Cuando se trata de la preocupación, todo está en su cabeza. Pero hay algo que se puede hacer al respecto.
Hubo un tiempo en el que casi no podía controlar mis emociones. Por haber crecido en un hogar afectado por la esquizofrenia de mi madre, aprendí a ocultar bien mis sentimientos, la única manera que conocía para manejarlos. Cuando sucedían cosas malas o recibía comentarios negativos, me desplomaba rápidamente en el desánimo, la depresión y la autocompasión. Era sorprendente la rapidez con que podía pasar de estar bien, a estar realmente mal.
Las cosas han cambiado. Yo he cambiado
Un consejero cristiano me ayudó a entender el poder de mis “distorsiones cognitivas” —los mensajes falsos y negativos que habitualmente me enviaba a mí misma. Yo solía decirme: Eres una fracasada. Siempre lo arruinas todo. Eres una inútil. A veces, ni siquiera ponía estos mensajes en palabras; simplemente dirigía ese odio hacia mí misma. No me daba cuenta de que estaba maltratando mi propia alma. Y debido a que me enviaba estos mensajes tan a menudo, mi espíritu creía que eran ciertos.
Hoy, mi espíritu cree algo diferente. Empecé a decirme mensajes basados en la verdad bíblica. También comencé a leer más la Biblia, a asumir riesgos en la comunión cristiana y a acercarme a los demás para cultivar amistades sustentadoras. Puedo ver ahora que aquellos mensajes viejos eran falsos, y cuando vienen a mi mente, los reconozco y me digo a mí misma la verdad: Mi vida tiene propósito. Soy una hija de Dios. Mi Dios es mucho más capaz que yo, y Él me ama.
El temor y la ansiedad son capacidades normales, saludables y productivas dadas por Dios, pero no están destinadas a ser estados permanentes de nuestro ser.
Este cambio en el diálogo que tengo conmigo misma afectó no solamente mi manera de pensar, ha transformado mi vida. Ahora soy menos propensa a deprimirme, estoy más tranquila y siento más amor por los demás. Y además, no me preocupo tanto, como solía hacerlo antes. Cuando empiezo a preocuparme recuerdo que Dios me ha transformado en una persona nueva al transformar mi vieja manera de pensar.
Rm 1, 2 es un versículo muy citado, pero muchas veces nos centramos solamente en no ser moldeados por el mundo, en vez de ser transformados por completo. No le hemos dado suficiente atención a esta transformación que se produce cuando hay una renovación de nuestra mente. No se trata simplemente de un cambio de alma o de corazón. Como dice la Nueva Traducción Viviente: “Dejen que Dios los transforme en personas nuevas al cambiarles la manera de pensar”.
La ciencia está apenas ahora logrando entender lo que dice la Biblia, la cual nos enseña lo que es posible en Jesucristo.
Nuestros cerebros cambiantes
Mi historia es una de las muchas evidencias que demuestran la eficacia de la terapia cognoscitiva-conductual. De acuerdo con la Asociación Nacional de Terapeutas Cognoscitivos-Conductuales, “la terapia cognoscitiva-conductual se basa en la idea de que nuestras conductas y nuestros sentimientos son creados por pensamientos, no por factores externos, como las personas, las situaciones y los acontecimientos. El beneficio de esta verdad es que podemos cambiar nuestra manera de pensar y sentirnos mejor, aunque la situación no cambie”. En vez de vivir a merced de fuerzas externas, tenemos una opción. Y la manera más eficaz de modificar nuestras conductas y patrones emocionales habituales es dejar que Dios cambie nuestra forma de pensar.
Además de las ciencias sociales, las ciencias físicas apoyan fuertemente cada vez más este concepto. La ciencia ha transformado nuestro entendimiento de la capacidad del cerebro de cambiar por medio de la neuroplasticidad, pues nuestro cerebro es moldeable mucho más allá de la infancia; lo que quiere decir que puede cambiar —y de hecho es así— toda nuestra vida.
“La plasticidad cerebral es un proceso físico”, afirma el Dr. Michael Merzenich, un reconocido neurocientífico y experto en el tema de la plasticidad cerebral. “La materia gris puede, en realidad, encogerse o volverse más gruesa, y las conexiones neuronales del sistema nervioso formarse y refinarse o (a la inversa) debilitarse y partirse. Los cambios en el cerebro físico se manifiestan como cambios en nuestras capacidades. A menudo, la gente piensa que la infancia y la juventud son los períodos de crecimiento del cerebro. . . pero la investigación reciente ha demostrado que, bajo circunstancias adecuadas, un cerebro de más edad también puede crecer”.
Gracias a la neuroplasticidad, cambiar nuestros pensamientos (así como nuestras conductas y experiencias) nos lleva a formar nuevas conexiones sinápticas, a fortalecer las ya existentes y a debilitar otras. Estas conexiones nuevas y modificadas dan como resultado cambios en nuestra conducta. En su libro Soft Wired [Moldeable], el Dr. Merzenich escribe: “Así como es posible desarrollar una habilidad (como silbar, hacer piruetas o identificar el canto de las aves), las rutas neurales responsables de la realización exitosa de esta nueva habilidad se vuelven más fuertes, rápidas, fiables y específicas, o más especializadas”.
Esto es tan cierto para la preocupación habitual como para cualquier otra cosa.
La preocupación es un problema
Muchos de nosotros necesitamos esta clase de cambio. En una encuesta realizada en el 2010 por la Asociación Americana de Psicología, el 40% de las personas dijeron que, en el mes anterior, el estrés las había llevado a comer en exceso o a comer alimentos poco saludables. Casi un tercio de ellas dijeron que habían pasado por alto una comida por causa del estrés, y más del 25% dijeron que no habían podido dormir. Otra encuesta reveló que más del 60% de los trabajadores estadounidenses se preocupan por la posibilidad de perder sus empleos; dentro de este grupo, el 32% dijo que se preocupaban “mucho” por esto. Los padres comúnmente se preocupan por sus hijos, y las grandes preocupaciones comienzan cuando los niños son pequeños. La preocupación no es solo común en nuestra sociedad; también está entretejida en nuestra cultura —algo que esperan las personas responsables—, un accesorio en boga cuya ausencia se ve como sospechosa.
Nuestro mundo ofrece abundantes razones para que nos afanemos. Pero los seguidores de Cristo somos llamados a vivir y a pensar de una manera diferente del angustiado mundo que nos rodea.
A menudo confundimos la preocupación con otros dos estados de ánimo: el temor y la ansiedad. Los tres son utilizados a menudo de manera paralela, pero son diferentes. El temor y la ansiedad son capacidades normales, saludables y productivas dadas por Dios, pero no están destinadas a ser estados permanentes de nuestro ser.
El temor es una respuesta a una amenaza (real o imaginaria). La ansiedad suele aparecer en previsión de lo que sucederá o podría suceder.
A diferencia de la ansiedad normal, la preocupación no es una respuesta física involuntaria, sino un patrón de conducta que elegimos. Se origina dentro de nosotros. Es una decisión que tomamos que nos mantiene en la ansiedad diseñada para protegernos del peligro inmediato, no para sacarnos adelante en la vida cotidiana. Para algunos, permanecer en estado de ansiedad no es una opción. Es un trastorno que ocurre cuando el proceso biológico saludable y útil del cuerpo trabaja en exceso. El trastorno de la ansiedad es, en esencia, demasiado de algo bueno; le sucederá al 29% de nosotros en algún momento de nuestra vida. Es muy diferente a la participación voluntaria en la preocupación, y requiere tratamiento con medicinas, ayuda psicológica, o ambas.
Para quienes nos sentimos tentados a preocuparnos (¿y a quién no le sucede?), el mundo ofrece abundantes razones para que nos afanemos. Pero los seguidores de Cristo somos llamados a vivir y a pensar diferente al angustiado mundo que nos rodea. La preocupación voluntaria contradice directamente la orden de Dios en cuanto a la manera en que debe vivir su pueblo. Si no tenemos cuidado, esa preocupación puede llevarnos a tener una conducta pecaminosa. De ahí las palabras de Jesús: “No os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal” (Mt 6, 34). Este mismo mensaje se encuentra a lo largo de toda la Biblia, afirmando un estilo de vida contracultural de fe y confianza, desde Génesis hasta Apocalipsis.
La preocupación puede dañar nuestro cuerpo y nuestra mente. Puede causar dificultad para respirar; palpitaciones del corazón; dolor y daño en la espalda, el cuello y los hombros; tensión muscular; náuseas; dolores de cabeza; y otros problemas físicos. En su esclarecedor libro The God-Shaped Brain [El cerebro moldeado por Dios], el psiquiatra cristiano Timothy R. Jennings describe los efectos de la preocupación continua sobre nuestros cerebros. Cuando vivimos en un estado de temor, ansiedad y preocupación, nuestras neuronas no funcionan tan bien como debieran, y no se producen nuevas neuronas saludables en la misma cantidad.
Pero el daño no se limita a nuestro cuerpo. Daña también nuestras relaciones con otras personas. Al igual que todos los patrones pecaminosos, la preocupación crea una barrera en nuestra relación con Dios. Nos mantiene enfocados en nosotros mismos, en nuestros planes y en nuestros problemas. Nos mantiene con la mirada fija en el futuro, en lo que solo le pertenece a Dios, y aferrados a las personas y a las cosas que cosas que son exclusivas de Él. Es por eso que enfrentar la preocupación tiene que incluir la transformación espiritual. La preocupación voluntaria, al final, no puede ser vencida a base de pura fuerza de voluntad, su solución tiene sus raíces en quién es Dios.
Solución: La fe
En su libro publicado en el 2009, How God Changes Our Brain [La manera en que Dios cambia nuestro cerebro], Andrew Newberg y Mark Robert Waldman utilizaron la neurociencia para afirmar este asombroso concepto: la fe en la actividad de Dios —y la actividad religiosa en sí— cambia físicamente nuestro cerebro. “La fe apacigua nuestra ansiedad y nuestros temores, y puede incluso mitigar la creencia en un Dios airado”, escriben. “Lo hermoso de la historia de Job es que le recuerda al angustiado creyente que Dios es, al final, compasivo. Y desde la perspectiva de la medicina y de la neurociencia, la compasión puede sanar el cuerpo y también el alma”.
Cambiar la preocupación significa cambiar lo que creemos acerca de Dios y acerca de nosotros mismos.
El descubrimiento de la neuroplasticidad es una afirmación asombrosa de la convicción cristiana de permitir que Dios nos transforme mediante la renovación de nuestra mente. Esta convicción afirma también el poder del cambio cognoscitivo.
“Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida” nos dice Pr 4, 23. El Señor Jesús mismo habló de la verdadera fuente de nuestra conducta: “¿No entendéis que todo lo que entra en la boca va al vientre, y es echado en la letrina? Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre. Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre; pero el comer con las manos sin lavar no contamina al hombre” (Mt 15, 17-20). De la misma forma, Pablo dijo a la iglesia en Roma: “Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu. Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz” (Rm 8, 5-6).
Ninguna técnica terapéutica es capaz de transformarnos como lo hace el Espíritu Santo. Reconocer que se producen cambios neurológicos cuando hay un cambio en nuestra manera de pensar, no disminuye el misterio o el poder de la obra de Dios en nosotros. Pero sí tenemos una opción, podemos dar la bienvenida a esta obra de transformación, o rechazarla. Dios, en su gracia, nos da la libertad de creer.
Cambiar la preocupación significa cambiar lo que creemos acerca de Dios y acerca de nosotros mismos. Si no creemos que Dios es más grande y mejor que nosotros, tenemos todas las razones del mundo para preocuparnos. Pero si creemos que Él es todopoderoso, digno de confianza, justo y bueno, no tiene sentido malgastar nuestra vida viviendo preocupados, sino más bien creyendo y aceptando lo que sabemos que es verdad acerca de Dios, y de quienes somos, como hijos suyos.
Por Amy Simpson
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