El autor de este artículo escribe en respuesta a un error según el cual «históricamente Jesús murió porque lo mataron; y lo mataron por su tenor de vida. No buscó ni quiso el dolor, pero se le vino encima […] Lo mató el «sistema» […]. No fue enviado por el Padre al mundo para que sufriera, sino para predicar e implantar el reino de Dios»
El autor de este artículo escribe en respuesta a un error según el cual «históricamente Jesús murió porque lo mataron; y lo mataron por su tenor de vida. No buscó ni quiso el dolor, pero se le vino encima […] Lo mató el «sistema» […]. No fue enviado por el Padre al mundo para que sufriera, sino para predicar e implantar el reino de Dios». En síntesis, se daba una visión de la Pasión de Cristo no conforme a las Escrituras y a la Tradición.
Ateniéndome aquí solamente a la Biblia, recordaré que la carta a los Hebreos considera todos los sacrificios instituidos por Yavé en el Antiguo Testamento como anuncios proféticos del Sacrificio único de Cristo en la Cruz. La Cruz es, pues, plan de Dios providente, revelado desde antiguo.
Muchos textos, en efecto, del Antiguo Testamento anuncian el sacrificio mortal y vivificante del Mesías salvador. El sacrificio del Cordero pascual (Ex 12). El sacrificio ofrecido por Moisés en el Sinaí (Ex 24: «ésta es la sangre de la Alianza que hace con vosotros Yavé»). La profecía del Siervo de Yavé (Is 42; 49; 53: «he aquí a mi Siervo, mi Elegido, en quien se complace mi alma… El castigo salvador pesó sobre él… Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado… mi Siervo justificará a muchos, cargando con las iniquidades de ellos… por haberse entregado a la muerte»…) El libro de la Sabiduría (2): «Si el Justo es hijo de Dios, Él lo acogerá y lo librará de las manos de sus enemigos… Condenémosle a muerte afrentosa, ya que dice que Dios le protegerá».
Jesucristo tenía plena conciencia de ser el Cordero de Dios, el Siervo de Yavé, el Justo rechazado por los pecadores. De ningún modo puede decirse que «se le vino encima» la muerte de una forma inesperada e irresistible. Él sabía que en su sangre sacrificial había de establecerse una Alianza nueva, con fuerza sobrehumana para perdonar los pecados de la humanidad. Varias veces anuncia a sus discípulos que sus enemigos le van a matar; «y esto se lo decía claramente» (Mt 8,31). Y cuando Pedro se resistió a este plan divino: «¡no quiera Dios que eso suceda»!, Jesús le increpó con gran dureza: «¡apártate de mí, Satanás!… tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16,22-23).
Por otra parte, Cristo, poderoso para resucitar muertos y calmar tempestades con la sola fuerza de su palabra, podía ciertamente haber evitado su muerte. Otras veces la eludió, como en Nazaret, con autoridad irresistible (Lc 4,30). La entrega, pues, que Cristo hace de su vida es perfectamente libre: «Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy por mí mismo» (Jn 10,17-18).
La entrega que Jesús hace de sí mismo en la última Cena es también claramente sacrificial: «éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros… Ésta es mi sangre de la Nueva Alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26; Mc 14; Lc 22; 1Cor 11). Es un lenguaje patentemente sacrificial-cultual-litúrgico.
Y todavía en el momento en que le apresan, Jesús impide que le defiendan sus discípulos: «¿cómo entonces se cumplirían las Escrituras, según las cuales debe suceder así?» (Mt 26,54).
Obediencia al Padre
Cristo entiende, pues, su aceptación sin resistencia de la Cruz como una obediencia al Padre: «obediente hasta la muerte y muerte de Cruz» (Flp 2,8). Cristo recibe la Cruz no por obediencia a Pilatos o a Caifás, sino por obediencia al Padre. Es, pues, la Cruz voluntad de Dios providente, que «quiere permitir» la muerte de su Hijo, en manos de los pecadores, para la redención de la humanidad.
Por eso, una vez resucitado, Jesús reprocha a sus discípulos no haber entendido lo que las Escrituras decían de Él: «esto es lo que yo os decía estando aún con vosotros, que era preciso que se cumpliera todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos de mí» […] «así estaba escrito, que el Mesías debía padecer y al tercer día resucitar de entre los muertos» (Lc 24). «Las Escrituras» no son sino anuncios proféticos de una voluntad de Dios providente.
Así lo entendieron los Apóstoles, una vez recibido el Espíritu Santo. La primera predicación apostólica testimonia que la Pasión de Cristo, producida por el pecado del mundo -el Sanedrín, los letrados, Pilatos, el pueblo, los apóstoles huidos, nosotros-, estaba eternamente diseñada en el plan redentor de la Providencia: «Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de Cristo» (Hech 3,18). De este modo maravilloso, hemos sido rescatados «al precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha, previsto antes de la creación del mundo y manifestado al final de los tiempos para nuestro bien» (1Pe 1,19-20).
Todos estos textos, y muchos otros de la Escritura, de la Tradición y de la Liturgia, nos afirman que quiso Dios reconciliar al mundo consigo mediante el sacrificio mortal de su propio Hijo hecho hombre.
Ante tan gran misterio, claramente revelado, podemos preguntarnos: ¿Por qué Cristo sufrió tanto? Cur Christus tam doluit? Es una cuestión teológica clásica. ¿No podía Dios haber dispuesto la redención del mundo de un modo menos doloroso?… Siempre la Iglesia ha sabido que «una sola gota de la sangre» de Cristo, y menos que eso, hubiera sido suficiente para redimir al mundo. Pero quiso Dios tanto dolor -para manifestarnos el horror del pecado, -para enseñarnos que nadie llega a la salvación si no toma su cruz cada día; pero sobre todo -para declararnos el inmenso amor que nos tiene:
«Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que el mundo sea salvado por Él» (Jn 3,16). Primero lo entregó en Belén, en la encarnación, finalmente en la Cruz, en el sacrificio redentor. Quiso Dios que la Cruz de Jesús fuera la revelación máxima de su amor: «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8). «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Ésta es, muy en síntesis, la interpretación que la misma Revelación divina, por medio de la Escritura sagrada, da de la Pasión de Cristo. Otras interpretaciones de la Pasión, si se hacen al margen, o incluso en contra, de «la Tradición y la Escritura» (Vaticano II, Dei Verbum 9), no darán la verdad revelada del Misterio. Tampoco serán propiamente teológicas. No serán más que una mera ideología personal.
Lamentablemente con este articulo se esta tirando por la borda toda la teología e investigación histórica bíblica contemporánea, por cuanto la visión sacrificial de la pasión de Jesucristo ya ha sido superada. Los 4 evangelios presentas acontecimientos teologizados de hechos históricos. Jesús fue un judío que vivió en total obediencia al Padre, no fue una especie de adivino ni mucho menos taumaturgo, su mensaje y su praxis de vida se concentró en la predicación del Reino de Dios, en la practica del amor hacia el semejante. Esta predicación resultó subversiva tanto para las autoridades judías del Templo como para la autoridad romana, quienes se confabulan para darle muerte.
Cuando San Pablo en sus cartas, al igual que quienes escribieron los 4 evangelios, dicen «murió según las escritures» , o términos similares, aluden precisamente esta circunstancia: que el hecho histórico Jesús de Nazareth, esta siendo reinterpretado a la luz de lo que expresan las Escrituras de personajes tales como «El hijo del Hombre» o «El pastor que será herido». Jesús al igual que cualquier ser humano, no quiso ni buscó su muerte, pero la aceptó por su total coincidencia (no obediencia) con la voluntad del Padre, Dios no quiere ni acepta sacrificios y menos humanos, al momento de la muerte de su Hijo amado, sufre y se compadece con él. La resurrección no es un «premio», a un hijo obediente que acomoda su vida al plan del padre. La Resurrección de Jesús es la respuesta misericordiosa de un Dios compasivo a la muerte y al pecado. Gracias