se imprimen tarjetas de oraciones y, con no poca frecuencia, se publica una biografía piadosa. Ésa es, en efecto, una fase de promoción, encaminada a alentar la devoción privada y a convencer al obispo o al juez eclesiástico responsable de la diócesis, en donde murió el candidato, de la existencia de una genuina y persistente reputación de santidad. Por último, los iniciadores se convierten en «el solicitante» del proceso cuando piden formalmente al obispo la apertura de un proceso oficial.
2) Fase informativa.
Si el obispo local decide que el candidato posee los méritos suficientes, inicia el Proceso Ordinario. El propósito de ese proceso es suministrar a la congregación los materiales suficientes para que sus funcionarios puedan determinar si el candidato merece un proceso formal. A tal fin, el obispo convoca un tribunal o corte de investigación. Los jueces citan a testigos que declaren tanto a favor como en contra del candidato, que de ahí en adelante es llamado «el siervo de Dios». En caso de ser necesario, las sesiones se celebran en cualquier sitio en donde haya vivido el siervo de Dios El fin de ese procedimiento de investigación es doble: primero, establecer si el candidato goza de una sólida reputación de santidad y, segundo, reunir los testimonios preliminares aptos para comprobar si tal reputación se halla corroborada por los hechos. El testimonio original es transcrito por acta notarial, sellada y conservada en el archivo de la diócesis. Unas copias selladas (hasta 1982 se necesitaba todavía un permiso especial de la congregación para presentar copias mecanografiadas en lugar de copias escritas a mano) se remiten a Roma por un mensajero especial del Vaticano. El obispo local debe confirmar que el siervo de Dios no es objeto de culto público; esto es, hay que comprobar que el candidato no se ha convertido, con el paso del tiempo, en objeto de veneración pública. Esa exigencia, formal, pero necesaria, se remonta a las reformas del papa Urbano VIII, que prohibió, como hemos visto, el culto de los santos no oficialmente canonizados por el papa.
3) Juicio de ortodoxia.
Es un proceso concomitante, el obispo nombra unos funcionarios encargados de recoger los escritos publicados del candidato; al final, se reúnen también cartas y otros escritos inéditos. Los documentos se envían a Roma, donde en el pasado eran examinados por censores teológicos, que rastreaban eventuales enseñanzas u opiniones heterodoxas; hoy, los censores no intervienen ya, pero los exámenes continúan realizándose. Obviamente, cuanto más haya escrito el candidato, cuanto más osado haya sido su intelecto en materia de fe, con tanto más rigor serán escudriñadas sus obras. Como regla general, los disidentes de la enseñanza oficial de la Iglesia son rechazados sin más rodeos. Aunque la congregación no cuenta con ninguna estadística sobre los motivos de rechazos de las causas, los que trabajan allí confirman que el hecho de no haber superado ese examen de pureza doctrinaria es la razón más frecuente por la que ciertas causas han sido canceladas o suspendidas indefinidamente. Los promotores de una causa bloqueada tienen, sin embargo, una oportunidad de refutar los cargos de heterodoxia imputados a su candidato, en caso de que haya algún malentendido. Desde 1940, los candidatos deben superar otro examen adicional. A título de revisión preventiva, todos los siervos de Dios deben recibir de Roma el nihil obstat, la declaración de que no hay «nada reprochable» acerca de ellos en las actas del Vaticano. En la práctica, con ello se alude a las actas de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargada de la defensa de la fe y la moral, o de otra cualquiera de las nueve congregaciones (la Congregación para los Obispos, para el Clero, etc.) que pueda tener motivos para contar con datos acerca del candidato. La razón de ese procedimiento reside en la posibilidad de que una o varias congregaciones puedan hallarse en posesión de informaciones privilegiadas relativas a los escritos o a la conducta moral del candidato, que acaso pudieran influir sobre el seguimiento de la causa. Raras veces se encuentra algo objetable; desde 1979, por ejemplo, sólo hubo una causa que no obtuvo el nihil obstat.
4) La fase romana.
Es aquí donde empieza la verdadera deliberación. En cuanto los informes del obispo local llegan a la congregación, se asigna la responsabilidad de la causa a un postulador residente en Roma. Hay unos doscientos veintiocho postuladores adscritos a la congregación; la mayoría de ellos, sacerdotes pertenecientes a órdenes religiosas. La tarea del postulador consiste en representar a los solicitantes de la causa; es el solicitante quien le paga, a menos que se trate de un caso de caridad. El solicitante paga también los servicios de un abogado defensor, elegido por el postulador entre una docena aproximada de juristas canónicos, clérigos y legos, especializados y en posesión de un permiso de la Santa Sede para ocuparse de las causas de los santos. A partir de los materiales suministrados por el obispo local, el abogado prepara un resumen, encaminado a demostrar a los jueces de la congregación que la causa debe ser iniciada oficialmente. En el resumen, el abogado arguye que existe una verdadera reputación de santidad y que la causa ofrece pruebas suficientes para justificar un examen más detenido de las virtudes o del martirio del siervo de Dios. A continuación, se entabla una dialéctica escrita en la que el promotor de la fe, o «abogado del diablo», propone objeciones al resumen del abogado defensor y éste replica. Ese intercambio suele repetirse varias veces y, a menudo, transcurren años o incluso décadas antes de que todas las diferencias entre el abogado de la causa y el promotor de la fe hayan quedado satisfactoriamente resueltas. Finalmente, se prepara un volumen impreso, llamado positio, que contiene todo el material desarrollado hasta el momento, incluidos los argumentos del promotor de la fe y del abogado.
La positio la estudian los cardenales y los prelados oficiales (el prefecto, el secretario, el subsecretario y, si es necesario, el jefe de la sección histórica) de la congregación, que pronuncian su sentencia en una reunión formal celebrada en el Palacio Apostólico. Como en el veredicto de un jurado de instrucción, un juicio positivo implica que hay buenas razones para iniciar el proceso (processus). Una vez aceptado el veredicto por la congregación, se le notifica al papa, quien emite un decreto de introducción, salvo que tenga a su vez razones para denegarlo. La manera en que lo hace es significativa. Se supone que, si la causa ha resistido al examen hasta ese punto, cuenta con buenas posibilidades de éxito; pero, aún así, muchas fracasan. En consecuencia, para subrayar el hecho de que en esa fase la causa ha recibido únicamente la aprobación administrativa del papa, éste no firma el decreto con su nombre pontificio, por ejemplo, papa Juan Pablo II, sino que emplea solamente su nombre de pila: Placet Carolos («Karon acepta»). Una vez se ha instruido la causa, pasa a la jurisdicción de la Santa Sede; se la llama entonces un «proceso apostólico». El promotor de la fe o sus asistentes elaboran otra serie de preguntas, destinadas a obtener informaciones específicas sobre las virtudes o el martirio del siervo de Dios. Esas preguntas se remiten a la diócesis local, donde un nuevo tribunal, esta vez integrado por jueces delegados de la Santa Sede, vuelve a interrogar a los testigos aún vivos. Los jueces tienen también la posibilidad de requerir declaraciones de testigos nuevos y, en caso de necesidad, éstos pueden incluso ser trasladados a Roma para contestar a las preguntas.
De hecho, el proceso apostólico es una versión más estricta del proceso ordinario. Su objetivo es demostrar que la reputación de santidad o de martirio del candidato está basada en hechos reales. Cuando los testimonios están completos, la documentación se envía a la congregación, donde se traduce el material una de las lenguas oficiales. Hasta este siglo, sólo había una lengua oficial, el latín. Gradualmente se añadieron el italiano, el español, el francés y el inglés, conforme al creciente número de causas provenientes de países en donde se hablan dichas lenguas. Después, los documentos los examinan el subsecretario y su equipo, para comprobar que todas las formalidades y los protocolos jurídicos han sido observados con precisión. Al concluir este proceso, la Santa Sede emite un decreto sobre a validez del mismo, con lo que garantiza su uso legítimo. Como siguiente paso, el postulador y su abogado preparan otro documento, llamado informativo, que resume de manera sistemática los argumentos a favor de la virtud o del martirio. A ese documento se agrega un sumario de las declaraciones de los testigos, especificadas con relación a los argumentos que se trata de demostrar. Tras estudiarlo, el promotor de la fe hace sus objeciones a la causa y el abogado le contesta con la ayuda del postulador. Ese intercambio de argumentos se imprime, y la entera colección de documentos se somete al estudio y al juicio de los funcionarios de la congregación y al de sus asesores teológicos. Las dificultades y reservas resultantes de esa reunión son recogidas como nuevas objeciones del promotor de la fe y, por segunda vez, le responde el abogado defensor.
Este intercambio forma la base de una segunda reunión y de un segundo juicio, que incluye esta vez a los cardenales de la congregación. El mismo proceso se repite después por tercera vez, pero en presencia del papa. Si se dictamina que el siervo de Dios practicó las virtudes cristianas en grado heroico o que murió como mártir, se le otorga entonces el título de «venerable».
5) La sección histórica.
En 1930, el papa Pío XI instituyó una sección histórica, especializada en causas antiguas y en ciertos problemas que el proceso puramente jurídico no era capaz de resolver. En primer lugar, las causas para las cuales no quedan ya testigos presenciales vivos se asignan a esa sección para su examen histórico; las decisiones sobre la virtud o el martirio se toman en esos casos mayormente a partir de pruebas históricas. En segundo lugar, muchas otras causas se remiten a la sección histórica cuando algún punto controvertido requiere un examen de archivos u otra clase de investigación histórica. En tercer lugar, los miembros de la sección histórica investigan, en muy raras ocasiones, las llamadas causas antiguas para verificar la existencia, origen y continuidad del culto a ciertos personajes considerados santos, la mayoría de los cuales vivieron mucho antes de que se instituyera la canonización pontificia. Tales personajes pueden recibir, a discreción del papa, un decreto de beatificación o de canonización «equivalentes».
El Index ac Status Causarum (edición de 1988) contiene trescientos sesenta y nueve nombres cuyos cultos han sido confirmados. Entre los más recientes que recibieron la canonización equivalente, se halla Inés de Bohemia, declarada santa por el papa Juan Pablo II el 12 de noviembre de 1989, a los setecientos siete años de su muerte.
6) Examen del cadáver.
A veces se exhuma, previamente a la beatificación, el cadáver del candidato para su identificación por el obispo local. Si se descubre que el cadáver no es el del siervo de Dios, la causa continúa, pero deben cesar las oraciones y otras muestras privadas de devoción ante la tumba.
El examen se realiza únicamente para fines de identificación, aunque, si resulta que el cuerpo no se ha corrompido, tal descubrimiento puede aumentar el interés y el apoyo que recibe la causa. Cuando se enterró, por ejemplo, en 1860 al obispo John Newmann, el cadáver no fue embalsamado. Un mes después, se abrió subrepticiamente la tumba y se halló el cuerpo aún intacto, y la noticia se difundió por toda Filadelfia. Su sepulcro se convirtió en una especie de santuario, las oraciones dirigidas a él se multiplicaron, y de esa manera, se divulgó la reputación de su santidad. A diferencia de algunas otras Iglesias cristianas, ante todo la Rusa ortodoxa, la Iglesia católica romana no considera un cuerpo incorrupto como señal inequívoca de santidad.
Sin embargo, durante siglos se ha venido creyendo que los cadáveres de los santos despiden un aroma dulce – el llamado «olor de santidad» – y la incorrupción se toma por indicio de favor divino. Esa tradición continúa influyendo en los creyentes, aunque no en los funcionarios de la congregación.
Hay por ejemplo, el caso de Pier Giorgio Frassati, un joven de Turín que murió de poliomelitis en 1925, a la edad de sólo veinticuatro años. Era graduado universitario, excelente esquiador y montañista y, como hijo del fundador de La Stampa, uno de los periódicos más poderosos de Italia, tenía dinero. Su reputación de santo se basaba en la caridad: Pier Giorgio decidió dar calladamente su dinero a los pobres. Lo que hizo su causa todavía más intrigante eran los rumores que comenzaron a circular después de su muerte, divulgados principalmente por fascitas hostiles a la reputación antifascista de la familia Frassati. Algunos afirmaban que el joven Pier Giorgio había mantenido relaciones ilícitas con una mujer; otros decían que fue enterrado vivo. Las habladurías eran tan persistentes que la causa quedó suspendida durante varias décadas. Pero cuando se realizó finalmente la autopsia – por motivos médicos, se dijo – su rostro, asombrosamente bien conservado, apareció en perfecta serenidad. Incluso los ojos estaban, según los observadores, intactos, claros y luminosos. Poco después, la causa se reactivó y Frassati fue finalmente beatificado el 20 de mayo de 1990.
7) Procesos de milagros.
Todo el trabajo realizado hasta este punto es, a los ojos de la Iglesia, el producto de la investigación y del juicio humanos, rigurosos pero no obstante, falibles. Lo que hace falta para la beatificación y la canonización son señales divinas que confirmen el juicio de la Iglesia respecto a la virtud o el martirio del siervo de Dios. La Iglesia toma por tal señal divina un milagro obrado por intercesión del candidato. Pero el proceso por el cual se comprueban los milagros es tan rigurosamente jurídico como las investigaciones sobre el martirio y las virtudes heroicas. El proceso de milagros debe establecer:
a) que Dios ha realizado verdadera un milagro – casi siempre la curación de una enfermedad – y
b) que el milagro se obró por intercesión del siervo de Dios.
De manera semejante al proceso ordinario, el obispo de la diócesis, en donde ocurrió el milagro alegado, reúne las pruebas y toma acta notarial de los testimonios; si los datos lo justifican, envía dichos materiales a Roma, donde se imprimen como positio. En la congregación se celebran varias reuniones para discutir, refutar y defender las pruebas; a menudo, se busca información adicional. Esta vez, el caso lo estudia un equipo de médicos especialistas, cuya tarea consiste en determinar que la curación no ha podido producirse por medios naturales. Una vez emitido el juicio correspondiente, se traspasa la documentación a un equipo de asesores teológicos para que decidan si el milagro alegado se realizó efectivamente mediante oraciones al siervo de Dios y no, por ejemplo, mediante oraciones simultáneas dirigidas a otro santo ya establecido. Al final, los dictámenes de los asesores circulan a través de la congregación y, en caso de decisión favorable de los cardenales, el papa certifica la aceptación del milagro mediante un decreto formal.
El número de milagros requeridos para la beatificación y la canonización ha disminuido con el transcurso de los años. Hasta hace poco, la regla eran dos milagros para la beatificación y otros dos, obrados después de la beatificación, para la canonización, si la causa se basaba en la virtud. En el caso de los mártires, los últimos papas han eximido generalmente las causas de la obligación de comprobar milagros para la beatificación, considerando que el último sacrificio es de por sí suficiente para merecer el título de beato. A los no mártires se les sigue exigiendo, sin embargo, dos milagros para la canonización. Evidentemente, el proceso debe repetirse para cada milagro.
8) Beatificación.
Previamente a la beatificación, se celebra una reunión general de los cardenales de la congregación con el papa, a fin de decidir si es posible iniciar sin riesgo la beatificación del siervo de Dios. La reunión guarda una forma altamente ceremoniosa, pero su objetivo es real. En los casos de personajes controvertidos, tales como ciertos papas o mártires que murieron a manos de Gobiernos que aún siguen en el poder, el papa puede efectivamente decidir que, pese a los méritos del siervo de Dios, la beatificación es, por el momento, «inoportuna». Si el dictamen es positivo, el papa emite un decreto a tal efecto y se fija un día para la ceremonia.
Durante la ceremonia de beatificación se promulga un auto apostólico, en el cual el papa declara que el siervo de Dios debe ser venerado como uno de los beatos de la Iglesia. Tal veneración se limita, sin embargo, a una diócesis local, a una región delimitada, a un país o a los miembros de una determinada orden religiosa. A ese propósito, la Santa Sede autoriza una oración especial para el beato y una misa en su honor. Al llegar a este punto, el candidato ha superado ya la parte más difícil del camino hacia la canonización. Pero la última meta le queda aún por alcanzar. El papa simboliza ese hecho al no oficiar personalmente en la solemne misa pontificia con que concluye la ceremonia de beatificación, sino que, después de la misa, se dirige a la basílica para venerar al recién beatificado.
9) Canonización.
Después de la beatificación, la causa queda parada hasta que se presenten – si es que se presentan – adicionales señales divinas, en cuyo caso todo el proceso de milagros se repite. Las fichas activas de la congregación contienen a varios centenares de beatos, algunos de ellos muertos hace siglos, a quienes les faltan los milagros finales, posbeatificatorios, que la Iglesia exige como signos necesarios de que Dios sigue obrando a través de la intercesión del candidato.
Cuando el último milagro exigido ha sido examinado y aceptado, el papa emite una bula de canonización en la que declara que el candidato debe ser venerado (ya no se trata de un mero permiso) como santo por toda la Iglesia universal. Esta vez el papa preside personalmente la solemne ceremonia en la basílica de San Pedro, expresando con ello que la declaración de santidad se halla respaldada por la plena autoridad del pontificado.
En dicha declaración, el papa resume la vida del santo y explica brevemente qué ejemplo y qué mensaje aporta aquél a la Iglesia.
Éste es, en esencia, el proceso por el cual la Iglesia católica romana ha canonizado durante los últimos cuatro siglos. Los nuevos procedimientos Actualmente se mantiene el aspecto jurídico del viejo sistema – esencialmente, la celebración de tribunales locales ante los que declaran los testigos -, pero se aspira a comprender y valorar la forma específica de santidad del candidato en su contexto histórico preciso.
A grandes rasgos, funciona como sigue:
La investigación y la recogida de pruebas están ahora bajo la autoridad del obispo local. Antes de iniciar una causa, éste debe consultar, sin embargo, a los otros obispos de la región para decidir si tiene sentido pedir la canonización del candidato; obviamente, en la moderna era de las comunicaciones instantáneas, un santo cuya reputación de santidad no trasciende los confines del vecindario es difícil de justificar. Luego, el obispo designa a los funcionarios necesarios para investigar la vida, las virtudes y/o el martirio del candidato. Una parte de la investigación incluye todavía las declaraciones de testigos oculares; pero lo que más importa es que la vida y el trasfondo histórico del candidato sean rigurosamente investigados por expertos entrenados en los métodos histórico-críticos. Se reúnen los escritos publicados e inéditos del candidato o relacionados con él, y unos censores locales los evalúan para comprobar la ortodoxia del candidato.
En otras palabras, esa decisión ya no se toma en Roma. Aún así, el candidato debe pasar todavía una prueba de control de las congregaciones vaticanas interesadas y recibir el nihil obstat de la Santa Sede. Si el obispo queda satisfecho con los resultados de la investigación, envía los materiales a Roma. El objetivo principal de la congregación es facilitar la confección de una positio convincente. Una vez aceptada la causa, la congregación designa un postulador y un relator. A partir de ahí, corre a cargo del relator supervisar la redacción de la positio. Ésta debe contener todo lo que los asesores y prelados de la congregación necesitan para juzgar la aptitud del siervo de Dios para la beatificación y la canonización. Debe contener, pues, un nuevo tipo de biografía, una que describa y defina sinceramente la vida y las virtudes o el martirio del candidato, teniendo en cuenta también todas las pruebas contrarias. Después, el relator elige a un colaborador para que redacte la positio.
En el caso ideal, ese colaborador es un erudito originario de la misma diócesis o, cuando menos, del mismo país del candidato, e instruido tanto en teología como en el método histórico-crítico. En los casos más complejos, el relator puede recurrir a colaboradores adicionales, incluidos los seglares especialistas en la historia del período o del país particular en que vivió el candidato. Una vez terminada la positio, ésta es estudiada por los expertos. Si es necesario, pasa antes por los asesores históricos. Luego, la examina un equipo de ocho teólogos elegidos por el prelado teólogo; si seis o más de ellos la aprueban, va a la junta de cardenales y obispos para que emitan su juicio. Si éstos la aprueban, la causa pasa al papa para que tome su decisión. Los relatores no tienen nada que ver con los procesos de milagros, que se juzgan de la misma manera que antes. La diferencia reside en que, desde la reforma, el número de milagros requeridos reside en que, el número de milagros requeridos ha sido reducido a la mitad: uno para la beatificación de los no mártires, ninguno para los mártires. Después de la beatificación, tanto mártires como no mártires sólo necesitan un milagro para obtener la canonización. Vista en perspectiva histórica, la reforma representa una nueva fase de la evolución del proceso de canonización.
En rigor, la congregación se ocupa ahora en primer lugar de la beatificación, no de la canonización; es decir, la congregación es esencialmente un mecanismo dedicado a estudiar la vida, las virtudes y el martirio de los candidatos propuestos por los obispos locales. Incluso a los mártires se los examina ahora en cuanto a sus virtudes, con el fin de comprobar si sus vidas encierran algún mensaje valioso para la Iglesia.
Aunque la canonización sigue siendo el objetivo de toda causa, se trata, funcionalmente hablando, de un ejercicio auxiliar y a plazo indefinido, consistente en comprobar un milagro de intercesión que no agrega nada a la importancia del beato o la beata ni al significado que tiene para la Iglesia, si bien es la manifestación de Dios de Su deseo de que sea venerado por toda la cristiandad.
Este dossier pretende dar una visión sumamente genérica del tema referido. Hay infinidad de matices, procesos históricos y dilemas resueltos y por resolver que, desgraciadamente, son imposibles de explayar en un trabajo de estas proporciones. Sin embargo, tenemos la esperanza de dejar al lector con una mayor cultura respecto a un tema que, como escribía en 1985 el autor de un estudio popular sobre el Vaticano: «El misterio de la santidad y el proceso canónico, con todas sus dimensiones espirituales de intercesión divina, reliquias y milagros, es probablemente el mayor enigma de la Iglesia, después de la Misa misma». (8)
(1) Ignacio, «Carta a los romanos»; traducción de Edgar A. Goodspeed, The Apostolic Fathers: An American Translation, Nueva York, Harper & Brothers, 1950; p. 222.
(2) F. R. Hoare (edición y traducción), The Western Fathers, Nueva York, Sheed and Ward, 1954; p. 184
(3) Cunningham, op. cit., p. 9
(4) Athanasius, The Life of Antony and the Letter to Marcellinus, Nueva York, Paulist Press, 1980; p. 66
(5) Urbano VIII, citado en Burtchaell, op. cit., p. 20 (6)
Canon Macken, The Canonization of Saints, Dublín, M. H. Hill and Sons, 1910, pp 35-36 / 49-50
(7) Veraja, op. cit., p.15
(8) Jerrold M. Packard, Peter»s Kingdom: Inside The Papal City, Nueva York, Charles Scribner»s Sons, 1985, p. 192
Excelente la información que necesitaba. Mi pregunta sería: si todo un pueblo, proclama a una mujer, en mi caso, la proclama santa por sus obras de proyección y por los favores recibidos de Dios por su intercesión, podría abonar las pruebas que jurídicamente necesitan en los milagros. Pues dice el Evangelio: «Brille así vuestra luz a los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos». Agradecería su respuesta.
estoy buscando cuantos doctores entre hombres mujeres tiene la iglecia catolica o cuantos santos entre hombre y mejeres enviar la respuesta gracias
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Excelente articulo informativo.Se carece de esta información en elambiente religioso y ayuda a conocer más nuestra religión y defender nuestros conceptos.
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