¿Por qué queremos tanto a nuestras mascotas?

Nuestro apego a los animales también nos dice algo sobre el plan de Dios para nosotros

Lloré por un lagarto hace unos días, brevemente, una lágrima o dos. Fue la muerte de un gecko leopardo de cola ancha y de nombre Severus lo que provocó que me conmoviera tanto. Severus había sido la alegría de mi hija más pequeña durante muchos años.

Mi hija es alérgica a la caspa del pelo de los animales, así que las criaturas sin pelo han compuesto su colección de mascotas de estantería a lo largo de los años, una vez nos dimos cuenta de que las cobayas, los jerbos y otros animales similares deberían llamarse los «roedores de la muerte».

Uno cambia las mascotas de estantería rápidamente, parece, deshaciéndose de ellas como juguetes rotos a la larga, pero no sin algo de tristeza. Un día, acogimos a dos cobayas. Decidimos acogerlas para un amigo, pero una era mayor cuando llegó y murió poco después. Esta vez no hubo pena, pero de todas formas la enterramos ceremoniosamente debajo de un árbol del jardín trasero.

La otra era lista, aunque muy tímida, y se escondía en un iglú de plástico. Si dejábamos un premio en la parte contraria a la entrada, el animalito empujaba la entrada del iglú alrededor de la comida, la tomaba, y volvía a empujar el iglú para que no la viéramos. Prefería una cena privada. Cuando supimos lo de la alergia, la dejamos con su iglú en un refugio para animales que no la iba a matar.

A partir de ahí, solo fueron reptiles. He perdido la cuenta de cuántos anolis verdes han encontrado cobijo en nuestra casa. Se trata de un reptil terrible para un niño: asustadizo, huraño, rápido y, según nuestra experiencia, indomable y nada afectuoso, además de con una vida corta. Pero son pequeños, así que encajan perfectamente en la mayoría de estanterías con un tanque de unos 19 litros como mínimo.

El último murió en 2009. Lo recuerdo porque estaba en Nueva York. Esperaba que se muriese antes de irme de viaje, pero se mantuvo persistente. La niña, que entonces tenía 12 años, envió mensajes a varias revistas médicas, mañana y tarde, según recuerdo. El anolis falleció de color verde tres días más tarde. El verde es el color de la felicidad para los anolis, que se vuelven marrón oscuro antes de morir. Fue una buena muerte, aseguró ella.

Pero este último lagarto me encantaba. Severus se encontraba perfectamente un día, comiendo y disfrutando, y al día siguiente murió. Ni siquiera vivió la mitad de su esperanza de vida.

Mientras los lagartos se iban, Severus tenía una personalidad adorable. Comía de la mano, lamía los dedos (y los lóbulos de la oreja si estaba lo bastante cerca), e incluso guiñaba un ojo (aunque puede que esto solo fuera una limpieza instintiva del ojo que yo malinterpreté).

Es curioso el apego que tenemos hacia los animales, salvajes y domésticos, y de qué forma tan profunda entran en nuestros corazones. Curioso, pero quizá innato a los humanos. Hay algo del Edén mítico en las conexiones que buscamos. A lo mejor un deseo anhelante de regresar a la vinculación afectiva primitiva de la que Adán disfrutó.

Amor y responsabilidad de cuidarlos

Recuerda que, Dios, en el segundo relato del Génesis (Gen. 2:19), creó a los animales para ayudar a Adán en su soledad, formándolos desde la tierra al igual que formó a Adán. Entonces, los puso frente al hombre «para ver cómo los llamaría, y el hombre escogió un nombre para cada uno de ellos«. La tarea de Adán de nombrarlos conlleva de la misma forma la responsabilidad de su bienestar, un amor espontáneo hacia las criaturas que comparten la tierra.

Los animales no serán nuestros como tal en la resurrección, una vez llegue la consumación del tiempo. Pero, quizás (creo que C.S. Lewis lo sugirió), podemos recrear nuestros recuerdos más preciados y reunir a los animales de nuevo con nuestro afecto. «Si el paraíso es el mundo curado», cuenta Paul J. Griffiths en Decreation: The Last Things of All Creatures, «todas las plantas y animales, con todos sus miembros, deben estar presentes allí, transformados en habitantes de un reino pacífico».

Russell E. Saltzman
es.aleteia.org

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